**** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 CON LAS MANOS VACÍAS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/con-las-manos-vacias/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Jean Luc Godard En los últimos meses antes de salir de la cárcel, Ángela pasaba sus días acostada en su cama. La habían indultado y no alcanzó a cumplir una condena de ocho años por rebelión. Durante su estadía en el Buen Pastor de Bogotá, asesinaron a Carlos Pizarro y a Pardo Leal, y las esperanzas que guardaba en los acuerdos de paz se desplomaron. Perdió 11 kilos en ocho meses, luego de salir a la vida civil con “una mano atrás y otra delante”. No sabía qué hacer, el M-19 era su familia y ya no existía. En la Colombia de los años 90 nueve grupos guerrilleros abandonaron las armas. Se desmovilizaron 4.817 militantes, pertenecían al M-19, al Movimiento Armado Quintín Lame, al Ejército Popular de Liberación, al Partido Revolucionario de los Trabajadores, y a la Corriente de Renovación Socialista. También algunos eran miembros de un puñado de grupillos que ahora pocos recuerdan, como el Comando Ernesto Rojas (CER), las Milicias Populares de Medellín (MPM), el Frente Francisco Garnica y el MIR-COAR. A pesar de la desesperanza, también Ángela se desmovilizó. Fue cubierta por los acuerdos que concretaron el gobierno y el M-19. Cuando una unidad se desmoviliza abandona sus estructuras armadas, las redes de inteligencia y las estructuras administrativas. Los guerreros dejan sus armas, el paisaje que les era familiar lleno de trincheras y trochas se transforma en calles de concreto. Pero la desmovilización no es suficiente. Antes de la década de los 90 comenzó a hablarse de reintegración en Colombia. A diferencia de la desmovilización, los programas de reintegración pretenden que el guerrero de ayer se sume a la vida cotidiana en una comunidad, un barrio, una ciudad, a un proyecto de producción. Tras años de estar dando bala y acechando, los combatientes se habitúan a ello, y es necesario un largo proceso para abandonar esos hábitos y construir nuevos vínculos. Volverse ciudadano es complejo, luego de haber matado, herido, violentado a otros.  El país que se enorgullece con el éxito de sus celebridades en el exterior o de sus figuras deportivas como Falcao y se reconoce en García Márquez, suele olvidar que también los asesinos, los criminales, los narcos son su hechura. Mafiosos, sicarios, políticos corruptos, guerrilleros, paramilitares son el resultado de una sociedad que no asume sus equivocaciones, no entiende su origen y prefiere ignorar sus propios engendros. El excombatiente debe reintegrarse a la sociedad que lo ha forjado; está obligado a alejarse de su pasado, a abandonar la violencia y a reinventarse en un país que ha cambiado poco y muy lentamente y en el que los mecanismos que engendraron al combatiente siguen marchando debidamente aceitados. Colombia necesita reconstruirse como un cuerpo integral. Una efectiva reparación, necesita que víctimas y victimarios relaten sus versiones de la guerra. Conocer la verdad, el dolor provocado y sentido, es lo mínimo para que las heridas sanen con el tiempo. William Torres, profesor de la Universidad Surcolombiana, ha estudiado el impacto del conflicto en la experiencia subjetiva de las personas; busca comprender cómo los miedos heredados por la guerra conviven a diario con sus víctimas. Torres piensa que el descosido tejido social, las heridas del conflicto, inician con la destrucción del tejido comunicativo. Éste es entendido como los vínculos y urdimbres que construyen los grupos para tener un espacio propio, con sus afectos, en un territorio desde el cual organizar y explicar la vida. La escalada de los grupos armados criminales y de narcotráfico fue rompiendo esta construcción. Primero estos grupos intimidan: no hables, no te quejes. Luego generan zozobra: ¿Qué está pasando? ¿Qué pasó? Se aprende a tener la radio eternamente prendida en espera de malas noticias. Después desplazan a las personas y las llevan al ensimismamiento, al silencio, al trauma, explica Torres. Los desmovilizados están obligados a aportar información que permita dar con el paradero de los cuerpos de las víctimas y de los caídos. El Estado durante un tiempo orientó la reparación ofreciendo retribuciones económicas a los dolientes. Pero como se sabe, el dinero no compensa el duelo  que causa la ausencia de un ser querido. Los pagos no ayudan a concluir ese proceso doloroso, y en ocasiones no hace más que envilecerlo debido a que se recibe poco por una pérdida que no tiene precio. Las familias necesitan saber de la ubicación del cadáver, de los restos de su ser querido, de las circunstancias de su muerte, requieren desenterrarlos y darles sepultura. El Centro de Memoria Histórica es una de las pocas instituciones nacionales que aporta a la restauración del tejido social ocupándose de tratar con los aspectos menos tangibles pero más importantes para, alguna vez, pasar la horrible noche. Esta entidad tiene como objetivo reunir y recuperar todo el material documental, testimonios orales de aquellas personas que individual o colectivamente hayan sufrido un daño por violaciones ocurridas con ocasión del conflicto armado interno, como expresa la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.   Somos animales de costumbres. Para una persona en la ciudad es muy fácil vivir porque tiene amigos y comodidades, muchas cosas que en la selva no se pueden tener. Sin embargo uno se acostumbra, por ejemplo a dormir en hamaca, sin nada. Carlos, un hombre moreno y robusto, ex miembro del EPL recuerda con calma. Viste casual, de jean y camiseta. Se toma su tiempo para hablar. Se resiste a hablar de su pasado. La mirada se le pierde como si volviera a la humedad de las trochas por donde caminaba bajo la sombra fría de los árboles. Hubo un tiempo en que me adapté, fueron como tres meses, no teníamos nada, absolutamente nada, solamente el equipo, el arma. Nos tocaba dormir sin sábana y sin hamaca. La hamaca sólo se utiliza en un buen clima, como el de la selva. Dice que cuando hay mucho frío y se cuenta solo con un plástico para resguardarse, no se usa hamaca. Uno se acuesta en el suelo. En una noche helada, con cada centímetro de piel herida de frío, sólo la tierra te brinda calor y abrigo. Los primeros tres días son los más difíciles. De un árbol grandísimo sacábamos hojas y revisábamos que no tuvieran bichos, luego las amontonábamos en el suelo, colocábamos el plástico y le tirábamos más hojas encima. Y listo, ahí se dormía.  En la mitad de su casa en el barrio San Fernando de Cali, tiene un jardín con un camino que lo atraviesa. El viento balancea una hamaca que usa de vez en cuando. La observa cuando recuerda aquellos días. Hoy se pregunta cómo podía soportar tantas situaciones extremas en la selva: dormir preparado para el combate, boca abajo en la hamaca, abrazado a su arma. A la primera señal saltaba y quedaba en el piso, listo para entrar a la batalla. A las tres o cuatro de la mañana, cuando comienza el rocío – que uno sólo percibe cuando lleva tiempo allá-, el cuerpo se enfría, es la cosa más tremenda. Pero después de los primeros días, dejamos de quejarnos, el organismo asimila la temperatura y nos fortalecemos. Carlos cuenta que reconocían en medio de la noche cuando alguien había pasado por la selva. Sus ojos se adaptaban a la oscuridad y podía notar los mínimos cambios en los caminos, cuando alguien los transitaba. Uno puede percibir si hay gente en la zona. Yo no sé cómo explicarlo. La vegetación cambia cuando hay personas. La respiración de la selva cambia.  Las rutinas de los combatientes son monótonas. Se levantan temprano, hay entrenamientos militares y políticos, hacen rondas de vigilancia y se prepara la comida. Carlos cuenta que el ejército prefiere atacar en la madrugada. Las batallas son tan intensas que no se puede dormir durante todo el día; sólo a tempranas horas de la mañana, amparado por la oscuridad, se puede cerrar los ojos en medio del sonido de las balas. “En el combate, todo el mundo tiene nervios, pero hay que saber qué hacer con el miedo, hay que adaptar la psiquis. Al primer balazo uno se tira al suelo y luego mira de dónde viene”. Carlos se desmovilizó en 1991, aprovechando el acuerdo político que logró el gobierno con el EPL. Según cuenta Edilfredo Hio, secretario de la organización Sol y Tierra, y ex miembro del Movimiento Armado Quintín Lame, en 1971 algunos dirigentes nasa del Cauca se reunían clandestinamente para planear la recuperación de las tierras que les habían arrebatado los terratenientes con apoyo del ejército. Tres años después fundaron el Consejo Regional Indígena del Cauca, una organización cuyo lema era “recuperar la tierra para recuperarlo todo”. Tenían la función de liderar la lucha indígena del Cauca en los años 70. Terratenientes y otros grupos que no estaban de acuerdo con la política del CRIC empezaron a perseguir a los líderes de la organización y como contrapeso nació el Movimiento Armado Quintín Lame. Su propósito fue defender al Consejo y apoyar la lucha indígena. No era una organización independiente del CRIC. El movimiento armado Quintín Lame tuvo mucha aceptación dentro de los cabildos indígenas y la comunidad a la que pertenecían sus integrantes. Tenía una ideología muy diferente a los otros actores armados. Precisamente el Quintín Lame, se vio obligado a armarse, para defender sus tierras y a su gente, no tenía la intención de tomarse el poder a través de las armas. Cuando Edilfredo fue combatiente pudo notar la ayuda que le prestaba el pueblo indígena al movimiento; era común que invitaran a los integrantes a sus casas y los trataran como miembros de su familia. Incluso algunos gobernadores de las comunidades enviaban a muchos jóvenes a formarse con ellos. Tras años de lucha, el Quintín Lame entró a negociar con el gobierno de Virgilio Barco Vargas, en medio de la coyuntura de la Asamblea Constituyente del 91. El gobierno aceptó la petición del movimiento de tener un representante en la Asamblea, y ellos delegaron a Alfonso Peñas Chepe, mientras ultimaban los detalles de la dejación de armas. Fue un gran logro poner un representante del movimiento en la constituyente. Lo acompañaron un indígena del pueblo Mizac, Lorenzo Muelas, y Alfonso Rojas Birry. Ellos lograron unificar una propuesta en defensa de los indígenas de Colombia. En la constitución del 91 se plasmaron algunos de los derechos que deben tener los pueblos indígenas, cuenta Edilfredo.  *** Cuando Ángela recuerda por qué ingresó al M-19 no puede dejar de identificar las circunstancias que marcaron su niñez. Tiene poca estatura y algunas arrugas que le dan un semblante incisivo. Mientras toma un té verde caliente trae a memoria la historia de su padre, un hombre de ascendencia humilde, que estudió primaria con libros prestados y sufrió dificultades imaginables. Él le contaba cómo vivió la época de La Violencia, criando a sus hermanos menores y escondiéndose de los militares Chulavitas que buscaban neutralizar cualquier oposición al gobierno conservador. Pero sobre todo la estremecía observar la marcada estratificación social del ingenio azucarero donde vivía su familia, cerca a Palmira. Los patrones y empleados de alto rango tenían casas grandes y confortables, con perros guardianes y árboles de mango a su alrededor. Cuando había cosecha no podían comerlos porque para quienes vivían en las casas más modestas estaba prohibido entrar allí. Los mangos se perdían en el suelo, o los hijos de los patrones se los vendían a Ángela en los buses que los llevaban a la escuela. Ella pertenecía al sector medio, vivía en casas de ladrillo, con puertas de madera y servicios públicos. Las familias más humildes eran las de los trabajadores rasos y los corteros. Le llamaban “El Pueblo” al conjunto de cambuches donde residían. No tenían servicios públicos y de unas piletas de agua estancada sacaban para bañarse y beber. Cuando Ángela era niña jugaba con su muñeca a ser líder, una defensora de los malaventurados que luchaba por la justicia y la equidad. En las tardes brincaba junto a sus amigos tras una pelota de basquetbol y a veces subían al páramo. Cuando cursaba noveno grado, hizo parte de un grupo de estudio, en el que se juntaban jóvenes universitarios y escolares para discutir textos sobre materialismo histórico, dialéctica, textos de Hegel y Marx.Ángela estaba empapada y conocía discursos de izquierda antes de ingresar a la Universidad del Valle a estudiar Ciencias Naturales. Incluso, conocía a personas de los movimientos estudiantiles y había participado en una movilización estudiantil contra la reforma educativa del 78. Los dormitorios de las residencias univallunas eran usados para debatir los problemas sociales y la situación del país a finales de los 70. Ángela visitaba estos edificios en la noche y se quedaba a dormir en un dormitorio prestado. También asistió a las acaloradas asambleas estudiantiles y de a poco fue ganándose un lugar en el consejo estudiantil. Por ese entonces la universidad no estaba amurallada, el campus se volvía un terreno de batalla cuando los estudiantes se enfrentaban con la policía. Como ahora, los disturbios también resultaban una fuente de entretenimiento para revoltosos y observadores. Corría mucha adrenalina al entonar los canticos, al huir de los gases, al saltar y mantenerse alerta. Los ánimos se caldeaban con los insultos lanzados entre los bandos. La policía de un lado. Los estudiantes del otro. Una vez Ángela caminaba junto a una amiga por el terreno baldío donde ahora queda Unicentro. Al avanzar se encontraron con un grupo de soldados que se dirigía hacia la Universidad. Sin preguntarles nada comenzaron a perseguirlas. Ángela se fue de bruces en un pequeño altibajo y uno de los soldados descargó una andanada de patadas, puños y golpes sobre su cuerpo. Se detuvo cuando ella le gritó “¡No más!”. Su amiga contó con menos suerte, le partieron el brazo izquierdo. Luego las usaron como escudo para detener las piedras que lanzaban los estudiantes. El dolor de los golpes lo resintieron encerradas en una celda durante tres horas.  Al transitar por estos círculos universitarios, las invitaciones para que se uniera a diferentes movimientos no se hicieron esperar. Conoció a un muchacho del ELN que la invitó a unirse, pero fue dado de baja en un operativo poco después. Recién había ocurrido la toma de la embajada de República Dominicana por el M-19, en febrero de 1980, cuando otro amigo logró convencerla de vincularse. Comenzó a trabajar en una célula del sector estudiantil. La entrenaron militarmente en zonas desoladas de la ciudad. Hacían acondicionamiento físico y práctica de tiro. También le enseñaron inteligencia militar, manejar las bombas molotov y construir las panfletarias con un tarro metálico de galletas Saltinas lleno de volantes que se esparcían en espacios abiertos cuando se activaba un pequeño mecanismo explosivo. La célula donde laboraba era responsable de apoyar a los movimientos estudiantiles de Univalle, de otras universidades y colegios, y de apoyar a los sectores populares en los barrios de invasión. Con la llegada de Turbay al poder en 1978, arreciaron los ataques militares contra el movimiento. Los operativos de la fuerza pública habían llevado a la cárcel a casi toda la cúpula del M-19, mientras otros grupos guerrilleros se expandían por varias regiones del país. Ángela se vio obligada a trabajar en la clandestinidad. Sin embargo, la capturaron cuando iba a realizar unos trabajos en un pueblo cercano a Palmira. Antes de ser enviada a la cárcel los policías la amarraron de pies y manos a una silla metálica; con una capucha en la cabeza recibió los embates de agua fría hasta desmayarse. Se mantuvo en silencio, luchando con esa parte frágil de su mente que quería soltarles toda la información que pedían. Los uniformados no obtuvieron lo que buscaban y desistieron. La enviaron a una cárcel durante tres meses. Al salir intentó volver a la Universidad, pero no pudo continuar sus estudios porque descubrió que la estaban persiguiendo. Ocurrió cuando caminaba por las calles de Palmira, atravesaba las cuadras del barrio cerca de su casa, y de pronto notó que un hombre en moto la seguía. Armándose de valentía se acercó al tipo y le preguntó ¿por qué la seguía? El hombre un poco desconcertado respondió que sabía en que estaba metida, que era del F-2 de la Policía y que se cuidara. Entonces puso su vida en manos del M-19 y su compromiso le permitió ascender rápidamente dentro de la organización. Sus responsabilidades aumentaron y la relación con su familia se deterioró hasta acabarse cuando la detuvieron en la afueras de Bogotá. Era 1987 y se dirigía a una reunión. Un Renault 4 apareció por sus espaldas y hombres saltaron como perros bravos a la calle. Le cayeron encima. Ella cree que eran oficiales al mando de Maza Márquez, director del DAS entre 1985 y 1991. La arrastraron hacia el carro y en poco tiempo, entre vaivenes y vueltas, terminó en un batallón. El lugar era oscuro y húmedo. La única bombilla iluminaba el piso de concreto y al policía “bueno”. Él le hablaba como si fuera de izquierda, como si comprendiera sus ansias de mejorar el país, mientras una voz perversa que venía de entre las sombras la amenazaba, trataba de intimidarla con mentiras. Todo era igual a las estereotipadas escenas de interrogatorio de las películas policiacas. Esa vez tuvo más miedo pues sabía de la fama de asesinos de la gente de Maza Márquez. Estaba en ropa interior, aterrada y aunque la amenazaron con hacerle el submarino -hundirla de cabeza en una piscina helada- el interrogatorio terminó sin resultados. La mandaron al Buen Pastor donde pasaría tres años antes de que le dieran la amnistía, cuando tenía 28 años. *** En setenta años que lleva el conflicto colombiano es común imaginar que el guerrillero, el paramilitar y el soldado, son máquinas sanguinarias, seres crueles. Esta imagen del guerrero no es gratuita. Se reafirma con las evidencias de brutalidad sin compasión: las cabezas de las víctimas usadas como balones de fútbol, las motosierras que cercenan hombres y mujeres atados a los árboles, la devastación en la iglesia de Bojayá y su centenar de muertos destrozados por los cilindros bombas, la violación sistemática de mujeres, los jóvenes ejecutados para mejorar los indicadores de éxito y el conteo de cuerpos en los falsos positivos. Esta guerra ha sido particularmente cruel y repugnante. Cuando Ángela llegó a la cárcel se sintió afortunada. Bien pudo haber terminado en alguna tumba clandestina, incinerada y arrojada río adentro. Entonces celebró la fortuna de salir viva de aquella tortura. Se sentía en la gloria y libre en la cárcel. Su expresión seria se hace risueña al recordar este episodio. Como ella muchos excombatientes conocen el horror de la guerra, su monstruosidad; y comprenden, al examinar sus propias historias personales, cómo la guerra los hizo instrumentos de su lógica. En un país desordenado por la guerra, con una sociedad descompuesta por la ausencia de justicia y la dejadez estatal en muchas de sus regiones, la necesidad de sobrevivir a cualquier costo convierten en objetivo de guerra cualquier nicho, terreno o posesión: las pandillas libran batallas enteras por una calle, por la posesión de un parque y una esquina clave para el tráfico; y ahora mismo, alrededor de las posesiones mineras, grandes emporios nacionales y trasnacionales, y pequeños mineros, mafias y políticos locales, libran nuevas contiendas, a sangre y bala. Los colombianos hemos visto y experimentado la crueldad sin atenuantes. Y cuesta imaginarse cómo podremos desaprender el horror. *** En la “Serie de Informes” número 8 de la “Fundación Ideas para la paz”, los estudios arrojaron conclusiones significativas: de las pruebas psicológicas a los excombatientes paramilitares se podía afirmar que la población no es predominantemente psicópata, pues la mayoría de ellos tienen signos de angustia y remordimiento. Si bien son vistos muchas veces como seres inhumanos, aunque manifiesten sentimientos de culpa por su pasado, predomina la mirada más pesimista sobre ellos. De hecho, según estudios, son personas relativamente normales desde el punto de vista psicológico, pero han sido víctimas de violencia, y en la mayoría de casos, objeto de amenazas de seguridad o muerte contra su familia o ellos mismos. A pesar de más de cinco millones de víctimas, de las cuales seiscientos mil son muertos y cuatro millones desplazadas, es necesario redescubrir en quienes han sido vistos como crueles e inhumanos, a otro colombiano, síntomas de que algo no funciona nada bien en el país. Hacerlo, tomará tiempo y voluntad. *** Darío Restrepo, un hombre alto y rollizo, fue miembro del M-19 pero no participó en la desmovilización y ahora es juez en Pradera. Su mirada fija combina respeto y comodidad al hablar. Nos enumera los beneficios y las facilidades que les prometió el gobierno a los desmovilizados del M-19: sueldos por seis meses, cupos en la universidad o taxis, amnistía o indulto de penas según las necesidades.  Algunos desmovilizados del M-19, como Darío, no recibieron las ayudas estatales porque ya tenían un título universitario antes de unirse al grupo. Pero muchos de los combatientes rasos, las bases, no pudieron acceder a ellas. Según Ángela, la remuneración que les dieron por desmovilizarse rondaba los 60 mil pesos, era casi un salario mínimo en 1991. Darío recuerda a unos muchachos de Palmira, Yumbo y Cali que decidieron abandonar el M-19, cuando se acercaba la firma de la paz, para irse a delinquir con el “Mocho”. Se dedicaron a secuestrar y extorsionar. Cuando ocurrió el proceso de desmovilización, siguieron en lo mismo y poco a poco fueron asesinados. Por ejemplo al “Mocho” Laureano lo mataron viniendo en una moto desde Cali, reseña Darío con tono convincente.  Cuando le preguntamos sobre la efectividad de los procesos de reinserción nos dice que usualmente se mide por la cantidad de desmovilizados, pero cree que es insuficiente. Habría que mirar la eficacia caso por caso, individualmente. Los números no bastan para determinar qué tan exitosa ha sido la reincorporación de estas personas a la vida civil. El día que lo visitamos en Palmira, se reunieron varias personas que pertenecieron al movimiento M-19. Algo los une, además de su pasado y su amistad: están decepcionados. Creen que el proceso de paz con el M-19 y la reinserción fallaron. Yo recuerdo a un grupo de personas que estaban hacinadas en una casa de Cali, trabajando con bolsos. El gobierno les prometió unos recursos pero nunca se los dieron, comenta una profesora que simpatizó con el M-19 cuando estaban en el proceso de desmovilización. Esta mujer de cabello café con visos rojos mira con ternura a su esposo. Él sí fue miembro del M-19, y al igual que Darío no participó de las desmovilizaciones porque ya tenía título de médico. Cuando habla su bigote ondula. En medio de su charla menciona a los Navarro y a los Patiño, acusa a estos ex militantes de haberse robado un dinero que el gobierno les había dado para repartir entre las bases. Al movimiento lo permeó gente oportunista como el señor de vivienda, el famoso Hugo Varela Mondragón. Ese hombre era una rata. Él hacía planes de vivienda social y robaba a la gente. Nosotros hicimos sacar del movimiento a Hugo Varela cuando se iba a lanzar de candidato a la alcaldía de Palmira. Cómo una persona que no había pertenecido al movimiento, iba a aprovecharse de la buena fama que tenía el M-19 en Palmira para aspirar a la alcaldía. Incluso venía con una carta firmada y avalada por Antonio Navarro Wolff. Recuesta su espalda sobre el sofá y cruza las piernas. Darío cuenta del destino terrible que corrió Varela. Fue detenido el 21 de abril de 1992 por hombres que se identificaron como miembros del F-2. No se supo de su paradero hasta el otro día cuando encontraron su cuerpo, cerca de Puente Vélez, municipio de Jamundí, con señales de tortura. Cuando el gobierno le da beneficios a los desmovilizados, como parte de los acuerdos, lo común es que los dirigentes de los movimientos junto a las personas de mayor capacidad política, intelectual y con habilidad para moverse en diversos círculos sociales, sean los que los aprovechen. Añade que para el gobierno era difícil tener a más de mil personas concentradas en un lugar para repartir los beneficios. Por eso hablaba con los líderes, quienes no conocían a todas las bases, lo que dejaba a muchos combatientes fuera del proceso. Afirma Darío que el Estado se queda corto con las promesas que hace a los desmovilizados. La disculpa siempre es la misma: no hay presupuesto, no hay recursos. Entonces no hay un verdadero proceso de reinserción. Algunos ex miembros del movimiento que tenían estructura y armas se pusieron a secuestrar. Mucho compañero cayó, los organismos de seguridad los mandaron a matar. Un ejemplo fue el comandante Libardo Parra, un gran militar: quedó en manos del narcotráfico. Otro fue Laureano que llegó a ser jefe de seguridad de uno de los señores del Cartel de Cali. Parra fue detenido en Costa Rica el 15 de marzo de 2006 y condenado a 24 años de prisión en Colombia por secuestro y extorsión, por el plagio del empresario Mario Angulo ocurrido el 21 de julio de 1995. Fue liberado tras pagar una multa millonaria. Cumplió una sentencia de seis años y ocho meses por blanqueo de dinero en Costa Rica. Cuando salió todavía tenía una orden de deportación vigente desde 2006. La Fundación Sol y Tierra representa y aglutina a los desmovilizados del Quintín Lame, y además brinda orientación a la comunidad para seguir en la lucha indígena. Es una hija del proceso del CRIC, y conservan vigente el ideario del movimiento. Edilfredo considera que la organización perdió todo apoyo del Estado desde la presidencia de Álvaro Uribe Vélez. Él le da punto final a todos los procesos que se mantenían con las organizaciones creadas después de la firma de la paz con los grupos insurgentes de los 90. Nos cerró las puertas y todos los recursos y prioridades se dirigieron al proceso de desmovilización con los paramilitares. Los ex miembros del Quintín Lame no aceptan que les digan desmovilizados o reinsertados. Para ellos estos calificativos designan a personas que le han hecho daño a la sociedad. Prefieren llamarse actores sociales de paz. Los ex miembros del Quintín Lame no volvieron a las armas. Hace poco surgió un grupo llamado los Nietos del Quintín Lame. Edilfredo aclara que no tienen ninguna asociación con el viejo movimiento ni con el CRIC. La mayoría de los ex miembros del Quintín Lame al regresar han sido gobernadores, miembros de la guardia indígena, diputados etc. Pero el gobierno incumplió los acuerdos que se negociaron con el Quintín Lame, ni siquiera las tierras han sido restituidas. Por eso la lucha indígena continúa. Antes de la desmovilización, el EPL tuvo varias disputas con las FARC, sobre todo por temas de territorio en la zona del Urabá Antioqueño, dice Carlos. Nosotros éramos un partido más radical que las FARC, por cuestiones políticas éramos Leninistas- Maoístas y ellos Leninistas- Marxistas pro soviéticos. Él recuerda que después del proceso de desmovilización, en la zona de Urabá, las FARC emprendieron una campaña de exterminio contra los desmovilizados del EPL. Afirmaban que los ex combatientes estaban aliados con el gobierno. Lo que la gente hizo fue tratar de defenderse refugiándose en los grupos paramilitares. Yo no lo hubiera hecho ni lo justifico, pero ellos vivían allá y no tenía a donde irse. Muchos excombatientes del EPL se desarmaron pero nunca se desmovilizaron. Un número nada pequeño se vinculó con frentes paramilitares. Este fue el caso de Elkin Casarrubias, alias “el Cura”. Trabajó para Carlos y Vicente Castaño, después de haber pertenecido al EPL desde 1985. Aunque el grupo se desmovilizó en 1991, él y varios hombres volvieron a empuñar las armas ese mismo año. Según el portal Verdad Abierta el grupo de hombres que estaba en el EPL contactó antiguos compañeros que hacían parte de las AUC para llevar a cabo su desmovilización en el batallón Junín de Montería, Córdoba en 1996. Tras haber dejado las armas, los exjefes guerrilleros y sus hombres fueron enviados a las fincas de los Castaño en Urabá. No explica por qué los llevaron allá pero tal parece que les ofrecieron participación para combatir guerrillas y ellos se aceptaron. Al ingresar a las AUC, además de encontrar una causa para combatir a las FARC, los ex guerrilleros notaron que a diferencia de las guerrillas, los paramilitares pagaban salarios, daban permisos de salida y no vivían escondidos. Debido a los retrasos del gobierno con la entrega de la ayuda económica para los desmovilizados del EPL, algunos compañeros de Carlos se vieron empujados a delinquir. Como sabían defenderse y tenían sus familias con hambre, iban y robaban. Por eso mataron a muchos de mis compañeros, a otros los amenazaron. Había personas que se sabía eran desmovilizados y tenían cuentas pendientes; los buscaban y allí quedaban. Es predecible que en un escenario de postconflicto no solo haya menos notas de guerra en los noticieros, también mejores condiciones para la deliberación pública o para el desarrollo de empresas. Para Nat Coletta, experto mundial en post conflicto, es necesario que la empresa privada se involucre con cualquier proceso de desmovilización. Si el gobierno no ha podido asumir completamente los costos de 52.000 desmovilizados que, como aseguran las cifras de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, han estado vinculados a distintos programas de reinserción, mucho menos podrá hacerlo si se suman 8.000 más que podrían dejar las armas tras un acuerdo de paz con las Farc. Coletta cree que la empresa privada debe jugar un papel importante en este proceso para recuperar un capital económico y financiero, humano y social que se pierde en el conflicto armado, y, del que el sector privado puede sacar lucro y ganancia. Coletta sostiene, sin embargo, que no es suficiente con que cese el conflicto. Es indispensable que aumente la seguridad: sin seguridad no puede haber desarrollo –económico, claro–, y sin desarrollo no puede haber una seguridad sostenible. Daniel Mejía advierte en un análisis publicado el 16 de abril en El Tiempo sobre “Los costos del proceso de paz en cuatro escenarios”, que Colombia tras unas negociaciones exitosas con las FARC tendría que asumir algunos costos jurídicos a corto plazo, pero obtendrá retornos sociales muy grandes en el mediano y largo plazo. Si el conflicto sigue, de aquí al 2048 con el aumento del PIB podría construirse, a precios actuales, una casa de interés social para cada colombiano. Si el conflicto acaba, incluso en el panorama más conservador –con un aumento del 0.8% del PIB por año– ese colombiano tendría la casa en el 2030. En el escenario más optimista, además de la casa remodelada de dos pisos, tendría una piscina en el 2032. Con el fin del conflicto nos adelantaríamos 12 años en crecimiento económico, treparíamos una pendiente histórica de rezago e inequidad que el conflicto colombiano actual expresa y contribuye a reproducir y perpetuar. Las cifras internacionales hacen de Colombia un modelo en procesos de desarme, desmovilización y reintegración, particularmente tras las negociaciones con las autodefensas paramilitares. Suelen ofrecerse las cifras de desmovilización como indicador elocuente de éxito. Pero no es suficiente. Después de treinta años de negociaciones con grupos armados, excombatientes del EPL se integraron a las AUC, surgieron Comandos Populares (ala rearmada del EPL) o el Movimiento Jaime Bateman Cayón (ex combatientes del M-19), y desmovilizados de las AUC terminaron configurando Los Urabeños y las Águilas Negras. Son ejemplos de los peligros de estos modelos de reinserción, reintegración y desmovilización; tienen fisuras y profundas debilidades. Las cifras son enormes. Se estima que entre los 16.000 desmovilizados reconocidos por los altos mandos de las AUC en 2006, el 50% volvió a tomar las armas; y de los 31.000 ex paramilitares que finalmente cuenta el gobierno, 7.000 habían sido recapturados o asesinados en 2011. Según cálculos de Adam Isaacson, analista militar de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), de los potenciales 8.000 desmovilizados de las Farc, el 30% se vincularía a grupos narcotraficantes o extorsivos, relativamente pequeños, fáciles de enfrentar. Aun así, quitarle personas a la guerra es por sí mismo un gran logro, es quitarle víctimas y victimarios al conflicto. Si Edilfredo, Ángela, Darío Restrepo y sus ex–compañeros, aún amigos, personifican tres ejemplos de reintegración que Colombia vería con buenos ojos, esto se debe a que ellos retomaron una vida, una identidad y vínculos que habían abandonado cuando se metieron a la guerra. Muchos desmovilizados paramilitares o del EPL, antes de ser combatientes, estaban más o menos desarraigados de sus territorios o comunidades, lo que no sucedió con los nasa del Quintín Lame. Volver a una comunidad, a un barrio, a una familia, a un trabajo procura sentimientos de productividad, utilidad social, genera vínculos afectivos y formas de arraigo duradero, condiciones con las que no han contado todos los desmovilizados.  *** La vida de combatiente deja marcas imborrables en la mente. El sonido de las balas no se olvida. Cuando hay tiroteos en el barrio, Carlos reconoce el tipo de arma usada y a qué distancia pueden haber sido generados los disparos. Aún se levanta temprano y aunque no puede darle vuelta a la hamaca, el recuerdo perdura. Los amigos de Darío siguen trabajando, él como médico, ella como profesora de colegio. Carlos sostiene que uno de los grandes pilares en los que se pueden apoyar los desmovilizados para volver a la sociedad es la familia. Llegar de nuevo a una ciudad sin tener a nadie, con las manos vacías y empezar de cero, sin parentela, puede ser un camino seguro al fracaso en los procesos de reinserción y reintegración. Los estudios del Observatorio de Procesos de DDR (Desarme, Desmovilización y Reintegración) de la Universidad Nacional, registraron un reiterado “aburrimiento” o desmoralización de los combatientes recién desmovilizados de las Autodefensas. La guerra desgasta sus fichas. El miedo a la muerte propia o de un amigo, la lejanía de sus seres queridos, el exceso de combates o la falta de acción castigan al ex combatiente, y si a ello se suma el incumplimiento de las promesas, las posibilidades de volver a las armas crecen.  Para Carlos este país no tiene futuro. Nosotros conocimos la pobreza. Pero no la que hay aquí en la ciudad. Alguna vez una madre nos entregó a sus tres hijos para que no se murieran de hambre, porque no tenían qué comer. Para ella era mejor que se murieran combatiendo en el EPL. En este país eso todavía pasa. Los muchachos no tienen futuro. Si se arma otro grupo guerrillero la gente se mete a eso; si los paramilitares dan trabajo, la gente se vincula a los paras; si nace un grupo delincuencial la gente se mete porque no tiene futuro. Esa es la triste realidad. Nos relata detrás de su escritorio con mirada pensativa. Las campañas en medios en contra de los grupos armados y para promover desmovilizaciones individuales suelen presentar a los guerreros como sujetos sanguinarios, peligrosos, desalmados. El gobierno que intenta la reintegración, al mismo tiempo presenta a los grupos ilegales como terroristas, criminales incorregibles, crueles y traicioneros. ¿Cómo espera entonces que las comunidades, barrios, empresas y ciudadanos comunes los acepten como vecinos, trabajadores y políticos? Un proyecto de reintegración integral debe reconocer el trabajo con las comunidades como una dimensión clave en el proceso de reconstitución de tejido social. Como dice el profesor William Torres, los actores del conflicto pueden firmar la paz, pero quienes la consolidan en la vida cotidiana son los que han sufrido la guerra. En una reunión realizada meses atrás con el Alcalde Rodrigo Guerrero, los desmovilizados del AUC esperaban concretar y resolver un problema relacionado con unos incentivos para vivienda. Cuando se puso el tema sobre la mesa, Guerrero tuvo que abandonar la reunión, y los desmovilizados vieron cómo el alcalde partía hacia un almuerzo inaplazable. ¿Hay algo más inaplazable que la paz? En medio del barrio Tequendama de Cali, hay un sector reconocido porque en él abundan las clínicas estéticas. Allí cientos de colombianos y extranjeros acuden para salir como nuevos luego de pasar por las manos de cirujanos, fisioterapeutas, nutricionistas y dermatólogos. La cosmética de las carnes marcha a todo vapor aquí asentada en una decena de cuadras. En medio de esta red de negocios y empresas para moldear rostros y cuerpos está ubicada la Sede de la Agencia Colombiana para la Reintegración. Allí llegan los desmovilizados que residen en Cali e intentan culminar su proceso de reintegración a la sociedad colombiana La casa que sirve de albergue luce desvencijada, no tiene el brillo y luminosidad de las clínicas estéticas que la rodean. Su interior es oscuro y umbroso. No está adaptada para la cantidad de personas que la visitan. En la sala de espera hacen falta sillas. Afuera no hay ninguna marca o aviso que le indique a los transeúntes que ésta es la ACR. Mimetizada, casi clandestina, la puerta es custodiada por dos vigilantes de seguridad privada, un hombre y una mujer, que requisan a quién ingresa y llenan la minuta. Es una casa más del vecindario, una oficina más. Quizás el vecino de enseguida no sepa qué trabajo hacen allí, pues parece una agencia de empleo de las que hay regadas por la ciudad; casi todos los que acuden llevan consigo sobres de manila y salen con las manos vacías. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Animales de costumbres Ángela Sol y Tierra La suerte del EPL Tras la puerta de salida **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 EL TESORO DEL PIRATA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/el-tesoro-del-pirata/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle –Cuando me dicen ´¿cómo la ve?´, yo respondo que con un ojo –dice James y lanza una risotada. Le llaman El pirata porque perdió un ojo hace algunos años en una riña familiar. Su nombre es Junior James Carmona y este hombre de silueta escuálida, huesos largos y sonrisa constante, se ha pasado los últimos siete años de su vida acumulando un tesoro que no vale lo que pesa. –Soy un loco, soy de ambiente, sentimental, muy servidor y bailarín –cuenta en tono dicharachero, mientras sentado en una pequeña butaca de madera, aplana, con martilleos cortos y precisos, los bordes de una tapa de cerveza. James lleva en su cabeza una boina gris por la que se asoman las canas de sus cincuenta y tres años. Perdió su ojo derecho y cubre la cicatriz con unas gafas de sol a las cuales les quitó un lente, le abrió dos pequeños orificios en los extremos, le puso una cuerda delgada y lo adaptó como parche de pirata. Con su ojo bueno está concentrado en el golpeteo del martillo. Si se descuida un segundo puede romperse los dedos. Viste una camisa manga corta de cuadros azules con botones, abierta hasta la mitad de su pecho lampiño, pantalón de dril café y remata su atuendo con unos zapatos de goma azul que combinan en color, pero chillan con el resto de la pinta. En esta casa carnavalera hay tapas de cervezas por donde se mire: clavadas en la fachada, en una banca, en una mesa, en tablas de madera, en cortinas colgantes, en trajes de maniquíes… Su casa es un poco oscura, el sol en su esplendor, apenas alcanza a colarse entre las hendijas. Es sábado y según la emisora de salsa que chirrea a todo volumen son las 10 y 45 de la mañana. Una tras otra, las tapas son aplastadas por James con una técnica que las deja con bordes planos y centro abultado. Cada tapa recibe más de sesenta golpes de martillo; en una hora James puede aplanar cuarenta. El traje que quiere confeccionarse necesitará unas seis mil tapas de cerveza Pilsen. A este ritmo tardará poco más de ciento cincuenta horas y trecientos sesenta mil martilleos. El barrio Meléndez en donde vive al sur de Cali, está bordeado por una montaña llena de casitas de ladrillo limpio y esterillas que se ven a lo lejos como un pesebre.  En ese sector confluye el estrato bajo y el medio, el habitante que trabaja construyendo casas y el que paga por remodelar la suya; la mujer que trabaja como empleada de servicio y la que paga por dejarse atender; el chico que va a un colegio de cobertura educativa y el que puede asistir a una institución bilingüe. Era un lugar diferente cuando James llegó a Cali a sus cuatro años. Venía de Medellín junto a sus padres y cinco hermanos. Con dinero ganado en una apuesta de caballos, don Ángel María, el papá de James, negoció en Meléndez un lote esquinero de siete por veintisiete metros. Pagó seis mil pesos por ese pedazo de tierra rodeada de cafetales y que se humedecía con los desbordamientos del río. Allí construyeron una ramada en esterilla y repellaron. Los conocían en la cuadra como “los de la casita de barro” –Los más pobres de por aquí hemos sido nosotros –dice James, que ha parado de aplastar tapas y ahora está recostado con las manos detrás de la cabeza en un banco con espaldar, decorado con tapas amarillas. En ese barrio, ahora lleno de comercio y bullicio, la casa de James rompe el patrón estético de la cuadra. Dos días atrás, atraída por el exotismo macondiano del lugar, me acerqué para verlo mejor: sus paredes y puertas de madera están revestidas, centímetro a centímetro, por tapas de cerveza. En letreros del mismo material se lee “Bienvenidos”, “La casa Póker”, “Póker sabor colombiano”. El amarillo que predomina en las tapas resplandece bajo los rayos del sol. Pedazos de tela verde sintética, de la que se usa en las obras de construcción, se extienden desde el techo del segundo piso para proteger los metales de la lluvia –del óxido-. La casa de James parece un pequeño mundo de fantasía criolla en cuyo interior pueden encontrarse las cosas más inesperadas. Empezó a enchapar –o entapar– su casa de apoco. Primero fueron unas cortinas. Les hizo dos agujeros pequeños a cada tapa, las atravesó con pabilo y formó unas sesenta tiras de cien tapas cada una para hacerlas colgantes; después clavó tapas en una puerta de madera hasta llenarla; luego rellenó con tapas pedazos de tablas y formó letreros con las inscripciones “Bavaria sabor colombiano”, “Bienvenidos”, “La casa Póker”; siguió con una mesa, un asiento y todo lo que podía. Tapas por aquí, tapas por allá, hasta que su casa se convirtió en una fortaleza de latas amarillas en la que se pueden contar unas cuarenta mil tapas de cerveza. Curiosamente las tapas clavadas en la fachada parecen pequeños ojos, como si intentara reemplazar el ojo que la falta con estas laminillas doradas; miles de ojitos custodian la casa del hombre al que le falta un ojo. El pirata es un hombre de pasiones, tiene siete hijos de tres mujeres, pero vive solo. Me enseña un álbum de fotos –de los que regalan en las casas fotográficas–. Sonríe orgulloso mientras me muestra a dos de sus hijos vestidos con tapas de Pony Malta, trajes que él mismo les hizo. Tal vez los extraña. Su última esposa y tres de sus hijos se fueron de la casa hace dos años, –Ellos quieren otra vida y lo acepto, no se las puedo dar. Este Pirata se quedó solo en su casa de tapas. Su única compañía es el negro Lucumí, un maniquí de mirada fuerte y pose de modelo. A él James también le confeccionó chaleco, pantalón y gorro de tapas. James continúa mostrando las fotografías y aparece con su traje de tapas amarillas junto a Lucumí en una carreta decorada con el mismo material, es el desfile de una Feria de Cali. Hasta del 21 de diciembre de 2001 James pudo ver con sus dos ojos. La noche anterior había estado bebiendo hasta emborrachar, por eso a la mañana siguiente había sucumbido a la resaca. Por esos días vivía con su esposa y tres hijos. La casa completa era esquinera, repartida por partes más o menos iguales con dos de sus hermanas. De esa división a él  le correspondió un espacio de seis por tres metros, y allí había construido su rancho de esterilla y tejas de eternit. James tenía una pelea casada con Carlos, el esposo de su hermanaMaryi.Éste no le permitía atravesar su casa para pasar al otro lado. Pero James no tenía intención de  aceptar esta prohibición. Esa mañana del 21 de diciembre envió a su hermana Dora a comprar unos dulces para sus hijos, al notar que tardaba salió a la calle atravesando el lugar que tenía prohibido. Carlos exigió que se largara. James lo mandó al diablo. Los insultos se hicieron cada vez más fuertes. El sobrino de James, un joven de unos veinte años, se metió a defender a su papá       –el pelao quería a los puños, pero yo no peleo a golpes, yo he sido cuchillero –dice ahora sin asomo de vergüenza.  El muchacho se le fue encima con una varilla y James alcanzó a tomar una tira con pelotas de golf que encontró a mano. –Tengo las marcas de ese día –se levanta la camisa y me enseña algunas cicatrices en su abdomen. James se defendía de los ataques hasta que escuchó que sus hijos de dos y tres años empezaron a llorar. Volteó a verlos por un segundo para asegurarse de que estaban bien y cuando regresó la mirada se encontró con la punta de la varilla en su ojo derecho. Se cubrió con sus manos pero no pudo detener el río de sangre que empezaba a brotar. –Este marica me jodió el ojo –dijo James mientras veía sus manos llenas de sangre. Tal vez lo más difícil para El Pirata fue verse al día siguiente en un espejo del Hospital Departamental. Se encontró con un reflejo que no quería aceptar. Su ojo se había desprendido de la cuenca. Sintió un corrientazo de dolor y rabia. Los médicos le informaron que debían sacarle el ojo, de lo contrario la infección se trasladaría al otro y tendrían que sacarle los dos. Hasta las 8:30 de la mañana del 31 de diciembre James tuvo sus dos ojos y ningún interés por las tapas de cerveza. El hombre Póker continúa pasando hojas en el álbum y ahora se revelan las fotos en las que se ve con un parche hecho de tapas, al fondo unas cortinas también con tapas relucientes.  –Aquí estaban nuevecitas las primeras cortinas –James sigue sonriendo, esta vez con asomo de nostalgia, se trata de sus primeras creaciones que, carcomidas por el óxido, tuvo que vender como chatarra. En otra fotografía se ve con pantalón y camisa hechos de bolsas de café Águila Roja. Al pirata le gustan los disfraces, quizás convertirse en otro, olvidarse por un rato de sí mismo. Trabajaba como ayudante de construcción, revolvía cemento, cavaba zanjas, pegaba ladrillos… Después de perder su ojo no pudo trabajar más. Quién va querer darle trabajo en construcción a un tuerto, podría reventarse un dedo con una porra, venírsele abajo un bulto de cemento, caerse de un quinto piso. –Si le pasa algo nos lo cobran nuevo y usted ya está medio, me decían –cuenta James mientras cierra el álbum de fotografías. Desde entonces se rebusca en los oficios varios: arregla goteras, destapa cañerías, repara tubos, repella, construye, hace mandados… es el todero de su barrio. También le dedica tiempo a sus tapas. Por estos días está decidido a confeccionarse un traje de tapas de cerveza Pilsen que le envía desde Medellín el esposo de una tía. Una tarde de octubre de 2008, James jugaba sapo en un bar. Pá, pá, pá se oían las argollas que se insertaban con extrema precisión en los cajones, –yo ya era pirata en ese tiempo pero tenía un tiro afinao –dice con evidente orgullo. Estaba concentrado en su tiro cuando vio seis tapas de cerveza Póker en el suelo. El color amarillo que resaltaba en el piso de cemento, llamó su atención, aunque estaba acostumbrado a ver tapas de cerveza tiradas en el suelo de los bailaderos, ese momento fue una revelación. Cuando terminó su turno. Recogió las tapas, se acercó a la dueña del bar, puso las tapas en el mostrador y le preguntó si alguna vez había visto a alguien con un traje de tapas. –No Nene, usted es capaz de hacerlo o qué –le respondió la mujer. –Si me recoge las tapas yo lo hago. La mujer le siguió la idea. Una a una recolectó las tapas para el traje que quería su amigo. En el 2009 James fue al bar y recogió un costal lleno de tapas. Así empezó a elaborar su primer traje de hombre Póker. James se levanta de su silla, se abre paso entre unas cortinas de tapas que rechinan al paso. Regresa mostrando algo entre sus manos, –esto es oro puro –dice mientras enseña las seis tapas que estaban tiradas en el piso aquella vez en el bar. A costa de varios machucones, tardó un mes aplanando tapas, uniéndolas con pabilos y pegándolas a una camiseta y un pantalón, luego un sombrero. Con más de cinco mil tapas estuvo listo su primer traje Póker. El 31 de octubre con su traje de tapas participó en un concurso de disfraces del barrio en el que compitió y ganó. Ese mismo año recorrió la Feria de Cali, haciendo concentrar miles de miradas en él. Después del éxito de su traje, empezó a llenar su casa de tapas. El hombre Póker recogía tapas en bailaderos del barrio, las sacaba de la basura, empezó a caminar mirando hacia el piso en la búsqueda de las esferas doradas. Ahora los recicladores le llevan las tapas a la puerta de su casa para vendérselas por cualquier peso. A james le preguntan muy seguido si ha tomado tanta cerveza como aparenta la fachada de su casa. Pero la verdad –dice– es que su sangre está desintoxicada, desde que empezó a coleccionar las tapas dejó el licor. Fue muy tomador y se la pasaba echando paso en los bailaderos. Todavía le gusta la rumba. Mueve con rapidez sus pies al son de la salsa, y se roba el show cuando baila. Aprendió a bailar con uno de sus hermanos, iban a las discotecas y memorizaban los pasos de los mejores bailarines, luego practicaban en casa los pasos aprendidos. Sin embargo hace algún tiempo sus vecinos lo notan cada vez más apagado. En poco tiempo, James podría perder la casa en la que ha vivido durante cuarenta y ocho años. Desde hace algún tiempo su hermana Maryi, dueña de una parte de la casa, construyó escaleras y rejas en el antejardín invadiendo sesenta y tres metros de espacio público. En 2012 una notificación de Planeación Municipal, les informó que tenían seis meses para adecuarse a la línea de paramento y además pagar una multa de más de veintiocho millones. Ese pequeño resguardo de madera y latas que empiezan a oxidarse es lo que ancla la vida de este pirata que más parece un personaje sacado de un cuento. Un poco quijotesco, un poco soñador, un poco loco. James hizo su tesoro de lo que otros ven como basura. Imagina encabezando una gran comparsa con muchas personas con sus trajes de tapas, viajar de pueblo en pueblo y ser reconocido. El pirata se siente orgulloso de su obra, pero este artista del residuo tal vez lo sabe: su obra es efímera. El día en que James tuvo que vender como chatarra sus primeras cortinas de tapas ya oxidadas, no pudo evitar el llanto. Las llevó en un costala la chatarrería de la esquina. El esfuerzo puesto en seis mil tapas para hacer una cortina que nadie más haría, fue comprado como desperdicio por tres mil pesos cuando el óxido ganó la batalla. En un rincón de un pequeño cuarto con poca luz, lleno de polvo, tablas, costales, escombros, herramientas y hasta una taza de sanitario, está James con su espalda encorvada buscando su tesoro escondido en medio del desorden. Saca del rincón varios costales que debe arrastrar por su peso. Dentro de ellos una piscina amarilla de más de cuarenta mil tapas de cerveza Póker. Ése –dice el pirata– es su tesoro. Lo guarda en costales para protegerlo del óxido; el óxido, ese enemigo inexorable y silencioso que amenaza con carcomer de apoco su gran tesoro. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 RECONSTRUIR MIRADAS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/reconstruir-miradas/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle La doctora Margarita recibe a Samuel en su consultorio casi al medio día. El muchacho, alto y apuesto, luce gafas oscuras para ocultar la mirada que aún no reconoce como la suya. Al entrar se sienta sobre una de las enormes sillas donde semanas atrás la doctora tomó las medidas para fabricar el ojo artificial que ahora está usando, y se quita las gafas para ser revisado una vez más.  -Parpadea un poco. Listo. Ahora mira hacia arriba. La puerta corrediza nos separa de quienes esperan afuera, es un consultorio pequeño, somos tres y nos vemos algo apretados. Esta vez viene por un último retoque: la prótesis, una concha de polímeros fabricada para conservar fielmente las proporciones de su ojo sano en la cavidad lastimada, se desvía un poco de la altura normal cuando parpadea. Samuel es un joven vanidoso. No quiere andar otro momento sin corregir aquel error. Por lo demás, su prótesis ocular es casi perfecta. El resultado de una disciplina que mezcla ciencia, técnica y arte. En la calle hace un calor insoportable pero adentro el clima parece idóneo. Estamos en el segundo piso de la Torre A del Centro Médico Imbanaco de Cali. Ahí, la doctora Margarita lleva 26 años dedicada por completo a la optometría y fabricación de prótesis oculares, ayudando a pacientes de distintos lugares de Colombia. Todos llevan una historia de duelo: han perdido una parte de su rostro. Las razones van desde enfermedades congénitas, traumas por lesión o infecciones que devoran el rostro. Procesos siempre difíciles. A pesar de que la doctora Margarita conoce esta clase de historias a través de los años, la que Samuel cuenta sobre la pérdida de su ojo izquierdo le conmueve especialmente. Una noche a comienzos del año, va de regreso a casa por el barrio San Antonio. Se ha despedido de sus amigos después de negarse a ir de fiesta, quiere volver temprano y descansar. Camina chateando con el celular en la mano. No cae en cuenta de un barrista que le mira con envidia y le sigue desde la oscuridad. Se disputa un partido en el Estadio Pascual Guerrero, pero como otras veces, no sabe qué equipos juegan.  -Parcero, una moneda.   -No tengo nada, todo bien.  Se asusta, guarda el celular y avanza con velocidad. Lo siguiente es un acto de odio que aún no puede explicar. El barrista se acerca por detrás y le clava una puñalada en el rostro. De esa siguen tres más en la espalda. Después del ataque, el barrista decide que no quiere el dinero ni el celular. En el andén donde trató de robar, deja un cuerpo desangrándose, sólo, en mitad de la noche. Como puede, impulsado por una voz en su interior, Samuel se levanta y trota hasta llegar a la Clínica Comfenalco, a seis empinadas calles de aquel intento de homicidio. Ahí se desmaya hasta despertar al día siguiente para comprobar su pesadilla. De todas las heridas, una le duele más que las demás. Su ojo izquierdo está destrozado y su cerebro lastimado, el puñal ha hecho contacto con  él. La doctora Margarita termina de pulir los bordes de la prótesis mientras Samuel acaba su historia. Cada vez que la cuenta revive la angustia de aquel momento. El miedo. La doctora le entrega de nuevo su prótesis y él ansioso la coloca con su ayuda. Con cuidado, primero la parte superior y luego la inferior. Toma un espejo de su maleta y observa el reflejo sin las gafas oscuras. Siente que está completo.  -Este tatuaje me lo hice después de aquella noche -, cuenta mientras señala sobre su pantorrilla la figura de un ojo llorando estelas de colores. Dice que al verlo recuerda aquello que lo hace fuerte. Si bien la prótesis ocular no le devuelve la visión en el ojo que perdió, ni borra de su mente los recuerdos de aquella amarga noche, al igual que el tatuaje, le sirve para afrontar su nueva condición. Con el ojo artificial puede hablar de frente a las personas, sin miedo por la ausencia de una parte. Porque aunque no pretendamos hacer daño, cada vez que miramos con insistencia a un discapacitado, lo estamos arrastrando a la inseguridad, a la desconfianza en sí mismo. Repasar dos veces a quien nos parece diferente causa daños profundos en personas que luchan por reconocerse y aceptarse cada mañana frente al espejo.  Ahora Samuel encuentra en los reflejos, de nuevo, una mirada. Margarita tiene una voz amable, las manos inquietas, pero muy delicadas, los ojos oscuros y el cabello al hombro teñido de castaño claro. Cuando habla se hace entender fácil. Está sentada en el laboratorio de diseño facial que instaló en la parte trasera de su casa, donde crea las prótesis que terminan sobre el rostro de sus pacientes. Nos cuenta que no sólo diseña ojos. También es especialista en fabricar prótesis para el resto de los órganos que se encuentran en el rostro. Desde hace 9 años es anaplastóloga profesional. La anaplastología es la ciencia que reconstruye partes del cuerpo con anatomía artificial. Una actividad multidisciplinaria de la medicina que permite rehabilitar, a través de prótesis, la función estética del rostro o las demás partes del cuerpo. A pesar de la enorme demanda, esta profesión es casi desconocida. Tanto, que incluida la doctora Margarita, Colombia sólo cuenta con tres anaplastólogos. Todo el laboratorio huele a pegamento acrílico. Con él adhiere los hilos rojos que simularán los vasos sanguíneos en los ojos artificiales. El cuarto está iluminado por luces de neón y una ventana grande. Se ven vitrinas con prótesis faciales, libros de medicina ordenados sobre varias repisas e instrumentos para manipular los materiales. Hay un mesón largo con los ojos que pronto serán parte de la vida de alguien. Están en varios tarros con los nombres de sus dueños anotados en tiras de cinta de enmascarar. Los revisa con paciencia. Prende la máquina y se acomoda un tapabocas. A pesar del ruido de la pulidora, nos cuenta sobre su experiencia. Pasa tanto tiempo escuchando trabajar aquella máquina, que le parece el sonido natural de la habitación. De niña se acostumbró al mismo ruido de los motores y a los olores del acrílico, porque su padre era laboratorista dental. Creció viendo cómo se fabrican prótesis dentales. Parte de los equipos que tiene en el laboratorio son heredados de él. Estudió Optometría en la Universidad de la Salle en Bogotá. El mismo año en que se gradúa inicia a trabajar en el Departamento de Oftalmología del Hospital Universitario del Valle en Cali, donde conoce un gran número de pacientes que pierden el ojo por culpa de traumas. En caso de daño grave, se removía todo el globo ocular herido con la idea de no afectar al ojo sano. En el siglo pasado este procedimiento es considerado extremo para todos los casos. Crece el número de pacientes sin ojo que no pueden conseguir prótesis a su medida.  En ese momento los ojos artificiales son estandarizados. Se importan desde países como Alemania, Argentina o los Estados Unidos para venderse en las tiendas especializadas. Aquellas prótesis de la época son prácticamente iguales. La amputación significa enfrentar de forma abrupta una discapacidad. En el caso de los ojos, las secuelas son difíciles. Las personas asocian su propia identidad con la integridad  de su rostro. Por eso Margarita sintió que necesitaba aprender a fabricar las prótesis. Una decisión difícil considerando que para ese momento no existe divulgación sobre la fabricación artesanal de ojos artificiales. No hay libros sobre el tema. No existe el internet para consultar. No hay maestros que conozcan la fabricación ni la técnica. Sólo hay pacientes dispuestos a que intente algo. Lo que sea con tal de reconocerse como antes. Margarita detiene la pulidora y se levanta de la silla. A veces pasa tanto tiempo en esa posición que se cansa y debe ponerse en pie para continuar. Transcurren años antes que la doctora Margarita cobre por crear sus primeras prótesis. Siente que no son lo bastante buenas para devolver la confianza que los pacientes pierden con su amputación. Dedica su tiempo libre a experimentar y prueba infinidad de materiales y técnicas. De a poco, mejora sus resultados. Se quita el tapabocas y nos aclara que el doctor Paul Stanley es el responsable de que aprendiera la correcta forma de fabricarlos. Nos dice que sin él, sus conocimientos sobre la construcción de prótesis habrían tardado más años en desarrollarse. En 1984 llega a Cali una misión humanitaria de VOSH (sigla del inglés que traduce Voluntarios Optómetras al Servicio de la Humanidad). Son una institución de optómetras, dentro de la cual hay un oftalmólogo. El doctor Paul Stanley, estadounidense de Boston, experto en la fabricación de ojos artificiales con más de 30 años de experiencia. Cuando Margarita se entera, cita a 70 de sus pacientes sin ojos, los monta en siete ambulancias y los lleva hasta el centro de salud donde VOSH opera durante la misión. En tres días alcanza a fabricar 23 prótesis. Una cifra record. Durante ese tiempo la doctora Margarita permanece a su lado observando cada proceso. Por primera vez detalla su correcta fabricación. Ninguno de los dos habla el idioma del otro con soltura, por lo que es más difícil intercambiar palabras que ayuden a entender mejor la manera en que trabaja. Sin embargo, Margarita pregunta todo lo que puede en cada uno de los procedimientos. It is my top secret, responde el doctor cada vez que le pregunta sobre algún aspecto de la fabricación.  Construir prótesis oculares es una tarea realmente difícil. Los profesionales no entregan sus conocimientos sin antes estar seguros del compromiso del aprendiz con sus pacientes. Antes de irse, el doctor Stanley descubre que la doctora Margarita quiere aprender para ayudar. Ella no se le separa en ningún momento. Le muestra dos prótesis que días atrás fabrica, él las evalúa y finalmente permite que aprenda a su lado. Al cuarto día debe marcharse, pero le deja claras instrucciones para proceder. También le regala equipos, máquinas y materiales. Aún quedan 47 pacientes sin prótesis de los 70 que le acompañaron. Siente la obligación de ayudarlos. A ellos y todos los discapacitados que pueda.  En esas lleva 30 años. Según el DANE, en nuestro país hay 1.143.992 personas  que presentan algún tipo de discapacidad visual. Lo que equivaldría a llenar catorce veces el parque Simón Bolívar en  Bogotá. Más de un millón de personas que se enfrentan a miradas hirientes en las calles, y que deciden, en muchos casos,  afrontar su condición desde casa, escondidos, refugiados de quienes, con curiosidad, volcamos la mirada sobre ellos.  A pesar de la importancia de estos dispositivos en las vidas de los discapacitados, encontrar quién realice un trabajo integral y asesore la rehabilitación de forma correcta es difícil. El trabajo para mejorar la calidad de vida de alguien en condición de discapacidad no es solo estético o técnico. Quien suple esta necesidad debe hacer un acompañamiento al usuario, requiere de una sensibilidad especial para entender sus problemas, su condición de vida y el entorno que le rodea. La relación de la doctora Margarita con sus pacientes logra ser muy fuerte. La mayor complicación que podía tener en su oficio de optómetra era tratar con orzuelos, irritaciones o infecciones. Desde que decide incursionar con las prótesis oculares se enfrenta con verdaderos dramas. Más aún cuando hace 9 años se gradúa como anaplastóloga y atiende casos en los que el usuario está a punto de morir o sufre alguna enfermedad degenerativa. Para ellos una prótesis es la oportunidad de transformar la soledad o la depresión en que se encuentran. La doctora Margarita lamenta que no todos puedan acceder a las prótesis. En Colombia, el desarrollo de técnicas para construir prótesis oculares de forma artesanal es mínimo. Ni siquiera es una práctica formalizada. Aún existe muy poca bibliografía para su divulgación y los centros académicos apenas empiezan a interesarse de forma seria en la formación de profesionales de este tipo. Quizá con el impulso de experiencias como la de la doctora Margarita, una pionera en nuestro país, se logre obtener una regulación en la adquisición de estas prótesis y aumente la oferta y calidad de estos dispositivos tan importantes para la rehabilitación de millones de personas.  Paola alista la bicicleta para recoger a su sobrino y a su hijo en el colegio. Vive en el barrio Capri, en el sur de Cali. Toma el recorrido de la Calle Quinta frente al Hospital Psiquiátrico Universitario hasta llegar al barrio Meléndez, donde ambos estudian. Se protege del sol con una gorra y recoge su cabello ondulado a través del agujero de la cachucha. Son unos quince minutos de trayecto entre cicloruta y calle. Antes de llegar al cruce de la 80, al frente de  la Tercera Brigada del Ejército Nacional, toma las precauciones necesarias ante tanto tráfico. Es prevenida con los carros que pasan a gran velocidad, sobre todo por su lado izquierdo. En esta parte de su rostro perdió el ojo cuando era niña.  La subida por el barrio Meléndez es caótica. El sol golpea durísimo a la una de la tarde y más de un colegio finaliza a esa hora sus clases. La calle está repleta de carros subiendo y bajando, motorratones disputándose carreras y cientos de niños saliendo de estudiar. Hay poca señalización vial y no se ven guardas de tránsito. Sin embargo, Paola avanza con tranquilidad, concentrada. No permite que su discapacidad altere el recorrido, aunque su rango visual es limitado en el costado izquierdo. Llega y ambos están listos. Su hijo monta en su propia bicicleta y ella sube a su sobrino en el asiento que acomodó sobre la barra de la suya. De nuevo, el camino de regreso. Paola es una mujer no muy alta, un metro sesenta y cinco cuando mucho. Lleva unos pantalones cortos que permiten que el sol se refleje  en sus rodillas y  pedalea incansable  mientras transporta el peso de su sobrino en la barra y  el maletín con cuadernos en la espalda. Paola tiene treinta y cinco años y por momentos parece  olvidar que hace más de veinte alguien le arrebató parte de su mirada. A los 11 años, mientras juega en el antejardín de la casa de sus abuelos en el barrio Las Acacias, sufre el impacto de una bala perdida que destruye su ojo izquierdo y deforma parte de su rostro: la mejilla, la nariz y el parpado inferior. Desde entonces se ha sometido a diferentes cirugías reconstructivas y ha cambiado cuatro veces su prótesis ocular. Siete años después del accidente, Paola se encuentra frente a frente con la persona que disparó el arma que la hirió. Este hombre, que había estado en la cárcel por delitos diferentes, la busca para ofrecerle disculpas y aclararle lo ocurrido. Según él, quería dispararle a un perro, pero falló. El resentimiento y la rabia que Paola siente durante todo ese tiempo desaparecen en ese instante. Ella asegura que ha sido capaz de perdonar. En el proceso para conseguir su actual prótesis, Paola tuvo que pasar por momentos muy difíciles. Los tediosos y largos trámites de la EPS que deben hacerse por toda la ciudad, la llevan a conocer a un doctor de la Clínica Oftalmológica del Valle quien es el encargado de realizar la prótesis. El día de la consulta el hombre saca una caja llena de ojos que le mide sin limpiar. Prueba uno por uno, intentando encontrar el que le calce. El doctor tampoco se preocupa por el inmenso dolor físico que Paola está sintiendo ni por lo incómoda que está. Este incidente la obliga a renunciar a una prótesis brindada por la EPS y decide conseguirla de forma independiente, pero no todos tienen esa posibilidad.  Paola recurre a la doctora Margarita, quien además de fabricarle la prótesis a su medida, con impresiones previas, búsqueda del color exacto del ojo y detalles minuciosos en su finalización, le da un trato humano, de persona a persona y no solo de especialista a paciente.   Juan de Dios es el primero de los recicladores del centro en llegar a la Plaza de Caycedo. Acomoda sobre el muro de una fuente de agua, la caja donde pone los envases y papeles que le sirven de las basuras. Se sienta y con el único ojo que tiene traza el recorrido que hace cada mañana a las siete en punto, desde la Catedral de San Pedro hasta las calles de Sucre. Le espera una larga jornada agarrando y separando basura, lo que le afecta aún más las infecciones en la cuenca vacía de su ojo derecho. Es un hombre anciano, de piel negra, su barba blanca oculta un poco la delgadez de su rostro, pero su cuello esquelético y clavícula marcada nos revelan a un hombre físicamente frágil. Mientras vigila la cafetería que debe abrir dentro de diez minutos, voltea por completo el cuello para vernos llegar desde su costado derecho. Abrir locales es apenas uno de los muchos trabajos que hace a diario, aparte de reciclar, para pagar la habitación donde vive: cinco mil pesos la noche en alguna “olla” del centro de Cali. Nos recibe con una sonrisa amable después que lo hemos citado en la Plaza. Con la voz ronca, habla de forma pausada sobre la pérdida de su ojo, nos dice que no le interesa buscar una prótesis que ocupe su lugar. No está seguro que sea posible.  Según el último censo del Dane, él es uno de los 25.090 discapacitados visuales que vive en Cali, una ciudad de dos millones trescientos mil ciudadanos. Eso es casi un tuerto o un ciego por cada 91 habitantes. Las estadísticas en nuestro país nunca son precisas sobre la cantidad de los primeros o de los segundos, pero evidencia el promedio que no puede acceder por diversos motivos a una prótesis ocular: ocho discapacitados de cada diez. El 80 (%) por ciento. El mismo censo revela que la falta de dinero y el desconocimiento sobre servicios de rehabilitación son los dos principales motivos para no acceder a las prótesis. Ambos son el caso de Juan de Dios. Tampoco es fácil encontrar registros al día sobre discapacidades de la visión, ni en la Secretaría de Bienestar Social, ni en la Secretaría de Salud; por lo cual es difícil hacerse un panorama completo del número de discapacitados y la manera en que se pueden auxiliar. No se siente menos por la pérdida de su ojo, pero reconoce que moverse por la ciudad cada día es un esfuerzo difícil. A pesar de sus energías, vivir con un solo ojo significa más tiempo para moverse y menos para trabajar. Teniendo en cuenta sus condiciones de vida, un grupo socioeconómico muy bajo en el que todas las cifras coinciden sobre la dificultad de tratar en temas de discapacidad, rehabilitación y salud, es probable que como él, se encuentren muchas más personas en la ciudad. Víctimas, cuyo rostro refleje secuelas de alguna riña callejera, una bala perdida o del daño colateral del crimen organizado. Juan de Dios no siempre ha sido discapacitado. Cuenta con tranquilidad que hace 11 años, el 13 de octubre del 2003, fue víctima de una bala perdida en un atentado en contra de “Los Yiyos, Jaime y John Jairo Londoño, hermanos y jefes de la oficina de cobro más temida de alias “Don Diego”.  Por esa época existía una guerra entre los narcotraficantes. Era común escuchar sobre atentados y masacres en todo Cali, así como de balas perdidas encegueciendo vidas con una precisión miedosa. Pero los daños no sólo se pueden calcular en las cifras de muertos. Víctimas deben continuar con sus vidas aún con sus heridas abiertas.  Aquel 13 de octubre festivo, diez sicarios armados con pistolas y ametralladoras disparan de forma absurda durante 15 minutos en Cañandonga, uno de los grilles más representativos de la rumba caleña sobre la Calle Quinta. “Los Yiyos” huyen con vida. – Yo salgo corriendo y un balazo me alcanza y me vuela la retina -cuenta mientras mueve las manos. -Me sentí ya muerto, porque donde me lo pegue aquí…-señala un poco más arriba del orificio vacío de su ojo derecho, a la altura de la sien, sin poder terminar la frase. Una pequeña mujer con delantal de cocina llega para abrir la puerta de la cafetería. Juan de Dios debe dejarnos un momento mientras le ayuda.  Cuando camina desde la fuente de agua hasta donde está ella para ayudarle, sus 62 años se vuelven evidentes. Achacado, un poco encorvado. Camina de la misma forma en la que habla: despacio. Tiene un pantalón de jean roto, una vieja camisa beige con líneas verdes y un par de tenis empolvados. Apenas acaba de saludar con la mano a la mujer, intercambia unas palabras y abre el local. Regresa a nuestro lado. En el camino tiene que turnar su rango visual entre nosotros y la caja. Como es normal, le molesta que la situación se repita para todo y sólo vea una parte del cuadro cada vez que se enfoca sobre un objeto o persona. El desconocimiento de la rehabilitación ocular es enorme. Mayor es la desconsideración con las personas que la viven. Después de la amputación, demoró unos dos meses en cicatrizar la herida de bala. Aún no se recupera de las miradas inquisitivas de la gente que a diario se encuentra en la calle y no separa su atención del lado derecho de su rostro. A su edad y en su condición sabe que es difícil encontrar un trabajo digno para sobrevivir o la comprensión por parte de los curiosos que por morbo se detienen a mirarlo. El mugre que puede entrar en su cuenca no parece ser un problema. Todo el tiempo tiene las manos sucias de la basura que agarra para separar papel y envases de vidrio. Un riesgo gigante considerando los cuidados que expertos como la doctora Margarita sugieren con tanta insistencia. Se alista para dejarnos y toma un tinto. La mañana no cuenta con muchas horas y debe continuar con sus trabajos. Es un hombre sin posibilidad de recibir ayuda. Con paciencia, que la noche es oscura y larga –dice mientras regresa por su caja de cartón frente a la Catedral de San Pedro. Como Juan de Dios, cientos de personas más  no pueden acceder a prótesis por cuestiones económicas y desconocimiento de sus derechos. Personas que en muchos casos evitan, al máximo, salir a la calle para no ser observados por quienes, con curiosidad y algo de ignorancia, hacemos sentir esa ausencia aún más grande. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Una mujer fabrica ojos La violencia que enceguece los días Son pocos los que acceden a las prótesis **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LAS CIUDADES INVIVIBLES: PALMIRA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/las-ciudades-invivibles-palmira/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle No hablan los muertos como en Pedro Páramo pero sí hablan los anónimos, en murmullos que llegan de todas latitudes, de aquellos que se sienten seguros atrás de los monitores mirando las noticias, viendo cómo la ciudad se descose cada día más; aquellos habitantes que piden reservar su identidad ante los periodistas, porque aquí el miedo y las balas silencian a la gente. Aquellos, en realidad, que desean que toda esta violencia se acabe, aunque cada día engorda más, como un animal monstruoso a quien a diario le inyectan hormonas de crecimiento, hormonas de extorsión, de intolerancia, de puños en las casas, de vecinos encerrados en sus hogares, de calles desiertas entre horas. Palmira, mi ciudad, es sinónimo de violencia desde que llegué aquí hace 14 años. Tanto, que la gente piensa que es el estado natural de las cosas.  , dice Estrada. En este contexto no se respeta ni la vida ni la integridad de las personas, principios fundamentales que debe defender todo Estado. Las cifras de homicidios hablan por sí solas: 195 en 2008, 209 en 2009, 286 en 2010, y ¡320 en 2011!, y en lo que va del año 2012, al 14 de enero, había muerto una persona por día. Si esta cifra se mantiene o se desborda podría superar los 366 muertos este año. En este contexto la ciudad se encuentra inmóvil, sitiada por la delincuencia. Los ciudadanos se quejan del gobierno municipal y de la ineptitud de las autoridades. Lo que no saben es que la violencia nace de su indolencia, de sus casas, de sus barrios, de su intolerancia, y de su incapacidad e impotencia frente a la intimidación y las agresiones. Se les llama   de la violencia a la pobreza y sus derivados. En pocas palabras, los políticos desde siempre se han montado en la tarima a despotricar, no sin razón, contra la falta de oportunidades económicas, políticas y sociales y su relación con la generación de la violencia en el país. Según los estudiosos del tema   Ya Pastrana se refería de esta manera cuando se dieron los diálogos frustrados en el Caguán. La paz vendrá cuando la gente deje de aguantar hambre, cuando tenga empleo, cuando no la maten, cuando tenga garantías para pensar distinto ¿Pero a qué causas de mayor fondo se refiere entonces Fernando Estrada? No son sólo los homicidios la manifestación de la violencia, como no lo es así mismo la pobreza su generadora. Detrás de las causas objetivas de la violencia se encuentran causas agazapadas, escondidas o poco visibles. Causas inherentes a un contexto, una región o una ciudad. Para conocerlas se necesitan datos que resistan las pruebas del tiempo y de las comparaciones internacionales. La intolerancia es la causante de muchas agresiones en La Villa de las Palmas. Prima la mentalidad de que la violencia se soluciona con más violencia. Basta mirar los foros y las páginas de noticias con comentarios como estos, a propósito de un asesinato y la captura del agresor: Otro palmirano, observa indignado las altas cifras de homicidios en la ciudad y propone algunas soluciones para disminuir los asesinatos: Otro ciudadano preocupado denuncia que la violencia no sólo está ensañada con Palmira, que en los municipios del norte del Valle también presentan altas tasas de criminalidad y no hay que haga frente a violentos: También existen casos de intolerantes con soluciones descabelladas, en algunas ocasiones escuché decir a alguien que en Palmira matan a un ladrón y aparecen diez, que los ladrones se reproducen como las ratas: Caminar por la noche se ha convertido en una prueba de valentía que raya en la estupidez. Las personas temen ser víctimas de un atraco. Ver dos hombres emparrillados en moto, es un mal presagio. En la ciudad hace más de seis años se prohibió el parrillero hombre como medida para reducir los homicidios. La inseguridad camina a sus anchas por las calles. Hay razones de sobra para vivir en esta ciudad de trescientos mil habitantes: intermedia, de clima cálido donde convergen colombianos de distintas regiones del país. Paisas, rolos, costeños, nariñenses, santandereanos, caucanos… personas que vienen de otros territorios porque Palmira es buena para el comercio, para vivir. Además hay cinco universidades que atraen estudiantes de otros municipios aledaños. Es posible que la migración sea una de las causas de la falta de pertenencia que aqueja a la ciudad. Los ciudadanos desesperados le echan la culpa a la administración y a la policía del infierno que están viviendo: La rabia de las personas se manifiesta a través del anonimato, esto es lo que quisieran hacer en la vida real, atacar a los malhechores, lincharlos; convertirse en los lobos de los hombres, tomar justicia por propia mano, matar. Acabar la violencia con más violencia es tan absurdo como fornicar para apoyar la virginidad. Todos los comentarios los hacen personas sobre ese tipo de noticias que vemos todos los días en los periódicos amarillistas: cabezas cercenadas, cuerpos sangrantes, ojos morados; la mayor exposición posible del daño al cuerpo. Tanto que la gente termina acostumbrándose a este tipo de cantaleta mórbida después de verla repetida, con leves variaciones, todos los días. Entre esos murmullos que andan de casa en casa y de noticia en noticia se pueden apreciar dos causas generadoras de violencia adicionales: la desconfianza en el gobierno municipal  y en la policía debido a la mala gestión del primero y la incapacidad del segundo para abordar los hechos generadores de violencia. La línea 165, el número al que pueden llamar los Palmiranos para denunciar los casos de extorsión, mantiene llena de telarañas y polvo. Nadie llama a denunciar las extorsiones por miedo a las retaliaciones, y quien se atreve a hacerlo sabe que se echa la soga al cuello. “Es hora de que la Alcaldía, la Secretaría de Gobierno y la propia Cámara de Comercio se pronuncien sobre el tema”, dijo Arturo Lizarazo, líder gremial y voz cantante de muchos comerciantes que no se atreven a hablar, a un periódico de Cali, “Si nos quedamos callados, eso florece como un negocio ilícito que acaba con la tranquilidad y la economía de una ciudad”. Esta situación tuvo eco en 2011 cuando aparecieron panfletos anónimos regados por toda la ciudad denunciando las extorsiones. A falta de mejores oportunidades: el crimen sí paga. En Palmira casi todos los comerciantes han visto la cara del terror cuando los visita, los   o los llama para extorsionarlos y la mayoría, si no todos, han oído hablar de él. Son víctimas de estructuras organizadas de delincuencia: bandas de criminales adolecentes o grupos de ex paramilitares reciclados que llegaron a los barrios deprimidos en busca de nuevas fuentes de ingresos, a la mala. La violencia aparece cuando el comerciante o el vecino no paga su cuota, aparece en moto o a pie, en las manos de chicos de gatillo fácil, que venden sus servicios al mejor postor. “Una persona recibe una llamada donde se identifican como integrantes de las AUC o las Farc y le piden una colaboración para el movimiento. A veces piden medicamentos que son muy costosos. Finalmente le dicen a la persona que compre unas tarjetas para recargar el celular o le dan un nombre y un número de cédula para que consigne”, según un miembro del Gaula, este es el modo con el que operan los delincuentes. El Gaula es un grupo élite encargado de combatir exclusivamente el secuestro y la extorsión en Colombia. Se compone de integrantes del DAS, el CTI y las Fuerzas Militares. La banda de los 300 domina Zamorano, Simón Bolívar, Villa Diana y otros barrios y ha sembrado en ellos el miedo. Se aprovechan de la inseguridad de los habitantes para cobrar por  como en un mundo al revés, los criminales cuidan acá a la gente de los criminales mismos. “Estamos en una situación bastante angustiosa porque la gente se encuentra secuestrada en su propia casa, ya les da miedo hasta ir a la tienda”, dijo un habitante de los barrios afectados que prefirió omitir su nombre. Todo empezó en 2010 cuando las pandillas de la comuna uno firmaron un pacto de no agresión, un proceso avalado por el gobierno municipal. “Los muchachos vuelven a delinquir, pero transformando la modalidad del delito y de esa forma llegamos a la extorsión que estamos viviendo ahora”, dijo otro palmirano de los sectores populares. Y así los murmullos sin nombre se siguen manifestando: Y otros repiten de nuevo: “No hay confianza en las autoridades”. “La corrupción está en todos los niveles. Ellos -la Policía y las autoridades en general- saben quiénes son y no hacen nada”. “Mientras uno sepa que la corrupción está entre ellos mismos no va a denunciar, porque los delincuentes no perdonan”. Quienes profirieron estas tres frases no quisieron dar sus nombres. No hay cifras certeras sobre la microextorsión. Los afectados no denuncian porque temen retaliaciones. Alguien aseguró que quien denuncia ante las autoridades termina muerto. De la misma manera piden a los periodistas omitir sus identidades. Así van pasando los días y la línea 165 sigue llenándose de polvo. “¿No tienen conocimiento las autoridades sobre quiénes giran esas organizaciones y los pequeños imperios sobre el cual están fundamentados?” se pregunta Fernando Estrada. Lo que si queda claro es que la comunidad no confía en sus instituciones. Mientras tanto las páginas de los periódicos se siguen llenando de comerciantes muertos, y los hechos de sangre siempre son “materia de investigación” sin saberse con certeza su causa. Esto ocasiona que la incertidumbre siga echando raíces entre los demás comerciantes y el resto de la comunidad. El Banco Mundial indica que el crecimiento económico de una familia en una década debe superar el 30% para lograr la estabilidad de ingresos. En ciudades intermedias como Palmira, este incremento no pasa del 20%, lo que se traduce en el desmejoramiento de la calidad de vida, la pérdida del trabajo, el subempleo y la pérdida del ingreso de los bachilleres a la educación superior. Todas estas variables hacen del crimen una opción cada vez más cercana. Para hacerse sicario o jíbaro hay que hacer carrera. Los niños de los barrios pobres empiezan como campaneros o mandaderos. Avisan a las ollas (expendio de droga) cuando viene la policía para que estén alertas, o cuando viene un cliente, ellos están dispuestos a ingresar y comprar las dosis. Por el mandado cobran la  , es una forma fácil y rápida de conseguir dinero. Si la policía los captura los dejan ir por ser menores de edad. La mayoría de quienes logran entrar al colegio, lo abandonan al poco tiempo. Luego se integran a las pandillas del barrio, consiguen un arma y empiezan a robar en otros sectores, nunca en el mismo barrio. Llega el día en que los ves en moto y te preguntas de dónde han sacado el dinero, pregunta tonta. Los nombres de los más terribles empiezan a ser conocidos en el sector. Nombres llenos de proezas, de crímenes asociados con bandas criminales, paramilitares o pandillas organizadas. Luego vienen los enemigos y la mayoría muere bajo la ley de su propio hierro. Los más afortunados se los llevan a las cárceles a pagar sus crímenes. Así se mantiene el ciclo constante de nunca acabar. La zona suroriental del Valle del Cauca donde se encuentra Palmira con otros municipios más pequeños, ha sido desde hace décadas corredor geoestratégico hacia los departamentos de Cauca, Huila y Tolima. Los actores armados de esta zona han sido principalmente las FARC, grupos armados al servicio del narcotráfico, y grupos paramilitares como el Bloque Calima. Y si a estos actores se les suman los reinsertados de grupos ilegales que vienen de otros municipios y territorios a delinquir, la situación se hace invivible. A veces la indolencia del gobierno y de las autoridades municipales deja mucho que desear, como si su lema fuera: dejar hacer, dejar pasar. Dos ejemplos desafortunados: en 2004 fueron destituidos 18 concejales del municipio por un enredo en la elección del personero municipal. En 2011 el alcalde Raúl Arboleda fue inhabilitado para ejercer su cargo por haberse extralimitado en sus funciones. Otro personaje político reconocido en la ciudad más por los escándalos que por su buena gestión es Miguel Motoa Kuri, alcalde durante el período 2001-2003, un hombre que estuvo encarcelado por enriquecimiento ilícito y es conocido también por sus constantes demandas a periodistas y veedores ciudadanos, quienes denunciaban públicamente sus andanzas. Y este es apenas un panorama de la historia política reciente de la ciudad. Todas estas situaciones agravan la violencia porque la ciudad no anda, está inmóvil, es un milagro que aún sus palmeras oscilen al vaivén del viento y de los murmullos de las personas que se quejan, de las familias que lloran a sus muertos, de las mujeres que se enfrentan a los golpes dentro de las casas y de los comerciantes mudos. ¿Seguiremos viviendo ¡Que buen reportaje! poco se escribe de la realidad social de estos municipios que son el resultado de los proyectos de ciudad de los enclaves azucareros… Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 SIN DIAGNÓSTICO: EL DOLOR DE LA INCERTIDUMBRE http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/sin-diagnostico-el-dolor-de-la-incertidumbre/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle El cansancio, el malestar en sus articulaciones, la molestia del más mínimo movimiento de su cuerpo y los analgésicos impidieron que Vanessa Gonzáles terminara de ver el noticiero. Recostada sobre el sillón habano frente al televisor y con el control en la mano, aprovechaba para dormir un rato. Pudo ser un momento más de las 20 horas de sueño diarias a las que recurre para soportar y vivir con el dolor, pero no. En ese instante, el grito de una prima que se había lastimado una mano en una puerta la despierta de golpe. El cuidado de sus movimientos pasó a segundo plano y al pararse del sofá, su mandíbula se desencajó. Era la segunda vez, en menos de un año, que le sucedía. En la sala de urgencias le inyectaron Diclofenaco para calmar el dolor. Fue imposible realizarle algún examen, un centímetro separaba los dientes de arriba de los de abajo. No podía abrir ni cerrar la boca. La tranquilidad de ser remitida al cirujano maxilofacial se vio opacada: la operación no era posible. Así recortaran los ligamentos de la mandíbula volverían a ser elásticos. Es lo que sucede con las personas que sufren de hiperlaxitud articular. Para Vanessa, este término no era nuevo. La primera vez que supo de la enfermedad tenía 16 años. Digitó en el computador algunos síntomas: dolores en las articulaciones, ganglión en la muñeca y una flexibilidad en las articulaciones tan grande que le permitía –y permite- poner sus pies sobre los hombros sin un entrenamiento previo. Encontrar la página web del doctor chileno Jaime Bravo le costó varias horas. Cursaba grado once cuando supo que era hiperlaxa: sus músculos, cartílagos, tendones y articulaciones son más flexibles. Dos meses después de su grado y un mes después de cumplir diecisiete años, Vanessa se despertó con la mandíbula luxada. Fue la primera vez que tuvo complicaciones con el maxilar. Todo corrió por cuenta de sus padres. La Eps Servicio Occidental de Salud a la que estaba afiliada, se desentendió argumentando que el tratamiento de ortodoncia, que costeaba por aparte, le había ocasionado el daño. El ortodoncista particular la remitió al cirujano maxilofacial, pero para él la cirugía era demasiado complicada, así que la envió a la fisioterapeuta maxilofacial. Ana Luisa Sendoya, como se llama la especialista, a pesar de no poder emitir un diagnóstico, le dio la razón a su paciente: hiperlaxitud articular. Vanessa visitaba entre dos y tres veces por semana el consultorio de la doctora Ana Luisa por sus constantes luxaciones de hombro o rodilla. Dejó de asistir debido al gasto que significaba para sus padres, pero diez meses después, volvió tras su segunda luxación de quijada. La mandíbula regresó a su lugar, pero la enfermedad continuó. En este punto, la hora de la comida se volvió una tortura para Vanessa, le daba pánico masticar, en cualquier momento la mandíbula se bloqueaba dejándole la boca abierta o cerrada. Tras el primer incidente con su mandíbula los síntomas y lesiones aumentaron. Fue el detonante. La joven que gustaba de los deportes y no podía quedarse quieta se había encerrado en su cuarto a dormir, mantenía cansada y sólo salía de su casa al hospital. No pudo continuar el curso para aprender a hacer chocolates ni las clases de inglés a las que iba mientras esperaba las inscripciones para entrar a Fisioterapia en la Universidad del Valle. Cada vez que llegaba a la clínica la inyectaban, esperaban a que no tuviera más dolencias y la mandaban a casa. Una o dos horas después volvía el dolor. Tuvo que aprender a disimular y vivir con sus padecimientos, a lidiar con los psicólogos que culpaban al estrés -que no tenía-, a la relación disfuncional con su madre -que no era cierta- o a la disolución del matrimonio de sus padres -que ellos no habían considerado-. Entre las constantes visitas a la sala de urgencias un médico se interesó por su caso. Fue el primero en mandarle radiografías. Los resultados mostraron una columna desviada. En términos médicos: escoliosis e hiperlordosis. Ambos casos se habían desarrollado en seis u ocho meses. Pero ella, sin necesidad de exámenes, también se dio cuenta de sus cambios físicos. Mientras señala su rostro pone un dedo frente a su nariz y afirma: “empecé a notar cosas que no tenía antes, vi fotos y me di cuenta que mi tabique se había desviado. Fue algo progresivo”. Su cotidianidad transcurría entre exámenes médicos: ir a un laboratorio, sentarse en la silla fría de plástico y sentir, en varias ocasiones, cómo chocaba un hueso con otro al extender el brazo delgado sobre la mesa. Tenía que esperar unos minutos para que la enfermera encontrara una vena de la que antes no hubieran sacado sangre para tomar una muestra. Al final, el resultado siempre era negativo. Los dolores se hacían insoportables y las dos pastas de acetaminofén, que le recetaban para disminuir su padecimiento, no surgían efecto. Las lesiones aumentaban por el más leve impacto de cualquier parte de su cuerpo con otra superficie. Intentando encontrar un diagnóstico y calmar el padecimiento, al menos físico, el doctor le recetó Pregabalina, un fármaco derivado de la morfina, para tomarlo como analgésico ante crisis de dolor, fracturas o luxaciones. Entre las dudas médicas, las tomas de sangre, las radiografías y los síntomas, los demás especialistas, consultados por el reumatólogo, al que su doctor anterior logró remitirla, emitieron un diagnóstico: Síndrome de Ehlers Danlos Tipo III. Es un trastorno que se caracteriza por complicaciones en los músculos y el esqueleto que desencadena dolor crónico, luxaciones y dislocaciones continuas por golpes leves o sin razón alguna y afecta diferentes órganos. También es llamado Síndrome de hiperlaxitud articular y es considerado una enfermedad huérfana, es decir, que debilita de forma grave al paciente, amenaza la vida y la padece menos de una persona por cada 5000. Vanessa era parte de las más de 13.000personas registradas que padecen enfermedades huérfanas en Colombia  que fueron registradas en estadísticas de 2013. Tecleó en internet el diagnóstico y fue de página en página tratando de comprender lo que a veces los doctores y académicos no lograban explicar:si hiperlaxitud, Síndrome de Ehlers Danlos y Fibromialgia (dolor de los músculos, articulaciones y tendones) son lo mismo, si tienen pocas diferencias, si existen o no grados en el Síndrome o si en cada persona es distinto. Entre links encontró el sitio web de la Federación Colombiana de Enfermedades Raras (Fecoer) que debido al limitado acceso al servicio de salud, el desconocimiento o el error de diagnóstico o la demora en autorizar exámenes y medicamentos, y a través de las asociaciones que la componen, brinda y defiende los derechos de los pacientes que sufren estos padecimientos. Entre asociaciones de y para personas con enanismo, tumores neuro endocrinos y lupus, encontró el Grupo S.E.D Colombia (Síndrome de Ehlers Danlos) que había creado su espacio en Facebook para acompañar a pacientes, familiares y equipo médico que está relacionado con el Síndrome. A partir de allí pudo seguir algunos blogs y conocer experiencias similares. La insistencia del reumatólogo derivó en una Gammagrafía Ósea, un examen que se realiza con una dosis de material radioactivo y que permite mostrar, según la radiación emitida, un tumor, una infección o fracturas que ayudarían a corroborar Ehlers Danlos, lupus o metástasis de un cáncer, que ya empezaba a ser una posibilidad. Los resultados de radioactividad en el extremo de sus huesos fueron tan altos que los médicos se retractaron y quitaron el diagnóstico. -Seguí sin saber qué tenía-, dice mientras agacha la cabeza. Para los doctores, Vanessa sólo estaba creciendo. En medio de la debilidad, los trámites médicos y la ida semanal a urgencias, Vanessa Gonzales fue admitida como estudiante de  Fisioterapia en la Universidad del Valle. Sus padres protestaron, no era el momento ideal para comenzar la carrera; pero ella no iba a esperar más. Cuando empezó la universidad trató de seguirle el ritmo, pero las clases hasta las nueve de la noche, la carga académica y la media hora que tenía para trasladarse de una sede a otra, recorrido que puede durar hasta 40 minutos, empezaron a pasarle cuenta de cobro. Fueron afectando su estado de ánimo perder parciales por concentrarse en aliviar un dolor, faltar a clase o asistir con una alta carga de analgésicos en su cuerpo para compensar la falta de Pregabalina, no tener una respuesta por parte de los médicos; sus maestros, cuando sabían de su enfermedad, se limitaban a  decir “usted no va a poder con el semestre. Vaya pa’ la casa y haga manualidades”.  Su deseo de terminar la carrera en el tiempo estipulado se veía truncado, pero ella insistía y su cuerpo se debilitaba. La preocupación en su casa aumentó. Mientras sus padres intentaban cuidarla, ella se excedía. Vanessa se estaba acabando poco a poco y su amiga Lizeth* tuvo que hacerla reaccionar sobre el daño que se provocaba. Tenía toda la autoridad y experiencia para decírselo, ambas tenían los mismos padecimientos, la diferencia es que ella sí tenía un diagnóstico: Ehlers Danlos Tipo III. La amistad, aunque sólo fuera por internet, impidió que Lizeth se quedara de brazos cruzados, vía chat le contó a Vanessa cuando ingresó a la universidad y se propuso la misma meta que ella, se enfocó tanto en el estudio que su cuerpo no aguantó. A pesar de que obtuvo el título, cada mes, después de graduada, tuvo que someterse a una cirugía: – La carrera no es tan importante, si usted quiere ser fisioterapeuta, hágalo; pero no piense que es lo único que puede hacer. Vanessa empezó a bajar la carga académica, pero su enfermedad aún se refleja en las acciones más sencillas. Hablar en clase representa un riesgo. Si un profesor le hace una pregunta o debe realizar una exposición corre el riesgo de que la mandíbula se le desencaje de nuevo. Los nervios, el estrés o el afán de responder no la dejan pensar ni medir sus movimientos. -No sólo tengo hiperlaxitud sino que debo pensar qué movimientos puedo hacer para no lastimarme. Mientras una persona está concentrada sólo en la clase yo debo concentrarme en la clase y en acomodar mi cuerpo para que no se lesione. Eso mentalmente me agota. Vanessa sabe que todo es un potencial riesgo para ella. Un resfriado común afecta sus bronquios y junto con la hiperlaxitud genera que la tos le luxe las costillas, “El hecho de que se tengan que expandir los pulmones es el dolor más impresionante. Mi cuerpo se agota por el simple esfuerzo de respirar”. -Es lo más horrible que hay en el mundo para mí. Siento que mi pelvis se abre, que los huesos se separan, es como si mi parte baja la estuvieran amputando. He querido desmayarme para que no duela más, pero no soy capaz. Para mí el dolor es como… -, traga saliva y baja la mirada. Cambiarse la ropa, abotonar o desabotonar su camisa, amarrarse los zapatos, abrir botellas o  hacer una línea delgada, representan las limitaciones que el mismo cuerpo le impone a Vanessa. En los últimos cuatro años ha tenido que recurrir a coger dos lapiceros y teclear con ellos, a comprar bolígrafos gruesos y a escribir en mayúscula, todo para evitar el cansancio y dolor de juntar, flexionar o mover los dedos. Ahora decidió usar baletas para evitar que el dedo pulgar se desplace hacia adelante y el nervio quede aprisionado entre cada falange. Además, su pie plano flexible, que por la debilidad pierde el arco cuando el peso recae en él, hace que el soporte y la estabilidad sean más difíciles.  Además de tener una enfermedad desconocida, ésta genera daños en el cuerpo de Vanessa que la van degenerando y limitando. A sus 21 años no tiene la curvatura del cuello -la que se ve en las radiografías cuando la persona está de lado-, lo que hace que el peso de la cabeza sea mayor y recaiga en la columna. Debido a esto, sufre de dolor en el cuello que se extiende a la cabeza (cefalea tensional). La escoliosis que antes era en la parte baja de la columna, se convirtió en una curvatura al nivel del tórax evitando que las costillas estén en el lugar adecuado, de esta forma los ligamentos están aprisionados, lo que aumenta el dolor. El sacro, hueso de la parte posterior de la pelvis y la inferior de la columna vertebral, se encuentra prácticamente horizontal. Entre los males que la aquejan, sabe que estar de pie le da mareo, cansancio y ganas de vomitar, pero estar sentada por más de dos horas le impide respirar y le genera molestias en la espalda. – No puedo dormir boca arriba porque siento que el coxis se me va a fracturar y si duermo boca abajo sigo dañándome la nariz porque desvío más el tabique. Lo de la espalda es bastante limitante, ni siquiera acostada se me quita porque ejerzo presión sobre la columna, eso molesta. A veces duermo sentada porque no logro acomodarme. Eso cansa mucho. Se supone que mis músculos y ligamentos deberían sostenerme el cuerpo, pero no es así. Siempre estoy cansada. Quiero escribir y no puedo, quiero arreglar mi habitación y no aguanto hacerlo en un solo día. Puedo bailar pero no toda una noche. A veces mi cuerpo me deja hacerlo pero los días siguientes me dice: “te excediste, aquí están las consecuencias” Cuando habla del dolor, alza sus ojos miel hacia el techo, se queda callada y piensa por un momento mientras mueve la quijada con cuidado. Me mira de frente y dice: “es que el día en que no duela algo, ese día es…”, mueve las manos como si intentara explicar lo inabarcable que sería esa dicha y pronuncia: -Mi limitación no es que me falta algo, sino que es la estabilidad de todo el cuerpo lo que falla. La gente cree que lo complicado es que uno no tenga un órgano; pero no, lo complicado es que usted no tenga el control de su cuerpo. Vanessa está recostada en el mesón de la cocina, después de tres horas sentada la columna le molesta y tiene dificultad para respirar. Por ratos se ha acercado al espejo para mostrarme cómo la paleta derecha se le desencaja y vuelve a acomodarse al mover en círculos su hombro o la facilidad con que une las palmas de sus manos detrás de su espalda. Sus dedos excesivamente curvos y el hueso que se mueve en su cadera y parece que fuera a romperle la piel cuando descansa su peso en el lado contrario, son parte de las demostraciones que hace para que pueda entender su fragilidad. Un esfuerzo de más en esos momentos le hubiera causado una luxación; por fortuna, ha aprendido a experimentar con su cuerpo para saber su límite y evitar lesionarse. La enfermedad le ha enseñado a estar más tranquila. Desde el inicio de sus dolencias y con el cuidado que debía tener, sentía que le susurraban al oído: “espérese, no se afane”. Aún repite esas palabras y aunque no las escucha sí las siente cada vez que algo se le dificulta, la profesión a la que aspira, por ejemplo. -Yo sé que no puedo ejercer la parte de masajes o de movilización de pacientes. Pero siempre he pensado que todo son adaptaciones y uno debe empezar a conocerse. Así sea una persona normal siempre tiene limitaciones y no creo que eso sea un impedimento. No me voy a centrar en que puedo hacer una sola cosa, la enfermedad te enseña que no siempre es lo que uno quiere sino lo que uno puede. A veces es mejor, uno se descubre. Suena el celular y, con paciencia, Vanessa lo saca del bolsillo y saluda con un “hola, amor”. Luego de una pequeña conversación por teléfono me empieza a hablar de su novio. Varias veces ha interrumpido la relación por el temor de condicionarlo en sus gustos o acciones por su enfermedad. Pero también por evitar más dolor, pero no físico. La primera vez que se alejó de él fue cuando empezaron a salir, iban a cine de la mano y una crisis de dolor emergió, estaba mareada, no soportaba su cuerpo y él no sabía qué hacer. Lo vio tan asustado que se distanció un tiempo para no hacerlo pasar por esa situación de nuevo. – Uno a veces piensa que puede ser una granada para la otra persona. Cada febrero, Vanessa se agenda para asistir al encuentro anual que Fecoer realiza en conmemoración al 29 de febrero, día mundial de estos padecimientos huérfanos. Sin importar si es año bisiesto o no, el evento continúa y pacientes, familiares, médicos, especialistas, académicos e interesados, se reúnen para escuchar la experiencia de los que conviven con enfermedades raras. Ante el micrófono o en una conversación queda en evidencia los obstáculos de quienes quieren ser escuchados. A veces son los limitantes que impone el sistema de salud, el retraso del diagnóstico o la demora o costo de los medicamentos, en otras ocasiones es el diario vivir. Esa cotidianidad tan sencilla e insignificante para unos, es el reto o sufrimiento para otros: el roce de cualquier objeto, que producen dolor, ardor y ampollas en pacientes con epidermólisis bullosa o piel de mariposa; mover la lengua o tragar, que se vuelven difíciles de realizar en personas conSíndrome de Möbius, en donde dos nervios craneales no se terminan de desarrollar; y, ponerse la camisa, estirar el brazo, golpearse levemente o bailar, en casos como el de Vanessa que aún no saben qué enfermedad es. El doctor Satizábal, el genetista que ve hace un año, ha estudiado de cerca el caso de Vanessa y ante los análisis que sólo le dan por respuesta “negativo”, recurrió a enviarle el último examen posible en la genética, el más completo disponible en esta área: Secuenciación de Exoma completo. El test consiste en analizar en un 95% el exoma que es el que contiene la información para producir una proteína en un gen. Los procesos biológicos dependen de las proteínas y el examen permite conocer la falla desde la construcción de las mismas. Vanessa sabe que le espera un largo trayecto de obstáculos con la EPS para la autorización del examen y aunque le tranquiliza saber que al fin se está acercando a una respuesta, también le atemoriza. Vanessa sólo espera ver hasta qué punto le puede ayudar Colombia para luego viajar a Chile y buscar al doctor Bravo. Tiene la esperanza de que la respuesta a su padecimiento, si no funciona el examen del genetista, esté con él. Por el momento no sabe nada más sobre su futuro. Nadie se atreve a decirle qué va a pasar, ella es la única que siente cómo su cuerpo se degenera y debilita con cada lesión. -¿Crees que haya cura? -le pregunto – Cuando uno está enfermo espera que todo tenga solución. Pero no he vuelto a pensar en eso, si me pasara esperando una cura, ten por seguro que no podría vivir. *Nombres cambiados a petición de las fuentes Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 De dudas en dudas Repite: atender a la clase y evitar lesiones Limitantes del cuerpo Es cuestión de aceptar y adaptarse Futuro incierto **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 PRIMERO TU VIDA, SEGUNDO TU VIDA Y TERCERO TU VIDA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/primero-tu-vida-segundo-tu-vida-y-tercero-tu-vida/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle “Tengo una historia muy bonita que contarles. Para mí es bonita porque ya la superé. Hace cuatro años estuve en las filas paramilitares…”. Cuando lo vi pararse frente a los chicos del campamento, no le calculé más de veinticuatro años. Después supe que tenía veintinueve. Por su contextura delgada, parecía más joven; pero su mirada taciturna irradiaba una madurez de carácter, señal quizás de las experiencias de su vida. Les hablaba a los jóvenes con tal propiedad y convicción que todos, incluso los más inquietos, escuchaban con atención y en silencio, la misma historia que luego me contaría con más detalles, mientras conversábamos en una banca bajo el sol del medio día. Jair nació en el Chocó, el único departamento de Colombia con costas en los océanos Pacífico y Atlántico, pero pasó solo una parte de su niñez en su tierra. Su padre enfermó cuando tenía seis años y antes de morir encargó a un primo su crianza. Tiempo después de quedarse huérfano, Jair fue llevado a Buenaventura, el principal puerto de Colombia, donde se crió con un tío. A sus veintidós años, despechado por un amor no correspondido, con el corazón lleno de rencor y sin ganas de seguir adelante, Jair comenzó a pensar en la propuesta de un amigo para unirse a los paramilitares. “Yo en los paramilitares nunca me había visto, pero lo pensé y lo hice porque en Buenaventura presencié el asesinato de un tío que me generó mucho deseo de venganza”. Tenía doce. Era tan solo un niño cuando vio como lo asesinaron. El tío hacía negocios con “Las Águilas Negras”, un grupo de narcoparamilitares y con la guerrilla; ellos le daban bazuco y él lo vendía. Un día se gastó la plata que debía entregarles y no le dieron tiempo para reponerla. Esa deuda la pagó con su propia vida. En la época que presenció la muerte de su tío, Jair no tenía conflictos, pero comenzó a pensar en el asesino de su tío como un enemigo más para su familia. “Si él hizo eso con mi tío, tampoco merece vivir”, pensaba. Jair fue creciendo con rabia y con deseo de venganza. “Siempre estaba ese rencor… me dije yo cobro venganza, cobro, cobro. No la cobré yo, pero sí lo hizo otra gente”. Durante dos años abandonó sus estudios, y al poco tiempo se encontró con un amigo que no veía desde seis años atrás, “ve Jair, mirá que yo soy paraco y no tenemos mucha garantía, pero el pago es constante”. Para ese entonces, el sueldo era setecientos mil pesos mensuales. “A veces se demoraba dos, tres meses; cuando llegaba, pues le llegaba a uno ahí, completo”. Jair le respondió a su amigo que lo dejara pensarlo. Un año después Jair no tenía respuestas sobre el asesino de su tío. Nunca se olvidó del rostro del asesino, siempre lo tenía presente para reconocerlo el día que volviera a verlo. Ese fue el tiempo en que, según él, conoció a la mujer que cambiaría el rumbo de su vida. Una mujer que con el tiempo se convirtió en una razón más para enlistarse en las filas. “Es la mamá de mi hijo, tengo un niño de seis años y a pesar de que no sé si ella quería eso para mí, me vi obligado a caer en los paramilitares”. Decidió entonces llamar a su amigo Carlos y aceptó la propuesta que le había hecho un año atrás. Luego de ser presentado, fue bien recibido en el grupo. Estuvo tres meses en la zona de vigilancia. “Me dieron un arma corta, estilo revolver”. Fue iniciado en el barrio San Buenaventura, con un grupo de ocho personas. “Cada uno tenía su sesión, a mí me tocaba desde las seis de la tarde, hasta las seis de la mañana”. Dentro de sus funciones estaba la vigilancia constante, para evitar el raterismo y evitar tanto asesinato de los grupos denominados “guerrilla de barrios”. Así estuvo por un año, tiempo en que sufrió una notable trasformación. “Ya yo no era Jair, era otra persona. Si me miraban, sin importar que me estuvieran mirando bien o mal, yo pensaba: ¿este man qué tanto me ve?”. Se sentía sofocado por las personas, se sentía juzgado y señalado. “Llegó un momento en que el grupo de la guerrilla, tomó rencor contra nosotros y allí se desató la guerra”. En medio de las persecuciones los paramilitares fueron abasteciéndose de armas más potentes. “Ya no fue revolver, pasamos a pistola; de la pistola, pasé a un fusil similar al que le dan al ejército; luego todos teníamos armas de alto cilindraje, armas más potentes”. De la zona pacífica les enviaban armamento para el combate. Tenían fusiles, granadas, Mini-Uzis y hasta una punto 50 de mano. “Nos olvidamos que había que cuidar el barrio, que teníamos que evitar el raterismo. Dejamos eso a un ladito y nos dedicamos a la guerra”. Si llegaban a encontrar algún infiltrado dentro de su grupo, tenían la obligación de matarlo, antes de que los delatara. Fuera el que fuera, posiblemente pagaba con su vida o con la de su familia. “A nosotros nos enseñaron, no lo he olvidado todavía, lo tengo presente como si fuera ayer: primero tu vida, segundo tu vida y tercero tu vida”. Si un compañero de Jair estaba en riesgo, no podía hacer nada por él, iba contra la norma; solo podía salvarse a sí mismo. “A mí me mataron un compañero de frente. Me dolió porque cuando lo van a matar a uno es una cosa muy dura, uno ruega mucho y él me rogó: “Jair, no dejes que me maten…”. Jair no pudo hacer nada ante la súplica de su compañero. Si se oponía, lo jodían a él; ese día optó por alejarse y dejar que las cosas pasaran. Estar en las filas, implicaba estar siempre listo ante el llamado del teléfono. Aunque estuviera con su familia almorzando, debía dejar todo y salir de prisa. “El Jefe está preso. Le decimos Norma, pero el nombre verdadero es Alex”. Entre sus compañeros había unos que venían de tierras más lejanas, “conocí uno que vino de Miranda, Cauca”. Muchos de éstos jóvenes prestaban apoyo en las zonas donde vigilaban. Pasaron dos años y Jair cumplió el tiempo establecido para su trabajo en el barrio. Luego fue seleccionado en un grupo de 15 jóvenes para patrullar hacia los lados de Juanchaco. “Allá hay mucha guerilla”. Ir al monte era una nueva experiencia para Jair, no significaba un ascenso de rango, pero sabía que si volvía ileso podría ganarse el respeto de sus camaradas más jóvenes. “El que va al monte y viene, se gana el respeto de los que están en la ciudad”. En los tiempos libres, durante su estadía en esa zona cercana a Juanchaco, Jair y sus compañeros solían ir de fiesta a los pueblos cercanos. “Éramos muy rumberos, un día había una fiesta en un pueblito y nos invitaron; allá ninguno sabía que éramos paracos”. Ese día dejaron sus armas en casa. Todo marchaba bien hasta que uno de sus compañeros se metió con la mujer de un guerrillero. En la misma fiesta había jóvenes paramilitares y guerrilleros, pero ninguno sabía. Antes de abandonar la fiesta, llegó el ejército de la Armada por vía marítima y se complicó la situación. “Usted sabe que el que la debe se asusta y ¡los que se abren!”. A pesar de que fueron alertados por un superior, el compañero de Jair se había quedado “encoñado” con la muchacha del guerillero. “En eso llegó el marido de la muchacha, y como nosotros nos acostumbramos a ser aletosos, ese man se reventó allí”. Los guerrilleros se dieron cuenta de que el grupo de Jair y sus amigos eran paracos y a las dos de la mañana los cogieron durmiendo. Jair y sus compañeros paramilitares comenzaron a escuchar los pasos de las botas chapuceando sobre el agua en la madrugada. Los guerrilleros usaban un camuflado similar al del ejército, pero se reconocían por el escudo bordado en sus uniformes. Chaleco, botas, guantes y un arma eran el único equipo con que contaba el grupo de Jair. En el instante en que fueron atacados estaban casi desnudos. El encargado de la vigilancia aquella noche, no se percató de la presencia del grupo enemigo y, cuando lo hizo, ya les habían caído encima a pura bala. “Yo fui el primero en salir de la pieza, estaba cerquita a la puerta, salí y miré luces, y yo pensé: la armada no es”. Al primero que vieron los guerrilleros fue a Jair, había salido indefenso. En ese instante siente ráfaga de balas. “Yo cerré esa puerta como pude, ¡muchachos se nos metieron!, ¡cómo así Jair!, parce se nos metieron, ¿quiénes?, yo creo que la Guerilla, güevón”. La balanza de las oportunidades de sobrevivir se inclinaba en su contra, la guerilla tenía fusiles y ellos armas cortas, además estaban rodeados. “Nosotros no nos vamos a dejar matar por esos manes, salgamos con lo que tengamos”, les dijo Jair a sus compañeros. Cogieron el equipo y los “fierros” -pistolas y guacharacas- y salieron a combatir. “La verdad no sentí nada, entré al cuarto y me puse las botas; cuando caminé sentí las botas encharcadas… de agua, pensaba yo. Agua. Pero no era agua, era sangre”. Jair dice que nunca sintió el impacto de la bala. Solo sentía mucha rabia por el tiro que le habían pegado, tal vez la rabia y el temor entremezclados se habían convertido en su escudo contra el dolor. Aquel enfrentamiento que duró alrededor de media hora no dejó muertos. No llevaba ni veinte días en el monte y Jair ya estaba herido. Llamó a su jefe en Buenaventura y le dijo que se iba, pues no aguantaba el dolor en su pierna; su solicitud fue denegada, debía estar un mes completo. “Con bala y todo me metieron al monte, corrí con suerte de que no me cogió el hueso”. El grupo de Jair llegó sano y salvo del monte a Buenaventura. Pero nada bueno les esperaba en la ciudad costera. A su llegada se formó la guerra más espantosa. Los paramilitares se estaban disputando a sangre y fuego el control de Buenaventura, y en medio de los combates recibieron en sus filas a varios guerrilleros que optaron por desertar de las Farc.”Los quince que volvimos, andábamos como si hubiésemos bajado del cielo. Llegamos “picados a locos”, “aletosos”, crecidos…”. Jair llegó a matar gente para verla caer. Mientras relataba algunos sucesos de su experiencia, su mirada se perdía por un instante en el horizonte; con la voz apagada, habló sobre la primera vez que mató. Cuenta que fue difícil, en la fotografía de su “misión”, pudo ver que se trataba de un conocido. -Pruebe de qué está hecho. -Dénme tiempo. -Jair, no hay tiempo, su vida o la de él. Jair espera a su víctima, un joven de 18 años, afuera del instituto donde éste estudiaba. El joven lo saluda y Jair le responde amablemente, se despide y comienza a caminar hacia su casa. Jair lo sigue con sigilo. A su espalda iba otro paramilitar del que no se podía fiar. Si Jair no cumplía con su misión, el otro tenía órdenes de matarlo. “Yo me llené de miedo y por el mismo miedo sentí fuerza”. Cuando la víctima le llevaba una distancia de quince metros, se volteó hacia Jair y lo llamó: “Jair ve, ¿qué pasa? y yo, no, nada. Vení te acompaño a la casa, le dije”. El corazón le latía mas rápido, miraba a su víctima y miraba hacia atrás, siempre con el temor de “ser quebrado” por la espalda. “Si no mato a este pelao, ese man me mata a mí”. Caminaban como un par de amigos, el estudiante iba un poco más adelante que Jair, cuando de repente, sin pensarlo mucho, Jair sacó la pistola nueve milímetros y le apuntó. “¡Uy Jair!, ¿qué vas a hacer?, pana, perdóneme, pero me toca”. Los ojos del muchacho se clavaron en la memoria de Jair. “Desde allí vine a ver que una persona sí ruega antes de morirse”. Le descargó dos tiros, no más; uno en el pecho y lo remató en la cabeza. Todos a su alrededor habían visto el crimen, Jair desapareció de la escena lo más rápido que pudo. “Llegué y las manos me temblaban”. -Muy bien Jair, pensamos que no ibas a volver. -Vení tomate un trago. -No, no quiero tomar nada, quiero estar solo, quiero pensar bien lo que hice. Pasados dos meses Jair ya no era la misma persona, los asesinatos se habían convertido en una forma de ganar ingresos adicionales y remediar las disputas pasionales. Avergonzado, cuenta que llegó a matar por cualquier motivo: “póngame usted el precio, ¿cuánto puede costar la vida de una persona?”, me preguntó. No tiene precio, le respondí. “Yo lo llegué a hacerlo por cincuenta mil pesos”. La vez que lo hizo por ese valor, lo hizo para ganarse el amor de una mujer, a quien deseaba intensamente y su novio se había convertido en un obstáculo. Algunos meses transcurrieron y a él ya le daba igual matar a éste o aquél; había dejado de sentir culpa, ya no se atormentaba. Hacía las “vueltas” por “encargos”, “lo buscaban a uno y… ¿cuánto está pagando?, estoy pagando un millón de pesos, póngale millón y medio; hágale, listo. Y al otro día estaba muñeco”. Cuando le pregunté acerca de la policía, de cómo la evadían cuando cometían algún crimen, Jair me contestó que gran parte de los policías estaban de su parte. Algunos patrulleros se tomaban el trabajo de prevenirlos sobre los operativos: “muchachos, vamos a hacer registro por el barrio de ustedes, así que no queremos verlos porque no vamos solos, también va la Sijin y el Gaula”. Algunos policías les copiaban, otros no les seguían el juego y se convertían en verdaderos dolores de cabeza. Las personas del barrio también les tenían respeto, aunque Jair dice que era más miedo que respeto. Cuando haces el mal a otros todo se devuelve. Tal vez sea una especie de justicia divina o simple mala suerte; los compañeros de Jair así fue empezaron a ser “aniquilados”. Uno por uno fueron cayendo a mano de las autoridades. Una vez la Sijin mató a tres de sus compañeros y la policía a otros más. Después de ver cómo asesinaban a sus camaradas en Buenaventura, Jair se obligó a sí mismo a pensar en dejar las filas por su seguridad. Se encontraba en Cali en una “misión especial”, cuando fue alertado por la llamada de un amigo: “Jair, no se venga porque están matando a todo el que sea paraco”. Jair, atemorizado, decidió perderse un tiempo y ocultarse. “De Cali pegué pa El Naya, eso es zona cocalera; estuve un año allá y luego llegué a Jamundí. Paré otro año allá y luego terminé en Palmira”. Cansado de escapar, un buen día regresó a Buenaventura y vio todo normal. Se reencontró con algunos viejos amigos, aunque a otros no los pudo ver más. Había gente nueva en las filas. El jefe que lo mandaba fue capturado y hoy se encuentra preso en Buenaventura, algunos ex compañeros también. “En ese barrio éramos alrededor de 90, y hoy si viven 30 es mucho”. Con el nacimiento de su primer hijo se propuso cambiar, “tengo que darle un ejemplo de vida a mi hijo, cuando crezca no quiero que le digan: tu papá era tremendo sicario”. En el 2004 entró en vigor el programa de desmovilización del presidente Uribe y Jair decidió desmovilizarse. ”Me dieron el contacto. De propiedad tenía un revolver y una pistola; entregué eso. Lo primero que hice fue una limpieza de mi hoja de vida, el expediente que tenía, fue borrado”. Nunca conocí la cárcel, no sé si estoy reseñado con la Ley”. Jair ahora camina tranquilo por las calles, pues ya no aparece reseñado. La entrevista está llegando a su fin, llevamos charlando cincuenta minutos, llega el bus que llevará de regreso a los chicos del campamento. Antes de la despedida Jair me dice: “Aprendí bastante, aprendí cosas malas y ahora le doy gracias a Dios que estoy cambiando”. En el barrio donde estoy viviendo, en Villa Diana, soy gestor de paz”. Apoyado por el programa de inclusión social PEIS del Alcalde Riter López, se convirtió en el vocero de éstos jóvenes, algunos pertenecientes a una de las más peligrosas pandillas de Palmira. Ese domingo por la mañana en el campamento se paró frente a todos los jóvenes y les contó sin pena su historia, “porque es bueno que la violencia la dejemos todos”. El rencor y la rabia de su corazón han desaparecido, dice. Se separó de la madre de su hijo desde hace siete años, pero visita al niño en las vacaciones. Ahora tiene una nueva prometida y espera con ella un hijo. “Pienso darle un buen futuro a mis hijos, para que no caigan en lo mismo que caí yo”. Se gana el dinero como ebanista, trabaja con enchape, estuco y pintura. El gobierno no le colabora como le había prometido cuando se desmovilizó. Jair quiere escapar de su pasado, no quiere volver a vivir en Buenaventura porque afirma que “la mente y el corazón son débiles”. Sueña con ver a sus amigos también desmovilizados, antes que muertos. Jair aspira convertirse en un gran gestor de paz, llegar a los Jóvenes de los barrios más bravos y difíciles. Le gustaría seguir tocando corazones por medio de su historia y dar ejemplo, como él dice, a muchos que están perdidos. “Ojalá puedan escuchar muchas personas, que para Dios y para uno mismo, hay que darse una oportunidad. Yo por lo menos hice tanto daño y ahora me arrepiento. Si por mí fuera devolvería el tiempo, por la gente que asesiné, para devolverles lo más preciado que hay, la vida”. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 La semilla del rencor Entre las filas La primera vez ¿Desmovilizando el pasado? **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 EDITORIAL, EDICIÓN 15: CURAR HERIDAS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/editorial-edicion-15-curar-heridas/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle En nuestro país, una nación que ha generado indicadores de violencia y desplazamiento con niveles que suelen compararse con países como Siria, Irak, Congo y Sudán, llegó el momento de incluir en el cuadro mental de nuestras posibilidades mejores formas de resolver nuestros conflictos. No será nada fácil. Más allá de la concentración de guerrilleros de las Farc y la entrega de sus armas, existen estructuras que durante décadas han reproducido múltiples violencias. Los puntos acordados en La Habana pretenden transformarlas. Ante esto, los medios de comunicación tienen el desafío de vigilar el cumplimiento de los acuerdos y orientar entre la ciudadania el tipo de paz que se espera construir después del proceso.  Sabemos que los valores, las creencias, las prácticas culturales y los temores más latentes de la población han estado asociados durante décadas con la polarización y la violencia. Ante esto necesitamos conflictos de mejor calidad que partan del respeto real de las diferencias y la revisión de nuestras propias “verdades”. Lo expresó muy bien Estanislao Zuleta: No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una crítica -válida también en principio para el pensamiento propio-, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra. Asumir con seriedad las ideas opuestas implica situarlas en sus contextos, comprender las condiciones en que se producen y las razones y significados de quienes las divulgan. Una sociedad con mejores conflictos es una sociedad que puede aceptar puntos de vista contrarios sin pretender exterminarlos. La construcción de este escenario requerirá tanto empeño, recursos y estrategias como la producción de guerra. Por su parte, la construcción de la memoria colectiva también afronta sus propios interrogantes: ¿Si la memoria es una selección de hechos del pasado, de estos setenta años de violencia partidista y guerrillera cuáles hechos serán materia del olvido?, ¿si las fechas son marcos en que se guardan los recuerdos, qué pasará con los hechos de los que se desconocen sus fechas?, ¿si durante décadas hemos sido contados por una memoria oficial, quiénes producirán las otras memorias? Las labores del periodismo no son pocas, deberá volver a humanizar a los combatientes, presentar los contextos y ampliar los puntos de vista sobre lo ocurrido. Varios medios nacionales e internacionales ya han empezado a hacer esta labor. A ellos nos sumamos en esta edición. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA MUERTE DEL CABALLO Y LOS PEONES http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-muerte-del-caballo-y-los-peones/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Corre la mañana del 16 de febrero de 2006. Las ventanas de la  zona estallan; los vidrios  vuelan hacia el interior de las viviendas. Las casas  tiemblan y todos los que sienten el fuerte remezón yacen tendidos en el suelo, acurrucados, intentando reponerse. Sus miradas están nubladas y en los oídos retumba un chiflido estridente. Los corazones palpitan  ante la angustia  de no saber qué ocurrió. Los segundos avanzan, en la calle hay un silencio profundo: es el eco sordo que dejó el estallido. A lo lejos se escuchan algunos pasos acelerados. Poco a poco, empiezan a brotar las sirenas de ambulancias. Se escucha un fuerte grito, luego otro y otro, y muchos más. Las personas de las casas aledañas ya están en pie. Se sostienen de las paredes agrietadas mientras recobran el equilibrio. Olga, de 32 años, continúa en el suelo, sobre la calle. Sus brazos y sus piernas sangran; ella siente que su rostro también. La gente corre de un lado a otro, desesperada, pidiendo ayuda a gritos. Nadie acude. Al menos no por el momento. Las ambulancias y los carros de bomberos llegan. Es el cuartel de la Sijín del barrio Ciudad Modelo en Cali. Vecinos del sector intentan aproximarse, pero son interrumpidos por agentes de policía que cercan el lugar. Los heridos son atendidos. Hay una inminente señal de alerta ante la posibilidad de que ocurra un nuevo atentado. La autopista Simón Bolívar, que honra al libertador y sus guerras, es cerrada a la altura del polideportivo ubicado en el costado norte del cuartel. Cien metros más adelante se ve una carretilla, o lo que queda de ella. Algunas manchas de sangre se perciben en el asfalto. Hay regados órganos humanos y cabello. ***  Muchos de los agentes de policía que se encontraban ese día ya no trabajan en el sector. Los que trabajan en la actualidad aún viven las consecuencias del ataque: permanecen encerrados, atentos, expectantes, sin embargo parecen confiados en que algo igual no volverá a ocurrir.  A pesar del atentado, consideran seguro el sector, a diferencia  de otros sitios de la ciudad como la estación central en la Primera con Veintiuna o el Palacio de Justicia. En cada una de las esquinas de la Sijín hay un centinela y otro más en la entrada principal. Todos vestidos de verde, con largos rifles en las manos, como parte de un dispositivo de vigilancia planeado para asegurar la protección de quienes permanecen allí. Están alerta ante cualquier irregularidad que se pueda presentar en la zona. En los alrededores, otros hombres vestidos de civil podrían  pasar desapercibidos de no ser por las armas que portan en sus cinturas. Los radios también los delatan. Los policías han creado un perímetro para protegerse y evitar peligros. Pasadas las seis de la tarde salen otros guardianes. Recorren aproximadamente cien metros sobra la vía ubicada al frente del complejo de seguridad, y se disponen a cerrar la calle con una reja de  tubos gruesos pintados de  verde. La autopista permanecerá sin flujo vehicular durante doce horas, quizá un poco menos por petición de  los vecinos. Los vehículos, motos y bicicletas que van de norte a sur  comienzan a desviarse hacia una vía alterna que les permita avanzar. Muchos pasan sin preguntarse por qué tienen que hacer eso: el suceso fue naturalizado. La memoria se perdió, y sólo reaparecerá cuando algo similar vuelva a ocurrir. Yuly Mercedes Tabares se despertó más tarde de lo habitual. “Quería ir a trabajar con mi papá pero no madrugué. Al bajar al segundo piso ya se había ido”, dice entre llantos, mientras responde al asedio de los periodistas. Octavio Tabares, de 65 años,  buen contador de historias y trabajador incansable, salió esa mañana  acompañado por su nieto Víctor Hugo Tabares, de 21 años. El joven tuvo que empezar el día con el afán de reunir cinco mil pesos que le permitieran llevar a su esposa, Ana Xiomara Salazar, de 22 años, y a su cuarto hijo, nacido el día anterior, desde el hospital hasta su casa.  Palomo se levantó distinto esa mañana. Lucía cansado; su rostro triste y la mirada nerviosa, no alertaron a su amo. El caballo, durante los cuatro años que estuvo en la familia Tabares, mantuvo una actitud tosca hacia los extraños. Octavio solía demorar treinta minutos en arreglar al caballo y su carreta.  Esa mañana, subieron él y su nieto a la carreta, y con un golpe tenue sobre el lomo del animal, iniciaron su recorrido. Se despidieron sin saber que sería la última vez. Quizá si se hubieran dado un abrazo más largo, o se hubieran demorado más en perderse en la distancia… El recorrido fue el de siempre: la autopista Simón Bolívar.  *** En una casa del barrio Mojica, Eduardo Molina Garay trabaja con tenacidad. No admite ruidos que lo perturben ni distracciones que lo alejen de su objetivo. Es jefe de las milicias urbanas de las FARC, pertenecientes a la columna Gabriel Galvis del Bloque Móvil Arturo Ruiz. Tiene 53 años y es un experto en explosivos.  Siempre, luego de terminar un trabajo, debe desaparecer del lugar. El trasteo comienza. En el camino se encuentra a un par de carretilleros. “Simularon un trasteo y, momentos antes de llegar a la Sijín, se bajaron y uno de ellos accionó la bomba”, dijo José Roberto León Riaño, el entonces comandante de la policía metropolitana de Cali. Después se supo que  Carlos Quiñones, bajo las órdenes de Molina, activó con un control remoto los cinco kilos de Amonal introducidos en un cilindro metálico. Aquel contenedor acabó con la vida y la familia del carretillero. También mató a  su caballo. Una jugada magistral.  “Mi hermano y mi sobrino fueron contratados para morir por unos desalmados que no tienen perdón de Dios”, explica a los medios de comunicación María Elsy Tabares, hermana de Octavio. *** Hoy, la Sijín alberga diariamente a unos quinientos hombres. Los muros de esta edificación han sido remodelados. Una cenefa gris de aproximadamente un metro cubre la parte inferior de las paredes del edificio. La parte superior ya no es roja, no se ve ni un ladrillo; ahora es blanca, lisa, uniforme. Hay  cámaras en las esquinas de los techos. Todo responde a una orden genérica impartida por los altos mandos a todas las estaciones de la Policía Nacional de Colombia. El objetivo: “mejorar el aspecto físico de las instalaciones de la institución a nivel nacional”. Víctor Hugo no llevó a su esposa e hijo a la casa; dejó cuatro huérfanos. Los familiares de Octavio perdieron a su padre y a su hermano. Palomo no se logró jubilar: no estará dentro del grupo de caballos de carreta preparados para salir en 2014, donados a quienes puedan mantenerlos bien. Simplemente quedó tendido en el suelo, como muchas otras  víctimas del conflicto que perecen en medio de un juego en el que, al final, no hay ganador. Al frente, casi sobre el costado  derecho de la edificación, se puede ver un charco de agua producto de la fuerte lluvia caída el día anterior. En realidad, el agua está empozada en el sitio exacto de la explosión, ocurrida siete años atrás. Ahí murieron un carretillero y su hijo. El enorme hueco en la vía aún no ha podido ser sellado en su totalidad. El agua está sucia, quizás así quedó la sangre de las dos personas y un caballo que murieron en aquel atentado. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 ARTE: CUATRO LETRAS, CUATRO CAMINOS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/arte-cuatro-letras-cuatro-caminos/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle  La luz roja abre el telón para Polo, con machetes en mano de un vistazo y calcula cuántos conductores oyeron su rápido saludo. Y rápido no es un adjetivo cualquiera: una cuenta regresiva inicia al saltar al escenario del que un presuroso público huirá en menos de un minuto. El sudor en el rostro, los semáforos acumulados, el metal volador que inaugura el acto en la Cali de las dos treinta de la tarde. Al oír el nombre de Jorge Vergara pocos lo asociarían a este trigueño alto y delgado, de cuyas manos nacen y mueren giratorios círculos de luz. Polo (para amigos y conocidos) está a la cabeza del colectivo artístico Malabaréate. Es además director y creador del proyecto Cirko Pirata, una propuesta de artes circenses y escénicas nacida en 2014. Y aunque ahora su único empeño parece soportar el filo del machete sobre la lengua, tras las monedas de cada semáforo hay mucho más oficio. La autofinanciación es el único sustento de los proyectos de Polo. Como no tienen sede oficial, él y sus colegas se reúnen en la Loma de la Cruz, el Parque de los Estudiantes o su casa, que también hace las veces de bodega de utilería. Y pese a las limitaciones, han conseguido realizar toques anti feria en 2012 y 2013, organizar múltiples presentaciones de circo-teatro y ser gestores del Primer Encuentro de Malabaristas.   Agolpados y exhalando vapores, los vehículos rugen. El trancón es alimentado por jeeps y motorratones que se descuelgan de Siloé. El de Polo hace parte del 90% de los grupos artísticos de la ciudad que, según el Censo Grupal de Actores Culturales, no accede a los recursos que cada año invierte la Secretaría de Cultura y Turismo en este concepto. El último machete suspendido, la reverencia militar; el gran final del acto no ambiciona cifras siquiera cercanas a los mil quinientos millones de pesos, que es el presupuesto del programa Estímulos Cali; aspira a la voluntad de los espectadores que de a poco generan el pago del día. Igual que a sus colegas malabaristas, una de las 174 becas de la convocatoria anual de Estímulos le permitiría a Polo destinar para otro fin la porción de ganancias que utiliza para sostener al colectivo.  El resto de las monedas acabará en recibos, transportes, y el sagrado desayuno de café con pan, huevos y cigarrillo. Ventana por ventana recibe negativas o vidrios que permanecen arriba. Lo cotidiano. Es en la repetición donde radica la rentabilidad del trabajo. Por ello reitera el acto con calcada exactitud, haciendo gala de la técnica que aprendiera durante su estadía en Ecuador. Descansa a la sombra cuando los vehículos grandes quedan en primera fila y obstaculizan la vista. Tres cuadras de camino llevan a Polo hasta el gran portón beige que golpea con fuerza.  El televisor de Doña Ana propaga una misa tardía, cuya luz colorea de blanco y oro los retratos de la familia, otrora numerosa.  Construida con ladrillos y guaduas, la habitación y oficina de Polo, sólo amoblada con un enorme colchón. Otra habitación hace las veces de sala: televisor, DVD, sofá, tablero de ajedrez, bongós y papeles en el suelo. Allí vivían unos amigos que le brindaban compañía e ingresos adicionales. Ahora es su oficina de reuniones, colindante a un viejo horno de barro lleno de polvo donde solía preparar pandebonos y arepas de choclo con su abuela. Supervivencia, pasión y empleo son juguetes de otro malabar. Ojeras de cinéfila acunan las pupilas oscuras de Martha Ligia. El viento sacude su cabello corto y mece los pendientes plateados. Blusa oscura, pantalón gris, se encarga de buscar los cables necesarios para conectar el proyector y preparar la función. Omar instala la pantalla. Los cables y cuerdas pasan desde las casetas de artesanías a las casas que se encuentran junto a la loma. Pantalón beige, camiseta polo de rayas grises, se arrodilla y cuelga en las ramas de un árbol una lona blanca de tres metros cuadrados que funciona como pantalla. Martha Ligia aparece cargando sillas; las enfilan frente a la gran lona y descienden por el sendero más iluminado en busca de la mesa, el video beam y un computador portátil. La vieja casa se alza a un par de calles. es el filme de la noche. Los cadáveres que parecieran apenas dulcemente dormidos, enternecen y aterran a los asistentes que cada sábado crecen en número. Para esta noche, el director y el protagonista de la cinta acompañan la proyección para brindar un conversatorio. Privilegio aprovechado sin demora por la comunidad. El escritor William Ospina ofrecerá su propia conferencia el fin de semana entrante. Cine al parque es uno de los pocos proyectos culturales en Cali que ha contado con apoyo gubernamental. Hace cinco años son formalmente un proceso cultural de la Loma, lo que significa un aporte de la Secretaría de Cultura y Turismo de Cali. Dos millones de pesos a distribuirse a lo largo del año. La mayor parte del presupuesto es auto financiado, aunque también cuentan con un aporte del Festival de Cine de la ciudad y año tras año se presentan a la convocatoria de Estímulos Cali buscando recursos para sostenerse. *** Poco a poco desaparece el humo generado por los transeúntes, a la vez que algunos vendedores ambulantes de comida se acercan. Martha y Omar no tienen hijos. Durante estos años, han sido testigos de las transformaciones de la loma de la cruz. Ahora solo se divisan la noche y el paisaje, entre algunas luces, entre los actores políticos y armados que representa en su película el director Carlos Moreno. Las personas colman el espacio y se sientan en los alrededores de la pantalla. Niños, jóvenes, adultos y ancianos ansiosos acuden a la función. “El apoyo por parte del gobierno municipal es escaso. Ya constituidos nos ayudan menos que cuando se fijaron en nosotros”, expresó cierta vez, con disimulada decepción, Martha Ligia, coordinadora y creadora del Colectivo. “La perseverancia es un pilar fundamental en esto. Cuando uno trata proyectos de ciudad, necesita mucha tenacidad para que las cosas funcionen”. Más de quinientas películas exhibidas en una década de trabajo y el estímulo finalmente conseguido este año, dan fe de aquella perseverancia. Sin embargo, Martha Ligia y su esposo no crearon Cine al Parque como una forma para generar ingresos, según dicen. “El proyecto nació como un sueño de oferta cultural que le queríamos dar a los jóvenes del parque artesanal que es un poco vulnerable”. Mientras habla sobresalen un par de arrugas en boca y nariz. “Los primeros días fueron en una época muy dura. En esos días la loma era pintada de negro, decían que la loma era satánica, que a todos esos pelados tocaba cogerlos y sacarlos de aquí”. En efecto, la Loma de la Cruz ha sido terreno de oleadas de violencia entre los jóvenes de Cali. Tomaban lugar en los alrededores, en el cercano 2011: muchachos se citaban para enfrentarse a piedra hasta que llegaba la policía. Además, a lo largo de los años, peleas y ataques violentos contra homosexuales, travestis y transexuales que frecuentan el sector han sido noticia. Recientemente, diferentes tribus urbanas han acogido a la loma como sitio de reunión: punkeros, metaleros, miembros de la comunidad LGTBI y  . La pareja empezó a pensar en soluciones y realizó una cartografía social de las personas que visitaban el lugar. Se acercaron a los jóvenes para preguntarles qué querían. Después de varias charlas, concluyeron: «qué bueno una lona y tirar cine, a ver qué pasa». El video beam lo consiguieron gracias a una rifa, compraron la lona blanca y Omar armó el marco. A pesar de no recibir ayudas en principio, el proyecto tuvo gran acogida entre los visitantes del parque. Cada sábado recibían más espectadores, además, los jóvenes, comenzaron a recomendar documentales y películas. Acabado el conversatorio, otorgada la respectiva ovación a los realizadores, la proyección culmina. Más tranquila y esperanzadamente ahora que el proyecto cuenta con el respaldo económico necesario. ¿Cuántos colectivos culturales como Cine al Parque, sin embargo, naufragarían a la espera de un espaldarazo gubernamental semejante? Consciente de su fortuna, la pareja agradece a espectadores e invitados y procede a desmontar el improvisado teatro. La plaza vacía se acopla a la quietud de la noche. Trazos de azul cunden la obra de Carolina Jaramillo. Trazos de bestias concéntricas que cuadro a cuadro se persiguen entre sí; bodegones con cebollas cubiertas de arcoíris, trípticos fragmentados como escalinatas obscuras, y cierto mesías trémulo en mitad de la galaxia (un encargo, según dice). Desde niña, Carolina fue criada por sus abuelos, quienes le inculcaron amor por la belleza en la manifestación del ser humano y la organizada gestión de los bienes. Quizá por ese ejemplo, un amplio repertorio de acuarelas en lienzo ya ocupaba las paredes de su casa a los trece años. Nada de pasear por las corrientes artísticas: el expresionismo fue siempre lo suyo.  Enamorada de su tierra, Carolina abrió paso al muralismo en Cali. Desde mediados del 2008 soñó con un museo que plasmara la voz de tantos artistas emergentes de Latinoamérica, contándose a sí misma, y que estuviera a disposición de todo el que quisiera apreciar las obras. “Actualmente 45.000 artistas colombianos agonizan en su profesión por una clara ausencia de público”, afirma. Y no es gratuito; la historia misma de las políticas culturales, en Colombia, comienza de manera tardía con el reconocimiento estatal de la cultura en la segunda década del siglo XX, como respuesta a las diferentes instituciones culturales creadas a finales del siglo XIX: bibliotecas, patrimonio histórico, artístico y arqueológico. Apenas en la mitad del siglo pasado comenzaron a aparecer los primeros esbozos de lineamientos culturales en Colombia y fue en los años sesenta cuando las políticas culturales entraron en el ámbito de la gestión pública y la vida de la cultura. Establecer relaciones directas con el Estado y ser parte de la Red Nacional de Museos, fueron para Carolina los mejores dividendos obtenidos al ganar en la primera versión de Estímulos Cali en el 2013. “Solo existe una primera vez y es la que más debe impactar”, dice. Y así fue. El monto conseguido se materializó en la Primera Bienal de Muralismo Internacional, inaugurando el Museo Libre de Arte Público y Muralismo de Colombia. Su Casa Matriz tiene dos pisos y se ubica en una esquina del barrio La Merced. En la fachada izquierda había un colorido y visionario dibujo alusivo a la Patria Grande con algunos mandatarios actuales representando la hermandad y la paz entre sí. En lo alto de la rocosa pared se lee en la entrada “Museo Libre de Arte Público y Muralismo de Colombia”. En el interior de la sede hay una escalera inclinada y, en las paredes, la marea de reconocimientos, diplomas, cartones y obras. De la habitación principal cuelgan las obras de la hoy directora y coordinadora de la institución artística. El proyecto, cuenta Carolina, se ha sostenido gracias a la autogestión y algunas alianzas con entidades públicas y privadas con base en la Economía Naranja. En los últimos cuatro años, la entidad ha realizado tres Bienales de muralismo, en las cuales se ha convocado una considerable cantidad de artistas, nacionales y extranjeros, interesados en emplear sus técnicas para embellecer la ciudad y formar nuevos artistas. El Plan Municipal sugiere la temática, que para esta vez se trata de la paz en territorios de conflicto, la apreciación, reconocimiento y consolidación de los recursos naturales y las representaciones simbólicas locales. La economía naranja reconoce el trabajo de artistas y creativos como un proceso que fabrica mercancías. Este tipo de actividades representa un 6,1 % de la economía global. Se concentra en las industrias culturales, industrias creativas, industrias del ocio, industrias del entretenimiento e industrias de contenidos. En otras palabras, reconoce que los procesos culturales y artísticos son rentables y se deberían obtener ingresos de ellos. “Pilar de Mecenazgo” es la frase que acoge el trabajo en equipo para la autogestión usada por Carolina. Re-significar y re-componer el tejido social, según Carolina, es la misión del Museo Libre de Arte Público. Actualmente funciona como entidad privada, sin ánimo de lucro y se encuentra distribuido en la ciudad con 60 pabellones y dos centenares de obras. “Tenemos ciudades desarraigadas con monumentos invisibles ante nuestro ojos, es por eso, que el museo busca articular comunidad y espacio público por medio del arte. No traemos la gente al museo, llevamos el museo a la gente”.  Son las cuatro de la tarde y hace menos de una hora llovía ligeramente. Afuera del quiosco de ladrillo, tres mujeres sentadas en sillas plásticas blancas tejen bolsas de lana. Cada una sostiene un par de agujas, enhebradas con hilos negros, blancos, cafés y beiges. De camisa morada y jean, María Andrea Quiwanás trabaja en mitad de las compañeras. Su cabello negro oscuro, liso como pocos, está recogido y lleva puesta una mochila gris con rayas amarillas que ella misma ha hecho. Tiene 52 años y sus manos denotan fuerte trabajo agrícola. Viene desde el resguardo indígena ubicado en Jambaló. Hace parte de un grupo de 15 mujeres de la comunidad Nasa que, ante la adversa economía, encontraron esta opción para sustentarse.  La Loma de la Cruz se divide por cuatro niveles, cada uno con hileras de tiendas artesanales. En el primero, dentro de un puesto a la izquierda del sendero hay cuatro espacios, cada uno correspondiente a un establecimiento. El lugar está lleno de objetos hechos en madera: estatuillas, xilófonos, maracas, caballitos mecedores; así como mochilas, manillas de lana, y bisutería en variedad de estilos y colores. María Andrea, aferrados los ojos a la mochila que hilo a hilo nace de sus manos, narraba tiempo atrás cómo debía salir a las tres de la mañana para alcanzar el transporte que la llevara al Nuevo día. Tomar ahí el carro de las cuatro de la mañana: una chiva que la transportaría hasta Santander. A las siete en punto ya estaba a bordo del bus que venía a Cali. Y llegaría tarde para encontrarse con la compañera que le estaba esperando.   El trayecto era largo. El venir y encontrarse con otras tejedoras en la eventualidad de que las mochilas se hayan vendido. Pero esto cambiaría al radicarse en Cali junto a sus compañeras para dedicarse más al proyecto. Mujeres Tejedoras es un grupo que se concentra en la producción y venta de artesanías hechas por mujeres indígenas, residentes de Cali o de cabildos de la comunidad Nasa. El inicio se gestó en la Fundación Miriam Janeth Tacan, institución que brinda ayuda a mujeres provenientes de cabildos. A diferencia de otros grupos de emprendimiento cultural, no buscan ayuda financiera de la alcaldía, pues evitan la burocracia que ello implica. Aparte de la venta de sus artículos, el colectivo recibe ingresos por dictar talleres de tejido en la Universidad Javeriana. Viajan al resguardo cada fin de semana y periódicamente celebran con danzas la ceremonia de las semillas, donde el astro baja en forma de cóndor y sobrevuela los pequeños frutos de la madre tierra. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Tipologías del malabar Enrique Buenaventura El telón blanco de la loma Pinceles que traspasan los muros El trenzar de los hilos ancestrales **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 HASTA QUE APRENDA A ESCRIBIR MI NOMBRE http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/hasta-que-aprenda-a-escribir-mi-nombre/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle A sus 22 años, Estelia, una morena robusta, de trenzas sintéticas y ojos pequeños, se prometió que aprendería a leer y a escribir. Lo decidió un día en que en el banco le entregaron un documento que debía firmar. Se le ocurrió que para no pasar por ignorante, la señora que estaba a su lado podría firmar por ella. “Quién la mandó a no aprender”, le respondió la mujer mientras abría sus ojos con gesto despectivo. Estelia no fue capaz de contestar. –Sentí una impotencia…qué le iba a responder. Yo me quedé fría. –Agachó la cabeza y se resignó a poner su huella en el espacio para la firma.  *** Estelia cumplió apenas 24 años, pero parece que su juventud se le ha escapado. No pronuncia muy bien la s ni la r cuando habla, conserva el acento de Istmina, Chocó, su tierra natal, el lugar donde nació, creció y también del que tuvo que huir una noche.  Después de separarse de su esposo, vivía con su hijo de 3 años en una casa de madera y techo de zinc a orillas del río San Juan, cuyas aguas atraviesan el Chocó. Su pueblo, uno de los municipios más pobres del país, de casas modestas rodeadas por selva y río, en los últimos años había estado asediado por grupos armados.  –No sé decir si eran guerrilla, paramilitares, no sé qué eran, no sé porque mantenían encapuchados en el pueblito –dice Estelia, pero desde que habían llegado al pueblo se oía de personas muertas o desaparecidas en un lugar donde tiempo atrás esos eventos eran más bien escasos.  Alrededor de las seis de la tarde de un sábado de 2013, Estelia preparaba la colada a su niño cuando un hombre encapuchado llegó a su casa.  –Me dijo que quería que fuera de él, pero yo le dije que no me interesaba tener nada con ellos. Él me dijo “pues piénselo bien porque o es mía o la mato”.  Cuando el hombre se fue, Estelia intentó calmarse, pero no pudo.  –Esa gente no le dice a uno las cosas por decírselas, cuando dicen algo ya lo tienen bien pensado. Con ese miedo, de una tomé la decisión de irme. No alcancé a empacar casi nada. Como no tenía plata para trastearme, dejé todo. Cogí una piragua, cogí a mi niño y la ropita que más podía, arreglé mi bolsito pequeñito y salí.  Estelia es la mayor de diez hijos, seis mujeres, cuatro hombres. –Mi papá con mi mamá se iban al monte a trabajar, a las más grandecitas nos tocaba cuidar a los más pequeños, o sea que en vez de estar estudiando, nos tocaba ser a nosotras mamá y papá de los hermanos más pequeños. –En el Chocó, uno de los departamentos colombianos con el porcentaje más alto de analfabetismo, Estelia nunca supo qué era estudiar. Cuando cumplió 12 años, su papá, que tenía la intención de inscribirla en un colegio, murió de lo que en el pacífico llaman “un mal” y que en otros lados se conoce como brujería. Por ser la más grande, cargaba con el peso de la responsabilidad familiar; debía ayudar a su mamá con los gastos. Aprender a leer y a escribir era considerado una ociosidad.  Con 12 años, se fue a Cali a trabajar como empleada de servicio; en una casa recibía sesenta mil pesos quincenales por atender el oficio que demandaban seis personas. Después de un tiempo regresó a su pueblo. Varios años después Estelia volvió a Cali, pero esta vez expulsada de su tierra. Se convirtió en otra cifra entre los más de seis millones de desplazados por la violencia que durante años se ha expandido por todos los rincones de nuestro país; otra cifra entre los más de ciento treinta mil desplazados que han llegado a Cali en los últimos años. Ahora vive en una pequeña casa de invasión en la Colonia Nariñense, al oriente de Cali, junto a su nuevo esposo y dos hijos de siete y dos años. Estelia que quiso escapar de la guerra, vive en un sector donde la violencia urbana es el pan de cada día. En medio de las casitas de esterilla con techos de zinc y las calles sin pavimento, el ruido de las balas por los enfrentamientos entre pandillas, los robos y los crímenes son parte de la cotidianidad. Hay temporadas en que todos los días se escuchan disparos, hay otras en que suenan una vez por semana. Cuando Estelia oye los disparos, cierra la puerta y se esconde en la parte trasera de su casa, no le interesa saber quiénes son, ni de dónde salen. Es una violencia distinta de la que huyó, pero que también le hiela las manos y le acelera el corazón. “Es duro vivir aquí”, Estelia lo repite una y otra vez. Viven en una ranchito de esterilla. Cuando llueve, ella y su esposo deben estar pendientes de que las goteras no mojen las camas. Baja agua por los agujeros del techo, pero no baja por el grifo.  –Si usted no recoge el agua en la noche, no tiene agua en el día. Nos toca bañarnos dentro de un balde y recoger esa agua para el sanitario. Yo no estaba acostumbrada a eso –dice Estelia un poco triste. En su pueblo el agua no escaseaba, si no bajaba del grifo, tenía el río. Se bañaba en el río con toda el agua que quería, acá debe bañarse con el agua que cabe en un balde. Con lo que gana su esposo recogiendo aserrín en una empresa, solo pueden pagar un arriendo de 70 mil pesos.  Después de aquel desaire en el banco por no saber firmar, Estelia se propuso entrar a estudiar para aprender a leer y a escribir. Se inscribió en un colegio gratuito de enseñanza acelerada. Agacha la cabeza cuando dice que a su edad apenas ha empezado a estudiar, pero también piensa que a pesar de todo llegar a la ciudad fue bueno para ella.  –Yo allá no pensaba como pienso ahora, uno acá en la ciudad sin estudio no vale nada. En el Chocó no necesitaba estudio porque allá la gente trabaja de su cuenta; allá nadie lo humilla, si usted quiere irse a trabajar se va y si un día no quiere pues no va, pero tiene su comida y con qué vivir. En cambio acá para barrer calles tiene que ser bachiller. Estudia los sábados de doce del mediodía a siete de la noche. Ya cursa cuarto grado. Hace lo que puede por aprender pero no puede concentrarse por completo, tiene que encargarse de todo en la casa: el oficio, los niños y sus tareas del colegio. A ese ritmo es poco lo que puede dedicarse a estudiar. Desde aquella noche en que tuvo que huir de Istmina, tiembla cuando ve un arma. Hace unos días cuando iba caminando por las calles polvorosas de su barrio, vio a un hombre que llevaba un revólver. Salió corriendo para su casa, con sus manos temblorosas intentó abrir la puerta, pero sentía que no la abría, que la llave no encajaba. Se metió a su casa pálida del susto. Cada que escucha disparos o se enfrenta a alguna situación peligrosa, Estelia se acuerda de los momentos de miedo que vivió en su Chocó –yo estoy como marcada por la violencia, no he podido superarlo–, cuenta.  Estelia conoce poco de la ciudad, no sale mucho del sector en el que vive en el Distrito de Aguablanca. Para ella Cali debe verse como una ciudad enorme y desconocida. Sigue recordando con nostalgia su pueblo.  –Sacarlo a uno de su tierra, de donde uno es, donde tenía mis cosas, mi banano, mi papa china, todo. Toda mi familia ha vivido de criar gallinas, marranos, de sembrar maíz, plátano, arroz, de matatai como se dice por allá. En cambio acá es tan diferente. Cuando salgo me siento como mosco en leche. Esto por acá es muy duro. Aunque Estelia recuerda los días tranquilos en que se bañaba en el río, recogía  maíz, yuca y papa china, no quiere regresar a su tierra. No olvida cuando bajaba gente muerta por el río o cuando alguno de los habitantes hacía algo que no fuera del agrado de los hombres armados y terminaba muerto o desaparecido, como le pasó a su vecino Jorge que desapareció y nunca se volvió saber de él.  –La ley allá no existía, la ley eran ellos (los hombres encapuchados)…la vida por acá es muy dura, pero yo no deseo volver a mi tierra, prefiero vivir en la invasión –dice Estelia frunciendo el ceño como si de repente regresaran todos los malos recuerdos. No volvió a saber nada de aquel lugar, de solo pensar en esos días se estremece. *** Hace unos días su mamá le dijo que estaba orgullosa de ella, que había avanzado mucho más de lo que lo hubiera hecho en el campo: ya sabe escribir su nombre y está mejorando la lectura. Estelia está empeñada en aprender mucho más. Aunque para ir a estudiar debe dejar a sus hijos solos, está convencida de que no puede desaprovechar la oportunidad de estudiar si quiere conseguir un buen empleo, dejar de vivir donde vive…un mejor futuro para ella y sus hijos. Quiere que ellos también se sientan orgullosos de ella. –Pero yo no sé qué me pasa, me atacan los nervios, de la ansiedad que tengo de aprender a escribir bien, me atrofio y no puedo escribir. Tengo la mano pesada –dice Estelia empuñando las manos en señal de impotencia. Le aterran los dictados y odia su letra ladeada y disforme. Su sueño es terminar de estudiar y sacar a sus hijos de la invasión en donde viven, no quiere que crezcan en ese entorno de violencia del que ella quiere huir. En Colombia se lee un promedio de dos libros al año por habitante, Estelia ha leído dos libros en sus 24 años de vida. Recuerda especialmente el primero que leyó: Mapaná, del escritor Sergio Álvarez. Un cuento de 112 páginas que narra la historia de Colacho, un niño de 13 años que emprende una travesía por la selva amazónica en busca de su mascota, una boa entrenada llamada Mapaná, que le robaron unos traficantes de animales. El niño debe enfrentarse a numerosas dificultades que a la vez contextualizan el relato de un país violento. Quizás la aventura de Colacho identifica a Estelia un poco con su propia historia de violencia. Ese primer libro le costó diez mil pesos en el Parque Santa Rosa y a punta de lectura silábica tardó varios meses en leerlo.  Antes de conocer personalmente a Estelia, me sorprendió darme cuenta que tenía Whatsapp. Le escribí de inmediato.  –Hola ¿Estelia? –¡Doble chulito! El mensaje llegó. Después de un rato noté que aparecía en su ventana ‘escribiendo’, pero ninguna respuesta aparecía. Tardó unos minutos más hasta que por fin contestó:  –Hola –y fue todo lo que escribió. Estelia es uno de los más de mil millones de usuarios que registra la aplicación de mensajería instantánea Whatsapp –casi uno de cada siete habitantes de la Tierra– que envían más de treinta mil millones de mensajes al día. Para miles de usuarios la aplicación se ha convertido en un instrumento indispensable de la comunicación diaria, para Estelia escribir desde su celular es toda una proeza. Sus compañeras del colegio escriben en Whatsapp moviendo los dedos a una velocidad que por ahora es imposible para ella. Espera el día en que pueda escribir igual de rápido.  Mientras para algunos la ortografía en los mensajes no tiene mayor importancia, Estelia lucha con la franja roja debajo de las palabras que indica error de escritura. Piensa, borra y escribe de nuevo hasta que desaparezca.  –A veces cuando tengo datos me pongo a escribir, así me demore mucho, pero me fascina porque en el teléfono no sale la letra ladeada como es mi letra, sale derechita –dice riéndose. Me reuní algunas veces con Estelia para ayudarle en su proceso de aprendizaje de lectoescritura. Leímos cuentos, mitos y leyendas del pacífico colombiano. Nuestros encuentros terminaron desde que consiguió trabajo en una casa de familia. De vez en cuando hablamos por Whatsapp y cada vez tarda menos en escribir ‘hola’, a veces prefiere enviar notas de voz. Estelia no es la que mejor escribe y lee en su clase, pero se siente feliz porque por lo menos ya sabe escribir su nombre.  –Cada vez que voy a firmar me recuerdo de esa frase que me dijo esa señora, y yo digo: Dios mío las cosas no son imposibles, sino que uno cree que no se puede.  Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 DESPUÉS DE LA GUERRA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/despues-de-la-guerra/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle -Mami, quedé en el voluntariado. Me voy a una Zona Veredal Transitoria de Normalización. -¿Qué es eso? -Donde está la guerrilla – responde mi hermana con tono de reproche. Nos quedamos calladas. Creo que mi madre intenta procesar lo que dije, pero la palabra “guerrilla” sigue retumbado en los oídos de ambas. Siento un ardor en el estómago, estoy tensionada. Vienen a mi mente los videos de los noticieros sobre los enfrentamientos entre el ejército y las Farc, la cámara se  mueve tanto que sólo veo monte y camuflados. Los disparos y la respiración agitada son suficientes para sentir el miedo a través del televisor. Pienso en los atentados, los heridos, los secuestrados, los desplazados. “¿Qué sentiría una víctima al saber que estoy ayudando a quien pudo ser su victimario?”, la pregunta no me deja en paz. Recuerdo que, según un análisis de Univisión Noticias, ocho de los 10 departamentos con mayor cantidad de víctimas dijeron “Sí” al plebiscito. Esos números dicen algo, no sé si es desesperación, dolor, cansancio o deseo de tranquilidad; pero esas cifras también hablan de paz. En mi casa ya saben que no voy a cambiar de decisión, pasaré cinco días con las FARC en la zona veredal de La Elvira, Cauca, en el marco del voluntariado organizado por la Federación de Estudiantes Universitarios. La idea es ayudar en la implementación de los acuerdos realizando brigadas de salud, alfabetización y pedagogía de paz junto con más de 60 voluntarios. Faltan pocos días para irme y he preferido no hablar mucho sobre el tema. Entre menos personas sepan, menos serán las opiniones que reciba sin solicitarlas y menos las dudas que no pueda resolver. -¿Y cómo es dónde ellos viven? – me pregunta mi prima de 15 años. No tengo idea, pero la parte de “veredal” me da una pista. Intento explicarle pero no puedo, como ella es del Huila pienso en hacer una comparación, pero recuerdo que es desplazada. Junto con sus padres y su hermana tuvieron que irse de la finca en la que vivían en Campoalegre cuando la columna móvil Teófilo Forero de las FARC, según mi tío, los amenazó con hacerle daño a mi prima si el mayor de sus hijos no dejaba los estudios en la Escuela Militar José María Córdoba. Militar… mi padre quería dedicarse a eso, prestó el servicio por voluntad propia aunque mi abuelo le ofreció comprarle la libreta. Él quería ser parte del ejército, ¿con cuántos de los que voy a compartir estos días pudo enfrentarse en combate mi padre si hubiera continuado la carrera militar? Combate… Tengo un primo que hizo carrera en el ejército, decía que sólo quería “dar bala” en el monte. Pero, así no se soluciona un conflicto que lleva más de 50 años. Más de 50 años… fue a raíz del enfrentamiento entre liberales y conservadores que nació las FARC, mi abuela es desplazada de esa violencia bipartidista.  Y yo hablo de las víctimas y el conflicto como si estuvieran lejos, como si fueran ajenas a mí.  *** “¡Llegamos a Cauca!”, grita un joven que está sentado en los primeros puestos de la chiva. Aprieto el maletín que llevo en las piernas y cierro los ojos. Estoy nerviosa, creo que voy a escuchar tiros. Supongo que a un lado está el ejército y en frente la guerrilla apretando el gatillo por igual, es lo que siempre he imaginado del Cauca: enfrentamiento y guerra. Hay cese al fuego con las FARC hace meses, pero tengo miedo, miro a todos lados buscando extraños o sospechosos, ¿de qué?, no sé. Siento que debo estar prevenida. Puede que los integrantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia ya hayan firmado los acuerdos y estén haciendo el tránsito a la vida civil, pero aún está el ELN, los paramilitares, las AUC, las bacrim. Por un momento siento que estoy acostumbrada a vivir con miedo.  Me calmo, no hay riesgos acá, ¿cierto? Mi corazón late rápido pero trato de estar serena. Cauca es un pueblo como cualquier otro, parece que ahora lo es. Me voy calmando, pero la piel se me eriza cuando veo la estación de policía con costales verdes en hilera que cubren hasta las paredes del lugar, los bultos dan la impresión de estar  rellenos de algún material que impide moverlos. La estación de policía parece una trinchera. Es el paisaje de una de las muchas guerras que apenas está pasando. La tierra naranja guía el camino. La chiva se tambalea entre los huecos y las marcas que otros vehículos han dejado. Al lado izquierdo de la carretera hay una roca tan grande que no permite ver dónde termina la montaña y dónde empieza el cielo. Los abismos verdes a la derecha del vehículo dejan ver la combinación entre ríos, llanuras y montañas. Los cultivos de coca empiezan a cubrir el paisaje, igual de imponentes que las montañas en los que crecen. Para 2016, Cauca contaba con más de 8500 hectáreas de coca sembrada, era el cuarto departamento  del país que más cultivos tenía de esta planta según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. Los pocos hogares que hay, cuando nos adentramos más en el corregimiento de Buenos Aires, están construidos con tablas: la parte delantera de las casas está sobre la hierba y la otra en el vacío, sostenida con unos cuantos palos que se han clavado al desnivel del terreno.  *** El cielo parece más cerca de nosotros cuando un letrero azul con blanco da la bienvenida a la Zona Veredal Transitoria de Normalización Carlos Patiño. El campamento queda unos metros más arriba por una carretera que ya no alcanza a ser tierra sino barro. En esa zona vive la mayoría de los 300 guerrilleros pertenecientes al frente 30 del Pacífico, el 60 de Argelia, el frente urbano Manuel Cepeda Vargas del Valle y el Franco Benavides. Una pequeña hilera de cubículos rodea el lado derecho del sendero por donde entramos; paredes entre color  habano y naranja y palos que sostienen el techo de alguna habitación, cubren la cama y los bienes personales de unos guerrilleros. En el área de recepción, la “caleta”, como la llaman ellos, tiene por puerta una tela negra sintética que parece que cercara una construcción; en el campamento, eso es lo único que compone la estructura de las viviendas.  En medio de las dos ranchas, ambas construidas en madera, donde se han dispuesto habitaciones, una biblioteca, el puesto de salud y la cocina, se alza el Coliseo Nicolás Fernández. Los combatientes de las FARC cuentan que, junto con la comunidad, construyeron este espacio en medio del terreno baldío que encontraron cuando el movimiento guerrillero realizó la “Marcha final”, en la que se dirigían a las zonas veredales para iniciar el proceso de dejación de armas y reincorporación a la vida civil y política. Hace unos meses el afán de terminar el coliseo era la visita de los jugadores del América de Cali y el Nacional. Pero los partidos por la paz no siempre son tan mediáticos, hoy también hay encuentro deportivo en la vereda: guerrilleros y civiles disputarán los goles  Antes de empezar el partido, veo niños que corren por el coliseo, ¿serán los llamados “niños de las FARC”? Uno de ellos se acerca a nosotros, los voluntarios, para jugar basquetbol. Tenemos curiosidad, varios le preguntamos si su familia vive en la zona de recepción o en el campamento, pero no, sólo le gusta venir a jugar con los niños de la vereda. Vive con su madre y su padre que son campesinos, su hermano mayor se fue hace unos años a estudiar para ser parte de la Armada Nacional. Me quedo mirándolo, quizá él ni es consciente de lo que pasa o de lo que implica lo que ha dicho, es la inocencia de esa infancia en medio de un conflicto, en medio de dos actores de ese conflicto.  *** Nunca vi el rostro de un guerrillero raso. Como mucho identificaba a “Tirofijo” y al “Mono Jojoy”, pero no sabía más de las FARC que lo que veía en las noticias. No les tenía odio, pero sí miedo. Los noticieros me presentaron a los guerrilleros como máquinas para matar, monstruos detrás de un fusil que vivían por y para la guerra. No hubo nombres, más que los de los jefes; no hubo costumbres, más que las de atentar contra la patria; no hubo más acciones que las que desangraban al pueblo; no hubo más motivación que la misma guerra. Los guerrilleros no tenían rostro, solo fusil. Pienso en lo que dijo mi familia, quizás son personas hostiles, con la mirada llena de rabia o resentimiento, que se dirigen dando órdenes, que algunos nos pueden mirar con desprecio. Mi abuela insiste en que no debo estar tranquila conviviendo con ellos, me repitió que debía andar en grupo, cuidar mis cosas y no salir a caminar ni confiarme. No me preocupa eso, me da vueltas en la cabeza la forma cómo debo tratarlos, ¿cómo me dirijo a ellos?, ¿son guerrilleros, excombatientes?, ¿los llamo por el cargo que ocupa en el movimiento?, ¿queda mal si digo su nombre de guerra?  El primer día del voluntariado, todos estamos nerviosos; tenemos prejuicios encima más allá de la voluntad y el deseo de paz. Entre voluntarios y guerrilleros hacemos un ejercicio para vernos como iguales: debemos sostenernos la mirada por tres minutos. Estoy frente a un guerrillero, se llama David y quiere ser periodista, igual que yo, la diferencia es que él dejó la Universidad Nacional en tercer semestre para entrar al movimiento. Tenemos la misma edad, pero hemos vivido los 21 años de formas muy distintas, yo ni siquiera he visto un arma de cerca, él las ha manipulado; lo más próximo que he estado del campo ha sido en las vacaciones cuando visitaba a mi abuela en la finca o a mi tía en el Huila, él lleva cuatro años viviendo entre la selva; yo vivo con mis padres y mi hermana, él hace dos años volvió a tener contacto con sus padres por Facebook, pero considera que su verdadera familia es la guerrilla; yo no he vivido la muerte de un amigo, aún salgo con los compañeros de la universidad  a bailar o a comer, él ya perdió a dos de los tres amigos con los que se enlistó. Para mí, ver la luna llena a las cinco o seis de la mañana es de admirar, me entretiene, para ellos, me decía uno de los guerrilleros, significaba que el ejército iba a atacar debido a que el cielo estaba despejado y podía ubicarlos mejor desde los helicópteros. Escuchar un avión para mí es mirar hacia el cielo y pensar “¿a dónde va?”, para ellos era correr por sus cosas ante un posible bombardeo.     ***  Aquí en las FARC, hay desde guerrilleros que no terminaron el colegio hasta profesionales graduados. El departamento de propaganda es una muestra de esto: jóvenes que militaron desde los 14 años y desean estudiar comunicación social, estudiantes que dejaron su carrera para unirse al movimiento y profesionales como Santiago, un publicista chileno que se enlistó hace un par de años. Pero no es el único que viene de otros países, hay brasileros, ecuatorianos y hasta holandeses.  Boris Guevara entró a los 17 años a las FARC, lleva la mitad de su vida militando, es uno de los integrantes del departamento de propaganda, y el encargado de hacer la presentación esta mañana. Con el proyector como apoyo y la cámara sobre la mesa, el hombre de tez morena, lentes delgados y camisa manga larga, da un contexto histórico de las FARC con respecto al equipo que en otra organización se llamaría “de comunicaciones”. Acá  ese término es usado para las conexiones de radio y teléfonos satélites, por eso se les conoce como “propaganda”. El espacio construido con guaduas como soportes, tela negra de construcción como paredes y tejas de zinc en el techo, se queda pequeño, incluso para el reducido público que somos.   Antes de que iniciaran los Diálogos de  Paz, el deber del departamento de propaganda era repartir volantes, poner las pancartas y pintar los muros en las tomas, incluso llegaron a imprimir revistas sobre el movimiento y formar estaciones de radio, que terminaban bombardeadas. Al llegar a La Habana, los guerrilleros que tuvieran Facebook eran sancionados; si deseaban tener un perfil, debían pedir permiso a sus comandantes. Con el avance de los diálogos, la apertura en las redes sociales para el movimiento fue más amplia, el cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo permitió que se pudiera registrar más de la vida diaria de los guerrilleros. “Más o menos el 80% de la memoria de guerra se ha perdido”, asegura Boris Guevara mientras nos mira por encima de las gafas y recuerda que fue en Cuba donde la delegación del movimiento dio la orden de recuperar la memoria histórica de las FARC. Durante años, las fotos y videos en esta guerrilla estuvieron prohibidos. Las emboscadas en los campamentos, el movimiento constante y los enfrentamientos con el ejército, hacían imposible conservar la información. “Muchas veces es más valiente el que se para con una cámara frente al combate que el que lo hace con un fusil”, asegura Boris. Los discos duros, casetes y computadores donde tenían los archivos terminaban destruidos o en manos del ejército. “O cargas con tu Pc o cargas comida”, dice Guevara quien, con las mismas manos que diseñaba explosivos hoy toma fotos y edita videos para las redes sociales del Bloque Occidente de las FARC-EP.  *** En el pequeño intento de auditorio, guerrilleros y voluntarios nos hemos unido a ver un video preparado por estudiantes de Bellas Artes, la premisa para el que está frente a la cámara es: “¿qué le preguntarías a un guerrillero?”. Me quedo mirándolos, siento que va a ser un tanto incómodo. Las palabras de quienes aparecen en el video provocan susurros, ¿qué sintió al disparar un arma?; melancolía, ¿qué es lo que más va a extrañar de estar en la guerrilla?; risas, ¿qué es lo más extraño que ha comido?; secretos y extrañezas, ¿con qué planifican las mujeres de las FARC o no les permiten tener relaciones?; indignación, ¿ustedes se cepillan los dientes? “Nos creen monstruos, no creen que somos personas que nos comportamos como ellos”, decía una de las guerrilleras a otra compañera. Agacho la mirada. Muchos, hasta hace poco, los veíamos sólo como un grupo armado que habitaba la selva. En medio de los panes y galletas que enviaba la Organización de Naciones Unidas, y el café con el que complementábamos el refrigerio, escuchamos a los guerrilleros comentar algunas de las respuestas a las preguntas: unos no sintieron nada al disparar un fusil, cada quien decide el método de planificación que quiere o puede aplicar el que le recomiende el médico de un centro de salud o el de la guerrilla. Una mujer del movimiento aseguró que iba a extrañar todo: “la guerrilla es mi familia”. Entre risas por las respuestas y los asombros de los guerrilleros ante las dudas que teníamos, le insistimos a una de las guerrilleras “¿Qué es lo más extraño que has comido?”, “El pan de la ONU” respondió ella. *** Verlos a la cara es distinto a lo que muchos imaginamos. No, no da miedo. Parecen campesinos, muchos lo son. La mayoría tienen el rostro manchado por el sol, usan botas militares o pantaneras y algunos tienen al menos una prenda con camuflado. Aquí no se valen de nombres, basta con decirles camaradas. Cuando los llaman para recibir órdenes o las funciones del día, o cuando se paran a recibir una clase lo hacen con las piernas abiertas a la altura de los hombros y las manos en puño atrás de la espalda. Acá, no se les olvida un “Buenos días”, aunque no nos conocen nos invitan a tomar tinto cuando nos ven temblando de frío, corren a buscar miel de abeja cuando ven a alguien con molestia en la garganta, se burlan de nosotros cuando nos llevan una ventaja de cinco goles en un partido y se emocionan como niños cuando deben adivinar el nombre de un número y decir si es unidad, decena o centena.  Cinco días después de la llegada no me he sentido vulnerada o atacada en ningún momento. Tengo la confianza de dejar mis cosas en un lugar y encontrarlas ahí después de horas. Los hombres y mujeres de las FARC se sientan a nuestro lado en el almuerzo o en los refrigerios y empiezan a contarnos sus historias: Hermanos paramilitares, primos en el ejército, médicos de las Fuerzas Armadas que les han salvado la vida a cambio de dinero, enfrentamientos de horas con soldados, cenas de menos de media libra de harina disuelta en agua para 20 personas y guerrilleros que nunca han disparado un fusil.       *** Tratar de entender un conflicto armado como el que vivió Colombia con las FARC es muy complicado, no se trata de separar entre buenos y malos, entre quién tiene la razón y quién no. Hay tantos matices como opiniones y versiones de una guerra.  Las fotos del voluntariado empiezan a estar en las redes y los comentarios no se hacen esperar: adoctrinamiento, simpatizantes y colaboradores se quedan cortos para los insultos que rodean las imágenes. “¡Estudiantes conviviendo con guerrilleros!”, exclaman algunos, no como reproche, sino como advertencia. Esa realidad de las amenazas y el señalamiento apenas se dibuja en un escenario de posconflicto.  La polarización entre los que apoyan y desaprueban los acuerdos o la reincorporación de las FARC a la vida civil y política de forma legal es tanta que ya no sólo es riesgoso estar de acuerdo con un lado, sino no apoyar por completo alguno de los dos. Pero estar de frente y convivir, en medio de un proceso de paz, con quienes se han considerado enemigos, es solo un paso para la consolidación de los acuerdos y la realidad que en unos años vivirá el país.  “La paz no es una estrategia, es una firme convicción”, cantaba Alexandra Nariño, más conocida como la guerrillera holandesa, en la despedida que nos daban los farianos al terminar la jornada del voluntariado en La Elvira, Cauca. Lina es el reflejo de la conciencia que tiene las FARC sobre el fin de la confrontación armada y la necesidad que tiene la implementación de los acuerdos y el proceso paz de integrar a la comunidad en la participación política. Hace menos de tres años, Lina terminó el grado once y hace uno, mientras finalizaban las conversaciones en La Habana, cumplía su anhelo de pertenecer a las FARC.  Ya no se trata de engrosar las filas y entrenar un ejército, ahora es cuestión de preparase para defender las ideas a través de los discursos y el debate público. Un paso más difícil que el de coger las armas. Recuerdo que un guerrillero, al hablar del partido político que va a conformar el movimiento, nos decía: -La política es más difícil que la guerra, pero se puede hacer. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Miradas: de frente con la guerrilla  Paz: una firme convicción **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 TRAS LAS PISADAS DE CHAPLIN http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/tras-las-pisadas-de-chaplin/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle La boletería estaba casi agotada. La gente, agolpada afuera del teatro, esperaba para ingresar. Adentro, en el camerino, debía estar el mimo más famoso del mundo, el maestro del silencio, Marcel Marceau; frente al espejo, estaría dando los últimos retoques a su maquillaje. Al otro lado de la altiva y elegante estructura del Teatro Municipal Enrique Buenaventura, Luis Gonzaga, el Chaplin caleño, con su traje de mimo callejero, se apresuraba por una boleta para el espectáculo, pero  los diez mil pesos que cargaba en sus bolsillos no alcanzaban ni para la entrada más barata. Visitantes de diferentes ciudades del país habían llegado a Cali para el espectáculo. En la fila, una mujer se enteró de la situación de Chaplin y completó treinta mil pesos para la gradería más económica —lindo gesto—. Entusiasmado, el mimo se acercó a la ventanilla, pero para ese momento  solo quedaban dos boletas   de setenta mil, lo que obtendría  trabajando unos cinco días. El maquillaje no pudo ocultar el desconsuelo en sus ojos apagados. Las puertas del teatro se habían abierto y la gente empezaba a entrar. Faltaba poco para que el show iniciara. ***  —¿A dónde vamos? —A la casa de Chaplin. Caía el atardecer y los últimos suspiros de sol iluminaban el cielo con tonos rosados. En la carrera ochenta con calle cuarta abordé a un mototaxista (o motorratón, que llaman). Me entregó un casco que probablemente hoy ha sido usado por más de veinte personas: raído, sin correa de seguridad y con su esponjilla sucia. Le indiqué que siguiéramos a un muchacho de gorra, camiseta morada y pantalones mochos rojos, que avanzaba en bicicleta; era Fabián Gonzaga, el hijo de Chaplin.  Él nos guiaría a la casa. Emprendimos camino por una calle detrás del Hospital Siquiátrico. Al llegar a la siguiente esquina, el motociclista cruzó. Sin rastro de Fabián recorrimos las calles del barrio Alto Nápoles, al suroccidente de Cali, un  sector popular de comercio abundante, cuyas calles empinadas conducen a casas multicolores dispuestas como un pesebre. En bicicleta Fabián nunca nos alcanzaría. Pensaba cómo tirarme de la moto cuando en un semáforo donde se encontraban dos avenidas que conducen a la ladera, apareció Fabián. Le sonreí, me hizo la señal de “todo bien” y mi corazón volvió a latir a la velocidad normal. Subimos por una carretera inclinada del sector de los Chorros desde donde se veían las luces de la ciudad que se empezaban a encender una a una a medida que el cielo daba espacio a la noche. Llegamos a a un edificio, viejo y agrietado, de cuatro pisos. Subimos al segundo piso por una escalera estrecha de cemento sin barandal. Fabián es un joven delgado, de sonrisa constante y ojos vivaces. Desde que tiene uso de razón, recuerda a su papá con la cara pintada. Desde el balcón se contempla la ciudad con su esplendor de cielo anochecido. También desde allí  podríamos ver cuando llegara Chaplin. El piso es asfaltado y las paredes azules, casi fluorescentes. No hay más muebles en la sala que una mesa y unas sillas de plástico. La única luz que da a la sala llega a través de una ventana. Allí vive Chaplin con sus cinco hijos y su esposa. Una niña de unos ocho años, de cabello largo y liso, se sienta a mi lado. Es hija de Chaplin. Dice que está orgullosa de lo que hace su papá, que en su colegio todos lo conocen. Entra a la casa y vuelve con varias fotografías de Chaplin, las muestra con orgullo. Lo veo en las fotos codeándose con personalidades de la política y del espectáculo y me digo “sí, definitivamente Chaplin será en Cali un personaje del tipo Jovita Feijó”. Dos horas antes, al costado izquierdo del semáforo de la calle 5ta con carrera 80, frente al Batallón Pichincha, ante una larga fila de autos, este hombre de frac negro desgastado, sombrero de hongo, guantes blancos, zapatos negros ¡gigantes!, rostro pintado de blanco,  bigote hitleriano y corbata de colores lavados, está sentado en una silla plástica, simula estar borracho y conducir un carro. Su acompañante es un maniquí femenino con gafas, peluca y atuendo de mujer. Dos hombres interpretan una escena muda sobre los peligros de conducir alicorado. Los personajes se comunican con señas y con carteles que cuelgan de unas estacas.  Los ocupantes de los carros miran sonrientes el show, algunos arrojan monedas —otros billetes— a una lona negra extendida en el suelo. Una niña de unos siete años se baja de uno de los carros corriendo y pone algunas  monedas. El hombre de cara pintada agradece con una sonrisa y levanta su dedo pulgar. Una y otra vez repiten la escena a cada cambio del semáforo. Un minuto veinte segundos es el tiempo que permanece el semáforo en rojo –a veces más, a veces menos-,  ese es el tiempo que debe durar la presentación. No es un una campaña municipal, aclara un cartel. Es la forma en que se gana la vida este mimo, que por lo demás es el más reconocido de Cali. El chico disfrazado de agente de tránsito que lo acompaña es su hijo Fabián. Ya casi son las seis de la tarde, Fabián quiere irse a casa. Chaplin dice “esta última y nos vamos”. Presentan la última escena, recogen las monedas, los carteles, el resto del montaje, Fabián se cambia de ropa y por fin puedo ver su cara sin casco y sin gafas. —¿Y cómo se llevan todo? —Ya va a ver —responde Chaplin con una sonrisa pícara. Recogen todo, los sigo. Hay dos bicicletas esperándolos, una mediana sencilla y otra grande con un planchón de madera atrás. En la última montan todo, lo amarran y lo tapan con la lona negra, la misma donde recibían el dinero. —Y quién hizo esto —, le pregunto refiriéndome a la bicicleta con planchón. -Yo mismito, le toca a uno ingeniárselas. -Pero debe ser pesado cargar todo eso.  ¿Quién la lleva? —Yo lo llevo. Sí es un poquito pesada. Ya ve usted, lo que le toca hacer a uno para ganarse un peso —, Chaplin insinúa una sonrisa que percibo melancólica. —¡Encienda las luces del carro! —, le grita Chaplin a un conductor que pasa por la calle Quinta en dirección  Sur–Norte. —Así han ocurrido muchos accidentes —dice Chaplin dirigiéndose a mí, con tono serio—. A esta hora un carro sin luces no se ve y la gente que es medio cegatona peor. Así le pasó a un amigo mío, no vio el carro que venía porque no tenía luces y quedó parapléjico, al tiempo murió. A mí me gusta llamarle la atención a la gente porque así uno puede salvar vidas. Arranco con un mototaxista y a lo lejos veo a Chaplin con sus zapatotes, pedaleando con esfuerzo su grande y pesada bicicleta. Va sin prisa. Chilla ante el aspecto cotidiano de la ciudad. Se ve como un personaje sacado de una película cómica. *** Sin poder comprar la boleta, Chaplin tuvo que aceptar que no entraría al espectáculo de Marcel Marceau. Quiso devolver el dinero que la señora de buenas intenciones le había regalado, pero al hacerlo varias personas conmovidas por la escena, completaron la cantidad necesaria para que comprara una de las pocas que quedaban. Con un poco de vergüenza aceptó el dinero y corrió a comprar su entrada. Para su sorpresa, todas las boletas ya se habían vendido. Se quedaría sin conocer a Marcel Marceau. *** Ha pasado media hora y aún continúo en la casa con los hijos de Chaplin. Él tarda porque debe parar en un parqueadero en el que guarda la carga del planchón. Luego continúa el recorrido que se va tornando cada vez más inclinado. Subir en bicicleta y con sus zapatos gigantes debe ser complicado. Lo vemos asomarse a lo lejos, ya no viene montado en su bicicleta. Por la dificultad de la subida, se ha bajado y la trae a un lado. El sudor le recorre la pintura de la cara, tiene la respiración agitada, se nota cansado, aún así, no se ha quitado su caluroso saco negro. Le digo que no se apure, que descanse, que lo espero; eso con la intención de que se ponga cómodo y se quite el maquillaje, quería ver su rostro sin pintura. Se ausentó unos minutos, cuando regresó se había cambiado de ropa, pero la pintura y el sombrero continuaban en su lugar. Me resigné, supe que quería que lo siguiera viendo como Chaplin y no como Luis Gonzaga. Vestía una pantaloneta de rayas blancas y azules y una camiseta con publicidad de San Andresito del Sur. Me invitó a pasar y nos sentamos en las butacas de plástico a conversar, en medio de la sala desértica. Chaplin es un mimo que, a diferencia de lo que se pudiera creer, habla bastante. De expresiones histriónicas y voz gruesa. Aunque este hombre se crió en Medellín, de su acento paisa queda muy poco. Llegó a Cali a sus 19 años para trabajar cuidando un edificio en la Autopista Sur. El trabajo no duró mucho, el dueño vendió el edificio a los pocos meses. Pero Chaplin, que quería conocer la Feria de Cali, prefirió vender chicles y cigarrillos antes que regresar a Medellín. Desde entonces, ha pasado por 24 Ferias de Cali.   Está cruzado de piernas en la butaca. La suave luz que viene de la cocina y lo ilumina, me hace notar que el maquillaje se ha empezado a correr. Luego de vender cigarrillos, le pareció un buen negocio vender bolsas de agua. Dice que antes de él nadie las vendía. Compraba en diesiciete  pesos cada bolsa y la vendía en cien. Cuando el negocio tuvo más competidores y había disminuido la rentabilidad, decidió vender rosas al sur de la ciudad, pues eran pocos los que lo hacían. Meses después la competencia, con estrategia de bajos precios,  había rodeado el negocio, así que lo abandonó. Decidido a vender juguetes, un día conoció a unos jóvenes que se pintaban como mimos y vendían cartillas de humor. Ganaban bien con lo que hacían. Uno de ellos lo convenció de pintarse. Allí descubrió que le gustaba hacerlo. Meses después, la competencia una vez más afectó su negocio, la ciudad fue invadida por mimos. Hasta ese momento, él no imitaba a las personas, sólo vendía cartillas. —Un día una persona me dijo, le doy mil pesitos pero no me vaya a remedar, a mí me da pena. Se los recibí y pensé que remedar a la gente era un buen negocio. Aprendió a imitar, pero no con las formas del típico mimo del centro que avanzan al lado de las personas y le entregan una carita feliz; él primero detallaba a la persona e intentaba imitar sus gestos, luego se hacía detrás del imitado, era su sombra. La gente que se encontraba alrededor se reía por el espectáculo, eran ellos quienes pagaban por ver,  mientras el imitado no se daba por enterado de la ridiculización y mucho menos entendía por qué la gente se reía. Podía ganar entre setenta u ochenta mil pesos al día. Le iba bien pero exponía su vida. Cuenta que lo llegaron a amenazar con revólver y cuchillo, otras veces le pegaron, como aquella ocasión en que el dueño de una joyería le pagó diez mil pesos para que imitara a un hombre negro, alto y musculoso. Tomó el riesgo, no tuvo suerte y el hombre se dio cuenta. Le dio un puño en la cara que lo dejó con la cabeza engarrotada todo el día, casi no vuelve al trabajo. —¿Cómo conoció de Chaplin? —Alguien me llamó como él. Fui y busqué una película en Betamax y le pedí a un señor de un negocio de electrodomésticos que me dejara ver la película. A escondidas del dueño la vi. Le miraba el caminadito a Chaplin y todo lo que hacía y  arranqué a hacerlo. Chaplin permanece más tiempo con su cara pintada que despintada, me lo afirma con un movimiento de cabeza, su hija que se ha sentado en el suelo a vernos conversar.  “Ella (señala a su hija), cuando estaba pequeña tenía dos papás, el pintado y el despintado”. Chaplin se levanta muy temprano, se prepara un café y luego de bañarse pinta su cara, así se queda hasta la noche, casi hasta la hora de acostarse. Así lo hace de domingo a domingo. No sé por qué eso me recuerda al Caballero de la Armadura Oxidada. Cuando Luis habla de Charles Chaplin, lo nombra como su jefe. Me cuenta entusiasmado que fue Chaplin el que enseñó a las personas a comportarse en el cine. Alza la voz entusiasmado cuando habla de él. Tiene varias películas y un libro con su biografía. El Chaplin caleño no ha contado con la suerte del ícono del cine y lejos está de su exitosa carrera; sin embargo, si cabe espacio a comparación, a ambos los une una alta capacidad creativa para sortear momentos difíciles. Charles Chaplin usó su creatividad mostrando una actitud crítica ante la sociedad de sus tiempos. El Chaplin criollo usa su creatividad para sobrevivir en nuestra actual Colombia, en donde ganar dinero para sobrevivir es cada vez más difícil. Estaba resignado a no poder entrar a la función de Marcel Marceau y cabizbajo se devolvía a casa.  No caminó mucho cuando fue abordado por una mujer de vestido fino y modales elegantes, acompañada de varios guardaespaldas. —¿No va a entrar? —preguntó la dama a Chaplin. —No señora, ya se acabaron las boletas. —Cómo se va a perder esa función. Usted entra conmigo. *** Mirándome fijamente, dice que lo que más le gusta de su trabajo es salvar vidas y que si no pudiera hacer lo que hace, moriría de pena moral. —A veces los mimos pueden resultar molestos para las personas, pero a usted lo quieren mucho en Cali, ¿qué cree que lo hace diferente? —Un día un señor me dijo, Chaplin, yo sé que a usted lo quiere mucho la gente, necesito que me reparta volantes de publicidad, le pago 5o mil pesos el día. Yo le dije que trabajo la hora a 50 mil pesos; entonces me preguntó cuánto me ganaba en el semáforo, y  le dije que era confidencial. Contestó que no podía pagarme eso, entonces le dije que en el CAM hay unos mimos que trabajan hasta por treinta mil pesos. Me dijo que no  era lo mismo, que a ellos los cogían de recocha pero a mí me querían y me respetaban. Es lo que digo, usted va a la calle Quinta y consigue todos los mariachis que quiera y le cobran unos doscientos mil pesos y hasta menos, pero andá a traer a Vicente Fernández y verás cuánto te cobra. Es lo mismo, yo cobro por mi fama. Chaplin no gana mucho trabajando en los semáforos, puede recibir entre veinticinco mil y treinta mil diarios, pero prefiere eso porque trabaja en su imagen, se mantiene vigente en la memoria de la gente. Lo que gana debe usarlo en los gastos del hogar. Es el único proveedor de la casa. Dice que está atrasado en el arriendo y es posible que dentro de poco lo echen a la calle. Sin embargo sabe que su reconocimiento le permite obtener los recursos para vivir. Recuerda la forma en que empezó a ser reconocido, —Yo me hacía por la Clínica Valle del Lili. En un cruce de esa zona todo el tiempo había accidentes. Al ver eso se me ocurrió poner un aviso con ‘prohibido voltear’. Como a la gente no le gusta que le toquen el bolsillo, yo les indicaba que a la vuelta estaban los guardas de tránsito listos para multarlos. La gente tenía que buscar el retorno. Cuando se daban cuenta que no había guardas, me madreaban, pero prefería eso a que alguien se fuera a matar por cruzar. Así empecé a ser reconocido. Chaplin nunca quiso ser un mendigo más. Quería que la gente reconociera su labor y pagara por su trabajo. Cree en Dios y a él le atribuye haberse  convertido en un personaje representativo. Ha incorporado las campañas cívicas a su trabajo. Así, además de obtener ingreso, siente que hace una importante labor social. En uno de los carteles de sus puestas en escena, se lee ‘no trabajo para el tránsito’. No quería ponerlo porque sabe que de alguna manera el mensaje es una manera de pedir dinero, sin embargo lo hace porque la gente piensa que trabaja para el gobierno. Claro que ha trabajado con el gobierno. Unas cuantas veces lo han llamado para campañas de uno o dos días, usan su imagen, se dan el pantallazo y le pagan cualquier peso. Hace unos diez años, Rodrigo Guerrero, el actual alcalde de Cali, abordó a Chaplin para pedirle que trabajara en la campaña de Kiko Lloreda. Aunque al principio el mimo se rehusó, con promesas, fue finalmente convencido. Trabajó en esa campaña y ha apoyado a la actual administración, sin embargo, nunca le han dado un peso. —Me decía que la alcaldía lo llama para tapar huecos. —Sí, por ejemplo por la campaña de la pólvora cobran cuarenta y dos millones de pesos; a uno lo llaman y le pagan dos, tres millones y ellos no hacen nada, yo lo hago todo. Ellos se embolsillan el resto de la plata. Me muestran y con eso quedan bien ante el pueblo. La campaña del 123 del que soy el símbolo, esa línea costó siete mil ochocientos millones, a mí me dieron volantes para que repartiera y me dieron trecientos mil pesos. Usaron mi imagen y me dieron trecientos mil pesos. Cuando Chaplin le dice a alguien “póngase el cinturón” o “cruce por la cebra”, las personas obedecen. Informarse sobre un tema, es lo primero que hace antes de preparar una puesta en escena. Consigue los elementos que necesita y acopla el montaje según la duración del semáforo. Debe buscar uno que permanezca por lo menos cincuenta segundos en rojo.  El traje que usa es de segunda, uno nuevo y barato cuesta alrededor de trescientos mil. Tiene un solo traje y lo usa todos los días, por eso está tan desgastado. El alquiler de un frac puede costar entre ochenta mil y cien mil, la pintura de su cara, con un maquillador profesional, noventa mil “por eso cuando me van a contratar por  treinta mil pesos yo les digo, eso no vale ni siquiera la cargada de estos zapatos, porque es que mis zapatos pesan cada uno tres kilos”. La hija, que sigue sentada en el suelo, se ríe y sale corriendo a traerlos.  —¿De dónde los sacó? —Son unas zapatillas Nike, con el tiempo al irse rompiendo, les iba poniendo hilo y solución y más hilo y solución, las pintaba y mire como están. Hace unos días iba pasando un lustrador y le mostré mis zapatos para que me los lustrara y me dijo no me jodás, yo le dije que le iba a pagar pero se fue enojado —, ríe a carcajadas. La hija trae los zapatos con mucho esfuerzo. Chaplin apenado se los lleva de nuevo. De verdad que son grandes.  Con la mirada perdida en la pared, Chaplin recuerda el día en que conoció a Geraldine Chaplin, la hija de Charles Chaplin. “Estuvimos en la conferencia, se fue muy contenta conmigo.  Me dijo que había recorrido todo el mundo y que a ningún imitador le decía Chaplin, que solo a mí me llamaría así. Eso me llenó de emoción, es un honor para mí”. Sueña con  tener una casa comedor donde pueda dar comida a la gente que lo necesite. Sueña también con montar su propia academia de mimos. Durante mi visita no logré ver el rostro de Chaplin sin pintura, pero no necesité de eso para descubrir lo que hay detrás de su disfraz. Antes de irme Chaplin me muestra con evidente orgullo un libro autografiado por Marcel Marceau. *** La mujer hizo entrar a Chaplin a la función de Marcel Marceau, no en cualquier localidad, en primera fila. Por fin… allí estaba Maceau, el mimo del sombrero de la flor roja, que no cree en la existencia del silencio cuando en el escenario deja su alma y ésta es capaz de calar más profundo que las palabras; allí estaba Marceau ante un público conmovido, allí estaba Marceau ante Chaplin. Como si ahora la suerte se volcara a su favor, Chaplin no solo presenció la función, también pudo entrar al camerino de Marceau. Chaplin habla español, Marceu francés, pero los mimos no necesitan palabras, se comunican con el lenguaje universal.  Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA MEMORIA VIVA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-memoria-viva/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Ruge el motor de un bus azul articulado. Su presencia rompe el silencio de un paisaje nocturno que se mantiene estático. Es de los pocos vehículos que tiene carta blanca para transitar por los alrededores del reconstruido edificio de la Policía Metropolitana de Cali, ubicado sobre la carrera primera con calle 21. A lo largo del cordón de seguridad que inicia desde las seis de la tarde, no se ve un alma, por lo menos, no una que vista de civil. El patrullero que custodia el primer puesto de vallas se muestra tímido, esconde el rostro bajo la sombra de su gorra. Le pregunto por qué está cerrada la vía. Con la mano izquierda inmóvil sobre su arma y la derecha sosteniendo una valla, me recomienda salir del lugar. “Tiene que seguir por el desvío; yo no tengo esa información”, dice. Eran las 12:05 de la madrugada del 9 de Abril del 2007. Lunes. En algunas horas Cali retomaría los agites de su día a día. Terminaba Semana Santa, pero el viacrucis continuaba. En el barrio San Nicolás, al frente del cuartel de la Policía Metropolitana, estallaba una camioneta Piagio Roja, con 50 kilos de amonal. Las consecuencias: 1 muerto y 38 heridos; también un futuro huérfano. Al día siguiente del ataque se supo de la única víctima mortal era Gil Antonio Palomino, un taxista que conducía por el lugar, y cuya esposa  esperaba un hijo suyo en el momento de su muerte.  Son casi las diez de la noche. Jueves. Cali ya se alista para recibir el fin de semana. La calma del centro a esta hora se contrapone con el acelere que lo invade durante el día. El centro ahora luce cansado, como quien no quiere nada con nadie. El agente que custodia la estación de Policía frunce el ceño. Mira con suspicacia. Imagino normal su paranoia; aunque no tiene acento caleño, debe estar enterado de las razones por las que presta guardia en ese lugar. “Hermano yo no sé nada y solo hago mi trabajo, siga por favor”. No se ve alguien aparte de él. La soledad de la calle produce frío. Parece que ni para los indigentes es atractivo pasar la noche en los andenes de esta zona de la ciudad. Después de la explosión, las versiones de la Policía apuntaron a que el atentado correspondía a retaliaciones de la guerrilla de las Farc, por los golpes que había recibido esta organización en días anteriores. Con este cordón nocturno, compuesto por policías, vallas y tanquetas del Esmad, la integridad del sector hoy parece blindada. La carrera  Primera conecta al centro con el nororiente de Cali y es la principal vía de salida hacia Palmira. La disposición del cordón de seguridad supone una protección de  aproximadamente 150 a 200 metros a la redonda. Los 50 kilos de amonal que contenía el carro bomba produjeron daños en seis manzanas.  El plan de desvío es ordenado por la dirección general. Inicia en la calle 19 y finaliza en la calle 22, en sentido vertical; también se bloquea desde la carrera segunda, hasta la Avenida del Río. En cada  punto de bloqueo hay dos agentes, casi todos llevan bufanda y guantes; esta no parece la misma Cali nocturna que todos imaginan a la distancia. Para el cierre la policía dispone cuatro carrotanques del Esmad, los atraviesa sobre las calles que conectan con la carrera primera; a éstos, se unen varias vallas metálicas para terminar de cubrir espacios libres; el cierre se extiende hasta los senderos peatonales.  La calle se congela. Solo los buses del transporte masivo ruedan pasadas las diez de la noche. Adentro del parqueadero del cuartel se levanta una valla gigante, con vista hacia la carrera primera, lleva impreso el escudo de la Policía Nacional, sobre un corazón rojo y la leyenda: “Con corazón trabajamos por usted y la ciudad”. Las marcas de la violencia afectan la vida social y la infraestructura física de los espacios. Los lugares se convierten en no lugares. Este fragmento de la Carrera primera ya no es sólo el punto de referencia para transitar del centro hacia el norte de la ciudad. Ahora interfiere en la movilidad de sus habitantes. Desde la explosión y con la disposición del operativo de vigilancia nocturna, el sector en la noche dejó de ser la gran vía por la que los caleños transitaban desapercibidos. Doscientos metros justo al final del plan de desvío hay una estación de servicio de gas y gasolina. El cordón debería estar pensado para protegerla. Cabe preguntarse qué sería del sector si seis años atrás esa estación hubiese estado allí, justo cuando accionaron, a control remoto, el carro bomba. Cabe pensar también en la confianza que deben tenerle los dueños de la estación al sector y a la Policía misma, para iniciar un negocio de esa naturaleza, en una zona que sufrió las consecuencias del conflicto armado del país.  La nueva edificación combina el color gris, el blanco y la pulcritud física. Está rodeada por un enrejado negro, junto a una seguidilla de arbolitos muy bien cuidados. No es para menos teniendo en cuenta los 7.500 millones de pesos que invirtieron en su reconstrucción. En su interior, sobre el costado que colinda con la Avenida del Río, la nueva estación policial alberga una cancha sintética de fútbol, debidamente enmallada, quizás para evitar que el balón cruce y se lo lleve el río Cali. Al parecer ni la gobernación, ni la alcaldía se percataron de que el monto invertido en la reconstrucción y remodelación del edificio, más la recompensa de 1.000 millones de pesos, un total de $8.500.000, ofrecida por el Gobierno Nacional para esclarecer el atentado, habría subsanado una cuarta parte del déficit presupuestal de $34.444 millones del Hospital Departamental del Valle, el mismo año del atentado.     El bloqueo de la vía les recuerda a los transeúntes por qué deben alargar su recorrido o sumar unos pesos más a la tarifa de su taxi. El mapa vial de la ciudad cambió en la noche. La calle alimenta un sentimiento de zozobra que se disfraza de miedo y amaina cualquier deseo de protesta. Si después de la explosión el tránsito se hubiera normalizado, el atentado habría quedado en el lugar a donde muchas tragedias que a lo largo de la historia han afectado nuestro país: al olvido. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 EXXON VALDEZ: UNA MANCHA DE 25 AÑOS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/exxon-valdez-una-mancha-de-25-anos/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle …una cartografía de aquellos trabajos de calidad hechos con pretensiones de perdurar, un periodismo de largo aliento. Quedará para la historia el valioso aporte que viene realizando esta Fundación para el periodismo continental. Por ahora diremos que en su concurso, en el cual han participado 1.400 trabajos, el reportaje Exxon Valdez: una mancha de 25 años, ha obtenido el primer lugar en la modalidad de texto.  La investigación, realizada por Eduardo Suárez para El Mundo de España, se sumerge 25 años después en las profundidades del norte de Alaska, para comprender, con la perspectiva que solo brinda la distancia, los efectos y transformaciones desencadenados luego de que el gigantesco barco petrolero ‘Exxon Valdez’ chocara contra un arrecife en 1989 expulsando una cantidad de crudo similar al de 16 piscinas olímpicas sobre el hábitat de ballenas orcas, nutrias y millones de peces que representaban una de las mayores riquezas ecológicas de la zona y la principal fuente de subsidio para los habitantes.  El jurado destacó que el reportaje da cuenta de un relato sobrio, ensamblado por capítulos que funcionan como crónicas y generan un híbrido de géneros bastante singular. Dispuesto como micrositio en el portal de El Mundo, el reportaje sintetiza lo mejor del periodismo de profundidad con la exploración de recursos pertinentes del lenguaje de la web. Sin mayores pirotecnias, contiene un video y una galería que ofrecen un contexto del tema. Incluye además animaciones sobre la estructura del Exxon Valdez que ayudan a conocer la capacidad de crudo que podía almacenar en su vientre metálico. El periodista teje una red de conversaciones con los testigos de primera mano de la tragedia, se soporta en una amplia documentación y revela múltiples aristas del problema con un estilo narrativo fluido y ágil. Suárez escabulle caracterizar sus fuentes entre culpables y víctimas y este es uno de sus mayores logros: revelar los matices, los detalles del impacto humano y ecológico del crudo en Alaska.  El periodista encontró que el vertido sacó lo mejor y lo peor de las personas, y mientras el crudo mató y dejó estériles a miles de animales, muchos hombres mancharon otros para engordar sus cuentas por labores de limpieza. Por su parte, los ejecutivos de la petrolera vertieron dinero a la catástrofe, como si éste solo pudiera revertir el derrame. Otras personas, sin embargo, se embarcaron con entrega en las labores de limpieza con la recomendación de no mirar a las nutrias a los ojos para no domesticarlas.  Al final, sorprende que las lecciones de la tragedia aún no hayan servido para aplicar estrictos planes de prevención en otros lugares del mundo. Felicitamos a Daniel por su portentoso trabajo e invitamos a su lectura. Aquella noche de marzo de 1989 David Janka se las arregló para esquivar los mismos bloques de hielo que unos minutos después harían encallar al ‘Exxon Valdez’. No era la primera vez que David surcaba sin luz las aguas gélidas del estuario del Príncipe Guillermo. Entonces pasaba los inviernos con su esposa y su hija en una cabaña que custodiaba para una empresa turística y cubría los 50 kilómetros que separaban aquella isla del pueblo de Valdez en una barcaza hinchable para comprar provisiones una vez al mes. «El glaciar de Columbia había desprendido más hielo que de costumbre pero no era una noche especialmente difícil», recuerda junto al timón de su barco, atracado en el puerto nevado de Cordova rodeado de varios buques pesqueros y junto a un hidroavión que parece sacado de uno de los álbumes de Tintín. David nació en Illinois pero es una de las personas que mejor conoce la fauna de este estuario de Alaska. Se mudó aquí a finales de los años 70 atraído por la belleza del paisaje y desde entonces se ha ganado la vida en distintos negocios. El más rentable, este barco que alquila a cineastas, científicos y periodistas que quieren conocer mejor este paraje natural. Se podría decir que la vida de David cambió para siempre aquel día de marzo de 1989 en que el ‘Exxon Valdez’ partió cargado con unos 208 millones de litros de crudo hacia la refinería californiana de Long Beach. Era un viaje que habían llevado a cabo sin sobresaltos otros buques hasta 8.700 veces desde que empezó a correr el petróleo por el oleoducto en julio de 1977 y que estaba diseñado para transportar el petróleo de los pozos del Ártico a las refinerías del sur del país. El barco permaneció aquel jueves atracado en la terminal petrolera de Valdez y algunos de los 20 miembros de su tripulación aprovecharon para pasar unas horas en tierra mientras los operarios del consorcio petrolero Alyeska bombeaban unos 100.000 barriles por hora en su vientre de metal. Entre quienes estuvieron aquel día en el pueblo de Valdez se encontraba el capitán Joseph Hazelwood, al que varios testigos recuerdan bebiendo chupitos de vodka durante el almuerzo y por la noche mientras esperaba las pizzas para la tripulación. Ni el taxista ni el guarda de la terminal notaron nada extraño en su conducta. Pero sí lo hizo el marinero William Murphy, que percibió cómo al capitán le olía el aliento y le persuadió para que descansara durante unos minutos en su habitación. Murphy fue el primer oficial que llevó aquella noche el timón del petrolero. El protocolo de seguridad exigía que fuera un marinero experto en el estuario quien sacara el buque del estrecho de Valdez antes de dejar la responsabilidad en manos del capitán. El ‘Exxon Valdez’ zarpó 12 minutos después de las nueve de la noche y Murphy abandonó el puente de mando dos horas después. El petrolero quedó entonces en manos de Hazelwood, que enseguida percibió la presencia del hielo y advirtió por radio que abandonaría su trayectoria para esquivar los restos del glaciar. Aquella noche apenas había tráfico en el estuario. Un extremo que el capitán aprovechó para ordenar a sus subalternos que viraran hacia el sur y llevaran el petrolero por la ruta por la que suelen entrar los petroleros en el puerto de Valdez. Pero Hazelwood, cuyo sueldo rondaba los 180.000 dólares, no esperó a completar la maniobra. Se marchó a su camarote con la excusa de que tenía que rellenar unos formularios y dejó el barco al cargo del tercer oficial Gregory Cousins, que no tenía las credenciales necesarias para pilotar un petrolero de esa magnitud. «El puente de mando era enorme y sólo una mujer se dio cuenta de que el barco se estaba desviando de la ruta», recuerda David Janka sobre los sucesos de aquella noche. «Aquella mujer advirtió del peligro hasta dos veces y Cousins no le hizo caso supongo que por puro machismo. Sólo después de un cuarto de hora se dio cuenta de que el petrolero no había enderezado el rumbo porque seguía activado el piloto automático. Entonces intentó girar pero ya era demasiado tarde. La inercia empujó al ‘Exxon Valdez’ contra el arrecife mientras el oficial hablaba con el capitán». Cuatro minutos después de la medianoche del 24 de marzo de 1989, el ‘Exxon Valdez’ encalló en Bligh Reef: un arrecife que lleva el nombre de uno de los lugartenientes del legendario capitán Cook. «Deberíais verlo ahí en vuestro radar», afirmó Hazelwood en su titubeante llamada de socorro. «Evidentemente se está filtrando petróleo y durante un tiempo estaremos aquí». La investigación desveló que el tercer oficial que estrelló el barco llevaba 18 horas sin dormir. Pero quien estuvo en punto de mira de las autoridades desde el primer momento fue el capitán Hazelwood, que vulneró las normas al dejar al cargo a un subordinado incapaz de guiar el petrolero y superó la tasa permitida en el control de alcoholemia que se le practicó unas horas después del accidente en el puerto de Valdez. Sólo entonces salió a la luz que unos meses antes se le había retirado el carné por conducir borracho. Un detalle que ayudó a la industria petrolera a presentarlo como el chivo expiatorio de un desastre cuyos verdaderos responsables eran los ejecutivos de Exxon, que habían reducido las tripulaciones de los petroleros por el desplome de sus ingresos anuales y habían despedido unos meses antes a los expertos en los protocolos de seguridad. A Hazelwood se le condenó a pagar una multa de 50.000 dólares y a llevar a cabo mil horas de servicios públicos que cumplió recogiendo basura en una carretera y fregando platos en un comedor social. «El desastre representa mucho más que el error de un capitán borracho», dirían luego las conclusiones del informe que las autoridades encargaron sobre el accidente. «Fue el resultado de la degradación gradual de una supervisión cuya intención era salvaguardar los errores inevitables de los seres humanos». Unas horas después del accidente, David Janka se despertó en su cabaña de la isla de Growler y encendió la radio pública NPR mientras preparaba el café. «No podía creer que hubiera ocurrido algo así en un lugar por donde acababa de pasar», explica mientras señala el lugar donde estaba aquel día en un mapa del estuario. «Recuerdo que mi mujer y yo hicimos unos bocadillos y llegamos en apenas media hora. Suponíamos que nos pedirían ayuda pero los guardacostas no nos dejaron acercarnos demasiado y atracamos en una isla cercana para hacer unas fotos del barco. Supongo que aquéllas fueron las primeras imágenes del naufragio del ‘Exxon Valdez’». A la mañana siguiente, David volvió con la esperanza de ayudar a evitar la marea negra que amenazaba las playas vírgenes del estuario. En apenas unas horas el petrolero había desprendido unos 40,8 millones de litros de crudo: más o menos la mitad de lo que expulsó el ‘Prestige’ en el otoño de 2002. Dos embarcaciones hacían lo posible por contener el petróleo extendiendo un cordón de boyas de espuma que durante horas formó una uve gigante en torno al petrolero. «La balsa que exigía el plan de emergencia para almacenar el petróleo estaba averiada», recuerda David. «Las embarcaciones que debían succionarlo se rompían constantemente y los empleados de Exxon no habían hecho un solo simulacro. El generador eléctrico que debía inflar las boyas dejó de funcionar y los mecánicos me dijeron que no tenían recambios para arreglarlo. Sólo me quedé unos días porque me di cuenta de que no servía de nada y de que nadie garantizaba nuestra seguridad». Sus palabras concuerdan con las del pescador indígena Mark King, que llegó al lugar tres días después del accidente. «Me topé con una humareda que se levantaba como un muro sobre el estuario», cuenta. «Aquel lugar apestaba a petróleo y nadie sabía muy bien qué hacer». El caos que presidió las primeras horas no mejoró durante las labores de limpieza. Exxon contrató a personas sin experiencia que confundían líquenes con restos del vertido y perseguían a los cormoranes como si estuvieran manchados sin darse cuenta de que el negro era su color original. «Lo único que les importaba a los ejecutivos de Exxon era alimentar la maquinaria de la propaganda», recuerda David. «Entonces dijeron que la naturaleza se haría cargo de limpiar el crudo. Pero dos décadas después eso no ha ocurrido y nadie les ha obligado a volver a limpiar». El estuario del Príncipe Guillermo es uno de los entornos naturales más excepcionales de Estados Unidos. Situado en el extremo norte del golfo de Alaska, alberga los bosques pluviales más septentrionales del planeta y un ecosistema en el que antes del vertido convivían orcas, nutrias, águilas calvas y decenas de especies de peces como el fletán, el arenque o el salmón. Aquí caen unos 7.600 milímetros de agua y nieve cada año: cuatro veces más que en San Sebastián. El agua potencia el crecimiento del plancton que nutre a los cetáceos y a los peces más pequeños, que a su vez son el alimento de las orcas y de las águilas de la región. El estuario se extiende sobre unos 25.000 kilómetros cuadrados: un territorio del tamaño de Galicia que hace muy difícil cualquier comunicación. La actividad volcánica ha creado 34 islas, cientos de islotes sin nombre y hasta 100 fiordos que serpentean en un laberinto de canales que en ocasiones termina en la lengua de un glaciar. Cinco localidades se asientan a orillas del estuario del Príncipe Guillermo: el minúsculo Whittier, el petrolero Valdez, la pesquera Cordova y los poblados indígenas de Tatitlek y Chenega Bay. Whittier apenas tiene 177 habitantes que viven en un solo edificio de hormigón que también alberga la escuela, la farmacia, la oficina de correos y el centro de salud. Valdez ha crecido al calor de la industria petrolera, que instaló allí la terminal por la que sale de Alaska el petróleo de los pozos del Ártico y ha financiado unas infraestructuras mucho mejores que las de otras localidades de la región. La población de Tatitlek y Chenega Bay ha ido mermando por los efectos del vertido de 1989. Pero ningún lugar sufrió un impacto tan fuerte como la villa de Cordova, cuyos habitantes vivían entonces de la pesca del arenque y del salmón. La localidad le debe el nombre al explorador español Salvador Fidalgo, que llegó aquí en la primavera de 1790 y bautizó este lugar en honor a su mentor el almirante Luis de Córdova y Córdova, que entonces rondaba los 84 años y había alcanzado el rango de capitán general. Fidalgo apenas tenía 33 años y había nacido en la villa leridana de La Seu d’Urgell. Su presencia en estas tierras era el fruto de un encargo directo del virrey de Nueva España, que había oído que los rusos se estaban adueñando del comercio de las pieles en Alaska y quería saber hasta dónde llegaba su penetración. Así fue como Fidalgo llegó al estuario del Príncipe Guillermo y como fondeó aquí durante nueve días a bordo del buque ‘San Carlos’ para examinar la situación. Los españoles se aseguraron primero de que no había asentamientos rusos y trabaron luego relación con los indígenas, que salieron a su encuentro cantando himnos amistosos y les dieron después pescado y pieles de nutria a cambio de piezas de hierro y cuentas de cristal. Según cuenta el historiador Arsenio Rey-Tejerina, los españoles desembarcaron el 3 de junio de 1790 para celebrar una ceremonia que incluyó el canto de un ‘Te Deum’ y una misa solemne oficiada por el capellán de la embarcación. Al final del acto, levantaron una enorme cruz de madera que los carpinteros habían construido con el árbol más grande que encontraron y tomaron posesión de la región. Se trataba de dejar constancia de la conquista española y por eso dejaron inscrito en la cruz el nombre de Carlos IV y la fecha de la expedición. Al final del acto, Fidalgo anunció que desde entonces aquel lugar se llamaría Puerto Córdova. Pero los españoles nunca crearon una colonia en Alaska. Su único legado fueron los nombres de algunos de los parajes de este estuario. Entre ellos, el pueblo que lleva por nombre el apellido casi intacto del ministro de la Armada española Antonio Valdés. Cordova (sin acento) sólo empezó a existir a principios del siglo XX cuando un buscavidas llamado Michael J. Heney descubrió cobre en las minas cercanas de Kennicott. El hallazgo atrajo la atención de un consorcio liderado por JP Morgan y la familia Guggenheim, que invirtió el dinero necesario para construir una línea de ferrocarril hasta el puerto para sacar el mineral de Alaska. La línea se inauguró en 1911 y sus propietarios explotaron las minas durante 27 años en una empresa que generó cobre por valor de unos 5.000 millones de dólares al cambio actual. Los habitantes de Cordova siempre han subsistido a base de explotar los recursos naturales. El declive del cobre dio paso a la cría de zorros y ésta a la pesca de navajas, que se esfumó por la codicia de los pescadores unos años después de la Segunda Guerra Mundial. A finales de los años 60, se habían ido los empresarios mineros y los militares que controlaron la región durante la guerra y Cordova era el sueño de cualquier ‘hippie’: una comunidad de pescadores entregada a una economía de subsistencia sin piscifactorías ni cruceros turísticos que alteraran su belleza natural. Fue entonces cuando BP encontró petróleo en el norte de Alaska y construyó el oleoducto que desemboca en el estuario y que aún sigue llenando petroleros similares al ‘Exxon Valdez’. Hoy Cordova es una villa pintoresca cuyos edificios aún muestran algunos signos de su viejo esplendor. En la calle principal aún se levanta el letrero gigante del hotel Alaska, que alojó durante los años del cobre a los mineros que llegaban atraídos por la oportunidad de prosperar. En los alrededores del puerto se amontonan unos barracones donde se alojan en verano los trabajadores de las conserveras, que llegan de lugares tan distantes como México o los Balcanes. Pero las mejores casas son mansiones que han construido los pescadores con madera de los barcos y que se sitúan en lugares pintorescos como Whisky Creek. Cordova tiene dos escuelas, seis iglesias de distintas confesiones, un templo masónico, un hipermercado y un centro de salud. Algunos restaurantes cierran durante el invierno y muchas calles están sin asfaltar. Los pocos bares abiertos están llenos de rostros asiáticos, indígenas o hispanos y todavía es posible revelar un carrete analógico o alquilar una película en un videoclub. A Cordova sólo se puede llegar en barco o en uno de los aviones que cubren la ruta entre esta villa pesquera y Anchorage, que es la localidad más poblada de Alaska y donde todos aquí viajan cuando tienen un problema importante que resolver. Unos metros al sur de la terminal del ferry, hay una pequeña bahía donde media docena de nutrias marinas se refugian del vendaval. Son seres alargados de color parduzco que cualquiera tomaría por troncos si no fuera por los pies y la cabeza que dejan fuera del agua. Los biólogos calculan que unas 2.800 murieron durante el vertido del ‘Exxon Valdez’. Lea el texto completo: Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 La madrugada del vertido Mucho más que un capitán borracho El epicentro del vertido CORDOVA Explotación de recursos naturales **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 ZARAGOZA. UNA CONCIENCIA DEL MAL http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/zaragoza-una-conciencia-del-mal/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle La fascinación de los españoles, entre los que siempre es posible mencionar extraordinarias excepciones, recayó en el oro, en la sal, en las piedras verdes, en una montaña inmensa después de caminar siete días en dirección del sol, bajo una cascada, deslumbrante. Estos hombres desterraron a los otros hombres que habitaron las indias desde un tiempo todavía no calculado: los sometieron al hambre, al dolor, ejecutaron a sus dioses y a sus sacerdotes; recogieron un oro que para los nativos era un brillo dulce y abrumador y lo trocaron en monedas. Y el oro no ha cesado. Ni el carbón ni los diamantes ni los metales preciosos ni el agua dulce ni el caucho. En esta tierra inmensa, la mano del hombre parece escasa y minúscula. *** Nos bajamos en una bomba de gasolina donde se ven pocos habitantes, el pueblo aparenta ser pequeño y tranquilo. Caminamos y el calor sofocante del pacífico nos abraza. En el ambiente el canto de las gallinas y algunos pájaros nos acompañan. Desde marzo de 2009 comenzó en esta zona una explotación minera desde el medio y bajo Dagua y sólo después del 2011 quienes habían llegado de la montaña, del valle y del pacífico empezaron a abandonar el territorio. Hoy cuando la contaminación es innegable y el río está semidestruido, a los forasteros la codicia les recordó que tienen espíritus nómadas. A lado y lado de la carretera se ven seis casas en las que habita la maleza, aún quedan los cimientos, estructuras de ventanas y puertas que crujen con el viento. Ahora son casas abandonadas con helechos que crecen entre las comisuras de cemento enmohecido; tienen lonas verdes para tapar los huecos que dejan ver el vacío; después del oro quedaron las ruinas sobre las que la naturaleza ya empezó a imponer su fuerza. El primer habitante con el que hablamos vive en una tiendita de madera al final de un puente colgante que atraviesa el río. Es un hombre de aproximadamente 55 años, dice llamarse Álvaro. Es de contextura gruesa y piel canela. Llegó a Zaragoza por la fiebre del oro. Mientras habla, con su dedo nos señala el canalón y la batea que compró: aún tiene la madera fina y limpia por su poco uso. Nos explica que no tuvo suerte, no sacó ni un gramo de oro. Cuenta que en Zaragoza hubo mucha plata y que la gente no supo aprovechar lo que tenía. Nos señala una casa en lo alto de la orilla del río, “ .   dice mientras observa la pequeña vitrina que no tiene más de tres pescados fritos, algunos patacones y chorizos. Pero no siempre su tienda está vacía, cuenta que hay días en que vende bastante, porque en Zaragoza aún hay mineros. Espera los fines de semana a que lleguen turistas, esos que están volviendo a abordar las brujitas para ir a San Cipriano.  . En este mismo lugar entre el 2009 y 2010 una señora vendía a nativos y sobre todo a foráneos alrededor de 1000 almuerzos diarios. Durante el auge del conflicto armado colombiano, especialmente durante las décadas de los años 80´s y 90´s, Colombia se convirtió en uno de los países más peligrosos del mundo. No era atractivo para las multinacionales inversoras en la explotación minera. Pero hacia finales de la última década, las políticas de seguridad dirigidas hacia los grupos alzados en armas, especialmente hacia los de izquierda, trajeron como resultado un aparente mejoramiento de las condiciones de orden público del país. Tal modificación, a su vez, derivó en un aumento de la inversión extranjera en materia de explotación minera: el país pasó de 3.800 millones de dólares en el quinquenio 1999-2004 a 11.900 millones entre 2005 y 2010. Días después de visitar a Zaragoza consultamos al Juez Segundo Administrativo de Buenaventura. Lleva el caso de la Acción Popular radicada por habitantes de Zaragoza, para proteger a la comunidad del desgaste ecológico, el riesgo de pérdida de vidas humanas y el inminente daño patrimonial. La Defensoría del Pueblo apoyó la Acción Popular para la protección de los derechos colectivos, radicada por Jorge Enrique Torres. En la petición solicita la suspensión de la actividad minera y el desalojo pacífico de los mineros. Para el Defensor del pueblo es fundamental que se suspendan los permisos y concesiones hasta que se reparen o mitiguen los daños ambientales. Durante el trayecto el conductor del taxi, que tiene tono de voz fuerte, se burla de una pancarta de las elecciones del 2011 y dice  Luego nos cuenta que días antes estuvo parado el transporte en Buenaventura porque todas las busetas estaban marchando detrás de un candidato, fue cuando el ex senador Martínez salió de la cárcel y llegó a Buenaventura para llenar barrigas y contentar corazones. Para el taxista que nos llevaba hasta La Catedral ningún aspirante era bueno. Empezó a hablar con propiedad de las deficiencias administrativas de los mandatarios que años tras años se han burlado del Puerto. Recordó los malos manejos del agua y maldijo la corrupción. Antes de bajarnos encontró algo para destacar:   Las sonrisas de los pasajeros que siguieron en el taxi colectivo fue lo último que vimos. Durante el camino leemos en el periódico Q´hubo que «El puerto se quedó sin Alcalde». Por eso, en la puerta de la Alcaldía se encontraba un grupo de señores reunidos.   Dice Mauricio, un hombre encargado de contactarnos con el juez. El Juez nos aclara que por ser una comunidad de negritudes, en Zaragoza tenían cierta autonomía sobre el uso de sus recursos, entre ellos el oro:  Fueron necesarios ciento cincuenta elementos probatorios para que Rojas Villa pidiera el retiro de la maquinaria que poco a poco destruía el río.   El café seguía servido sobre la mesa.  En la sentencia, el Juez exigió a todas las entidades responsables de la seguridad Nacional, el Ministro de Defensa, las Fuerzas Militares, el Ministro del Interior y de Justicia, un operativo para el cierre de la minería ilegal; sin embargo, cuenta que “ Para el Juez  Para el juez,  Desde mayo de 2009 la Corporación Autónoma Regional del Valle del cauca, CVC, elaboró un acto administrativo para ordenar la suspensión de toda actividad minera en el Río Dagua y el retiro de la maquinaria que allí se encontraba. Sin embargo, el documento quedó empozado en las oficinas de la Alcaldía de Buenaventura, pues la respuesta del Alcalde fue que no se podía atropellar a la comunidad de la zona. Los días 24 de julio y 13 de agosto de 2009 la Contralora Distrital de Buenaventura envió a la Alcaldía una advertencia para prevenir sobre los peligros que amenazaban el patrimonio ambiental de la ciudad. La situación se empeoraba por los volúmenes de arena removidos, la CVC intentó delegar la responsabilidad en el Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial. Pero tal Ministerio, después de ser implicado por el Juez Segundo, respondió que “La autoridad ambiental competente de la pequeña minería son las Corporaciones Autónomas Regionales”. Ingeominas por su parte respondió que la minería ilegal era competencia del alcalde. Las autoridades estatales se limitaron a advertirse entre sí sobre las consecuencias pero no solucionaron nada. En Buenaventura se registraron conferencias, conversatorios, actas, compromisos, con todos los implicados en la explotación ilegal, pero no pasaron de allí. Zaragoza vivía una bonanza que labraría su destrucción. Fue hasta el fallo del Juez Segundo cuando se implicaron a los funcionarios de las entidades gubernamentales responsables de tomar medidas. Durante el gobierno de Uribe Vélez fueron otorgadas concesiones para la explotación minera bajo una débil legislación de tierras aprobada en el 2001: se repartieron territorios que constituían ecosistemas invaluables, parques nacionales, resguardos indígenas y territorios colectivos afro descendientes. Este feliz repartimiento, tan semejante al que hacían los oidores, los adelantados, los mariscales y los Virreyes regidos por la corona, tuvo como resultado que en Colombia existieran 1717 empresas, entre nacionales y extranjeras, explotando y explorando el territorio, bajo la vigilancia de Ingeominas, el instituto  encargado no sólo de investigar el subsuelo colombiano sino de administrarlo, una organización que no cuenta con la capacidad para semejante tarea y que nació como un ente para la investigación.   Así las cosas, Colombia ha conocido nombres como Xstrata Plc, BHP Billiton y Anglo American, Drummond, Glencore Vale Coal S.A., Votoratim Metais y Anglo Gold Asahanti, nombres indescifrables de empresas extranjeras y nacionales dedicadas a la exploraciones y explotaciones inadecuadas y feroces del oro, del carbón, del hierro, de las piedras preciosas. Y también, conoció a los hombres y mujeres y niños deslumbrados de ese oro en el que creen ver una especie de Dorado fugitivo. Varios días después volvimos a Zaragoza para hablar con Hebert, un negro fornido de 44 años que antes de dedicarse a la minería trabajaba como maestro de obra.  Para Hebert el daño ambiental no presenta grandes riesgos, pues piensa que  Sin embargo, el Despacho Segundo Administrativo de Buenaventura afirma que “aún existe peligro de daño mayor al ya causado a la cuenca del río Dagua y a la bahía de Buenaventura; el daño por la despiadada y descontrolada explotación minera estuvo migrando al santuario de flora y fauna de San Cipriano”. – ¡Caballito! – Viejo men.  Se saluda Hebert con un amigo. De pronto se agarra la cabeza como recordando algo y dice: m En Zaragoza el proceso de extracción continúa durante la noche, casi siempre para terminar de sacar el agua de la tierra removida durante el día.  A la mañana siguiente, cuando han sacado con las motobombas el líquido, separan el balastro, la arena y el oro. Doña Carmen es la comadrona de la zona que actualmente alterna su labor de partera con la de vendedora. Hace unos meses Invias le hizo un censo para comprarle su tiendita, ubicada a un lado de la carretera.  En Zaragoza cada quien construía como quería y como podía: en una mano se cuentan las casas de madera de pino, zajo y tángare; algunas complementan sus construcciones con lona y plástico; otras cuantas son de cemento y ladrillo, como la casa de doña Carmen. Entre los quince y treinta metros desde el borde del río no son permitidos los asentamientos. Sin embargo, durante el auge del oro a orillas del Dagua aparecieron cambuches de madera y plástico que los trabajadores de la mina y comerciantes utilizaron como restaurantes, almacenes y viviendas. El río Dagua sufrió la modificación de su cauce con la extracción de arena de las retro excavadoras que se ubicaron en sus riveras. En épocas de lluvias sería incontrolable una catástrofe por inundaciones, si se tiene en cuenta que el Pacífico es la zona del país donde más llueve. Para evitar que el río se saliera de su cauce, en época de lluvias construían unas barreras o murallas de arena.  . Afirma Hebert. Las orillas de los ríos también pueden sufrir ante derrumbes, pero eso no parecía importarles a algunos habitantes de Zaragoza que no se conformaron con instalarse allí sino que se atrevieron a excavar en el poco terreno que separaba la corriente de las tablas de la casa. La minería industrial que impuso el trabajo con maquinaria permitió sacar más mineral, pero en el mejor de los casos se hicieron acuerdos en los que a los nativos les daban sólo la quinta parte de las ganancias. De esta manera la tradición del mazamorreo dejó de tener un lugar donde parir sus cantos ya que las barequeras debían conformarse con una hora diaria que los dueños de las máquinas les cedían. Además, barequear cerca de las máquinas ponía en peligro sus vidas. Cuando llegó la riqueza también empezaron los robos, las matanzas. A don Hebert le mataron a un primo.  Su mirada se agudiza, la pupila se le cierra. En el momento en que nuestras miradas se encontraron no fue necesario preguntar quiénes eran los que venían a infundir miedo con sus armas. En Zaragoza también padecieron las vacunas cobradas por grupos ilegales, que en este territorio históricamente han intimidado para obtener dinero. Después de unos segundos, Hebert estira el brazo derecho para señalar hacia un rincón ubicado a menos de un metro de donde conversamos:  Para el 12 de abril de 2009 los registros oficiales eran de 22 asesinatos, aunque se rumoraba que podían ser más. En ésta época los congresistas por el Valle tuvieron una reunión con el Ministro del Interior Fabio Valencia Cocio, en la que le solicitaron la militarización de la zona del río Dagua. En medio de la crisis económica mundial del 2008 y 2009 el precio internacional del oro se mantuvo en alza. Así mismo se impuso de nuevo como factor de intercambio y de acumulación de riqueza. *** El 29 de julio de 2009 los medios de comunicación anunciaron el desalojo de los mineros y de las retroexcavadoras, tras la reunión en Cali del Ministro de Medio Ambiente y Vivienda, Carlos Costa Posada, y la Directora de la CVC, María Jazmín Osorio Sánchez. Pese a ello, entre el 16 y el 23 de Febrero del 2010, se registraron  278  retroexcavadoras y dragas. El 8 de julio del 2010 la CVC declaró la emergencia ambiental y solamente hasta el 17 de septiembre del mismo año las máquinas empezaron a ser retiradas del Dagua. Las medidas las obedecieron algunos; según cifras de la prensa local se decomisaron cinco máquinas. Pero aquí no pararon las pugnas y siete días después, el 24 de septiembre, los mineros que se resistieron a desalojar bloquearon durante siete horas la carretera entre Cali y Buenaventura. Para legalizar la minería en este lugar el Juez afirmó que únicamente sería posible si sólo realizaran la extracción artesanal. Pero en Zaragoza predominaba el uso de maquinaría por parte de mineros procedentes del Cauca, Antioquia, Quindío, Chocó y 29 corregimientos de Buenaventura. Incluso de otras partes del mundo como Chile. En aquella época había negocios de casa de cambios y hasta de putas, pero ya pasó la bonanza y ellas ya no quieren estar aquí. No les interesa presenciar la miseria que día a día les pisa los tacones, por eso la casa que fue morada de las noches lujuriosas en Zaragoza, hoy está en venta. Sobre la fachada que alguna vez fue blanca un número telefónico pintado con color rojo índica el contacto. Con la llegada de las retroexcavadoras se perdieron terrenos para cultivar: El mercurio ha contaminado el agua y los peces. Pese a que los nativos aseguran que no utilizaron ningún químico para separar el metal, un estudio realizado por la Universidad Nacional de Palmira, reveló que los peces muestreados en el puerto de Buenaventura, donde desemboca el río Dagua, superaban el límite establecido por la Organización Mundial de la Salud. Estos resultados registraron contaminación en especies de Corvina, Mojarra, Lisa, Ronco y Ñato. La CVC por su parte, tras la presión de los medios, realizó un muestreo en julio de 2010 en el que afirmó que la presencia de mercurio en Lisa y Jaiba estaba dentro de los límites permitidos. Dalia es una de las mineras artesanales que sobrevivió el auge de la minería industrial. Todavía sale cada mañana con la batea en su mano para trabajar cinco o seis horas diarias; vive del oro que saca, por eso el único día que descansa es el domingo. Son las cinco de la tarde y debajo del puente colgante se encuentra otra señora barequeando. Desde las ocho de la mañana no se ha movido del mismo lugar. Desde enero de 2012 la población está retomando el turismo y el ambiente está mucho más tranquilo. Afirma Hebert, y reconoce que el turismo es una actividad mucho más estable económicamente y que no trae tantos problemas a la comunidad.  Antes de partir escuchamos un grito “¡vio, ya hay pescados!” Y tal vez sí los hay, después de todo el río Dagua intenta recuperarse de los daños ocasionados a su cauce; pero el virus de la fiebre del oro no ha cesado, se incuba en cada uno de los mineros que ahora se desplazan por la montaña y el río, hacia Itsmina o Guapi. O hacia cualquier rincón del territorio colombiano donde los entes gubernamentales permitan que la destrucción avance. Como decía Alfredo Molano, en la crónica Aguas arriba: probablemente las únicas fortunas se hacen lejos del mundo de las minas, pues en éste rigen, con la violencia y la guerra, la pobreza y el hambre, debido a que los resultados a la larga, son más pobres de los que habrían resultado dejar la selva donde estaba y el oro bajo tierra. En Colombia la cultura Calima habitó esta zona del pacífico y desde su territorio defendió con sangre un uso artesanal y sagrado del oro. Luego, fueron las guerras que causaron el sufrimiento y derramaron la sangre que ha hecho de la América lo que hoy es: un territorio poblado de hombres negros, blancos, mulatos y mestizos que habitan esta tierra serena, densa y, ante todo, aún desconocida. Aún codiciada.  Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Vestigios de un río dorado «Un estuche labrado en plata fina» Los males La contaminación de las aguas **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 BALANCE DE LOS VIAJES POR LA CIUDAD DIFUSA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/balance-de-los-viajes-por-la-ciudad-difusa/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Ciudad Vaga nació inspirada en la revista Matador, una publicación española de gran formato obsesionada por la calidad de los textos y la fuerza de las imágenes. Matador es una revista grande y radical entendida como la publicación de una generación que se propuso producir una única edición anual hasta completar 28 en el 2022. La idea de hacer una publicación propia singular como la española fue de Hernán Toro, profesor de la Escuela de Comunicación Social que junto con los profesores Patricia Álzate, Julián González y quien escribe estas líneas tiramos del barco para que Ciudad Vaga iniciara su viaje. En este número llegamos a la edición 18. Desde su creación, Ciudad Vaga se ha pensado como una revista a contracorriente de las tendencias dominantes. A la tendencia por la miniaturización opone un formato grande. Ante el dominio de la policromía presenta la totalidad de sus contenidos en blanco y negro. A la dictadura de las historias cortas, presenta textos de largo aliento; a la prevalencia por la inmediatez opone historias de profundidad investigadas a lo largo de un semestre. Ha sido una escuela de periodismo narrativo y gráfico.  En la revista hemos tenido una vocación por la experimentación y la artesanía: la tipografía de su logo fue creada desde cero y los números de sus páginas, grandes, porosos y de tamaños irregulares, han sido puestos manualmente página por página durante todos estos años por equipos de talentosos diseñadores liderados por Alex Velasco y Paulo Ledesma. La ampliación de la agenda de contenidos también ha sido una apuesta. Entendimos que aquello que de lo humano es susceptible de contar es mucho más que aquello que los grandes medios cuentan. En gran parte hemos podido hacerlo porque la revista, como proyecto educativo, no requiere de venta publicitaria. Durante todos estos años hemos tenido libertad para expresarnos y cientos de estudiantes han encontrado en estas páginas una matriz para nacer como autores. Así se ha intentado consolidar una publicación intergeneracional, escrita principalmente, por estudiantes de periodismo de la Univalle. El país profundo llega a la universidad  a través de ellos y al revisar los números cobran relieve unos temas sobre otros: las historias ligadas al narcotráfico, el conflicto armado y la violencia urbana han atravesado la sociedad del país y se han plasmado en nuestras páginas; así como las preocupaciones por la educación, el medio ambiente y las expresiones populares. También aparecen las historias particulares con sus puntos de giro y las travesías propias de la vida. Desde su nacimiento, en mayo de 2007, Ciudad Vaga ha sido lanzada 17 veces, es decir que cada edición ha sido celebrada públicamente.  En todas Hernán Toro, nuestro compañero fundador, ha preparado entremeses provenzales que ha brindado sin costo alguno a todos los asistentes. La mayoría de ellos estudiantes. Lo hemos hecho en parte porque la institución solicita una presentación pública, pero también porque una publicación solo se realiza cuando llega a las manos de sus lectores y disfrutamos ver ese momento, tanto como cuando los estudiantes ven por primera vez sus trabajos publicados. A pesar de nadar a contracorriente la revista siempre ha recibido el aprecio de los periodistas de los otros medios.  A Ciudad Vaga se le  ha visto en muchas partes pero no se le ha visto en un bote de basura y agradecemos que los lectores hayan encontrado un valor en esta apuesta por lo distinto. Han colaborado con la revista a lo largo de estos años autores como Patricia Nieto, Alberto Salcedo Ramos, Andrés Puerta Molina, Jorge Enrique Rojas y Juan José Hoyos. Hemos divulgado trabajos de personajes como Gay Talese, Norman Sims, Rodolfo Walsh, Álex Grijelmo, Tomás Eloy Martínez y Joe Sacco. No ha sido la publicación de una clase social, pero se ha inclinado por dar centralidad a los sectores más débilmente abordados en los medios tradicionales. Como publicación nacida en el Pacífico hemos querido mostrar de las comunidades indígenas y afrocolombianas, además de sus problemas, sus expresiones culturales, sus creencias, cotidianidades y poéticas, y nos hemos ocupado de poner en el centro a las periferias. Una primera selección de crónicas y reportajes dio origen al libro Antología Ciudad Vaga (2012) y en los próximos meses saldrá un segundo libro con las mejores historias. En medio del esfuerzo y el entusiasmo de hacer una revista, en los últimos años las tecnologías del computador y el internet permiten ofrecer los contenidos sin restricciones horarias o geográficas. Sabemos que los dispositivos cambian al vaivén del mercado y que frente a la obsolescencia tecnológica la producción impresa sigue siendo un artefacto poderoso para la memoria histórica. Con esa conciencia, de a poco hemos ido ocupando un lugar en la web, pensando en cuál debe ser nuestro sonido y nuestra singularidad en medio del ruido digital. Buenos ejemplos son las revistas Anfibia de argentina y Frontera D de España. En ciudadavaga.com hemos creado historias multimediales de profundidad que procuran conservar el rigor en la investigación y la exploración en las formas de contar. A todos quienes han seguido el trasegar de nuestra publicación y a quienes han apreciado esta forma de narrar la realidad ¡Gracias Totales!  Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 CUANDO LA GENTE MORÍA DE FORMA NATURAL http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/cuando-la-gente-moria-de-forma-natural/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle El verano era recio y su piel negra brillaba al contacto con el sol. En ese lugar frondoso que era su finca vivía con su familia. Jamás olvidará que la naturaleza que tanto quería le arrebató a su padre. Don Ernesto Montaño, un hombre grande tal y como lo recuerda su hija, murió golpeado por un enorme árbol. Ahora ella, en su vida adulta, tampoco puede olvidar el temor a la muerte de sus hijos, aunque esta vez la amenaza no es precisamente la naturaleza. Mejicano era una pequeña vereda habitada por unos cuantos campesinos que vivían de la tierra. La familia de Mariela, su madre, ocho hermanas y dos hermanos, trabajaban en el campo: “Yo era la penúltima de las hermanas, todos trabajábamos. Nos íbamos a coger camarón, a pescar, a coger cangrejo, en fin…vivimos una infancia muy bonita, nos criamos en una zona que había heredado mi mamá de sus padres; ellos le dejaron toda esa punta a sus hijos para que vivieran y cada uno hiciera su casa”. La casa era de madera pintada de un blanco cenizo. La entrada estaba cubierta por un sembrado de flores, en su mayoría Anturios. Un olor a humo de leña se expandía por todo el lugar. En su interior la casa era espaciosa, sólo estaba divida por tres habitaciones, incluyendo la cocina. La sala era amplia y estaba provista para atender a los visitantes que eran ubicados en petates que hacían las veces de colchonetas. Siempre había invitados y la sala rara vez se veía vacía. El patio era mucho más grande que la casa y los hermanos de Mariela en las horas de descanso corrían mientras la madre preparaba las comidas. Usualmente debían levantarse muy temprano para hacer las labores del campo. Desde la cocina, la madre observaba a sus hijos mientras curtía, sentada en la butaca, los animales de monte o de mar que usaba en sus comidas. Mariela recuerda que siempre había muchos alimentos y a la hora de la cena siempre había mucha gente. Los comensales se sentaban sobre el suelo de madera de la cocina, con los platos sostenidos entre sus piernas. Las sobras caían entre los orificios de la madera; abajo las recibían pequeños cangrejitos, y en ocasiones perros o gatos cuando la marea permitía que se formaran montañitas de arena. Quizá, por efecto de esa buena alimentación Mariela, quien ya cumple sesenta y siete años de edad, tiene la apariencia de una mujer de cuarenta. Con la mirada puesta hacia el horizonte donde se divisan los sembríos de cultivos de caña que le recuerdan a Mejicano, confiesa que le duelen los recuerdos: “Para mí eso es doloroso… cuando me acuerdo que soy desplazada de mi tierra, donde tenía todo y ahora no tengo nada, me duele, eso yo lo siento acá”. Fue en el 2003 cuando Mariela y sus hijos tuvieron que abandonarlo todo. Su pueblo se empezó a inundar de cultivos ilícitos y el gobierno inició las fumigaciones. El deterioro ambiental causó escasez de los alimentos; la tierra fue violentada por químicos que mataron los cultivos y obligaron a muchos campesinos a buscar otros lugares para vivir y recuperar la tranquilidad. No fue fácil. Mariela y su familia emigró hacia Tumaco en un intento de rehacer sus vidas, pero el desplazamiento forzado llegó por segunda vez: “Yo me compré un ranchito en Tumaco y empecé a construir. Pero luego volvió a quedar como un ranchito porque todo lo que tenía se lo robaron, todo. El día que iban a matar a mi hijo, dejamos todo y no quedó nada, ¡nada! Todo lo que teníamos se perdió en el 2009. Él venía en la moto, y no hizo sino tirarles la moto y tirarse al monte porque ya estaba un poco oscuro, eran como las 7 de la noche y él se echó a correr por el monte para adentro, como sería que la ropa toda se la arrancó, salió casi viringo”. Ese día debieron escapar sin posibilidad de alistar las maletas. Corrieron únicamente con lo que llevaban puesto. Acorralada de nuevo por el conflicto armado que padece Colombia emprendió camino hacia Cali, esta vez con la idea de construir una vida en la ciudad pero sin el conocimiento que le permitiría alguna práctica de producción necesaria para sobrevivir en la selva de cemento. En Tumaco vendió pescado y sus hijos trabajaban la cacharrería. Ahora el panorama es distinto. ¿Qué harían seis campesinos como ellos en la ciudad? Por medio de un amigo se ubicaron en Cali: “Llegamos al barrio Pízamo donde tenemos un amigo; él vendió ropa de segunda allá en Tumaco y nos dio la dirección de su casa en Cali. Cuando estuvo en Tumaco se quedó en nuestra casa. Llegamos a donde él, el señor Paulo cabezas y nos ha ayudado mucho, ha sido nuestra mano derecha”. Con la ayuda de Don Paulo la situación en un comienzo no fue tan complicada; sin embargo, con el tiempo Mariela y sus hijos comprendieron que la ciudad era un lugar donde no se podía pescar la comida y por esa razón conseguirla se convertiría en uno de sus más grandes problemas. Cuando Mariela era niña puso mucho problema a sus padres por la comida. Sentada en las piernas gruesas de su papá, estallaba en llanto cada vez que no obtenía lo que quería: “A mí me gustaban los huevos. Había pescao ahumao, había pescao salao, pescao fresco ‘noooo’ yo decía; ‘yo no quiero pescao, yo quiero un huevo y mi plátano me lo dan entero, no me lo vayan a pitear’ ”. Volviendo a soltar las lágrimas confiesa que ahora en Cali no puede hacer ese tipo de exigencias. Ahora debe “pitear” todo porque de otra forma no alcanza para toda su familia. La comida es escasa, la vivienda es escasa porque vive de arrimada y su trabajo como vendedora de frutas en una esquina del barrio Pízamos apenas le alcanza para pagarle en especias a su amigo Don Paulo por el alojamiento y la comida. Pedir ayuda en la Unidad de Atención al Desplazado (UAO) fue su primera opción, pero ante la negligencia de esta entidad, según comenta, tuvo que buscar algo que le generara ingresos económicos. Entonces se consiguió un “carrito” y empezó a vender frutas como Don Paulo. Vestida con una bata blanca que le llega a las rodillas recorre el barrio todas las mañanas arrastrando una carretilla cargada de piñas, mangos, peras y manzanas. Usa una gorrita para el sol que impide detallar su rostro. Se desplaza lentamente interrumpiendo su camino cada vez que alguien compra uno de sus productos. Finalmente, se ubica en la esquina que da comienzo al barrio. En ese lugar se queda hasta el atardecer. Ahora se ha dibujado una expresión de resignación en su rostro. Al recordar la vida en su casa de la infancia es fácil comprender que ha tenido que adaptarse a un lugar más pequeño. Las casas de la ciudad no tienen patios grandes, ni salas para recibir muchos invitados. Debe compartir habitación con los hijos de Don Paulo y aunque en su niñez compartía el cuarto con todos sus hermanos, la dimensión de su antiguo cuarto sobrepasaba, sin ánimo de exagerar, por lo menos 10 veces el tamaño de su actual habitación. Eso la deprime, teme volver a perderlo todo: “Ende uno llega quiere estabilizarse, estar bien. Pero ya con los grupos alzados en arma uno no puede estabilizarse, uno de toda forma tiene que salir corriendo porque no puede dejarse matá, uno que no debe nada. Lo que da tristeza es que uno no está metido en el conflicto y es que la paga. Porque mire desde adonde uno sale a voltear andar luchando por cosas que uno ni sabe por qué son, yo no sé de qué viene el conflicto armado entonce uno no tiene porqué andar así, porque yo no he sido ni coquera imagínese, yo nunca he sembrao una mata de esa, nunca, ni mis hijos, nunca, nosotros nos criamos trabajando; colino, que cantero, teníamos hasta un trapiche hasta de moler cuando existían mis padres”. Sí, se trata de una mujer campesina que no conoce las causas del conflicto. Vivir de la tierra lo aprendió de sus padres y aunque tuvo que sufrir por la inesperada muerte de su papá a manos de la naturaleza, prefiere recordar que su madre murió aún vigorosa a los 99 años y que su padre pudo haberlos acompañado por más tiempo. Ahora teme. Sus hijos están amenazados y piensa en la posibilidad de que sus hijos no alcancen la longevidad de su madre. Aunque a veces el tiempo intenta aplastar los recuerdos de Mariela, ella no olvida que nació en otras tierras. Con su mirada todavía perdida en el horizonte habla sobre sus sentimientos. Le ha sido difícil adaptarse a la ciudad. Todo es diferente para ella. En Mejicano, e inclusive en Tumaco, no pagaba servicios públicos, no tenía que pagar por la comida ni trabajar todos los días como aquí. Se cansó de buscar ayudas mediocres ofrecidas por el gobierno. Esta mujer comprendió, aunque no es consciente de ello, que aquel asistencialismo que envuelve las vidas de los desplazados por la violencia en la ciudad es una opción desafortunada para su futuro. Por esta razón, prefiere vivir de la venta de sus frutas que quizá de alguna manera la conectan con su pasado: “Yo me siento campesina, soy de un campo, no me da vergüenza, no me da pena porque donde llego soy la misma Antonia y soy campesina; amo mi tierra. Cuando yo me crié era una tierra santa, no había nada…. Soy campesina pero yo sé que yo donde voy vivo, porque a mí me gusta mucho trabajar”. Es la única vez que se asoma una sonrisa en su rostro. Declararse como campesina la ubica espacialmente en otro lugar. Quizá la aleja de ese limbo en el que podría encontrarse ahora en Cali, ciudad en la que aún no se adapta. Esa sonrisa se diluye rápidamente cuando recuerda que debe irse a vender sus frutas en la esquina de siempre; entonces se levanta de su silla, seca su frente inundada por el calor de la tarde, y se aleja poco a poco del lugar. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 VEINTINUEVE DÍAS DE LUNA LLENA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/veintinueve-dias-de-luna-llena/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Corría el 2004 en la vereda La Variante, zona rural de Tumaco. Entonces, a lo sumo diez casas conformaban la población. La Variante tiene ese nombre porque se extiende parte por la vía Pasto-Tumaco que lleva al litoral Pacífico, parte por la curva que le sale a esa vía como una rama tosca y conduce al río Mira, oscuro y navegable, frontera natural con Ecuador. La heladería de Amparo era la entrada techada de una casa de madera entre casas de madera. Con letrero: , paraíso modesto de fachada azul, al borde de la vía. Alrededor era verde: maleza, árboles de diferentes alturas y matas de plátano enclenques. Los comensales de siempre llegaban a cualquier hora y ella -de cuarenta y siete años, rubia pintada, sonrisa estrecha en medio de los pómulos- los atendía por el nombre, con voz esforzada en medio vibración de las tractomulas. En se comía helado, se tomaba Buchanan’s barato. Se hablaba de negocios: -¿A la mona por ahí con cuántos tiros ustedes la quiebran? Se hacían hipótesis. -No… Con unos cinco. Cinco porque Amparo era una mujer próxima a la obesidad, de cintura pequeña pero extremidades y caderas con movimiento propio. Ese día aprendió con los dos clientes una lección sicarial: que las personas gordas son las más difíciles de acertar porque la grasa protege sus órganos vitales. También provoca infartos, trombos. Es relativa la grasa. -Pero el que es sicario a la fija va a la cabeza, no te tira en otra parte. Amparo, palmireña radicada en Cali, llegó a La Variante ese año para ocuparse en algo que le diera el sustento propio y el de ayudar a sus hijos, y que la alejara de una vida matrimonial que no daba para más. Su hija mayor vivía allí hacía un año. -Tumaco era el escape. En Cali, Amparo compartía una casa con sus papás y su marido, David, en el barrio Ciudad Córdoba al oriente de la ciudad. Allí llegaban de visita las otras cinco parejas de David. -Yo no quería ese rol… Siempre mantenía enferma de flujo, flujo, flujo. Y los hombres a uno lo contagian. Y yo le dije «O se me maneja…» entonces no quiso, entonces yo dije «nos separamos», me dijo «ah, bueno, entonces nos separamos» porque él no podía dejar sus mujeres. Amparo invirtió su patrimonio en congeladores, licuadoras, mobiliario y remesas. La casa donde funcionaba la heladería no era propia, pero estaba bien ubicada. Del corregimiento de Llorente, a cinco minutos por la vía principal, llegaba la mayoría de los comensales. Ella se encargaba de atender a pesar de que el negocio era una sociedad con Carmen, la suegra de su hija, que había migrado a La Variante años atrás y tenía consolidados otros negocios. A Amparo la reconocían por la disposición, el cabello claro, la sonrisa abultada. Su hija Faride, embarazada y con dos niñas pequeñas, manejaba un chongo, “negocio de mujeres”, local estrecho de medias luces donde en el día las muchachas se la pasaban tomando agua de boldo para limpiarse el hígado y en la noche se emborrachaban para trabajar sin pausa. Faride administraba. Carmen era la dueña del chongo, de las muchachas. Amparo ayudaba preparando las aguas de boldo y las de canela, para los cólicos menstruales. Cuando eran muy fuertes se les dejaba descansar o trabajar con pocos clientes. Fueron seis meses en hasta que al esposo de Faride lo atravesaron con veintisiete disparos antes de que pudiera conocer a la niña que se formaba en el vientre, su hija. Otra mujer. Luego de aquello sobrevino en Amparo esa extraña conciencia de la que me hablarán todas las mujeres que entrevisté para este libro: el despertar atardecido, escarlata, a la guerra. -En Llorente había una cantidad de gente que no dejaban que la tocaran. Tres, cuatro días una persona muerta, ahí junto a la iglesia, y los gallinazos ya comiéndose las personas y no dejaban ni que uno le tirara un trapo por encima. A veces recogían la gente en las volquetas de la basura y después uno tenía que traer los bomberos, echarle agua y lavar eso allí, manchas que a veces no salían de la sangre que había estado tanto tiempo. No, y es que el olor en el pueblo hasta ellos mismos no lo soportaban. Los paracos, dice, los que más tiraban cuerpos a la calle. Tiempo después del asesinato de su yerno, hombres de las FARC le advirtieron a Amparo que debía salir de la vereda. Organizó el viaje ese mismo día. Tomó a sus nietas, a las dos que podía tomar, y dejó a Faride con la que estaba en camino porque a ella no la habían amenazado. Regresó a Cali el 25 de junio de 2004. -Con las niñas pequeñitas porque me las iban a violar. A los cinco días, 30 de junio, ocurrió una masacre paramilitar en Llorente. 20 personas fueron torturadas primero, luego asesinadas. Cuál es el sentido de una heladería -lugar de amores precoces o de domingos después de misa- en un destino fúnebre tan metido en la tierra. Para el 2005 la tasa de homicidios en Tumaco era la más alta del país: 120 por cada cien mil habitantes, con el narcotráfico como trasfondo. Hoy, la ciudad más violenta del mundo, Los Cabos en México, tiene una tasa de 111 homicidios por cada cien mil habitantes. Con el narcotráfico como trasfondo. La antropología, la ciencia de los seres humanos, se ha dedicado a estudiar el exterminio de los mismos, entre los mismos, como elemento cultural e inherente. Así, la antropóloga argentina Rita Segato ha propuesto una conclusión para América Latina: que las guerras aquí se transformaron desde que a varios sectores de la población se les volvió una meta empresarial suministrarle drogas al país que quizá más las necesita: el más productivo del mundo. De ahí que las “bajas” dejaran de ser muertes en combate para convertirse en homicidios selectivos que aparecen en los rankings, a veces. El periodista Juan Miguel Álvarez lo ilustra para el caso colombiano: “Una de las cuestiones más complicadas de discernir en el estudio técnico de la criminalidad colombiana ha sido la de encontrar fronteras exactas que permitan clasificar tal o cual delito como un hecho del conflicto armado o un hecho de la delincuencia mundana. Y una de las mayores razones para ello es que desde que el narcotráfico se volvió el combustible de la guerra en Colombia, tanto las guerrillas -por muy origen marxista-leninista que reclamen-, como los paramilitares -por muy ortodoxos que se hubieran jurado- cometieron crímenes sin origen ni destino político”. El trasfondo no podría ser otro. Es económico. Si los conflictos armados han mutado en un oscuro animal es porque se libran en nombre del negocio ilegal que sostiene los de mostrar: el narcotráfico, subsuelo del capitalismo, implacable con lo que se atraviese y lo que se resista a su poder. En 1994, la Conferencia sobre Crimen Organizado de la ONU reveló que el tráfico de drogas rendía cifras anuales mayores que las transacciones globales del petróleo. Para que un negocio lícito de tal nivel -que ha movilizado tropas invasoras y generado guerras sin nombre en Medio Oriente- esté eclipsado por uno supuestamente marginal tendrían que haber posibilidades de compenetración entre ambos y condiciones de mercado, imposibles sin el visto bueno y el lucro de poderes legítimos. Desde 1998 Tumaco se perfilaba como epicentro de la producción de droga en Colombia. Las primeras muestras del narcotráfico allí datan de 1980, cuando el Cartel de Cali hizo presencia por medio de testaferros que presionaron con violencia la venta de tierras para cultivar coca, usaron haciendas de Llorente como centros de acopio y ejercieron soberanía en la recta Pasto-Tumaco. El apunta que en la actualidad es el municipio con mayor área sembrada de coca en el país: 23.148 hectáreas, que equivalen al 16% nacional en un territorio que ocupa apenas el 3,2% de la superficie. Una hectárea de coca puede sembrarse con 15.600 matas que dan cosecha dos veces al año en promedio. Así, Tumaco tendría unas 361 millones de matas de coca produciendo, por cosecha, 45.000 toneladas de hoja. La hoja es la materia prima que se pulveriza y se mezcla con gasolina para crear pasta básica. Se compenetran, se funden los dos oros. En un cristalizadero, a la primera pasta le agregan ácido sulfúrico, soda cáustica y amoníaco para obtener la base de cocaína. Lo que se esnifa es la base diluida en acetona y ácido clorhídrico, la cocaína pura. “Lo que se esnifa” es mucho decir. La cocaína pura es más de exportación. Lo de aquí se vende como perico, una mezcla rendida con trazos de cafeína y fármacos. Cada hectárea cosechada puede producir cinco kilos y medio de cocaína, entonces, la sola materia prima de Tumaco podría abastecer dos veces al año a cada uno de los 17 millones de consumidores proclives de esta sustancia en Europa, con dosis de siete gramos para cada uno. Una amiga, consumidora proclive colombiana, me cuenta que lo ideal es hacer rendir un bolsito de gramo de perico por lo menos tres días porque lo venden a cinco mil pesos, “pero es muy complicado”. La misma cantidad de cocaína pura cuesta quince mil. Después de 1980 y del Cartel de Cali, no pararon de llegar grupos al margen de la ley que veían en Tumaco lo mismo: una tierra fértil para la droga, con salida al mar y alejada del Estado central. A mitad de esa década ya había presencia del Frente 8 de las FARC, venido del Cauca. Para 1999 los guerrilleros tenían control casi total de la zona hasta que en 2002 llegó el Bloque Libertadores del Sur de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). -Ese cementerio está lleno de personas, de mujeres, prostitutas que robaban a los hombres o que los hombres se enamoraban de ellas y ellas no querían ir a dormir con ellos, y las mataban. Les decían «Camine y le pago tanto», ¿que no quiero?, la obligaban. Las dejaban ahí muertas en la cama. -¿Qué hacían ustedes? -A veces uno no podía ni llamar a nadie, sin saber uno cómo podía sacar esas pobres niñas. O si no ellos mismos las sacaban, las amarraban y las enterraban: NN’s. La droga como propulsora del conflicto armado colombiano, que para nada es el mismo de hace cincuenta años, determina sus nuevas dinámicas. Le da movilidad para que suba los escalones de un prostíbulo y se haga a la mujer o las mujeres que le parezca. Rita Segato explica que la concepción de territorio ha cambiado en los conflictos modernos. Sin desestimar el valor de la tierra, dice que el poder ahora no pretende ser un ejercicio sólo sobre ésta, un control feudal. En cambio, se empezó a concebir como el control de las personas en tanto cuerpos, seres biológicos libres. Y es una transformación de paradigma que pesa más sobre quienes históricamente han sido victimizados por los guerreros: los cuerpos frágiles. La violencia contra las mujeres en los conflictos armados a partir de mitad del siglo XX ha dejado de ser un efecto colateral para convertirse en un objetivo que tiene su motivación en la necesidad de comunicar un mensaje al enemigo, reducirlo a través de la intimidación. Y el medio más certero para despertar terror es la crueldad, la destrucción ilimitada que garantiza el nuevo orden. La primera vez que veo a Amparo, no la veo en verdad. Es el último mes de 2017. El encuentro es fugaz y nervioso en un centro comercial al sur de Cali. Ella tiene una historia de violencia sexual asociada al conflicto armado y yo intento explicarle de qué va este trabajo. Es maternal sin exagerarlo, espontánea y se interesa por lo que quiero hacer, sin exagerarlo. Poco tiempo después, quizá un mes, iré a su casa a realizar la primera entrevista. Es la misma casa de Ciudad Córdoba donde se paseaban las cinco mujeres de David. Rejas negras y antejardín con una mecedora solitaria de mimbre, donde sé que en cuestión de tiempo alguien se sentará a ver la tarde. Son más de las 2, sábado. Me cuesta determinar si Amparo es alta o no, pero es grande, por sus caderas. A pesar de esconder los 61 años que tiene, sus brazos son los de una abuela: cuelgan pálidos y suaves en torno a su cuerpo. Lleva una blusa de tiras color verde militar, jean, sandalias, el cabello rubio con raíces oscuras y canas recogido. Un mechón por fuera le da cierta belleza súbita e infantil. Algo de lápiz blanco en los párpados, los labios secos, cuarteados, la piel dorada de apariencia sana. Ese día hay alboroto en su casa. Me recibe una niña impaciente que resultará ser la hija de una de las mujeres que hacen parte de la fundación de Amparo, Funamujer, “ ”. Se encuentran trabajando en unos documentos para solicitud de vivienda al gobierno. Hay papeles y papeles con nombres, datos, vacíos. Amparo los aparta de su cama para hacerme lugar. Me pide que siga y me ponga cómoda, con su manera valluna de abrir las vocales y entonar la amabilidad en visos agudos. Entro en su habitación, donde podemos hablar un poco más tranquilas pero disminuidas por el calor encerrado. Empiezo a sudar de golpe. Observo. Ahora pienso que ese lugar y cada objeto compactan su ternura y su tragedia: no hay ventana; una humedad ataca la pared al lado de la cama, impidiéndonos apoyar la espalda; la luz hace palidecer los colores, les da un tono clínico, impersonal: la cortina roja que cubre los compartimientos de una repisa secreta tras el televisor, el tendido naranja como una brasa, las bolsas plásticas llenas de ropa en el suelo, las rosas secas en el jarrón sobre el armario de madera rojiza que tiene escrito con marcador azul permanente “Amparo Arias. Personal autorizado”. Más acostumbradas a la temperatura, fijas en la cama, me entrega el cuaderno guardado como una muñeca rusa, en una boina negra, dentro de una bolsa de tela, colgada tras la puerta de la habitación. Hace poco, en la última entrevista, me contó que lo había perdido. Ahora me cuesta creerlo porque recuerdo la importancia que tuvo en ese momento. -Entonces esto es lo que te quiero mostrar… Mira, te voy a confiar cosas. Tú eres muy jovencita, pero ahí hay cosas muy dolorosas que escribí. Te estoy confiando algo mío, de mi vida. El cuaderno es una herramienta narrativa y un grito ahogado. Le permite recordar con cierto orden y estructura. Le permitió escribir lo que su mente convirtió en desvelos. Está hecho de recortes de revista de farándula, como un collage de primaria. Aparecen modelos y cantantes en situaciones que Amparo asoció con lo que ocurrió en La Variante en 2016. Reconozco a Britney Spears en fachas. También estaban adheridas débilmente las hojas con los resultados de los exámenes de infecciones de transmisión sexual y VIH. No pude descifrar las frases al pie de las imágenes, escritas a mano. Las letras se me escaparon todas. Es un objeto cosido, morado, 14×16 cm, difícil de sostener. Estuve observando la carátula marcada con “Amparo”, en tinta verde sobre cartulina blanca, como quien tiene que respirar antes de sumergirse en agua fría, hasta que ella me pidió que lo abriera. -Cuando nos pasó lo que nos pasó, que nos vinimos de allá y nos quitaron las cosas y quedé en la calle, yo no volví. -Pero sí regresó después… -En 2016 volví porque doña Carmen me dice a mí que coloquemos otra vez otro negocio pero ya en la frontera. Entonces allá me dijo que hagamos esto, hagamos lo otro. Pero entonces no me pareció viable. -¿Qué era? -Para llevar muchachas allá a la frontera con Ecuador, y me pareció que había mucho conflicto. -¿Y para qué se las llevaban? -Para prostitución. El caserío sigue despierto a lado y lado de la recta. Las puertas abiertas, las luces encendidas, opacas del terciopelo de polvo que cubre esos pueblos sobre las carreteras, lugares inciertos en que los viajeros reparan desde la seguridad de sus carros con la pregunta de quién vive allí y la nostalgia de no llegar a saberlo. Amparo y Carmen esperan una buseta que de Tumaco conduzca a Pasto, la capital, donde Amparo tomará un bus hacia Cali. Son cerca de las ocho de la noche, martes. Las familias juegan bingo y apenas empiezan a pensar en la comida. Las dos mujeres han dejado de hablar del negocio, han dejado de hablar del todo. Amparo esperaba algo diferente. Va de regreso. Están al borde de la curva de doble vía que sale de la recta como una rama tosca y lleva al río Mira; la noche está teñida de sepia por las farolas de la cancha de fútbol de la única escuela de la vereda, tras ellas. El rumor salobre del mar es una sensación lejana; el aire fluye con la soltura del agua dulce, dirigiéndose a algún destino.  Carmen recuerda que dejó una olla en la estufa y, sin despedirse del todo, vuelve a su casa. Amparo se queda, con la cartera en la mano y la maleta en el piso. Nadie más la acompaña. La curva desde donde espera no permite visibilidad sino hasta que los carros la doblen. Oye una moto y ve que pasa de largo, hacia la recta. Tiempo después un carro que viene de allá y va hacia el río pero no lo hace. Retorna más adelante, en un punto ciego. Amparo distingue a los dos hombres que descienden frente a ella sin ruido: los mismos que iban en la moto. Los reconoce por el color de las camisetas. Es jueves. Vuelvo a ver a Amparo varios meses después de la primera entrevista. A pesar de mi insistencia para encontrarnos fuera, la cita es en la casa. En el antejardín, al sol, están sentados -casi puestos- su papá y David. El señor es senil, pequeño. David debe pesar ciento cincuenta kilos. Su piel es una crema morena desparramada en la pobre mecedora de mimbre. Mira de más. Ese día de semana tiene pinta de domingo, con Caracol Televisión de fondo y Amparo haciendo aseo. Dice que para recibirme. Sólo está la familia. La mamá, más anciana que el señor, hace la siesta. Faride y sus dos hijas, Nicole y Valentina, se reparten en tres habitaciones, dos del primer piso y la del apartamento arriba. La otra hija de Faride, Katherine, vive en España. Tiene 22 años. El apartamento lo construyó Fernando, el hijo mayor de Amparo, que se casó con una colombiana con residencia japonesa tras ires y venires de juventud: -Fernando tenía marido. Un gay muy mayor para él: Óscar. Yo siempre le decía «Fer, vos qué le ves a un hombre, si a una mujer podés darle por delante y por detrás». Son cuatro hijos en total. De diferentes padres, ninguno de David. Solo Faride vive en Cali. Fernando está en Japón con su esposa; Liliana, en Barranquilla, con su hija pequeña. De Jhon Edwin, Amparo sólo menciona el nombre. Son cuatro nietas en total. Con Nicole y Valentina comparte el sino de la convivencia, pero tiene una relación cercana, de contemporáneas. Me cuenta una historia y dice que tiene que aparecer en este libro. Es sobre Nicole, la del medio, que de bebé estaba tardando en hablar y su abuela, la mamá de Amparo, palmireña hasta el tuétano, decretó que para que Nicole pronunciara palabra había que darle agua lluvia fresca en un mate de manjarblanco. Era el 24 de octubre de 2002, Nicole tenía poco más de dos años. Todos en la casa se le acomodaron alrededor cuando empezó a llover, esperando ver el milagro. Cayó una tormenta esa tarde. Amparo y Faride se tomaron el tiempo para buscar el mate. Salieron al antejardín. -Cuando cae ese rayo tan hijueputa, ese estruendo que mató a los jugadores del Cali. Y yo de esa agua, le di a ésta. Dos sorbos. Ay, y cuando Nicole habla, gorda, Nicole te grita. Ella habla como un trueno. “ ”, tituló El Tiempo. De Valentina, me cuenta asuntos más recientes: sus novios, sus novias, sus preguntas, su libertad. También que fue a su papá a quien mataron en Llorente con veintisiete tiros concéntricos. Dos hombres descienden del carro. Uno la toma, con más ventaja que violencia, y la sube. Es afro, macizo, joven. El otro, mestizo, de cabello crespo, se dispone a conducir como en un día normal. Le apuntan con un arma, le quitan el aire. Lo único que puede hacer para protegerse es abrazar su cartera. La maleta queda en el piso. No logra calcular cuánto tiempo andan -es poco- ni en qué dirección -derecha, hacia Llorente-. Aparcan en campo abierto. La oscuridad es profunda, se traga el tiempo. Parece un sueño, un pensamiento. La bajan de un tirón y le empiezan a desgarrar la blusa. Lo único que puede hacer para protegerse es mirar el cielo. Hay luna llena esa noche y desde entonces. No hay ciclo, no hay cambios, no hay lunas. -Yo pensaba que ese tipo me iba a matar, cuando me puso el revólver, que me dejara, que me dejara. Y le decía al otro «hacele, hacele, hacele». Y el señor como que no quería. Le tiran las sandalias para zafarle el pantalón. -Uno era más atrevido y el otro casi no. Le decía «¡hacele, hacele, hacele!». El de cabello crespo le sostiene los brazos y el otro está encima. -Le decía «¡hacele, hacele, hacele!». El otro muchacho no quería. Pero él me sostenía, le decía «cogela», porque yo lo arañaba y lo mordía, «¡cogela!» y ahí fue cuando me pegó, porque yo de pronto entre mis cosas le menté la madre. Le parten un diente. -Yo le decía cosas también… -¿Y después? La violan los dos. Se cambian de lugar. Recuerda más que nada la luna, un ojo blanquecino y ciego en medio del campo. Y el sonido del agua que corría cerca atormentándola con la idea de que, si se trataba de un río, allí la iban a tirar. Y su cuerpo desaparecería como miles en este país fluvial. Mientras se organizan la ropa, ella se sienta y aguarda que algún final ocurra, pero se alejan en el carro sin voltear a verla. Duda levantarse por miedo a estar herida, porque en algún punto dejó de sentir el tacto de los hombres. Ve su cuerpo inhabitado. Sólo se levanta cuando vuelve a reconocerse en él. Un amigo me enseñó hace poco una técnica de resucitación: presionar con fuerza la parte baja de las uñas u otra zona sensible; si hay respuesta al estímulo doloroso, hay vida. -Las partes de atrás eran las que más me dolían, las nalgas, y me estregué las nalgas durísimo. Creo que hasta sangré, yo no sé si sangré o no, pero me estregaba duro con la arena. Se le clavaron las piedras del suelo. Se le clavaron tan hondo que no ha dejado de sentirlas. El agua corría por una cuneta. Amparo se lavó allí y se estregó con más arena para quitarse el olor ácido que los hombres le habían impregnado. Otra mujer con quien hablaré más adelante me dirá que lo más despreciable, lo más difícil, es el olor de los verdugos, indeleble. La memoria es olfativa. -Busqué la ropa, así, así. Toca la cama con las dos manos a lado y lado del cuerpo recostado, bajo la luz timorata y límpida de su cuarto. -Lo que veía, lo que yo sabía que por ahí había quedado y lo encontré. Encontré la cartera, toqué así, si de pronto se habían salido cosas, toqué, toqué. Me alcanza con los dedos como si yo fuera el suelo donde yacía. -Me senté un rato, así, así. Lloré, lloré. Se tapa los ojos con las manos, se estremece. -Le pedí a Dios… ¿Qué le habrá pedido a Dios? -Después yo recogí… No recogí ni el brasier, lo único que recogí fue la blusa, me la puse, la ropa interior tampoco porque no sé dónde la tiraron, ni la encontré. Me puse fue el pantalón, me vine sin ropa interior, sin brasier, con la blusa, la cartera, sin zapatos. Descalza, siguió el camino de la cuneta y esperó al borde de la carretera que la voz le volviera al cuerpo para pedir ayuda. Era posible volver a encontrarse con los dos hombres, era macabro, pero le sorprendió pensar que no era lo peor. Volver a ser víctima de una violación era un pensamiento leve. Detuvo un carro cualquiera. Dio con un hombre que se dirigía a Pasto. Él quiso saber qué le había pasado, por qué le sangraba la boca. -¿Peleó con el esposo? -No, lo que pasa es que unos señores me subieron al carro… -La atracaron… -Sí, sí. -Súbase, súbase. Después de hablar un rato, a Amparo la fulminó el sueño. Dormir es un acto de fé. Al llegar a Pasto la madrugada del 20 de julio, día de la Independencia de Colombia, el hombre la despertó para decirle que iban directo a la terminal. -¿Qué va comer?- le preguntó al bajarse con ella. -Un cafecito, para irme a bañar, ¿aquí hay baño para los viajeros? Sólo podía pensar en asearse. Se puso la misma ropa, compró el pasaje con el dinero intacto en su cartera y subió al bus. Al lado se sentó una mujer joven que como los demás pasajeros reparó en que estaba descalza, a medio vestir y con la boca hinchada. En las catorce horas de viaje la mujer insistió en preguntarle qué le había pasado, le compró comida en dos paradas, desayuno y almuerzo, y le regaló un saco. Amparo recuerda haber respondido con monosílabos, de cara a la ventana. Estaba exhausta. -Yo no quería contarle a nadie nada, ni tampoco que me interrogara nadie. Yo trataba de que en el bus nadie me hablara. Al llegar a Cali no fue directo a la casa de Ciudad Córdoba, sino donde una amiga. Aún descalza. No me había detenido a pensar que también fue una niña. Que sus padres, más ancianos de lo que se puede resistir, fueron sus padres alguna vez y no entidades buscando alivio a un cansancio metido en los huesos entre los asientos y camas de la casa. Que ellos la calzaban con zapatos azules -sin talla, franja blanca, suela lisa, cordoncitos-, los de los primeros pasos. Amparo nació en 1957, la primera hija del matrimonio y la tercera de su mamá; ella de Palmira, el papá de Florida. A Cali llegaron con Amparo de pocos días de nacida, a una invasión que para entonces no era siquiera eso, sino el preludio: La Isla, llamada así por la cercanía a un tramo hoy infecto del río Cali donde los hombres se bañan en las orillas de nata gris y los muebles flotan al sol antes de hundirse. Allí pasaron los primeros años de Amparo, los de ver nacer catorce hermanos y morir dos. Allí llegó la década de los sesentas con sus promesas escondidas. La familia se mudó al barrio El Rodeo en el Distrito de Aguablanca en 1963 y Amparo hizo la primaria en un colegio cerca. El bachillerato lo cursó en la Normal Departamental de Señoritas, “yo soy normalista”, porque su mamá quería que fuera profesora. Ella no, pensaba ser enfermera o doctora. Hablaba de esos sueños con su Luz Dary Montilla, su tocaya Amparo Panesso, su Alicia Quintero, su Marisel Peña. Los nombres evocan: cuerpos gráciles, en desarrollo; cabellos castaños, vírgenes, abundantes. La única de esas amigas con la que sigue en contacto es Luz Dary, su protegida, la madrina de Fernando. Dice que era una flaquita poco brillante para las tareas y las excusas, mientras que ella siempre fue medalla de excelencia junto con las demás. Una relación sincera que tomó vuelo adulto cuando Amparo quedó embarazada a los dieciocho años, primer semestre de Química en la Universidad del Valle, de un compañero mayor que no respondió por el niño ni por el hombre. Dice que era hermano de un senador de la República y que ella tenía aires de Farrah Fawcett. -No éramos pareja. Él primera vez y primera vez todo… Él fue el que me inauguró, imaginate. Yo nunca pensé, cuando hacía mis planes de niña… Yo nunca asimilé tener familia. Sería porque a mí me tocaba ayudar a mis hermanos porque yo era la mayor. Me tocaba con todo ese mundo de chinches lavarlos, bañarlos, limpiarles el… A veces parece ir en un barco agitado, de un lado a otro. Por momentos puede hablar de detalles, fechas, nombres: de certezas. Pero es más normal que se le escapen esas precisiones en la marea viscosa que es la memoria. Yo no lo impido, hablo poco. -Ha cogido a decirle a las niñas que le muestren los senitos y les da diez mil pesos. Pero claro que me hago preguntas. Pero claro que pienso en límites, en imposibles. Lo más curioso de la casa es la forma en que los hechos violentos del pasado son asimilables como una prolongación de los días de ahora. No son una ruptura, , sino un reverso constante en el tiempo. Lo de las niñas me lo contó en la primera entrevista junto a otras quejas de David que aunque sonaran a ello, al desahogo de una mujer por las inconsistencias de un hombre, en realidad tenían el peso de la comprobación: más que un don juan atrapado en un cuerpo descomunal, es un hombre violento, incapaz de reconocer los derechos de las mujeres que a esa edad aún son niñas. Dijo que iba a sacarlo de la casa, que lo iba a denunciar. Por eso me sorprende verlo en la mecedora de mimbre ese día y que me salude con un “hola” largo, piropeado. A Amparo la sorprende cada vez: David, el hombre detenido en el tiempo de otros hombres que nacieron y murieron antes y que seguirán naciendo. Un tiempo sórdido, sostenido y flotante: partículas de polvo en un eterno vendaval. En 1997 Amparo manejaba un negocio de comidas rápidas con una amiga, un carrito de asados y delicias que había aprendido a preparar en cursos de culinaria. El negocio, como todo rebusque, dejaba ciertos márgenes pero nunca lo suficiente. Su amiga le anunció que viajaría a España y que deseaba venderle su parte si es que no se animaba a ir con ella. Amparo aceptó pagar mientras pensaba en la oferta. El destino era una población pequeña, Orense en Galicia. Tal vez por el desapego que ya le despertaba David se decidió tiempo después, cuando su amiga ya había hecho tour por Europa y estaba radicada en Madrid con una pareja.   Amparo viajó a Orense de forma legal y si hoy decidiera ir a España de nuevo, dice que podría hacerlo sin problema. Apenas llegó tuvo consciencia de las nuevas circunstancias: el negocio donde la recibieron no era un restaurante, como había mencionado su amiga, sino un bar que funcionaba en el subterráneo de un edificio de pocos pisos, en una zona comercial. El dueño le quitó el pasaporte, pero siempre le entregó un porcentaje razonable del dinero que ganaba con cada cliente. Algo como un una captaciónno del todo coercitiva pues podría regresar a Colombia cuando completara el dinero del pasaje, si es que aún quería regresar. De su amiga no volvió a saber. Son casos recurrentes los de los vecinos, amigos, familiares o parejas sentimentales de las víctimas que forman parte de la red de trata de personas, como primer eslabón. Amparo se quedó trabajando en el bar poco más de un mes, sin sentirse de todo explotada pues además del dinero podía llamar a su casa, contar lo que le estaba pasando. David le decía “No, mija, tranquila que yo acá la apoyo”, y cuando ella le explicaba que estaba prostituyéndose en turnos de doce horas -de tres de la tarde a tres de la mañana- él volvía a responder, “tranquila, quedate allá”, como si la llamada fuera más para pedirle permiso que ayuda. En esos años no tenían problemas económicos serios y ella todavía se pregunta por qué su marido no se alarmó ante lo que estaba viviendo. Es una pregunta que tendríamos que hacernos como sociedad porque hemos construido la idea de que la violencia que se “asume”, que se “acepta”, es merecida, incuestionable. Hay un concepto, el continuum de violencia, que explica que los crímenes sexuales cometidos en medio de conflictos bélicos tienen su fundamento en la violencia estructural contra las mujeres que impera en las sociedades. El hecho de que la violación haya sido y sea un instrumento de las tropas para lograr sus fines -aunque éstos últimos hayan mutado- tendría que ver con la frecuencia y naturalidad con que en tiempos y geografías de paz se cometen estos delitos. -Entonces uno bajaba por la parte de atrás, pero ahí sabían que era un bar, la gente que vive allí. Entraba uno por un zaguán. Entonces yo llegué allá y sí, me tocaba que hacerlo y bastante. Yo no duré mucho, me fui para el médico, hablé, porque nos tocaba que ir a que nos revisaran, nos dejaban ir, el señor nos dejaba salir pero sin entregarnos los papeles. Entonces yo lo convencí, que si era que él me podía entregar el pasaporte porque era que yo tenía que ir al médico porque estaba muy mal, porque una persona que estuvo allá me había desgarrado, estaba sangrando demasiado y me dio hemorragia. Era un señor de Mozambique y me abrió como una gallina, horrible, eso fue terrible. Le entregaron el pasaporte. Pronto regresó a Colombia. “El machismo”, decimos como una forma de alivio. Sale tan fácil. Dos palabras. A veces su equivalente técnico: patriarcado. Una palabra. Lo demás está implícito con severidad. Que es violento, culpable, corrosivo. El patriarcado es violento, una forma de alivio como concluir cuando hemos perdido algo que igual no tenía valor. El patriarcado no es humano porque parece eterno, omnipresente. Una muletilla de la conciencia que nos revela la violencia como una cuestión ajena, en la que estamos inmersas -desde siempre- como víctimas, señalando hacia afuera. Da la sensación que hablar de “patriarcado”, “capitalismo”, “sistema” se ha convertido en una forma de rendirnos, de dejar de buscar palabras. Violencias letales son aquellas cometidas por compañeros sentimentales actuales o previos, que causan la muerte de una mujer. La etiqueta general es feminicidio, un concepto nuevo en Colombia, popular desde 2015 cuando se promulgó la Ley Rosa Elvira Cely, llamada así porque fue ella la mujer violada, empalada y apuñalada en el Parque Nacional de Bogotá, y su caso el que implicó un cambio en la legislación para que el asesinato de mujeres por ser mujeres tuviera condenas mínimas de cuarenta años, sin posibilidad de preacuerdos o rebajas de pena por aceptación de cargos. Tal vez la novedad de la palabra y una mala costumbre hacen que la relacionemos con desamor o exceso de amor o enfermedad de amor o amor mal pagado: lo interpersonal. Sin embargo, en nuestro país -uno de los que presenta tasas más altas de feminicidio en el mundo- predomina la violencia por oposición, la . Un poco contra todo pronóstico porque aquí las noticias sobre feminicidios tienen esa firma de autor que deja espacio al misterio de la relación entre víctima y victimario, al suspenso sentimental: que a Rosa Elvira Cely, de “treinta y cinco años”, la mató un “compañero” del bachillerato nocturno con el que “salió” después clase, a las “diez de la noche”, a “departir”. En Colombia, como en El Salvador, los feminicidios cometidos por parejas o ex parejas son apenas el 3% del total. En Francia y Portugal, países con tasas muy reducidas de este delito, son el 80%. No es gratis. Colombia y El Salvador comparten la cicatriz de conflictos armados que se transformaron y entraron en las ciudades, como ácido a través de metal, después de diversos intentos de paz. Así, las violencias impersonalesprevalecen en estos contextos para hablarnos de que la llamada violencia basada en género puede estar más arraigada en la guerra que en la tradición, o mejor, en las patologías que la muerte y la ruina incesantes del conflicto le han contagiado a nuestra cotidianidad: lo que se solía llamar “ira e intenso dolor”, que es en realidad la legitimación de una masculinidad pornográfica y asesina; lo que llaman “intolerancia”, que no es otra cosa que el abuso del poder; o la famosa “indiferencia”, que es simple y llano acomodo. Decir que es el patriarcado el productor de estas violencias es como ponerle saco y corbata a la palabra, animarla con una maletita ejecutiva, convertirla en un sujeto sin cara. Es aliviarnos con la idea de lo ajeno, de lo que corresponde a quienes organizan el mundo como duendes perversos, cuando tiene que ver con un gesto nuestro, colombiano: el de estar a gusto y prosperar en medio de la devastación, desconocer que la guerra nos ha alcanzado, que se tomó sus licencias plagadas de crueldad en el parque Nacional de Bogotá un día de 2012. En ese sentido, hace falta una lectura más aguda de la dirección de la violencia, que aquí no va lineal desde la paz hasta la guerra. Ello podría ayudar, por fin, a comprender la importancia del desescalamiento del conflicto no sólo en la construcción de paz social, sino en la erradicación de la violencia contra las mujeres en contextos urbanos y domésticos, geografías que no han sido alcanzadas por los grupos armados pero que desprenden el tufo de la atrocidad: el hierro oxidado ebullendo del charco de sangre que refleja las primeras luces del sol y salpica el pasto con un rocío oscuro en el Parque Nacional. Amparo denunció la violación ante la Fiscalía el mismo año pero no ha habido avances en la investigación y ya dejó de esperarlos. También declaró para que el caso fuera incluido en el Registro Único de Víctimas (RUV) que es el sistema en el que deben inscribirse las víctimas del conflicto armado para acceder a medidas de asistencia y reparación. Amparo es una de las 28.559 personas que sufrieron delitos contra la libertad y la integridad sexual en la guerra. Hay cifras que hablan de menos víctimas y de muchas más. Con corte a 2018, el Observatorio de Conflicto y Memoria del Centro Nacional de Memoria Histórica indica que 15.738 personas sufrieron violencia sexual en el conflicto, mientras uno de los estudios cuantitativos más citados sobre el tema, la se refiere a 94.565 víctimas solo de violación. El acceso carnal violento no es la única modalidad de violencia sexual. La encuesta también preguntó por la prostitución, el embarazo, el aborto y la esterilización forzados. Las cifras, desarticuladas como están -quizá por lo que implican las diferentes formas de categorizarlas-, hablan de distintos grados de fatalidad pero ilustran la conclusión que la Corte Constitucional sacó en 2008 por medio de resolución judicial Auto 092: que la violencia sexual contra las mujeres es una práctica “habitual, extendida, sistemática e invisible en el contexto del conflicto armado colombiano”. Invisible, que no se puede ver aunque implique algo de esta magnitud: en el conflicto han sido violadas tantas mujeres como habitantes hay en la capital del departamento de Arauca. Casi cien mil. Y cien mil mujeres son eso, metiéndolas en una ciudad, en un estadio, en varios salones. El periodismo y sus intentos de mostrar, de visibilizar lo desproporcionado. Invisible. Un adjetivo que debe estar más relacionado con los niveles de impunidad que con el total de víctimas. De las mujeres que participaron en la encuesta citada, el 82% afirmó no haber denunciado la violencia sexual sufrida. Para el año 2008, la Defensoría del Pueblo estableció que el 81% de mujeres desplazadas que habían sufrido violencia sexual no denunciaron ese hecho ante ninguna institución. Sí el desplazamiento. Eso en cuanto al subregistro. De los casos denunciados se puede dibujar el panorama a partir de un informe de seguimiento al Auto 092. Éste último, además de definir la violencia sexual como una práctica habitual en el conflicto, ordena a la Fiscalía General dar celeridad a la investigación y sanción de un determinado número de casos remitidos en el mismo documento. En los 191 expedientes seleccionados se señalan 201 presuntos autores. A la fecha del informe, 2011 -tres años después de la resolución judicial-, sólo 4 casos habían terminado en sentencia condenatoria; 14 habían sido archivados por inhibición de la Fiscalía o porque precluyeron, y la mayor parte estaban en etapa de investigación sin presunto autor vinculado. El informe de seguimiento más reciente, el sexto, publicado en 2016 habla de un nivel de impunidad del 97% tras siete años de la expedición del Auto.     En el marco de procesos de paz recientes el balance de justicia tampoco es positivo. Según la Corporación Humanas, en las audiencias a los paramilitares que se acogieron a la Ley de Justicia y Paz, cuando se les preguntó por las violaciones y otras formas de violencia sexual que habían cometido dijeron no comprender por qué se hablaba de ese tema, “si esa mujer era mi novia”, “si era la pareja del comandante”, “si fue consentido”. Según los datos de la Unidad Nacional de Fiscalías, a 2010 -cinco años después de sancionada la Ley 975 de Justicia y Paz- de 300.000 conductas documentadas como crímenes de las autodefensas apenas650 correspondían a violencia sexual. Asimismo, de los más de 60.000 hechos confesados en el marco del proceso, sólo 40 correspondían a delitos de este tipo. Los números permiten interpretar que la ocultación, más allá de responder a la cultura de la naturalización o a un gesto de vergüenza tardía, tiene sustento en las bases de lo negociado. La Verdad no es un eslabón del proceso de paz con los paramilitares, sino un concepto concebido con maña a la hora de admitir un delito que para nada es menor o que, más bien, ha dejado de serlo: la violación es un crimen de guerra, según el Estatuto de Roma, además de un crimen de lesa humanidad, mediante Resolución 1820 del 2008 del Consejo de Seguridad de la ONU y un crimen constitutivo de tortura y genocidio según el Protocolo de Estambul y los tribunales internacionales para la ex Yugoslavia y para Ruanda. Bajo estos estándares, entonces, el crimen sexual no es amnistiable ni indultable. Según Humanas para 2015 existían apenas 5 condenas de Justicia y Pazpor violencia sexual. Cinco son los dedos de una mano. Cinco las vocales que recitan los niños cuando están aprendiendo a leer. El prontuario paramilitar en materia de delitos sexuales es tan cuantioso que debería tener un lugar en el relato elemental (en el paisaje) del conflicto porque cómo olvidar que los hombres del Bloque Pacífico Héroes del Chocó violaron decenas de mujeres negras por divertimento racista. O que el Bloque Norte asesinó mujeres indígenas y luego pintó las casas donde aún vivían sus familias con grafitis que ilustraban violaciones por distintas cavidades del cuerpo, senos amputados y vientres abiertos, como parte de la estrategia para desplazar a la comunidad wayuu de Bahía Portete, Guajira. O cómo no pensar en la imagen de tres cuerpos femeninos quemados con insecticida y sepultados en las fosas que cavó el Bloque Central Bolívar como parte de su “escuela de la muerte” en Puerto Torres, Caquetá, creada con el único objetivo de encontrar métodos eficaces para la tortura y la desaparición. O en los testimonios entrecortados de las mujeres de El Arenillo, Palmira, cuando llegan a la parte de la historia en que un comandante del Bloque Calima entra a sus casas y les impone sus fantasías sexuales nauseabundas. Mujeres trasquiladas en plazas públicas, empaladas en campos abiertos. En 2016 se estaba negociando otra paz, la del Estado y las FARC. Pero en Tumaco todavía se podían escuchar las conversaciones sicariales en cualquier heladería. Los sustentos del conflicto no habían mutado desde 2004, seguían siendo la hoja de coca y su imbricado destino; en 2015 los cultivos de uso ilícito aumentaron un 39% en esa población y a la violencia le empezaron a surgir aristas, cabezas de Hidra mitológica: se formaron nuevas organizaciones como Gente del Orden y la Oficina Sicarial del Pacífico, ésta última con sede en Llorente, y las tradicionales como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y Los Rastrojos continuaron delinquiendo, al igual que varios grupos armados organizados sin identificar. Lo que más preocupó a la opinión pública, sin embargo, fueron las acciones armadas de las disidencias de las FARC enredadas, por supuesto y más que nunca, con el narcotráfico mexicano. El medio de comunicación concluyó en una entrevista con la personera del municipio, Anny Castillo, que “El tema tiene en incertidumbre a los habitantes de Tumaco, para los que, con proceso de paz o sin él, el territorio va a seguir siendo un punto estratégico para el comercio de drogas y armas”. Lo resumió de otra manera la ex alcaldesa de Tumaco, María Emilsen Angulo, en una carta enviada al presidente Juan Manuel Santos en 2015, pleno apogeo del proceso de paz: “nuestra situación es ahora igual o peor que la vivida en los tiempos más fatigosos de esta crisis que originó el conflicto armado”. Para finales de 2018, según el informe de Human Rights Watch, los homicidios en esta pequeña población del pacífico, de 210 mil habitantes, aumentaron un 50% comparado con 2017; un dato incoloro frente al júbilo gubernamental condensado en aquella frase que buscaba la rima libre y la posteridad: “A alias Guacho se le acabó la guachafita”. La noticia del abatimiento del hombre más buscado en Colombia por comandar las disidencias de las FARC en el suroccidente del país, hizo que por primera vez pudiera escuchar, en la emisión central de un noticiero y de boca del nuevo presidente de la república, el nombre del municipio de Llorente. Era 21 de diciembre. Pensé en Amparo. Si su violación aparece en el Registro Único de Víctimas es porque no hay manera de que algún hecho ocurrido en Tumaco esté aislado de lo que le circunda. La violencia sexual asociada a la guerra presenta unas dificultades en gran medida mayores para su investigación y sanción dado el carácter simbólico colectivo de los hechos. No es una persona, un enfermo o un monstruo, el que accede a la intimidad de una mujer, sino toda una estructura. Porque el crimen es de una violencia expresiva, un discurso que pretende dar el mensaje de quién detenta el poder. ¿Sobre quién recae la responsabilidad de una violación? ¿Sobre el o los individuos cuyas identidades se hace imposible conocer? ¿O sobre la línea de mando de la organización a la que pertenezcan, dato que también es difícil determinar? Y, además, cómo cotejar, cómo saber quién es quién, cómo exigir un examen médico legal inmediato, cómo abrir un proceso, si alrededor sólo rugen las balas. -¿Ella no te ha mencionado que fue trabajadora sexual y que su hija también? No en esas palabras ni con esa corrección política, pero lo había mencionado. -Pues también les sugirió a otras mujeres del proyecto decir que habían sido víctimas de violencia sexual, sin que eso les hubiera pasado- me contó la persona que me presentó a Amparo. Me recomendó que fuera despacio, con la atención en el relato porque no era el único inconveniente que se había presentado con Amparo en el proyecto de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA que ella coordinaba y en el cual participaban mujeres víctimas de diferentes hechos del conflicto. Ir despacio era insuficiente. Lo asumí como traición. Quise abandonar. ¿Qué significaba?: ¿que yo estaba escribiendo una ficción? No entendí cómo podía instar a otras mujeres a crear relatos sobre un hecho tan doloroso, como ella misma lo había esbozado para mí, como si fueran cosas de pasillo. Sentí que era terreno yermo. Quise abandonar. No pude abandonar. Regresé a su casa, irritada y aguda, dispuesta a corroborar el relato punto por punto, palabra por palabra: escuchar de nuevo ciertos fragmentos de la historia, captar qué era distinto esta vez, contrastar sus propias versiones, enfrentarla. Memoricé los detalles de las entrevistas pasadas, redacté el cuestionario y volví, entre otras razones porque ella es una víctima y sobreviviente visible en Cali, reconocida por su participación en procesos y organizaciones. No podía abandonar. Llevé unas tostadas integrales en caso de que el ambiente se pusiera raro, inexpugnable. Una bandera blanca: las veces que nos hemos visto en su casa no ha faltado el café de la tarde. Es el último día de octubre de 2018. Cierra la puerta de la habitación tras de ella, dice que ya vuelve. Me quedo a oscuras, intentando conservar el brío, en ese lugar entre sagrado y a disposición que es su cuarto. -Angélica, adiviná qué… ¡Hagamos comitiva!- y entra devolviéndome la luz de la sala, con dos pocillos que me extiende, luego un plato con masas fritas de trigo. Invita a pasar para tomar una masa y un tostado a Sandra, la mujer del Centro Democrático que le está ayudando a dirigir la fundación, quien tiene la tarea de registrarla en Cámara y Comercio, caracterizarla y ponerla a funcionar con los aportes del partido. -Entonces este es el rinconcito… Yo no lo conocía- dice Sandra desde la puerta. Llevan varios meses trabajando juntas en la casa, pues la fundación no tiene sede. Yo estaba prácticamente echada en la cama, con los dedos grasosos, sosteniendo dos masas al tiempo y tomando café rebosante, dulce. Y lo entiendo, ipso facto, la frase que leí alguna vez aislada de contexto: “ . Y la sombra encierra una paradoja en relación con la luz: son directamente proporcionales. Amparo es generosa, desinteresada conmigo que sólo le prometí estas páginas a cambio. Lo sinuoso de la historia, lo oscuro, los vacíos, hipérboles, la filiación política del momento e incluso la invitación a sus compañeras para hacerse pasar por víctimas de violación, todo aquello tendría una base. Lo inadmisible sería desechar el relato entero, las tardes de entrevista frente a frente en las que Amparo me dejó expurgar lo inenarrable. Como a una niña que toma una rama para punzar un ave que está en el suelo. Abandonar en nombre de la veracidad y el rigor periodístico hubiera sido un despropósito. Son valores de los que sospecho hace tiempo. Hay un principio consignado en Ley de Víctimas, Artículo 5, Principio de buena fe, por el cual el Estado debe presumir que quienes dicen ser víctimas lo son. La buena fe y el periodismo riñen tal vez porque en el imaginario de la profesión es la mala fe lo que impera en la sociedad, y la mordacidad lo que debe contrarrestarla, prevalecer. O tal vez porque la buena fe es una decisión, un acto de horizontalidad, como sentarse junto a alguien. Sentarse nada más. “ ”, leo en una página de la copia que Amparo le sacó al cuaderno antes de que se perdiera. La base de esas zonas oscuras del relato podría ser una mirada que se me escapa, una a la que había planeado recurrir pero no como salvavidas de sentido. Contacto a una psicóloga, Emilse, que trabajó en el Programa de atención psicosocial y salud integral a víctimas (PAPSIVI) del Ministerio de Salud, para preguntarle, sobre todo, por el trauma y sus efectos en la memoria y en la identidad. -La violencia sexual es irreparable- anticipa cuando estoy por preguntarle algo concreto. Y nunca lo había pensado. No después del trabajo de campo. Cómo llegar a imaginarlo si se trató de ir donde nos citáramos, escucharlas, admirarlas, despedirnos y luego volver a mi casa, en ese contraste salvaje que es el regreso a la vida segura, en la cual no ha existido una noche, ni una sola, de temer que en mi cuarto me alcancen manos indeseadas. Las afectaciones de la violencia sexual constituyen límites de las dimensiones humanas -la física, la emocional, la familiar-, no por el trauma en sí mismo, por el hecho y su recuerdo, sino por la respuesta social, el modo como general y colectivamente afrontamos que una mujer nos cuente que ha sufrido un ataque sexual pues dicha respuesta está condicionada por el pudor y la culpa que envuelven la sexualidad femenina. En este punto cabe reflexionar sobre el hecho de que el delito sexual linde con los terrenos de la sexualidad femenina, entendida como un ejercicio de disfrute. Hablar de una violación no debería tener la misma carga moral que hablar de la intimidad. Hablar de un crimen, denunciarlo, no debería equipararse -en ningún imaginario- con hablar de los momentos de claridad destellante que nos regala el cuerpo cuando es libre y cuando es propio. Emilse me dice que aquellas representaciones son una consecuencia directa del desconocimiento de nuestros derechos sexuales y reproductivos. Sobre el daño emocional, me cuenta que es en caída libre. La memoria y la identidad entran en crisis. Surgen dos preguntas que no dan tregua: por qué me pasó a mí y quién soy tras el hecho. Aparece la culpa, intermitente; el rechazo por la apariencia, por las formas. El trauma tiene dos tendencias: la hipersensibilización o la anestesia. “Es algo que tú quieres sacarte con otra persona. Yo me volví gritona, irritable”. Amparo insultaba sobre todo a David. De ambas tendencias se desprenden las dificultades para volver sobre los hechos y narrarlos respondiendo a las cinco W’s. Físicamente los efectos son dolores que el cuerpo recuerda contra su voluntad, a veces por medio de una herida, de una marca en la piel; a veces mediante la somatización. A Amparo le quedó un escozor profundo en los glúteos, una especie de quemadura porosa como los corales. Cada mañana debe bañarse con agua fría y un exfoliante. El frasco medio vacío se me aparece cada vez que entro a su baño.  A nivel familiar la afectación es una grieta. Las relaciones de pareja tienden al fracaso porque se rompe el vínculo que une a la víctima y sobreviviente con su capacidad de disfrutar la intimidad. -El daño podría afectar la vida sexual de forma permanente cuando no hay acompañamiento terapéutico o acompañamiento por parte del esposo. También se dan casos en los que ese vínculo no se rompe pero se distorsiona. La otra familia, la de padres y hermanos, puede generar prejuicios que se cristalizan en la evitación, en el silencio. Un silencio como el presupuesto de lo que está bien, de lo que es cómodo, de lo que mantiene el orden. Con todo ello, le pregunto a Emilse si cree que el tiempo o la posibilidad de justicia punitiva pueden atenuar el dolor, a lo que responde que ni lo uno ni lo otro. El tiempo es una variable que se puede despreciar, pues no constituye -en sí mismo- un elemento reparador activo. Me explica que quizá lo más importante para una víctima y sobreviviente es el primer contacto, la atención que le brinden recién ocurridos los hechos, y que ésta siempre debe contemplar un enfoque diferencial, pues la comprensión de la subjetividad es lo que permite trazar una hoja de ruta terapéutica. Sobre la justicia punitiva -esa que claman algunos sectores políticos, la que busca el encierro de la bestia en el calabozo donde subyacen las cosas que han dejado de ser humanas- me dice que si bien la impunidad constituye un factor degradante en muchos casos, su experiencia la ha llevado a creer que para las víctimas la justicia es una cuestión de dignidad humana, al igual que la paz. Para ellas, lo importante es dejar de sentirse ciudadanas de segunda por un delito que alguien cometió sobre sus cuerpos y esto va más allá de una condena. La dignidad radica en la capacidad de comunicar su verdad y escucharla de voz de quienes perpetraron el crimen. -Para la salud mental de un país lo más importante sería crear garantías reales para que la verdad se conozca y para que los hechos no se vuelvan a repetir. Otro café. Sus sombras junto a las mías. La luz blanca y caliente. Las preguntas deshechas. Me cuenta de sus procesos, en los que participa y los que está llevando a cabo con la fundación. Es una víctima y sobreviviente visible en Cali, por lo que el Centro Nacional de Memoria Histórica la convocó hace meses para una investigación que es insumo en la construcción de la Casa de las Memorias del Conflicto y la Reconciliación, que se inaugurará este año en la ciudad. En los últimos meses ha participado en un proceso que tiene la particularidad de ser un experimento guardado con secretismo. Es coordinado por la Vicaría de la Arquidiócesis de Cali y dirigido por un sacerdote reconocido en la ciudad. En ese espacio Amparo comparte salón con ex combatientes de las FARC y todos tienen la tarea de plantear proyectos productivos que la Arquidiócesis va a financiar. Cuando intenté contactar al trabajador social vinculado al proyecto, quien está a cargo, evadió la posibilidad de reunirnos, quizá por la naturaleza exploratoria de la experiencia y entonces me quedé con los comentarios de Amparo y una de sus compañeras, también víctima y sobreviviente de violencia sexual: que es una actividad importante para la formación empresarial pero estéril respecto a la reconciliación, porque “ellos” siguen siendo “ellos” y “nosotras”, “nosotras” y nadie da el brazo a torcer. Estaría por comenzar otro proceso al que fue invitada, una escuela de formación para mujeres víctimas de violencia sexual asociada al conflicto que será dirigida por Fabiola Perdomo, la directora territorial de la Unidad de Víctimas en el Valle. No ha decidido si participar pues en algún punto estos procesos, que ocupan sus días y su mente, le han dejado sólo el vértigo de lo que termina pronto y la carga de tareas que se inician por gusto y se terminan por compromiso, como si necesariamente lo que se emprende de buena voluntad en este país tuviera que desembocar en una orilla burocrática y poluta. Amparo quisiera que los procesos fueran un lugar de paso, un refugio para hacer el tránsito del trauma, la crisis, el duelo al mundo exterior. Creo que permanece en la idea de darse tiempo para volver a ser y que por ello evita salir de su casa. En su casa hace la primavera. Mientras hablamos dentro de la habitación, la sala está ruidosa de niños vestidos de domingo, con camisitas a cuadros y blue jeans rectos y de niñas con trajes vaporosos adornados de cintas en tonos pastel. Ninguno está disfrazado, pero todos muy elegantes. Es Halloween y la fundación citó a las mamás con hijos pequeños para celebrar el día regalándoles una bolsa de dulces. Me alcanzan una porque alguna vez, no hace mucho, fui una niña. Los veo a ellos, acartonados, sin jugar, ahogando el llanto que causa lo desconocido. Sandra entrega las bolsas y pone a las mamás a firmar una planilla de control. Me pregunto si es para ellas o para el partido. Apago la grabadora. La noche se siente caer. Paso a la cocina para despedirme de Faride, que me saludó al llegar. Y dice que cómo voy a irme, que ella está haciendo chocolate para todos: las niñas, David, los abuelos, Amparo, un primo que llegó de visita, Sandra. La olleta chilla a fuego alto y el pan se desmorona en una bandeja. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 II. III. IV. V. VI. VII. VIII. IX. X. XI. XII. XIII. XIV. XV. interpersonales impersonal XV. XVI. XVII. XVIII. XIX. XX. XXI. **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 MARCHA PATRIÓTICA ¿SE REPITE LA HISTORIA? http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/marcha-patriotica-se-repite-la-historia/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Un panfleto con mayúscula sostenida firmado por las “Autodefensas Gaitanistas de Colombia” declaraba en mayo del año pasado como objetivo militar a José Alejandro Niño, Marcela Urrea y Darnelly Rodríguez, tres miembros del movimiento Marcha Patriótica en Cali. No eran los primeros ni los únicos amenazados y en decenas de casos las amenazas se cumplieron. A seis años de la fundación de Marcha, sus integrantes temen que se repita el exterminio de la Unión Patriótica. —Tomé la decisión de irme porque el papel llegó a mi casa, comprometiendo la seguridad de mi familia. Fue un viernes en la mañana cuando José Alejandro Niño encontró en el piso de su sala una nota en la que era sentenciado a muerte, junto a quince personas más, todas integrantes de movimientos sociales o políticos. Una semana antes, mientras sacaba unas copias en la Universidad del Valle, notó que alguien lo seguía. Alejandro de 26 años es integrante de la Red de Derechos Francisco Isaías Cifuentes, espacio en el que ayuda a denunciar diferentes tipos de abuso.  —Los abusos de autoridad son los más fuertes, pero también hay otros procesos de denuncia de restitución de tierras, que se hacen en el sur del Valle y en el Cauca —comenta Alejandro desde un país tropical, vía Skype.  El año pasado, el gobierno colombiano refrendó los acuerdos de paz alcanzados con las FARC-EP, con el fin de encontrar una salida negociada al conflicto que azota al país desde hace más de 50 años. También en el 2016, en agosto, se cumplieron 30 años del asesinato de Leonardo Posada, ex integrante de la Unión Patriótica y representante a la cámara por Santander. Su homicidio, en 1986, marcó el inicio del extermino de la UP, en el que más de tres mil miembros y simpatizantes de la organización fueron víctimas. El genocidio obligó a este movimiento a extinguirse jurídicamente en el 2002, tras no lograr representación en el congreso; pero en el 2013, luego de reconocer el exterminio del que fue blanco, el Consejo de Estado le devolvió la personería jurídica.  A pesar de las cifras de bajas de Unión Patriótica, son muchos los sobrevivientes que aún defienden sus ideales y que, sin embargo, continúan siendo víctimas de ataques. Es el caso de Imelda Daza, quien el 6 de mayo de 2016, estuvo presente en un atentado contra dirigentes de diferentes movimientos políticos. La transgresión ocurrió en las instalaciones del Sindicato Único de Trabajadores de la Industria de los Materiales de Construcción (Sutimac) en Cartagena, mientras se llevaba a cabo una reunión organizada por el Partido Comunista Colombiano (PCC). Un hombre armado, de tez morena, ingresó  y disparó repetidas veces. La respuesta de los escoltas fue inmediata y nadie resultó herido, no obstante el agresor huyó en una moto. El senador Iván Cepeda interpretó el atentado como la continuación de una campaña que se ha intensificado y que trae acciones criminales contra destacados dirigentes la Marcha Patriótica, la Unión Patriótica y quienes trabajan por la paz del país. El movimiento político Marcha Patriótica, fundado en 2012, viene denunciando ser víctima de un modelo de exterminio similar al de la UP. Este movimiento está conformado por 1800 organizaciones sociales de todos los rincones del país, campesinos, indígenas, afrodescendientes, estudiantes, colectivos de mujeres, población LGTBI, defensores de derechos humanos y sindicalistas. Presentan como base de sus actividadades la búsqueda de la paz, con reestructuración del sistema político, social y económico, y han tenido una participación activa en el proceso de paz como voceros de los sectores más abandonados del país. Sus reclamos similares a los de la guerrilla sobre problemas claves del país, llevó a que medios de comunicación, políticos y altos mandos militares señalaran a Marcha Patriótica de tener vínculos con las FARC. Y la acusación terminó por convertirse en una sentencia mortal. Debido a que las denuncias presentadas habían sido, en su mayoría, silenciadas, más de cien mujeres de Marcha Patriótica realizaron una vigilia en la iglesia San Francisco de Bogotá, en marzo de 2016. Desde las entradas del templo un camino de rosas guió el paso de las marchistas que, usando un velo blanco sobre su cabeza, repartieron folletos con información sobre los asesinatos de sus compañeros, y abogaron por la liberación de sus 300 prisioneros políticos. Este evento puso los hechos en la agenda pública.  José Alejandro Niño también es miembro del Grupo Estudiantil y Profesional de Univalle (GEPU), vinculado a Marcha Patriótica. Por los días en que la amenaza llegó a su casa, cursaba séptimo semestre de psicología en la Universidad del Valle; siempre había vivido en Cali, pero esa amenaza le cambió la vida. Desde el extranjero y con un poco más de calma, relata cómo el temor lo invadió.  —Pasaron 13 días entre el tiempo que recibí la amenaza y mi salida del país, vivía paniquiado; no salía de mi casa. Recuerda que el Día de la Madre salió a la casa de una tía y hubo una balacera cerca.  —Yo pensaba: ¿es por mí, no es por mí? Me van a dejar tirado y a mi mamá le va a tocar recogerme. A la final no era conmigo el asunto, pero ese miedo siempre está latente y cualquier cosa lo dispara. Dejar a su familia, aplazar sus estudios, aprender otro idioma e incluso rebuscarse la vida haciendo mantenimiento de computadores, son algunos de los cambios que ha hecho para proteger su vida. Al golpe emocional se le suma el económico, ya que Niño y su familia han asumido la totalidad de los gastos; salvo por el hospedaje que le brinda un amigo. No ha querido solicitar la figura de exilio pues considera que puede ser contraproducente ya que esa medida genera estigmatización. Según datos de Marcha Patriótica en los últimos cinco años -hasta enero 18 de 2017-  han sido asesinados 129 de sus miembros. En promedio, un muerto cada 18 días -sin contar amenazados y víctimas de atentados-. 129 hombres y mujeres, que creían en una Colombia mejor, que defendían sus ideales y que en su lucha por la justicia cayeron a manos de aquellos que ven inoportuna su convicción. La cifra continúa en aumento y el Gobierno se niega a aceptar la conexión de los asesinatos.  Claudia Marcela Urrea Ballesteros, líder estudiantil de la Universidad del Valle y Ex vocera departamental de Marcha Patriótica también ha recibido panfletos en su contra en reiteradas ocasiones. Según ella, lo más preocupante son las deficientes medidas adoptadas por el Estado para su protección.  Sentada en su oficina en un edificio de la Universidad del Valle, Marcela recuerda detalles de varias amenazas que ha sufrido. En el 2014, cuando organizaba con sus compañeros el cuarto congreso de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU), fue amenazada por grupos autodenominados antisubversivos. —La constante es señalarlo a uno de insurgente, obviamente en otros términos de ‘guerrillero hijueputa’ y eso; en ese momento La Red de Derechos Humanos puso la denuncia y se nos asignó un esquema de emergencia: un carro manejado por un ex agente del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) -entidad estatal clausurada por múltiples escándalos de seguimientos ilegales-. Como Alejandro y Marcela se encuentran muchos militantes de Marcha Patriótica y de otras agrupaciones que, debido a su postura política, han visto reducidos sus derechos y su libertad. Sobre el tema varios funcionarios de la Defensoría del Pueblo, Regional Valle, declararon no contar con la autorización para pronunciarse al respecto; sin embargo, fuera de registro uno de ellos precisó que este tipo de casos se llevan de forma independiente a la colectividad a la que pertenezcan las víctimas. Esta institución recibe la copia de la denuncia en la Fiscalía y toma los datos, luego los remite a la policía y a la Unidad Nacional de Protección. Esta última entidad después realiza la clasificación de riesgo y finalmente determina acciones.  Marcela, con sonrisa irónica, cuenta que su caso fue clasificado como riesgo extraordinario por la Unidad Nacional de Protección, y que desde el 2015, le asignaron un celular con minutos, un chaleco antibalas y un auxilio de transporte que esta entidad no le consigna. —Se supone que uno debe contratar un carro, yo hablé con un señor e hice todos esos trámites, pero si no pagan pues el señor no me va a transportar, así de sencillo.  Marcela también relata que en la entrevista hecha por la Sijín le preguntaron por qué la amenazaron.  —Yo no sé, en este país no lo deberían amenazar a uno. El hecho que sea dirigente estudiantil no es una razón para que me amenacen. Aunque los casos de asesinatos, persecuciones y amenazas no han sido esclarecidos, miembros de Marcha Patriótica dicen saber de qué grupo vienen. En un comunicado del 6 de mayo de 2016, el movimiento dice que han expresado en varias ocasiones su preocupación por la vigencia del paramilitarismo en diferentes regiones del país, insisten en que las estructuras paramilitares nunca se han desarticulado ni son solo crimen organizado, como les llama el Gobierno. Frente a los posibles causantes de las amenazas, en el 2016 el Gobierno cambió la denominación de las  Bacrim (Bandas Criminales) por Grupos Armados Organizados (GAO) y Grupos Delictivos Organizados (GDO). El último informe del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, INDEPAZ, señala la presencia narcoparamilitar en 351 municipios de 31 departamentos. Además muestra el crecimiento de estos grupos en las zonas que antes eran dominadas por las Farc. Sin embargo, para Darnelly Rodríguez, Directora de La Red de Derechos Humanos del Suroccidente Colombiano Francisco Isaías Cifuentes, no se puede asegurar que todos los asesinatos sean de grupos paramilitares. —Muchos de ellos son cometidos por parte de la fuerza pública.  En el Paro agrario del 2013, iba a las mesas con todas las instituciones oficiales. Saliendo de dicha reunión intentaron tirarnos de la moto, hasta un integrante de la Sijín me agredió físicamente. Según cifras de la oficina de prensa de Marcha Patriótica –hasta 2016-, del total de homicidios, 42 fueron cometidos por la fuerza pública, y 13 ya tienen procesos penales. Manuel Laureano Torres, diputado por el Partido de la U en la Asamblea Departamental del Valle y creador de la Comisión de paz de este ente, cree que los casos de asesinatos podrían también tener otras explicaciones. —Es muy discutible porque uno siempre hace cábalas y presunciones. Es posible que esos casos, tengan que ver con agentes del Estado, pero muchos tienen que ver con problemas personales. No obstante, hay que acudir a las rutas propias que establece el Estado para definir si alguien es una víctima. También están los organismos internacionales como la Corte Interamericana, por ejemplo, que finalmente es la que se encarga de determinar si hubo, o no, violación de derechos en el caso de un grupo en especial. En este caso, el de Marcha Patriótica, a quien yo considero que se le han dado muchas garantías. El diputado piensa que las condiciones son diferentes a las del genocidio de la UP, pues para él, el  momento en que vivimos y los grupos son muy distintos. Pero James Larrea, vocero de Marcha Patriótica, ve muy posible que el genocidio de la UP se repita.  —Podría pasar. Piedad Córdoba advertía hace unos meses que, si el Estado Colombiano no se compromete a cambiar ese pensamiento del enemigo interno -que es la doctrina de seguridad nacional, que se impone como estrategia de control social y militar después de los años 50 y 60-, vamos a seguir viendo en la política el uso de la fuerza oficial para el control de eso que no es normal.  James cree que el Estado contó con una estrategia de comunicación pobre, sobre lo que se acordó en La Habana, algo que era crucial en el momento que se buscó refrendar lo pactado mediante el plebiscito. —Si las partes no han hecho un trabajo de pedagogía con la gente del común, que le permita entender a la gente de a pie la importancia de acuerdos, como los que se han hecho hasta ahora, pues la gente no va salir a respaldar el proceso, porque van a tener en la cabeza lo que nos dicen todo el día los medios comunicación.  Marcha Patriótica ha adelantado procesos de pedagogía popular para la paz, programa que, según Marcela Urrea, ha permitido mitigar el estigma que pesa sobre las organizaciones de izquierda.  Darnelly Rodríguez no sólo teme por su vida, sino la de su pequeña hija de quien, por razones de seguridad, prefiere no hablar demasiado. La UNP le ha aumentado las medidas de protección porque ha sido amenazada de nuevo. Ahora la acompaña un escolta a donde vaya. A pesar de todo, se muestra enérgica y no baja la mirada. —La convicción nos mantiene aquí, nos da fuerza para luchar y la moral no baja, antes aumenta. Al saber que mataron algún integrante, las ganas de hacer valer la justicia nos mantiene en pie.  Alejandro Niño, espera regresar a Colombia, terminar sus estudios, continuar con sus ideales y al igual que Marcela Urrea aportar en la construcción de un mejor país. Sin embargo, coincide con el escepticismo de Darnelly sobre su seguridad. Hasta que el Estado no demuestre que es real la amenaza paramilitar no se dará un cambio en las políticas de oposición. El genocidio de la UP se repetirá con nosotros. Los más afectados son los campesinos que no tienen cómo huir al momento de afrontar estas amenazas. Los números seguirán en aumento si no existe una intervención. Desde el trabajo de Derechos Humanos nos enteramos de todos los casos de asesinato y es muy duro, pone triste a todas las organizaciones. Nunca he perdido mi moral, la rabia y la impotencia hace que tenga más ganas de luchar por la justicia. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 MARÍA MAGDALENA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/maria-magdalena/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle A los doce años de edad, emigró a Cali con su tío que la trajo para que cuidara unos niños y le ayudara a cocinar a su esposa. Fue durante esa gran guerra mundial de la que hablaban en la radio. Su esperanza la mantuvo durante todos los años en los que trabajó haciendo los oficios domésticos de distintas familias: cocinaba, planchaba, lavaba, cosía… Para María no es necesario un reloj despertador. Se despierta de madrugada, pone a calentar el agua para el café y saluda a Rebeca. Luego, prepara y empaca su almuerzo en un recipiente de plástico. Cuando ya está lista para salir se asegura de que Rebeca tenga agua limpia y algo para comer. ¿Ya se va mamá? -dice Rebeca. Ya me voy. ¡Shhh! Quédese calladita y juiciosa. María Magdalena sale todos los días a conseguir el pan del día vendiendo chicles y cigarrillos en un cajón de madera que ha ensamblado con el esqueleto de un cochecito para bebés. Diariamente y desde hace varios años se sienta a esperar en la plazoleta del CAM a quienes hacen alguna pausa en su camino para fumar o comprar algún caramelo. Sus párpados se ven cansados; su cabellera ya tiene asomos plateados y las florecitas de sus vestidos se han desteñido poco a poco. Sus aretes también han envejecido. Su espera a veces resulta eterna. Eterna. Hace un año nos conocimos y desde entonces charlamos ocasionalmente en las tardes, sentados en una silla de cemento en la plazoleta del CAM. A pesar del ruido nos escuchamos. Algunas veces nos quedamos callados. Otras veces, nos reímos. O contemplamos pajaritos. Le pregunto sobre el tiempo que lleva viviendo en Cali y después de una pausa me responde: No han querido darme el lotecito pa’ hacer la casita porque no han querido. Por ahí pago una piecita: cuatro diarios. Pero cuando no hay cómo pagarla la esperan a una como gato peliao… “Y a ver, ¡Que desocupe si no tiene cómo pagar!” ¿Qué puede hacer uno? Les digo: espérense a mañana a ver cómo el Señor nos ayuda. ¿Tiene hijos? Sí, dos mujeres y un joven que tenía me lo mataron por quitarle una carretilla y un caballo. Hace dos años me lo mataron. Allá en Petecuy. El cogía chatarra, papel, botellas, de todo lo que recogen. Por quitarle el animalito… de cuarenta y dos años me lo mataron. Se queda en silencio y pone una de sus manos en la cintura. Mira a su alrededor. Me lo mataron por quitarle su caballito. Su carreta. Él era el único que me pagaba la pieza, me ayudaba cuando estaba enferma; me ayudaba con lo que más podía. Partía lo que conseguía conmigo. Su callada mirada se desvía de nuestra charla. Sus ojos son como charquitos cristalinos que traen recuerdos como la corriente turbia de un río bravo. Entonces se apresura a partir un trozo de papel higiénico para secar sus lágrimas. Cada quince días voy al Cementerio Metropolitano a visitarlo. Le llevo flores y le hago arreglar su tumba. Le limpio su lápida. Pero ya no puedo ir a su casa. Me parece que él está ahí en la esquina; paradito… Espere, me dice. Lentamente busca algo en su cochecito; mientras tanto, agrega: Llevé su retrato ampliado a la casa de mi nuera porque no soportaba verlo más. Cada vez que veo una carretilla me parece que es él: sentado con su caballito y… Doña María aún conserva pequeños retratos de tres por cuatro en una carterita negra: Mire, mi único hijo varón. Una de mis hijas mujeres. Y mis nietos; el mayor, que pagó servicio militar y la virgencita me lo mantuvo y me lo regresó vivo (tenemos que ir pronto a visitar a la señora de Las Lajas; aún debemos cumplirle esa promesa). Aquí la nieta que ya se casó y Samuelito que tiene nueve meses. También conserva una fotografía de la hija de una vendedora del parque. Una linda niña de ojos grandes y piel morena a la que le tiene mucho cariño porque acompañaba a su mamá mientras vendía. Esa pobre mujer se enfermó mucho cuando se le llevaron a su hijita. Estuvo durante un tiempo en el Bienestar Familiar. Pero gracias a Dios se la devolvieron. Así sea aguapanela, pero uno no quiere dejar solos a sus hijos. ¿Y qué hace ahora cuando se siente enferma? Me aguanto. Porque antes tenía un médico y allá nos daban la droga, pero hace unos meses fui y nos dijeron que ya no había más. Nos interrumpe un hombre que se acerca y pide un cigarrillo. Y otro más: A la orden ¿A cómo los chicles? A doscientos. ¿Y los supercocos? A cien. Gracias, -dice el hombre y luego se aleja. Volvemos a la conversación: ¿Y no vive con nadie de su familia? Una hija vive cerca pero a mí no me gusta molestarla. Ella vende jugos en el parque de las palomas. A veces la visito, pero está muy ocupada. ¿Y en Nariño queda alguien de su familia? Allá viven un poco de hermanos pero no se acuerdan de nada. Vivo con Rebeca, la loca. (Sonríe.) Y su esposo, ¿alguna vez se casó? Sí, nos conocimos aquí en Cali cuando yo tenía diecisiete años. Pero no me quería casar. Nos fuimos a mi pueblo y allá nos arrinconaron. Que teníamos que casarnos. Y así fue. Después de casarnos nos fuimos a Cali, y luego nos ofrecieron trabajo cerca a Tuluá. Pero en ese tiempo empezó eso de la Violencia. Y él me decía que no iba a pasarnos nada, que iban matando de arriba pa’ bajo, que nosotros ya íbamos subiendo y que íbamos a estar en lo alto. Que tranquila, no nos pasaría nada. Allá cuidábamos una finca y ordeñábamos vaquitas; él sembraba y cosechaba y le ayudaba mucho al dueño. Nos querían mucho. Así vivimos dos años. Pero una tarde, llegó un amigo de mi marido y le dijo que habían vuelto y que se estaban llevando a los hombres. Entonces él se fue. Me dijo que me escondiera con una vecina y el niño en una trinchera y que la tapara con madera, y ahí nos metimos. Dejamos la puerta de la casa abierta para que pensaran que no había nadie. Por la noche cuando llegaron esos hombres revolcaron todo, buscaron qué comer y después se fueron. Temblábamos de miedo. Nos quedamos dormidas en medio de esa oscuridad. Al día siguiente nos enteramos de que habían matado a siete personas en la finca del vecino. Que dizque por godos. Sólo un niño quedó vivo porque estaba en el baño cuando llegaron y se metió debajo de una tina de lavar ropa. La angustia no me dejaba en paz y yo estaba embarazada. Y el marido mío regresó dos meses después. Esos hombres volvieron y ya no pude esconderme y entonces me preguntaron que dónde estaba mi esposo y les dije que no sabía. Que el siempre se iba a vender el queso y no volvía pronto. Me advirtieron que debía decirles toda la verdad. En medio de mis nervios a mí se me ocurrió decirle a uno de ellos que yo tenía un retrato de don Epifanio Ramírez y doña Bernardina, los padres de mi marido y de ‘Tirofijo’. Cuando les mostré el retrato me abrazaron y se rieron. Mandaron a traer yuca, plátanos y gallinas. Ellos mismos hicieron un sancocho y me guardaron en un plato. Antes de irse me dijeron que no preocupara y que le dijera a mi marido que no se escondiera. Que ellos nos iban a cuidar; también le dejaron una carta. Días después cuando él llegó, leyó la carta y me dijo que yo ganaba porque estaba embarazada, porque si no, él no dudaría ni un momento y se iría con ellos. Esos fueron años muy difíciles, pero tiempo después el murió en Cali y yo me quedé sola. Ahora vivo feliz con mi lorita. Cada vez que llego a la casa le digo: ¡Llegó mamá! Y me dice: ¡Ay Loca! Y cuando le llevo banano, le digo: La mamá le trajo banano. Y entonces dice: ¿Que qué? La quiero mucho, es hermosa. Siempre con sus ruidos y su gritería. Me la traje de los llanos hace siete años cuando me tocó ir por mi hija. A ellos los amenazaron de muerte si no se iban de su parcelita. Mi hija no tenía plata y al esposo lo había hecho irse porque si no lo mataban. El se fue. Pero a mi hija le dieron dos días para irse. Reuní platica con los vendedores de aquí y me fui por hija y mis nietos. Cuando llegué los cuatro me abrazaron y no paramos de llorar. Esa noche no pudimos dormir. Los niños me ayudaron a rezar el Santísimo Rosario. Oramos hasta el amanecer y luego salimos dejando atrás todas sus cositas. Su casita. Mi nieto me decía: “Abuelita, llevémonos la vaquita. No la dejemos solita”… Pero no podíamos, no nos llevaría nadie con ella. ¿Y qué hicieron después? Fue muy triste llegar a Cali y tener que acomodar a mis niños en unas cajas de cartón en la Galería de Santa Elena. Allá fue la única parte donde me recibieron con ellos. En la bodega de un señor amigo mío. El nos ayudó durante un tiempo. Que Dios lo bendiga siempre. Han pasado un par de horas y hemos hablado de muchas cosas de su pasado. Una avalancha de recuerdos. Doña María, abstraída, con su mirada apacible y cansada me dice que ya es hora de irnos porque ya son más de las cinco y además, va a llover. Cierra el cajón, lo envuelve con plástico y lo asegura con un pedazo de neumático y una cabuya. Se abriga con un suéter rojo y lentamente abandonamos la plazoleta. -¿Si ve esa nube? – Sí. -Va a llover muy pronto, apurémonos que se larga el aguacero. Caminamos unas cuadras y me indica por dónde debo continuar. Luego me dice que ojalá pueda ir pronto a conocer a Rebeca; le digo que sí, que me gustaría mucho y que le haré el retrato como lo prometí. Nos despedimos. Al poco tiempo la lluvia cae a borbotones. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Una tumba vacía… Una mujer que llora…  Una tumba vacía… Una mujer que llora… **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA NOCHE EN QUE LOS MEDIOS FUERON NOTICIA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-noche-en-que-los-medios-fueron-noticia/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Ocurrió una noche de febrero de 2005. Eran aproximadamente las diez y cuarto cuando la tranquilidad de mi hogar fue turbada por un estruendo que estalló las ventanas. De inmediato escuché algunos gritos al interior de la casa y me apresuré a salir de la habitación. Quería saber cómo se encontraba mi familia. Todos estaban a salvo aunque bastante nerviosos. Minutos después, en la calle, la algarabía de la gente tomó cuerpo. A algunas cuadras de distancia de mi casa se concentraron varias patrullas de policía. Intenté indagar en la radio el motivo de la explosión, pero ningún medio daba información; sólo se escuchaba música y comerciales, hasta que surgió una voz anónima: “Fue ahí en RCN, un atentado”. En efecto, los titulares de prensa del día siguiente confirmaban el suceso. Se trató de un carro bomba que detonó frente a las instalaciones de la cadena radial Rcn. Según la información, hubo dos heridos y varios daños materiales. Luego de un año, el único implicado en el hecho fue absuelto por falta de pruebas. Días después del atentado, las FARC, mediante uno de sus comunicados, aceptaron la autoría. Acusaron a la cadena radial y televisiva de participar activamente en el conflicto alineándose con el gobierno de turno, sirviéndole con fines propagandísticos. La respuesta no se hizo esperar: diferentes asociaciones de medios hicieron público su repudio y argumentaron que era una total agresión a la libertad de prensa. Como bien se sabe, en este país los hechos se diluyen en la memoria con la misma fugacidad que dura la noticia. Los atentados, masacres, homicidios diarios quedan guardados en un cajón. Aunque se trataba de un ataque a uno de los medios más influyentes del país, la agenda mediática por esos días andaba bastante ocupada en la reelección del presidente Uribe. Prioridades son prioridades; así que el atentado se dejó a un lado. La misma agencia que fue víctima del golpe, se encargó, a través de sus emisiones, de poner otros hechos en el panorama nacional. El olvido es sistemático. En agosto de 2010 se presentaría un suceso similar, pero esta vez ocurrió en las instalaciones principales ubicadas en Bogotá, de la otra gran cadena de medios del país: Caracol. El modo de operar de los autores fue el mismo: vehículo hurtado y cargado de explosivos, detonación nocturna, muertos, heridos, “cuantiosos” daños materiales. Transcurridos ocho años, continúo recordando esa noche cuando camino por las calles cercanas al lugar de la explosión. Actualmente, se encuentran cerradas por conos anaranjados y custodiadas por agentes de seguridad privada. Las paredes de las edificaciones que antes brindaban sombra a los peatones, ahora están corroídas en medio de un silencio abrumador. Esta tarde el sol golpea las estructuras abandonadas de lo que eran las bodegas de Postobón y constituían el vecindario de la cadena radial que continúa funcionando. Por el lugar solo se ve pasar las patrullas de seguridad y alguno que otro perro, gato o rata, que encuentra refugio en este sitio.  En la superficie de los andenes se deslizan fragmentos de basura y hojas secas de algún árbol lejano, que a la vez danzan con el viento dejándose elevar y caer de manera delirante. Las cámaras de seguridad se posicionan en la altura, como el ojo de un dios secreto, escrudiñando la soledad de unos muros olvidados. Al pasar, el silencio se ve interrumpido gracias al eco generado por el tráfico; así como por algún radioteléfono que murmura. Los perros se inquietan cuando camino cerca, sus entrenados olfatos los obligan a dudar de todo el que pasa por el sector. Cuando llego a mi cuadra, noto en el ambiente una  tranquilidad similar a la de aquella noche. La gente tal vez no la recuerde, el tiempo cava la tumba de la memoria. Los vecinos pocos días después del atentado continuaron con sus vidas sin problema. La señora de la esquina siguió saliendo a barrer la calle como acostumbra; las doñas del frente sacando sus asientos para tomar aire fresco todas las tardes; los pelaos del colegio de la vuelta forman bullicio en el parque; y los jibaros aún siguen vendiendo sus mercancías en el improvisado parqueadero de la otra esquina. La rutina no detuvo su andar, fue capaz de restablecer el orden después de una noche caótica. Ese recuerdo fue diluyéndose ante otras tragedias cotidianas. Por unas cuantas horas nos llegó el turno de ser el epicentro de la guerra, así como todos los días desde hace sesenta años les ha tocado a tantos colombianos. Cada vez que paso por aquel lugar veo una huella de la guerra, casi imperceptible, plasmada en el asfalto, en las paredes, en los andenes y también en el silencio. Lagunas de olvido que componen un paisaje inhabitado. Se ha constituido en unos de esos muchos no lugares, senderos de escaso tránsito en donde no hay encuentros ni mucho menos memoria. Ahora solo son algunas calles cerradas.  excelente Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LOS FRUTOS DEL DESPERDICIO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/los-frutos-del-desperdicio/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Es domingo y Edwin, un hombre de 1.65 metros de estatura y una contextura rolliza y templada, espera que la policía autorice el cierre de la vía. Aguarda en una bicicleta cross de la que no se bajará hasta el final de su trabajo como coordinador de tráfico. La jornada inicia hacia las nueve de la mañana y finaliza a la una de la tarde. Durante ese tiempo Edwin o “Gumer”, como lo llaman en la zona, cuida, junto a otros 22 vigilantes, que ningún automotor ingrese a la ciclovía. Hoy está reservada solo para ciclistas, patinadores y caminantes. Años atrás las personas de esta zona de la ciudad se cuidaban de él. El sol es abrasador. Edwin lleva una sudadera negra, una camiseta de manga larga fluorescente con el escudo de Cali en ambos hombros y una gorra con orejeras en tela impermeable que también logran proteger su cuello.  Tiene 37 años. Cuando solo cumplía catorce, por esta misma zona se le podía ver saliendo de su casa, perfumado, vestido de jean y camiseta, abordando un bus de la empresa Crema y Rojo. Gumer Hernández, su papá, de quien heredó el sobrenombre, compraba y vendía repuestos y cacharros para mantener a una familia de cuatro hijos. Era un hombre duro. De él, Edwin aprendió el lenguaje de los golpes. En una ocasión Gumer le pegó por no defenderse de un compañero del colegio que le robaba la comida y lo golpeaba a la hora del recreo. Desde entonces Edwin aprendió que para sobrevivir necesitaba usar la violencia. Nos detenemos cuando el semáforo se pone en rojo. Llegamos a la mitad del trayecto. En la espera de cambio de luces se nos unen niños en patines, bicicletas y triciclos. Los adultos siguen trotando en su lugar para conservar el ritmo. Así es un día en la vida actual de Edwin. Levantarse, una reunión aquí, un trabajo por allá. Solucionar un lío, organizar personal y enviarlo a reciclar. Darles vuelta a los niños que viven con la madre. Hoy piensa en el ejemplo que le puede dejar a la cola, así llama a sus hermanos menores. Han pasado casi 14 años desde que abandonó el camino de las armas. La ciclovía atraviesa la calle 123, una avenida de cuatro carriles que conecta a la comuna 21 con el resto del distrito de Aguablanca. Habla con tranquilidad de su pasado y su cuerpo empieza a hablar por él. Cojea mientras se baja de la bicicleta. Tiempo atrás recibió un tiro de escopeta con balines en la pierna izquierda. Recuerda que ese día iban a matar a uno de sus amigos, él estaba con una muchacha, “sano”, cuando se pilló la vuelta y corrió. Los proyectiles salieron en forma de abanico y lo alcanzaron, algunos balines se quedaron incrustados en su tibia y esta mañana soleada los siente más. Desde entonces Edwin abraza a la vida.  La Comuna 21 empieza en el centro comercial Río Cauca y termina en el barrio Pizamos 1, que colinda con el antiguo vertedero de basuras Navarro. Atrapada entre el caño de la avenida Ciudad de Cali y el río Cauca, tiene 11 barrios y su corazón económico es una calle donde se encuentran desde concesionarios de motos hasta ventas de todo a mil y dos mil pesos. Por sus calles transitan jeeps, mototaxis, carros “piratas”, buses antiguos y los modernos del sistema de transporte masivo. Tiene tres centros de salud, iglesias cristianas, católicas y evangélicas. Ubicada en el oriente de Cali, es una de las zonas que congrega a la mayor población de la ciudad y, sin embargo, pareciera que no ha terminado de insertarse.  El oriente se extendió a partir de los años cincuenta con barrios piratas y asentamientos de invasión. Por esta zona circulan pandillas, ladrones de poca monta, oficinas de cobro y milicias urbanas guerrilleras y paramilitares. Gran parte de los homicidios de la ciudad se registran en ella. Cali se mantiene como una de las ciudades más violentas del mundo. Fue durante el primer mandato del alcalde Rodrigo Guerrero, en 1994, cuando Edwin, su hermano Alexander y otros jóvenes participaron por primera vez del programa “A lo bien parce”. Organizaciones no gubernamentales de Bogotá, como el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo y el Centro de Investigación y Educación Popular –Cinep-, lo lideraron. Para entonces la ciudad vivía una guerra urbana. Entre enero de 1993 y diciembre de 1995, se cometieron 6.123 homicidios y 3.387 víctimas fueron personas entre los 15 y los 30 años. En este mar de sangre aparecieron los primeros deseos de Edwin por dejar las armas y enfocar sus energías en otras labores.  El programa fue un éxito mientras funcionó. Edwin dejó de delinquir, cortaba el césped de los parques del Distrito de Aguablanca, retomaba sus estudios secundarios y recibía atención psicosocial. Otros compañeros participaron en estudios de formación técnica con el SENA (Servicio Nacional de Aprendizaje). Pero si hay una temporada peligrosa para la ciudadanía son las transiciones entre gobiernos. Cuando el programa apuntaba a su segunda fase y se perfilaba como la esperanza de los jóvenes, misteriosamente, desaparecieron los dineros para su funcionamiento y 850 jóvenes quedaron a la deriva. A lo Bien Parce hacía parte de la historia.    Las andanzas volvieron. El programa le había servido a Edwin para ampliar su red de contactos. “Calle Caliente”, su parche, seguía firme “pa’las que fuera”, en la misma cuadra polvorienta del barrio Decepaz, cuyas casas se construían de a poco. Conseguir las armas para volver al ruedo era tan fácil como ir a una panadería y ordenar un pan. El “Parche del Humo”, el grupo enemigo que operaba a las tres cuadras contiguas a “Calle Caliente” había conseguido apoyo de un grupo insurgente y se había fortalecido. Edwin y Alex se vieron en desventaja y buscaron hacer lo mismo. A los pocos días se fueron al monte.   Antes se despidió de la ciudad con una rumba para todo el parche. Habían vuelto los negocios y se dio el lujo de hacer cerrar una discoteca, dar instrucciones para que solo ingresara quien él autorizaba. Exigió que nadie fuera requisado y ordenó licor para cada mesa. De esa forma evaporaba el dinero obtenido por las vueltas de la semana.   El entrenamiento militar fue en límites de los departamentos de Valle y Cauca, en las filas del EPL. Allí los hermanos aprendieron a armar y desarmar fusiles AK47 y M60, a preparar tatucos con anfo, papas bomba y a ‘urbaniar’, así se le llamaba a ejecutar operaciones militares en el casco urbano de las ciudades. Alexander cuenta que llegaron hasta las montañas de Suárez, Cauca, por tercos, por “ganas de recibir maltrato”. Transcurría el 2002 y la terquedad solo les duraba un año. Iban comiendo selva, “no quiero ni recordar”, interrumpe Alex mientras juega con las llaves de su moto, contrariado. En ese tiempo alcanzan a “volear quimba” (combatir) en la comuna 13 de Medellín contra el bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas. También cuidan rutas del narcotráfico y escoltan carros. No saben qué llevan en su interior pero mientras estaban bajo su responsabilidad debían dar hasta la vida para que el paquete llegara a su destino. Aunque tenían sueldo y comida, decidieron regresar a la casa. Extrañaban la familia.De regreso a Cali, el alcalde era Jhon Maro Rodríguez y había diseñado su propio programa para intentar contrarrestar la violencia. Gumer y Alexander querían intentarlo otra vez. Corjucali, la Corporación de Jóvenes Unidos Trabajando por Cali los había reunido. El programa quería redireccionar hacia programas educativos a jóvenes con procesos delictivos, vulnerables y con altos riesgos de drogadicción. Era el programa bandera del Alcalde, pero no generaba empleo y los peligros de reincidir eran latentes.  Por aquellos días un grupo de las FARC llegó en camionetas lujosas al parche, abrió una maleta y ofreció un millón de pesos a quienes tuvieran entrenamiento militar y superaran un casting corporal. Gumer se sintió tentado pero estaba convencido de querer conocer a sus hijos. Algunos de los que aceptaron la oferta, fueron quienes activaron las bombas que explotaron frente al Palacio de Justicia y el comando principal de la Policía Metropolitana, en el corazón de Cali. Los más desafortunados terminaron en fosas comunes, en caños y en el Río Cauca. Hoy, Gumer calcula que ha visto caer más de 50 amigos. Algunas personas que corren y montan en bicicleta se detienen a saludarlo. Él, sin bajarse de su bicicleta, ondea su mano derecha con amabilidad. Años atrás era temido. Luego de dos procesos de resocialización, lidera un proyecto de reciclaje junto a su hermano Alexander y Yesid Saavedra, un hombre que combatió en las filas de las AUC. Yesid está encargado de la organización del personal dentro de la fundación Huella Ambiental. No solo excombatientes y expandilleros conforman esta iniciativa, son más de 300 integrantes entre recicladores tradicionales y personas del común. Edwin sabe que ahora tiene una mayor posibilidad de ver crecer a sus tres hijos.  Hace 17 años llegó por primera vez a prestar sus servicios de vigilancia. La comunidad estaba cansada del robo de bicicletas y él y su pandilla, “Los Cone”, una de las más temidas del Distrito de Aguablanca en la década del 90 -con más de 400 integrantes-, tenían el poder para contrarrestar el problema. “Cuando alguien se robaba una bicicleta, íbamos hasta donde la tuvieran y la recuperábamos. Nos parábamos firmes. Desde antes le prestábamos seguridad al transporte y a los negocios en la comuna”, cuenta. Pasó por varios programas de “resocialización estatal”. En estos programas cree pero sabe que no servirán de mucho si no brindan a sus participantes otras herramientas que les permitan ganarse la vida cuando el programa acabe. Lo sabe porque vivió la experiencia. Lo recuerda muy bien. Ese día eran cinco, Edwin, su hermano Alex y tres compañeros más. Ingresaron a una bodega ubicada cerca a la Alcaldía. Era la cuarta vez en el mes. “Los tenemos de hijos”, pensaron. Entraron como ‘Pedro por su casa’ y tomaron el dinero. Cuarenta millones. Encendieron el camión con el botín cuando vieron aparecer a la Sijin (Seccional de Policía Judicial e Investigación). Todos fueron trasladados al calabozo.   Mientras uno de los compañeros de robo se delataba, Alexander y otro más decidieron culparse para dejar libre a Edwin que iba a ser padre. En la madrugada escucharon abrir la reja del calabozo. Una voz les ordenó salir.  Los rostros más visibles del proyecto para la resocialización de jóvenes de la alcaldía estaban encerrados en un calabozo, mirando nerviosos el suelo y al alcalde Jhon Maro Rodríguez que acababa de llegar.   El ladrón confeso reconoció el error y estaba dispuesto a pagarcárcel. Edwin le explicó al Alcalde que iba a ser padre y debía mantener a su familia. El Alcalde se comprometió a darles otra oportunidad y les exigió respeto por las vidas de los agentes encargados del operativo. Edwin y su hermano Alex sabían que estaban agotando sus posibilidades de cambiar de vida. Así que se dirigieron a la oficina de Decepaz, una dependencia municipal que atiende los procesos urbanísticos y sociales de la comuna 21. La oficina estaba en el norte de la ciudad y no en el corazón de la Comuna. Irrumpieron en las instalaciones diciendo “Queremos dejar las armas, colabórenos”. Sabían que estaban en deuda con la vida, pero el funcionario que los atendió solo respondió: “No los podemos ayudar porque no tenemos recursos”.   Sin embargo, les informaron que la Secretaría de Gobierno había abierto el concurso “Barrios seguros, iniciativas comunitarias de convivencia y seguridad”. Ellos sabían que era ahora o nunca.  Fueron aceptados. Asistieron a una universidad durante dos meses a hacer manualidades y a pintar. Les parecía una bobada, pero lo asumieron. Los tres mejores carteles creados por los participantes recibirían un premio de doce millones para invertir en una iniciativa comunitaria que vinculara jóvenes y buscara soluciones a los problemas de violencia en sus barrios.  El Cartel de Edwin y Alex tenía un planeta tierra con dos manos que lo protegían. El lema: “Reciclando y no botando todos ganando”. Ocuparon el tercer puesto y allí nació Huella Ambiental.   Organizaron en el barrio los Sábados de Feria Ambiental y Sancochón. Invitaron a artistas, vendieron fritanga y bebidas refrescantes. La Tienda del trueque era la mayor atracción. Edwin y Alex cambiaron material reciclable por juguetes. La comunidad no quería tomarse el trabajo de separar los residuos porque sentía que esa labor no era para ellos. Pero los niños se antojaban de los juguetes y un padre está dispuesto a hacer muchas cosas por su hijo. Por ver nacer el suyo Edwin cambió su vida. Los padres cambiaron de actitud cuando supieron que no tenían que pagar por los juguetes. Empezaron las filas del trueque y Edwin supo allí que su deseo de cambiar tenía un camino abierto.  Desde entonces ha luchado por mantener la fundación en pie, tocando una puerta cuando se le cierra otra. Sabe que aunque quiere una vida pacífica, no puede dejarse someter de pandilleros de la zona. Por eso se para duro, está dispuesto a no dejarse braviar, aunque su vida es otra.  Gumer recoge y clasifica lo que otros consideran desechable. El sol pega más duro aquí en el oriente que en el resto de la ciudad. Suda, se ensucia y carga residuos. Las armas y la violencia en esta zona son un trabajo remunerado, en medio de la escasez de oportunidades, como cualquier otro. A los 37 años una ganancia diaria de entre quince y treinta mil pesos poco alcanza para dar de comer a tres hijos. Pero desde hace doce años encontró en el reciclaje una forma de ganarse la vida con lo que otros botan, sin hacer daño, como acostumbraba, y esa es una razón poderosa para permanecer y dejar un ejemplo a sus hijos.  Se acerca el mediodía. En su bicicleta habla, no se baja. Hace nueve meses fue atropellado por un carro que omitió la señal de pare, el accidente le produjo una incapacidad de cuatro meses que sufrió en silla de ruedas. “Sigo andando en la bici para que no se me entuma la pierna”. Nuestro encuentro concluye. El último monitor en firmar su asistencia nos espera en el punto del barrio Potrero Grande. Le cuenta a Edwin que en el Sena están abiertas las inscripciones para la carrera de Tecnología Ambiental y Manejo de residuos. Él no tiene Icfes y el Sena tampoco hizo pública la convocatoria a tiempo. “Así me toque poner Derecho de Petición me inscribo. Uno quisiera hacer las cosas bien pero siempre encuentra trabas”. La ciclovía termina.  Hablamos días después.   – Me van a recibir en el Sena pero tengo que presentar el Icfes en septiembre-, me cuenta con entusiasmo. Ante los ojos de los demás, Gumer es un ejemplo de recuperación en la sociedad del desperdicio. Empató un partido cuyo resultado se encaminaba a una vida perdida y residual. Remontó un marcador en contra. Ahora tiene un tiempo más y quiere pensar un futuro. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 El camino de las armas Tan fácil como comprar un pan El arte de recuperarse **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 UNDERGROUND POR HARUKI MURAKAMI http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/underground-por-haruki-murakami/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle En marzo de 1995 se produjo en Tokio un atentado con gas sarín que produjo doce muertes y miles de heridos, reivindicado por la secta religiosa japonesa Aum Shinrikyo. El gas sarín, de tan fácil fabricación que es llamado “La bomba atómica de los pobres”, opera de acuerdo a un mecanismo supremamente simple. Este acto terrorista conmocionó a la sociedad japonesa y la hizo abocar a sus incertidumbres, contradicciones e inconsistencias. Murakami reaccionó a su manera: decidió escribir un laborioso reportaje, que tituló Underground (es el nombre que recibe el metro en Tokio), en el que traza la sicología del Japón contemporáneo (como lo indica el subtítulo: El atentado con gas sarín en el metro de Tokio y la psicología japonesa). Publicado en japonés en 1997, ha sido traducido por primera vez al español en octubre de 2014 (Tusquets editores, 557 páginas). En la reseña aparecida en la revista Babelia de El País de Madrid, el 11 de noviembre de 2014, Jorge Aparicio dice: “Podrá el lector advertir muy pronto que a Murakami le fascinó la posibilidad de llevar a cabo una suerte de sinfonía social, por decirlo de algún modo, una pieza compleja y colectiva en la que participaran como intérpretes incontables japoneses, de edad, sexo y condición distintos, que accedieron a ser entrevistados por el novelista y a confesar sus sentimientos encontrados, muchos de ellos nada fáciles de entender para el lector occidental”.  Presentamos en este número de Ciudad Vaga (Viaje por la ciudad difusa) el prólogo escrito por Haruki Murakami, en el que describe la metodología seguida. Una tarde me fijé casualmente en una revista que estaba encima de la mesa y me puse a hojearla. Leí por encima algunos artículos. Cuando terminé, eché un vistazo a la sección de Cartas al Director. No recuerdo por qué razón lo hice, quizá sólo por capricho, tal vez porque tenía tiempo libre, pues no suelo hojear revistas femeninas ni leer las cartas de los lectores. Había una firmada por una mujer cuyo marido había perdido el empleo como consecuencia del atentado con gas sarín en el metro de Tokio. Por desgracia, le sorprendió cuando se dirigía a trabajar. Perdió el conocimiento, lo ingresaron en el hospital y, unos días más  tarde, le dieron el alta. Sin embargo, las secuelas que padecía le impidieron volver a trabajar en las mismas condiciones. En un principio, la situación no fue demasiado grave, pero pasó el tiempo y su jefe y sus compañeros comenzaron a hablarle con sorna. No pudo soportar la tensión creciente, la frialdad en las relaciones con los demás. Presionado por un ambiente hostil, terminó por dejar el trabajo. Ya no tengo la revista a mano y no recuerdo las frases exactas con las que la mujer explicaba la situación, pero eso era lo fundamental de su contenido. Lo que sí recuerdo bien es que no era un ruego encarecido. El tono general no era de enfado, sino más bien ecuánime. Como mucho, por ponerle alguna pega, provocaba cierta lástima. La mujer daba la impresión de estar desorientada, de seguir preguntándose por qué razón les había golpeado la desgracia, y de estar desconcertada ante aquel súbito, incomprensible y violento giro del destino. La carta me conmovió. ¿Por qué había ocurrido algo así? No es necesario insistir en la gravedad de la situación que padecía aquel matrimonio. En lo más profundo de mi corazón me compadecí por su infortunio, pero comprendí, sin ningún género de duda, que de poco o nada serviría un simple «lo siento». No podía hacer nada por ellos. Como la mayoría de la gente, suspiré, cerré la revista y volví al trabajo, a mi vida normal. Sin embargo, no pude olvidar la carta. Una insistente pregunta no dejaba de rondarme en la cabeza, un gran signo de interrogación: « ¿Por qué?». Desgraciadamente, muchas víctimas del atentado no sólo padecían el trauma lógico derivado de un acto violento de esas características, sino también sus crueles efectos secundarios. ¿Por qué? (Dicho de otro modo: sufrían una violencia generada por nuestra sociedad, una violencia que existe y se manifiesta en cualquier entorno.) ¿Nadie era capaz de parar aquello? Reflexioné sobre la doble violencia que se había visto obligado a soportar aquel hombre que únicamente se dirigía a su puesto de trabajo. Víctima no sólo de un acto criminal aleatorio, sino también de una segunda «victimización», es decir, de esa violencia colectiva y cotidiana de la peor clase que lo invade todo. Creo que para las víctimas resulta imposible distinguir entre una y otra, concluir si surgen de aquí o allá, de lo «normal» o de lo «anormal». Por mi parte, cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que comparten un mismo sustrato, una misma raíz, a pesar de que se interpretan de muy distinto modo. Sentí el deseo de conocer en persona a la autora de la carta y a su marido. Por extensión, a todas las demás víctimas. Quería profundizar en esa causa esencial que se halla en la base de nuestra sociedad, en ese núcleo capaz de provocar en determinadas circunstancias esa doble violencia. Poco tiempo después tomé la decisión de entrevistar a las víctimas del atentado con gas sarín. Obviamente, esa carta no fue la única razón que me motivó a escribir este libro; sólo fue un faro en la niebla. Por aquel entonces, ya sentía una gran inquietud personal respecto a ese tema, pero eso preferiría explicarlo en el epílogo. Realicé las entrevistas que componen Underground en el transcurso de un año, de principios de enero de 1996 a finales de diciembre de ese mismo año. Acudí personalmente a hablar con todas las víctimas que consintieron en explicar sus circunstancias personales en el momento del atentado. Cada una de las entrevistas tuvo una duración aproximada de entre una hora y media y dos horas. Grabé las conversaciones en cinta magnetofónica. El tiempo medio de las entrevistas es una estimación, puesto que en algunos casos llegaron a prolongarse hasta cuatro horas. Envié las cintas a unos especialistas para su transcripción. Se eliminaron las partes que no servían y el texto resultante se conservó sin alteraciones. Como es natural, algunas entrevistas fueron muy largas. En otras, la conversación se desviaba de un tema a otro para retomar el hilo más tarde, como sucede casi siempre en la mayor parte de nuestras conversaciones cotidianas. Seleccioné los contenidos, cambié el orden, eliminé repeticiones, pegué y corté frases para que la extensión fuera la adecuada, para que todo estuviera ordenado y resultara sencillo de leer. Hubo casos en los que no pude captar el matiz de lo que el entrevistado decía al leer la transcripción, así que no me quedó más remedio que escuchar la cinta una y otra vez hasta lograr confirmar ciertos detalles. En determinados casos, llegué a redactar tres versiones distintas. Para escribir el libro dependía, en gran medida, de las impresiones de la memoria que cada una de las personas entrevistadas conservaba del lugar del atentado. Por mucho que detallasen su historia, por mucho que volviese a escuchar la cinta una y otra vez, si no comprendía y visualizaba la atmósfera de la escena, podía perder de vista con facilidad el núcleo principal de la conversación, con el resultado de que el testimonio perdía fuerza. Por eso escuchaba y trataba de concentrarme al máximo para comprender toda la dimensión y los detalles de lo sucedido. Tan sólo en una ocasión una persona rechazó que le grabase. Creía habérselo advertido por teléfono, pero cuando nos encontramos y saqué la grabadora, me dijo: «No me había avisado». Me vi obligado a tomar notas, a apuntar números, topónimos y todo tipo de detalles mientras escuchaba un testimonio que se prolongó durante casi dos horas. Nada más volver a casa, me puse a redactar para ponerlo todo en orden. Reproduje la conversación a partir de las sencillas notas que había tomado y, al hacerlo, me admiré del poder de la memoria. Llegado el caso, pensé, la memoria es digna de confianza. Puede que sea algo habitual para los periodistas, pero no para mí. No obstante, después de todo ese esfuerzo, la persona en cuestión declinó su publicación, por lo que todo el esfuerzo fue en vano. Conté con la ayuda de dos asistentes para llevar a buen término el trabajo: Setsuo Oshikawa y Hidemi Takahashi. Sus responsabilidades fueron las siguientes: Localizar e identificar los nombres de las víctimas del atentado a través de lo publicado en periódicos u otros medios. Servirse del boca a boca para localizar a otras víctimas. (Existen razones concretas por las que no puedo revelar el método concreto que utilizaron.) Honestamente debo reconocer que fue un trabajo mucho más complicado de lo que imaginaba. En un principio pensé que no sería tan difícil ya que muchas víctimas vivían en los alrededores de Tokio, pero el asunto no resultó tan sencillo. De entrada, sólo existe una lista oficial de víctimas en la fiscalía. Como es natural, la preservación de la intimidad de las personas y la confidencialidad de los datos allí consignados están entre sus principales obligaciones, por lo que nadie ajeno al proceso judicial puede consultarla. Lo mismo sucede con las personas hospitalizadas en cada uno de los centros donde fueron atendidas. Revisando los periódicos publicados el mismo día del atentado, a duras penas logramos descubrir los nombres de las personas ingresadas. Sin embargo, no eran nada más que nombres y apellidos, resultaba imposible conocer sus direcciones o números de teléfono. En primer lugar elaboramos una lista con los nombres de las setecientas víctimas conocidas. A partir de ahí iniciamos la búsqueda. Apenas pudimos identificar a un 20 por ciento del total. Por ejemplo, en el caso de un nombre muy común como es Ichiro Nakamura, resulta muy complicado localizar a una persona concreta partiendo únicamente de ese dato. Al final contactamos con ciento cuarenta personas que, en la mayoría de los casos, declinaron la entrevista por diversas razones: no querían recordar lo sucedido, no querían tener nada que ver con la secta Aum; sencillamente, no confiaban en los medios de comunicación. La antipatía y desconfianza hacia los medios fue mucho más fuerte de lo que había imaginado. No era raro que, después de decir el nombre de la editorial que iba a publicar el libro, nos colgasen el teléfono sin más. Al final aceptó poco más del 40 por ciento de un total de ciento cuarenta personas. Con el paso del tiempo y a medida que la policía detenía a los principales miembros de Aum, el miedo a la secta fue disminuyendo. Sin embargo, seguíamos encontrándonos con personas que rechazaban nuestra propuesta porque consideraban que sus síntomas no eran tan graves y, por tanto, poco tenían que aportar. (Es probable que sólo fuera una excusa, pero no hay forma de confirmarlo.) También hubo casos en los que no pudimos contar con el testimonio del afectado, aunque estuviera dispuesto a hablar, por la oposición frontal de sus familiares, que no querían verse implicados por más tiempo en ese asunto. En cuanto a profesiones, apenas pudimos obtener testimonios de funcionarios o financieros. La causa por la que hay pocas entrevistas con mujeres es difícil de determinar. No es más que una hipótesis, pero podría ser que muchas jóvenes solteras sintieran cierta resistencia. Hubo algunas que rechazaron la propuesta con el argumento de que sus familias se oponían. Localizar a las cerca de sesenta víctimas que finalmente accedieron a hablar resultó una ardua tarea que llevó mucho tiempo. Por eso consideré la posibilidad de publicar un anuncio en el que solicitaría su colaboración: «Estoy escribiendo este libro y me gustaría conocer su historia». Desde un punto de vista estrictamente cuantitativo creo que así, al menos, podría haber recogido muchos más testimonios. Si soy sincero, cada vez que la búsqueda se estancaba me sentía tentado de hacerlo, pero lo descarté, después de consultar con la editorial, por las siguientes razones: En primer lugar, de esa manera no teníamos forma de comprobar la veracidad del testimonio. Nuestro método de búsqueda, por el contrario, disminuía considerablemente ese riesgo. Hubiera agradecido una barbaridad que una persona acudiese de forma voluntaria para contar su caso, pero acumular testimonios poco fiables habría restado credibilidad a la totalidad del libro. Preferí equilibrar el conjunto en detrimento de una selección más amplia pero realizada por puro azar. Teniendo en cuenta las características de nuestro trabajo de investigación, quería avanzar de la manera más discreta posible, no llamar la atención de nadie. En caso contrario habría aumentado la desconfianza y la cautela de los entrevistados hacia mi persona y hacia los medios. En lo que a mí me concierne, quería estar fuera del foco tanto como pudiera. Creo que evitar esa «suscripción pública de testimonios» tuvo otro resultado positivo. Al rechazar un método de búsqueda relativamente fácil se consolidó la unión entre mis ayudantes, entre los transcriptores y yo mismo. Al final experimentamos cierta sensación de logro. Fue una reacción lógica después de un laborioso trabajo en equipo, un trabajo que terminó por constituirse como elemento esencial en la elaboración de este libro. De esa manera, pude tener una mayor consideración hacia cada una de las personas que se decidió a participar. Una vez se hubieron transcrito, redactado y corregido las entrevistas, se enviaron a los interesados para su revisión. En cada caso adjuntamos una carta en la que pedíamos su permiso para publicar sus nombres verdaderos. De no aceptar, les proponíamos varios seudónimos entre los cuales debían elegir uno. Aproximadamente el 40 por ciento de los entrevistados optó por la opción del seudónimo. Para evitar suposiciones innecesarias, decidimos no advertir en el texto de quién lo usaba y quién no. Especificar «seudónimo» junto a un nombre, no habría servido más que para incitar a cierta curiosidad malsana. En la carta pedíamos también que nos señalasen qué partes de su intervención les gustaría cambiar o suprimir si es que había algo que no querían ver publicado. Aunque con diversos matices, prácticamente todos sugirieron algún cambio o supresión. Corregí en persona la parte señalada ateniéndome a las indicaciones. A menudo eran pasajes en los que se hablaba del carácter o de la vida del entrevistado cuya finalidad era aportar realismo a cada una de las historias. Como escritor me apenaba eliminarlas, pero respeté siempre sus instrucciones procurando no alterar la historia. Si resultaba imposible, proponíamos una alternativa y esperábamos el consentimiento del interesado. Al final nos encontramos con numerosas correcciones y versiones. Una vez reescritos los nuevos textos, los volvíamos a enviar para su comprobación y aprobación definitiva. Si a pesar de todo aún se sugerían cambios, repetíamos el mismo procedimiento. Así tantas veces como nos permitiera el tiempo. En el caso concreto de una persona, ese intercambio llegó a repetirse hasta en cinco ocasiones. Tratamos, en la medida de lo posible, de no molestar ni incomodar a ninguna de las personas que atendieron de buena fe a nuestra petición. Teniendo en cuenta la desconfianza general que ya sentían hacia los medios de comunicación, procuramos evitar de cualquier manera que al leer el texto publicado volvieran a decir: «No fue así como lo conté», o que pensaran: «A pesar de que confié en ellos y colaboré, me traicionaron». El trabajo de corrección y supresión realizado por los entrevistados fue minucioso. Empleamos el máximo tiempo del que disponíamos en la reescritura de los textos. El número total de entrevistados ascendió a sesenta y dos personas, aunque, como ya he señalado anteriormente, hubo dos que al final rechazaron la publicación de su historia. En ambos casos se trataba de valiosos e importantes testimonios. Debo reconocer con toda sinceridad que desaprovechar el trabajo realizado me resultó muy doloroso, pero no me quedó más remedio al no contar con su aprobación. Actuamos de principio a fin con un total respeto a la voluntad de las víctimas. En muchos casos tuvimos que dar más explicaciones de las que considerábamos necesarias. Si su respuesta era definitivamente no, abandonábamos. Los testimonios publicados en este libro son, por tanto, voluntarios y conscientes. No hay frases de adorno, no hay orientación ni montaje. Mi capacidad para escribir (si dispongo de semejante cosa por escasa que sea) se concentró únicamente en repetir las mismas palabras pronunciadas por los testigos y en facilitar su lectura. Quienes aceptaron aparecer con su nombre verdadero recibieron una nueva advertencia por nuestra parte: «Al publicarse su nombre podría generarse cierta reacción. ¿Es consciente de ello?». Publicamos la identidad de quienes consintieron después de recibir esta última advertencia. Se lo agradezco profundamente. El impacto de un testimonio es mayor cuando no se produce bajo seudónimo, aunque se trate sólo de un grito de rabia, de súplica, tristeza, lo que sea… Dicho lo cual, no debe interpretarse que menosprecio a quienes optaron por el seudónimo. Cada uno tiene sus circunstancias personales. Lo comprendo bien. Al contrario, me gustaría agradecerles de nuevo su participación teniendo en cuenta, precisamente, esas circunstancias personales. Lo primero que pregunté a los entrevistados fue dónde nacieron, en qué ambiente familiar se criaron, qué aficiones tenían, su profesión, familia, etcétera. Me centré sobre todo en sus trabajos. Dediqué un tiempo considerable a reunir datos sobre el trasfondo personal, porque quería bosquejar con claridad el perfil de cada una de las víctimas. Son personas de carne y hueso, no quería, bajo ningún concepto, presentarlas como otra más de entre las muchas víctimas sin rostro. Quizá sea un defecto de escritor profesional, pero soy incapaz de interesarme por informaciones sintéticas o conceptuales. Me interesa lo concreto, lo insustituible que hay en el carácter de cada persona. Por eso, cuando estaba delante de los entrevistados con un tiempo limitado a dos horas, traté de concentrarme lo máximo posible en comprender su personalidad. Luego traté de llevar mis conclusiones al texto según lo que había percibido (aunque en realidad hubo muchos casos en los que no pude escribir todo lo que me hubiera gustado dadas las circunstancias personales de los entrevistados). Me planteé las entrevistas así, porque el perfil de los criminales de Aum ya había sido suficientemente detallado por los medios de comunicación, voceado una y otra vez, como si se tratara de una especie de «historia», una información atractiva. Por el contrario, en el caso de las víctimas, ciudadanos corrientes, lo que se decía de ellos siempre me resultó forzado: sólo existían como si fueran figurantes, «transeúnte A», «transeúnte B».  Pocas veces ofrecían un ángulo que pudiera despertar la atención del público. De lo poco que contaron de ellos, siempre lo enmarcaron en un contexto predefinido, es decir, siempre lo mismo. Quizá sucedió eso porque los medios querían crear la imagen colectiva de la «inocente víctima japonesa», lo cual es mucho más sencillo de hacer si uno no tiene que vérselas con personas reales. Además, la clásica dicotomía entre los «terribles villanos» (visibles) y la «saludable población» (sin rostro) ayudaba a crear una historia mejor. En la medida de lo posible traté de romper ese prejuicio. Los pasajeros que subieron al metro aquella mañana tenían todos y cada uno de ellos su propia historia, su rostro único, una vida, una familia, alegrías, problemas, dramas y contradicciones. Era imposible que no existiera nada de eso en ellos. En suma, podía haber sido cualquiera de ustedes, también yo. Por eso, antes de nada, quería profundizar en su personalidad, aunque al final no llegase a publicar nada sobre ellos. Después de preguntarles sobre sus circunstancias personales, me orienté hacia lo que hacían el día del atentado. Ni que decir tiene que ése era el tema principal. Escuché muy atento sus respuestas. Las preguntas eran las siguientes: « ¿Cómo vivió usted aquel día?», « ¿Qué vio, experimentó, sintió?». En algunos casos: « ¿Qué secuelas físicas y psicológicas le ha provocado el atentado?», « ¿Aún padece algún tipo de daño?» El alcance de las secuelas fue muy variable en función de las personas. Algunas no padecieron ninguna en absoluto; otras, por desgracia, murieron. Hubo heridos graves que continúan hoy bajo tratamiento médico. Otros muchos sufrieron el síndrome de estrés postraumático a pesar de que físicamente salieron ilesos. Es probable que debido a la forma de actuar que domina hoy en el periodismo sólo se reflejaran los casos más graves, más visibles, en detrimento de todos los demás. En mi caso, sin embargo, el hecho de haber estado en la escena del crimen o haber resultado afectado de algún modo por el sarín, ya era bastante importante. Reuní tantos datos como pude sin discernir si se trataba de un paciente grave o no. De las historias que recogí incluí todas las que me fueron autorizadas. Entre ellas, obviamente, también estaban las de los heridos leves que pudieron retomar pronto su vida normal. Cada uno de ellos tenía su forma peculiar de pensar, sus miedos; cada uno extrajo conclusiones personales sobre lo ocurrido. Quien lea este libro comprenderá que no es un asunto menor que se pueda pasar por alto, al margen de lo graves o no que fueran sus heridas. El 20 de marzo fue un día de excepcional gravedad para todos los que se vieron envueltos en el atentado. Tenía la impresión de que al abrir el abanico a una gama más amplia de víctimas, sin guiarme únicamente por su gravedad, podría indagar de nuevo en lo ocurrido y cuestionar la imagen general, y hasta cierto punto oficial, que se había creado del atentado. Me gustaría, por tanto, que tras la lectura de este libro se reconsiderara lo sucedido. Algunas personas ya habían concedido entrevistas con anterioridad, pero siempre se quejaban: «No era eso lo que quería decir; suprimieron pasajes enteros, cortaron mis palabras sin más». Es decir, los medios utilizaron lo que consideraron conveniente para crear una historia. Muchas de esas personas sentían una frustración tan grande, que hasta que comprendieron nuestras verdaderas intenciones, hasta que estuvieron convencidos de que nuestras formas eran completamente distintas, no aceptaron que volviera a entrevistarlos. En algunos casos, ese proceso llevó mucho tiempo. Lamentablemente, hubo casos en los que todo nuestro esfuerzo no dio resultado. Quisiera haber incluido lo máximo posible de lo dicho en las entrevistas, pero las limitaciones de espacio y el límite razonable que facilita la lectura lo hacen imposible. Establecimos una extensión que juzgamos conveniente para su publicación y el promedio de cada entrevista fue de entre veinte y treinta cuartillas, unas cuatro mil palabras. La más extensa ocupó cincuenta cuartillas. Aunque ya he mencionado que no me importaba la gravedad de las heridas como criterio predominante, resultó que el caso más grave fue también el más extenso. Había elementos importantes que no podía pasar por alto como la hospitalización, el proceso de rehabilitación, la dimensión de los pensamientos de la víctima o los detalles concretos sobre la gravedad del daño que sufrió. Me gustaría que durante la lectura de este libro prestasen atención a las historias de la gente. Antes de eso quisiera que imaginaran lo siguiente: es 20 de marzo de 1995. Lunes. Una mañana agradable y despejada de principios de primavera. El viento aún es fresco y la gente sale a la calle con abrigo. Ayer fue domingo. Mañana se celebra el equinoccio de la primavera, es decir, es un día laborable en mitad de un puente. A mucha gente le hubiera gustado tomárselo libre, pero por desgracia sus circunstancias se lo han impedido. Así que usted se ha despertado a la misma hora de siempre, se ha lavado la cara, ha desayunado, se ha vestido y se dirige a la estación del metro. Se sube a un tren lleno, como de costumbre; se dirige a su puesto de trabajo. Una mañana como muchas otras. Nada especial. Uno de esos días imposibles de diferenciar en el transcurso de una vida, calcado a muchos otros, hasta que cinco hombres clavan la punta afilada de sus paraguas en unos paquetes de plástico que contienen un líquido extraño … Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Prólogo **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 UN DESVÁN URBANO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/un-desvan-urbano/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Está, por ejemplo, el menor de ocho hermanos que lleva más de 40 años viviendo entre dineros, drogas y prostitución. Este hombre para ganarse la vida ha robado desde billeteras hasta casas; ha sido expendedor de marihuana y cocaína en la Cárcel Nacional de Villanueva; ha formado parte de Los caleños, una pandilla de la calle el Calvario en Bogotá; y ahora es dueño de una ferretería. Está el cuento de un grupo de jóvenes que, por falta de apoyo social, terminan metiendo vicio, muertos o en tres de las pandillas más peligrosas de la comuna 9, entre éstas “Los Chicos Malos” y “Los Chachos”. Está el cuento del segundo barrio donde se cometen más hurtos a personas en todo Cali, sin embargo, una de las “leyes” de Sucre es no robar a vecinos y mucho menos comprar esa mercancía. Se dice que en este sector, uno de los más peligrosos y pobres, las personas que sobreviven, sean gays o heterosexuales, lo han hecho a pulso, poder y sangre. Este lugar se parte en dos: el comercio legal y el “underground”. Si va en busca de materiales de construcción, encuentra cuatro calles repletas de ferreterías con piezas desvencijadas, tornillos, varas, relucientes tuberías, puntillas, inodoros, baldosas de todos los motivos, entre otras cosas; además de unos mendigos que miran y piden dinero para comida. El miedo de los visitantes se nota en sus caras: no miran a nadie, entran, compran y se van, el menor grito los eriza y quieren pasar desapercibidos. Yo no era la excepción. El día que hice mi primera visita de campo, lo único que pasaba por mi cabeza era “me van a robar”. Caminé por la calle 16 hasta llegar al local de las Yoplin, donde me encontré con don Milton, un hombre de no más de 50 años, usa unas ray ban negras que sólo se quita para vender o comprar mercancía. Antes de hablar con él, hice un pequeño recorrido por los alrededores, siguiendo algunas indicaciones – no pase por esta cuadra, camine despacio por ésta y no se detenga si no va a comprar algo-. No estuve tranquila, recordé una historia que contó mi padre sobre una amiga suya que quedó ciega de un ojo cuando un indigente se lo escupió porque no le quiso dar una monedita. Don Milton, uno de sus empleados y yo, hicimos el recorrido por “Puerto Heroína”, el nombre de la olla. Son cuadras y calles apretadas, se ven indigentes viviendo en andenes con puntillas clavadas para colgar un plástico que utilizan como techo. Personas que se levantan con el propósito de conseguir plata para drogas y combinado – arroz, lenteja y tajada por 1000 pesos-, pero para algunas su propósito es inventarse otros mundos y realidades, no estar consientes; por eso roban, piden limosna y “hacen mandados”. Las cuadras están repartidas por callejones y lugares prohibidos. Para entrar en ellos se tiene que pedir permiso. Don Milton o mejor el Melli – como le dicen los del barrio- se pasea tranquilo por todos lados; saluda a locos y policías por igual. Las personas lo observan con respeto y admiración, si estás con él nadie te toca ni te fija la mirada por mucho tiempo. Es el cuarto o quinto entre ocho hermanos, no sabe la posición con certeza porque se pelea el puesto con su mellizo. Pasó su infancia y adolescencia en el barrio Sucre. Desde pequeño vivió con travestis y prostitutas, vio cómo la gente se moría en las calles y se tiraba de los edificios. Aprendió a utilizar el machete a los 12 años y supo que con sólo mirar cómo se para su contrincante podía ganar. Comprendió que todo se compra y se vende en “Puerto heroína”, desde la comida putrefacta hasta la gente. Cuando era adolecente, sus padres no le podían pagar los estudios, porque el negocio de bicicleticas no andaba bien, por eso decidió hacer parte de una de las pandillas del momento, hoy llamada “Los chicos malos”. Lo llamaban El Melli “sólo robábamos, pero con el arresto de mi hermano, comenzamos a llevar droga a la cárcel de Villanueva, cuando le hacíamos visita. No duró mucho porque unos vecinos le pagaron al RIS, un grupo que robaba bancos en Cali y hacía limpieza social, para que nos sacaran, entonces salimos corriendo para Bogotá”. En Bogotá don Milton y su esposa Sonia vivieron en el Cartucho, que, en su tiempo, era el símbolo de la mayor degradación social urbana del país, uno de los más grandes lugares de consumo y venta de drogas en la ciudad. Tuvieron tres hijas y El Melli fue el líder de una pandilla llamada Los caleños. Por problemas de riñas la familia Yoplin regresó a Cali. Una de las reglas más importantes de Sucre es no robar en el barrio. Doña Sonia sólo en una ocasión ha tenido problemas con “ratas”. “En el barrio no se puede comprar mercancía robada de alguien que trabaje o viva aquí y mucho menos se puede robar. Me acuerdo de un gonorrea hijueputa que me robó un contenedor y lo compró el man de la tienda del frente, apenas me enteré fui por el contenedor. Para vengarme, por más de una semana pasaba al puesto de policía, les llevaba pan y gaseosa, (…) y ellos golpeaban a mi “vecino”. Nadie me podía decir nada, así es la regla”, comentó. Algo que caracteriza a “Puerto Heroína” son los ladrones, todos los días pasan jóvenes que quieren vender inodoros robados para comprar droga. Uno de los más reconocidos es el marica Walter, que roba en el centro y consigue de todo (calzones, maletas, camisas, gafas, zapatos). El mayor riesgo de su trabajo es que “lo cojan con las manos en la masa” porque si eso sucede lo golpean hasta que no se pueda levantar. A pesar de ese inconveniente Walter nunca ha pensado en renunciar, para él eso son los gajes del oficio. Para El Melli en “Puerto heroína” hay dos hechos que lo marcaron: la primera fue algo que pasó después de la muerte de Martínez, un hombre que ayudaba a las personas que vivían en Sucre. El día del entierro, como es costumbre, la gente llevó agendas para anotar el número del chance, todos ganaron menos don Milton que no apostó, pero por el respeto que le tenían, algunos de sus amigos reunieron dinero y se lo regalaron. En ese momento él entendió el afecto que le sentían sus panas. La segunda, fue cuando don Milton le enseñó a algunas personas del barrio a hacer billetes piratas. En Sucre la mayoría de los billetes de mil, dos mil y cinco mil son falsos porque su elaboración es bastante sencilla según me explicó. En Sucre, las pandillas y sapos son temas de cuidado. Antes de contratar a un empleado, don Milton le advierte sobre cómo debe comportarse, le dice que tenga mucho cuidado con las personas con las que hace tratos porque la mayoría de los pelados que viven por ahí, forman parte de pandillas, trabajan periquiados o después de aparecer en camionetas -por negocios ilegales que hacen- a los pocos días están muertos. En el barrio uno de los miedos más grandes es que los jóvenes terminen metidos en problemas con la gente de los parches, ya que si “se enamoran de ellos”, no los van a dejar en paz hasta que sean parte del grupo o los maten. En “Puerto heroína” los insultos como pichurria o malparido son tan normales como saludar, pero la comparación con un anfibio puede llevar a la desgracia, “aquí el peor insulto es sapo” y a la persona que le dicen así no puede regresar al barrio. Las dos caras de Sucre se enfrentan todos los días. A las dos de la mañana llega la mercancía robada y sale el dinero que se gana por la prostitución y la droga, mientras algunos se lucran de los negocios, durante años han muerto indigentes de inanición, sobredosis, y se han violado a las mujeres. En esta pequeña ciudad la geografía moral cambia radicalmente: los malos no lo son y lo bizarro es la norma. Desde hace años aquí conviven los locos, los que simulan serlo para pasar inadvertidos, los que parecen locos y los sobrevivientes. Entendí lo que significa Sucre sentada al frente de la ferretería, viendo pasar el camión de la basura sin detenerse, observando la gente correr detrás para tirar en él sus desechos. Le pregunté a El Melli ¿por qué no para? Él se quitó sus gafas oscuras y dijo: “es que cuando para los indigentes lo saquean buscando algo que puedan vender o comer”. Don Milton le gritó al conductor del camión, éste bajó la velocidad y salió uno de los empleados con dos tarros de basura y logró, gracias a su jefe, cumplir el objetivo. Luego de pasar el camión y rodeada de pequeñas fogatas de basura, doña Sonia se sienta a mi lado y susurra: “Sucre es un lugar de miedo y respeto”. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 UNA CIUDAD EN OBRA NEGRA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/una-ciudad-en-obra-negra/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Caliente. Su temperatura supera los 32 grados y solo al caer la tarde deja de arder en la piel de sus caminantes. Cuando el sol desaparece por la cordillera occidental, el viento del mar Pacífico abraza sus casas, sus pendientes, toda su forma y estructura. Entonces, solo entonces, la brisa de Cali trae frescura. Santiago de Cali, fundada el 25 de julio de 1536, debe su nombre al Apóstol Santiago y al idioma paez: Caly significa “tejido sin agujas”. A la ciudad, siete ríos le han tejido un manto de tonos verdes y azules desde su nacimiento; sin embargo, con el paso del tiempo se ha desbordado por el afán de acoger al propio y al desconocido e intentar integrarlos en su paisaje, hacerlos parte de su historia. Ahora parece que los colores de su naturaleza han cambiado a una gama de grises y sus siete ríos padecen de sed. La capital de la salsa se encuentra deprimida. No hace falta más que subir por la vía al mar, detenerse en medio del trayecto y observar de frente la ciudad erigida sobre una hondonada, rodeada de valles y montañas. Pero más allá de su depresión geográfica, hoy la deprimen, entre otras muchas cosas, la apatía e indiferencia de la mayoría de sus habitantes frente a la grave crisis ambiental y social. Una radiografía de Cali evidenciaría a la urbe fuerte y multicultural que intenta seguir adelante a pesar de los problemas que tienen en jaque su desarrollo. En el centro, donde se encuentra el corazón financiero, se observan escenas de personas durmiendo en las calles y mendigando comida; pululan los negocios informales, el “rebusque” es el modo de subsistencia de muchas personas en la tercera ciudad más importante del país. La economía hoy es una expectativa sobre el papel, al igual que la inversión extranjera. En la realidad, a la urbe la domina el desempleo, el empleo informal y las sub-contrataciones. La movilidad tiene graves falencias: a pesar de contar con vías principales como la calle Quinta, la Avenida Pasoancho, la Avenida Ciudad de Cali y las Autopistas Simón Bolívar y Sur-Oriental, en las horas de mayor flujo vehicular se vuelve casi imposible transitar por estas arterias. Cali atraviesa un cambio histórico en su distribución espacial. Donde había casas ahora se construyen carreteras, y por donde pasaban carros se ven grandes zonas de esparcimiento. Quienes habitan La sucursal del cielo padecen una constante construcción en obra negra, mientras se tapa un hueco se abren tres más y la frase “esta obra estará lista de la noche a la mañana” representa meses, incluso años. *** En el diccionario de la Real Academia Española la palabra dictadura significa predominio, fuerza dominante. Hoy, el sistema de transporte que tiene Cali es una dictadura. Los buses azules y verde manzana del MIO irrumpen las calles calurosas de una ciudad que sucumbe sin remedio ante la imposición de un régimen de autómatas arbitrario y aún insuficiente para atender la necesidades más urgentes de la movilidad. Entre las viejas dolencias del transporte público permanece el sobrecupo en la oferta de taxis; ahora, se suman los carros piratas, las denominadas moto-taxis y la salida de circulación de los buses que antes llegaban a casi todos los barrios de la ciudad. Desde 1995, los dirigentes de Cali pensaron en instaurar un nuevo sistema de transporte eficiente y que contrarrestara el creciente parque automotor. La idea inicial contemplaba la construcción de un metro, siguiendo el ejemplo de Medellín. Luego de estudios realizados entre 1996 y 1997, se determina mediante documento CONPES número 2932, que lo mejor para el municipio es un tren ligero; un año más tarde se crea Metrocali S.A. como entidad gestora del futuro Sistema Integrado de Transporte Masivo, y para el año 2000 se incluye el proyecto dentro del Plan de Ordenamiento Territorial. Sin embargo, en 2001 la Unión Temporal Schroders-Corfivalle, con financiación del Departamento Nacional de Planeación, realiza nuevos estudios técnicos y determina –sin una consulta ciudadana– que los buses articulados se presentan como el transporte masivo más viable para Cali. A las diez de la mañana del jueves cuatro de octubre de 2012, se presenta una situación irregular en la calle Quinta con carrera 52, terminal intermedia Cañaveralejo: los llamados “alimentadores” están detenidos y sus conductores, reunidos, comentan y miran hacia la Quinta en sentido norte; las puertas de ingreso a ese lugar están cerradas y una docena de policías custodia el espacio. En frente está la estación Unidad Deportiva, a la que se accede por medio de un túnel subterráneo. A diferencia de la otra, ésta funciona con relativa normalidad. Hay retrasos, y eso se percibe por la cantidad de personas que esperan en las bahías de parada de los articulados, pero las puertas de acceso están abiertas y funcionan las tiendas de comida. Algunos minutos más tarde, desde el norte se empiezan a asomar las pancartas, las personas y los buses (Ermitas, Grises San Fernando, Alamedas…). Una mujer con un megáfono en mano exige el derecho al trabajo. En el oriente de la ciudad la situación no pintaba mejor. La inseguridad y el temor de los usuarios del masivo había aumentado; el ataque a un bus padrón con una bolsa llena de gasolina que fue lanzada junto a un fósforo dentro del vehículo, marcó la mañana del dos de octubre. En el barrio Comuneros se presentó la agresión y siete personas heridas se sumaron a los afectados por las manifestaciones de transportadores y ciudadanos inconformes que se hicieron sentir en distintos puntos de la ciudad. Protestaban contra la salida -el día anterior- de 56 rutas de colectivo, alrededor de 1400 buses: los ciudadanos se sienten presionados a usar el MIO y los transportadores ven amenazado su trabajo. La Avenida Ciudad de Cali es uno de los lugares más frecuentados por los ladrones. Se ven pocos buses. La gente se resigna a esperar entre quince y treinta minutos a que aparezca la ruta P14A. Daniela, estudiante de la Universidad del Valle, vive en el barrio Alfonso Bonilla Aragón y ha visto cómo en dos ocasiones se acercan hombres con navaja en mano e intimidan a los transeúntes. Ha sido usuaria del nuevo sistema desde su inicio, pero no ve con buenos ojos la salida de los colectivos tradicionales “porque el MIO no logra cubrir la demanda de buses que requiere la ciudad”. Ella, que mide un metro y medio, es delgada como una bailarina de ballet y pasiva en su forma de hablar y de expresarse, decidió cargar en su maleta una navaja para defenderse, porque sabe que todas las mañanas estará expuesta al peligro en el paradero del padrón que siempre tarda en llegar. Para muchos ciudadanos viajar en el nuevo sistema de transporte que impuso la Alcaldía es una prueba de paciencia. Aparte de los largos tiempos de espera, los usuarios deben soportar los transbordos que los obligan a cambiar de bus dos o tres veces. Por ejemplo, para desplazarse desde Siloé hasta la Terminal de Transportes, una persona debe abordar el alimentador A72 que la lleva hasta la Terminal Cañaveralejo; luego debe atravesar el túnel que lo conduce a la estación Unidad Deportiva, y estando allí, esperar las rutas E21, E27, E31, E37 o T31, que lo dejarán en la estación Torre de Cali donde debe abordar la ruta P20. Anteriormente, para llegar a la Terminal, bastaba con montarse en un Montebello ruta 1 o en un Gris San Fernando ruta 2. Son largas las esperas en las estaciones, los dos o tres transbordos que una persona debe realizar para llegar a su lugar de destino y la imposibilidad de elegir entre el MIO o un bus de transporte público tradicional, hacen que los ciudadanos tomen alternativas diferentes para movilizarse. Los taxis, por el elevado costo, se descartan como segunda opción y se fija la mirada en un nuevo fenómeno que ha tomado fuerza desde el 2010: el transporte informal o “los piratas”. Son carros particulares que prestan el servicio a varias personas como si fueran colectivos; también circulan taxis sin tarjeta de operación, y, más recientemente, motocicletas. El costo del viaje varía si se elige moto o si el desplazamiento implica salir del área urbana; pero a excepción de esas dos condiciones, usar pirata cuesta lo mismo que un pasaje en masivo y con una ventaja: el tiempo del recorrido se reduce a la mitad. En el oriente el fenómeno es mayor, a tal punto que se habla de agremiaciones que reúnen a los transportadores informales, los dotan con radioteléfonos, carné de la “empresa” y les dan rutas para el recorrido. También hacen parte los llamados “playeros” que se encargan de pregonar las rutas, atraer clientes y alertar a los conductores sobre la presencia de agentes de tránsito. A pesar de que las autoridades de tránsito no hablan sobre los reales detonantes de este problema, es evidente que las decisiones tomadas por la Alcaldía y Metrocali respecto a la salida de los buses de transporte público tradicional, influyeron directamente en el fenómeno de la “piratería”. Ciudadanos como Álvaro Gómez prefieren no usar el masivo; él se resigna a pagar treinta y siete mil pesos que marca el taxímetro desde la oficina de Gris San Fernando de Siloé hasta la sede de transportes Recreativos, en la recta Cali-Yumbo, donde asistirá a una entrevista. Es economista, y aunque no ha estudiado mucho sobre leyes, asesora jurídicamente al gremio de los transportadores. Mientras almuerza con ponqué y gaseosa, habla sobre el problema de movilidad: “Una de las situaciones es que ya cerraron muchas empresas de transporte público colectivo. Eso trae un problema de corte social, significó sacar del trabajo a secretarias, vigilantes, motoristas, mecánicos, vulcanizadores, señoras que hacen la comida. Ése es el problema. Por eso hoy en el CAM hay 19 encadenados; por eso encuentra usted esa violencia. Lo anterior es una masacre laboral. Y una de las consecuencias es que se incrementa la piratería”. Ni las estadísticas favorecen al plan que va a “revolucionar” la movilidad en Santiago de Cali. El sistema de transporte masivo esperaba incorporar para enero de 2013 –mes en el que iban a salir más de mil buses de transporte público que aún circulan en la ciudad– doscientos vehículos más a su flota para llegar a un total de novecientos once buses. Álvaro cuenta que en el 2004 se realizó el censo a los transportadores, pero… “después de ese año, la Secretaria de Transito de Cali matriculó mil carros, entonces aquí comienza un desfase, porque ya no se tenían que sacar de circulación 4389 buses, sino algo así como 5200. Esos buses de más son hoy el problema porque están trabajando. Esos mil carros de exceso no se van a vender y esos propietarios son los que van a sufrir porque van a perder su inversión de manera absoluta”. Los directivos de Metrocali, el alcalde de la ciudad y el secretario de tránsito han reconocido frente a los medios de comunicación que novecientos once buses no son suficientes para cubrir la demanda y ahora se habla de adquirir cien más. Los inconvenientes en movilidad que tiene Cali responden a una ausencia de estudios, consulta ciudadana y consenso; se generaron “problemas de compra de lotes. De nuevo, una improvisación; es decir, se plantea una obra pero esa obra o esa vía que es doble carril, es decir, más de doce metros, va pasar por encima de un barrio que está totalmente invadido”, así lo sentencia Jaime Salazar, uno de los más enérgicos detractores de Jorge Iván Ospina, a quien denunció en diferentes oportunidades a través de la página Caliescribe.com, medio en que trabajó hasta hace poco como editor. Para este periodista el Masivo Integrado de Occidente junto con el paquete de veintiún Megaobras que se inició en la administración del médico y ex director del Hospital Universitario del Valle, presenta “distintas irregularidades que han sido pasadas por alto por los estamentos locales, regionales y nacionales. En primera instancia, la ubicación de las obras: estaban sectorizadas, dependiendo de algunos intereses. Lo que lleva a pensar que las construcciones obedecen no a un deseo de ciudad democrática, sino a los intereses políticos y económicos de unos cuantos particulares”. Oswaldo Ramos luce una gorra de Korn, aunque lo más probable es que no sepa nada de la banda californiana de Newmetal. Viste una camisa roja con cuadros blancos, jeans ajustados y zapatos de material; es zapatero y vive en el barrio Brisas de Mayo. Por cuarenta y cinco millones vendió su casa para darle paso al “MIO-Cable”, el sistema de cabinas aero-suspendidas sobre un cable de acero que comunicará a la Terminal Cañaveralejo con la zona de ladera de la comuna 20. Es uno de los pocos que se siente agradecido con Metrocali, aunque en el terreno donde debería estar la estación del teleférico sólo hay barro rojo y una malla verde. A Oswaldo no le molestó haber salido de su casa corriendo, tenía dos meses para trastearse luego de vender. Dos años más tarde en ese lugar no se ha levantado ni siquiera una columna de cemento. Salazar hace sus denuncias desde el oasis de Unicentro, donde el agua se lanza a chorros cada media hora y refresca el lugar. Oswaldo es un oasis en medio del desierto de inconformismo y denuncias de los caleños hacia Metrocali. En común tienen sus historias sobre la empresa: Salazar destapa verdades incómodas sobre las obras, los convenios interadministrativos y la valorización general. Ramos habla de las condiciones de la negociación que se resumen en “ustedes venden o venden. Porque eso ya es parte del gobierno y con el gobierno no pelea nadie”; y lo dice agradecido, porque según él, “por allá arriba, por una casa como la que yo tenía, no dan más de once millones”. *** Para suplir las necesidades básicas de los caleños, las Empresas Municipales de Cali (Emcali) actualmente tienen cuatro plantas de tratamiento de agua potable: Río Cali, La Reforma, Río Cauca y Puerto Mallarino, que se abastecen de los ríos Cali, Meléndez y Cauca. La comuna 18 está al sur de Cali, sobre la cordillera Occidental, entre las cuencas de los ríos Meléndez y Cañaveralejo. A pesar de estar rodeada por esos dos afluentes, es una de las más perjudicadas cuando en la ciudad se secan las siete fuentes hídricas que la abastecen. La comuna 18, que comprende diecisiete barrios entre los que se encuentran Nápoles, Buenos Aires, El Jordán, Lourdes y Prados del Sur, se provee de las plantas del río Cali y La Reforma; sin embargo, en varios asentamientos no cuentan -o reciben en forma deficiente- el servicio de acueducto suministrado por Emcali. Durante varios meses doscientos mil habitantes no tuvieron agua en sus casas porque los ríos Cali y Meléndez estuvieron secos. Y cuando llueve, esos mismos habitantes dejan de recibir agua porque la planta de La Reforma deja de funcionar por turbiedad en el agua, debido a la presencia de partículas contaminantes. Miguel Camacho Seguro parece haber nacido para ser profesor, quizás porque tiene una especial habilidad para presentar entretenidamente el conocimiento y el saber. Desde hace algunos años ha trabajado en proyectos para las Empresas Municipales; de esta experiencia surgió La Encrucijada de los Servicios Públicos en Cali (1961-2004), un libro que cuenta la historia de la empresa. Con su tono de voz refleja un carácter impetuoso y templado, mientras habla sobre el manejo de las aguas: “(…) contaminar el agua que uno va a tomar al poner el basuro de Navarro en el circuito del río Cauca es un error monumental. El otro problema es que la ciudad creció rápidamente, sin que alguien la pudiera controlar, la gente se fue apoderando de los servicios públicos. Se abre un hueco, se mete una manguera, hay un acople y ya tiene agua”. Camacho, amante de la historia, con más de un metro setenta de estatura y una espalda ancha, explica amablemente en qué consisten las dificultades que deben afrontar las empresas que manejan el agua: “Cuando el río Cauca baja el caudal, las aguas se enturbian, las aguas negras que salen son demasiadas con relación al agua clara que viene del Cauca arriba y se genera turbiedad. Malo por un lado y malo por el otro. Hay un problema grave con el hecho de que la gente bote las basuras en los canales”. La cuenca del río Meléndez se localiza sobre la vertiente Oriental de la Cordillera Occidental, pasa por la zona sur de Cali y en su parte alta predomina la vegetación; lastimosamente, la parte baja del río ha sido intervenida y alrededor de la cuenca se observan cultivos agrícolas, actividades pecuarias, explotación minera y asentamientos humanos, lo que ha producido un serio deterioro ambiental. Por este y otros factores, ahora que se contempla la posibilidad de quedarnos sin agua, se están gestionando algunos proyectos para sensibilizar y formar líderes ambientales que enseñen a la comunidad a manejar las fuentes del líquido. Inés Restrepo, directora del CINARA –Instituto de Investigación y Desarrollo en Abastecimiento de Agua, Saneamiento Ambiental y Conservación del Recurso Hídrico de la Universidad del Valle-, ha sido gestora de proyectos que permiten resolver problemas básicos de salubridad en la ciudad y su periferia. Con su voz sosegada habla sobre el trabajo de las comunidades de ladera en el manejo del recurso vital, y plantea con énfasis, que existen fallas en gestión de proyectos por parte de entidades del Estado, referentes a la educación ambiental de las personas cuyas viviendas colindan con las cuencas hidrográficas y con quienes deben cuidarlas. Una de las preocupaciones de la maestra es el mal manejo de los recursos naturales “(…) es ilógico que se pretenda rescatar las cuencas reforestando en verano como lo hacen las entidades; muy seguramente cuando llegue el invierno los crecientes caudales arrasen con los pocos árboles que hayan aguantado la sequía. La reforestación se realiza en tiempo seco, lo cual no permite el buen crecimiento de las plantas. Cuando llega la temporada de lluvias todos los arbustos están muertos”. Sin embargo, su visión es mucho más positiva respecto a los habitantes de las zonas afectadas; ve con buenos ojos iniciativas como entregar los acueductos a los campesinos e indígenas que habitan en esos sitios, pues su centro de investigación ha visto resultados positivos en casos experimentales donde se han asignado acueductos para que las propias comunidades los manejen. Muchos barrios han necesitado de carro tanques para surtirse de agua. Uno de los más representativos es, paradójicamente, Los Chorros. Una especie de favela brasileña menos colorida, llena de laberintos y algunas calles sin pavimentar que sueltan polvo al más mínimo viento; casas de lado a lado, una sobre otra, construidas en madera y con pequeñas gradas para llegar a ellas. Las calles del barrio son pequeñas e inclinadas, lo que produce alta accidentalidad debido a la difícil circulación vehicular, el desorden en sus calles y la falta de señalización. Además, muchas de sus vías están deterioradas. Gracias a los líderes comunitarios hay una pequeña capilla de color mostaza, comedores infantiles, la escuela El Templo del Saber, y otras edificaciones que embellecen, así sea poco, el aspecto del lugar. La mayoría de las viviendas se han concentrado en las zonas de ladera, un gran porcentaje de los habitantes, como en casi toda la comuna 18, son parte de la población inmigrante que día a día va en aumento en las principales capitales colombianas. Según algunas personas que habitan en Los Chorros, cuando se fundó el barrio estaba lleno de lotes con vegetación y sin servicios básicos. El agua era sacada de pequeños nacederos y la ropa se lavaba en el río. En la zona de ladera hubo varias fuentes de agua gracias a sus bosques. Con el proceso de urbanización, algunos lugares se convirtieron en canales de aguas residuales, depósitos de desechos sólidos y terrenos improvisados para viviendas. La parte alta de Los Chorros es desorganizada y para su construcción se talaron grandes zonas boscosas. Durante los tiempos sequía cuando subían los carro tanques los habitantes cerraban las vías y no dejaban subir algunas rutas de buses para presionar a Emcali y exigir que les regresaran el líquido. A pesar de los inconvenientes, las urbanizaciones siguen creciendo en las alturas de la comuna. En Los Chorros cada ocho días se reúnen los miembros de la Junta de Acción Comunal. Harbey Mayorga está terminando su carrera de diseño industrial, pero eso no le impide ser uno de los líderes comunitarios más jóvenes del barrio. Detesta las injusticias y por eso hace parte de un proyecto para ahorrar el agua. Es alto, robusto, de cabello y ojos negros. Mientras cuenta con su voz grave y fuerte pasan días sin que llegue el agua, y si llega, ocurre en las madrugadas y por un corto tiempo: una o dos horas, lo que recogen no les alcanza. Uno de los habitantes del barrio le lleva una gaseosa con choclitos para agradecerle por unos arreglos que hizo en su casa. Mayorga frunce el ceño, se sienta en el andén y se cuestiona “…desde un comienzo las empresas municipales sabían que los grandes problemas eran las invasiones, la deforestación, la minería ilegal, los cambios climáticos y el impacto de la agricultura en proximidad a la cuencas, ¿por qué no se armaron proyectos para educar a la población que vive en ladera, vecinos de las cuencas, acerca de cómo cuidar el agua?”. La gente del barrio cree que lo que está planeando hacer Emcali al asegurar los caudales de los ríos y el agua de las plantas, tan sólo son “pañitos de agua tibia” que no van a solucionar nada y en los próximos años ellos se verán en la misma situación o en una más grave. La falta de agua también está asociada al crecimiento y desarrollo acelerado de la ciudad, especialmente en el oriente y en el sur, donde los ríos ya están pasando cuenta de cobro. Uno de los miembros del Cinara asegura que las invasiones son un problema del municipio, incapaz de controlar los asentamientos ilegales. Cada vez más, suele dársele mal uso al recurso hídrico en estos sectores deprimidos de la ciudad. Plantea que los procesos de recuperación de las cuencas están mal direccionados; éste es el principal motivo de la ineficacia en su implementación. Pero va más allá al dejar en evidencia la falta de planeación por parte del gobierno local, cuando recuerda que en Alto Nápoles existe un edificio de apartamentos, obra de la Alcaldía, que no cuenta con agua potable. Según los habitantes de la zona de la ladera, quienes a pesar de las dificultades siempre tienen una sonrisa y tratan a los visitantes como amigos, existen dos razones por las cuales sufren la falta de agua. La primera tiene que ver con los apartamentos de Santa Elena, a cuya construcción se oponían “porque el río estaba muy pequeño para tanta gente”. Y la segunda, es que las entidades gubernamentales no cuidaron bien los caudales donde el agua fluye limpia y es apta para consumo. Para evitar que Cali se quede sin el líquido vital, la comunidad está arborizando el sector del río hasta la loma. Éste es uno de los proyectos que lidera uno de los indígenas que vive en el lugar. Él comenta que algunos grupos ambientalistas y estatales les enseñan el importante papel que tiene la población en el manejo del agua y cómo en algunos casos el apoyo de la comunidad ha sido notable y sobre todo, efectivo. Al igual que en Los Chorros, en la parte de ladera pueden pasar varios días sin que el agua llegue por los tubos, pero ahora la comunidad se encarga de almacenarla. Suben carros que traen el líquido en grandes contenedores, los habitantes lo guardan en ollas y por eso nunca les ha faltado el agua para las comidas. A pesar de esas dificultades, este líder comunitario sabe lo difícil de la situación. Se reafirma como un buen hijo de la tierra, que sabe que la naturaleza es sagrada y está viva, “nosotros, como seres humanos, tenemos un derecho inalienable con respecto al acceso al agua porque ésta es la vida”. Miguel Camacho tiene la misma opinión que el líder comunitario. Cree que los problemas del agua que ha venido afrontando la ciudad se hubieran podido evitar desde el comienzo, si por lo menos las obras civiles de ingeniería de la CVC, hubiesen logrado que el canal sur desembocara en una dirección distinta. Además, se debió realizar mantenimiento en las plantas y haber evitado que los políticos en campaña alentaran a la gente sin hogar para que se metiera al jarillón en el oriente de Cali y construyera sus casas. *** La ola invernal que afectó al país desde el 2010 causó estragos en todos sus sectores económicos. Desde los pequeños agricultores que han visto cómo sus cultivos se destruyen por las fuertes lluvias, hasta las empresas transnacionales como ETN, que han reportado pérdidas millonarias por las inundaciones en sus centros de producción y distribución. Uno de los casos más preocupantes para el gobierno colombiano ha sido el ocurrido en la salida norte de la ciudad de Cali: la inundación de la Zona Franca del Pacífico. Con el agua hasta la copa de los árboles amaneció la Zona Franca del Pacífico aquella mañana de diciembre del 2011. El día anterior la ruptura del dique desgastado que abastece a la zona de Yumbo, junto con las fuertes lluvias, causaron una inundación de tal magnitud, que fueron necesarias 36 motobombas para sacar el líquido. Irónicamente hacía calor y el sol golpeaba fuerte los techos de las improvisadas oficinas que se instalaron con quioscos y algunas mesas para que los ingenieros e inversionistas, que tenían sus capitales allí, vieran con sus propios ojos la situación. Los techos de las oficinas, las copas de los árboles y la punta de los postes de energía sobresalían entre el agua fangosa que las motobombas trataban de sacar. Bajo aquella enorme laguna reposaban los restos de lo que el día anterior habían sido casi cien vehículos de gama alta (Audi, Mercedes y BMW descansaban en una tumba mojada). En ese momento no estaban seguros de qué tan afectados resultarían y llamaron a un técnico para calcular la cantidad de dinero perdido por las plantas eléctricas. Varias máquinas se declararían en pérdida total y las que se podían salvar necesitaban arreglos demasiado costosos. “Es mejor que pasen eso por el seguro, porque no vale la pena arreglarlas”, le dijo con la mirada fría Javier Pantoja al ingeniero Olmes Agudelo. Éste con preocupación y desencanto miraba a unos hombres con botas pantaneras sumergirse en el agua enlodada para acomodar los tubos de las motobombas. Luego le preguntó a Pantoja cuánto dinero creía: “Deben ser más de 500 millones de pesos”. Una pequeña cifra comparada con la multimillonaria pérdida a raíz de la inundación, que más tarde se tradujo en varias demandas por parte de las multinacionales afectadas. Los copropietarios decidieron demandar a la Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca, CVC, por la suma de ochenta millones de dólares en septiembre de este año, alegando como una de las causas de la reciente inundación, la demora en la mitigación de la calamidad en el lugar y las tardías licencias para acelerar el proceso que debía otorgarle la entidad a los empresarios. La Zona Franca del Pacífico había sido celebrada en el 2008 con una inversión superior a los dos mil millones de pesos, sólo para infraestructura. Entre sus socios, contaba con grandes inversionistas del mercado internacional como Kraft, una multinacional de alimentos, que estaba al borde del colapso económico por los errores técnicos y la mala planeación del municipio que no previó lo que en un futuro le podría traer el hecho de ubicar grandes zonas industriales en el hundimiento de un valle. Paradójicamente, sus creadores e inversionistas señalaban como uno de sus mayores atributos la ubicación geográfica. Sólo en una ciudad como Cali, en donde se llevan a cabo obras de infraestructura defectuosas, como las calzadas de losa barata, o una planta para el tratamiento de aguas negras construida sobre la bocatoma de un río, se podría pensar en poner el punto de desarrollo económico e industrial más grande e importante del departamento en un terreno propenso a inundaciones. Una de las quinientas empresas más exitosas del Valle del Cauca cuenta con el equivalente a diez veces el área de la comuna 9 -el centro de Santiago de Cali-, rodeada por tres kilómetros de muros de contención, construidos después del infortunio. A pesar de esas medidas, al inicio del 2012 las alertas volvieron a dispararse porque el desgaste del dique aún no se había podido detener. La CVC y los organismos de prevención de desastres, en compañía de la Fuerza Aérea, realizaron un diagnóstico en el que señalaban las altas probabilidades de una nueva inundación como consecuencia de las lluvias. La inestabilidad de la Zona Franca ha llevado a muchas de las treinta empresas afectadas a considerar reubicarse en otras regiones de Colombia, en las que puedan recibir garantías y no ocurran hechos tan perjudiciales para sus finanzas. A pesar de que el gobierno nacional ha estado dispuesto a no dejar perder a los inversionistas que tiene hoy la “capital industrial” del país, a través de incentivos como concederles más plazos o exonerarlos de algunos impuestos, sus políticas no parecen contrarrestar las pérdidas materiales y el tiempo de inactividad que sufrió la producción. Ahora se debe esperar cuál será el futuro de Zonamérica, un proyecto que contará con dieciocho edificios de última tecnología, construido, quizás, a prueba de agua. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 El transporte Dictadura de moda De la montaña no baja agua Aquellos millones que el agua se llevó **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 EL SILENCIO QUE HEREDAMOS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/el-silencio-que-heredamos/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Era un sábado a las 9:00 am, llovía y nada indicaba la presencia de personas dentro de la casa. Esperé afuera durante 20 minutos con los brazos helados, sin renunciar a la idea de que Belén estaba allí y aún no había escuchado los golpes a la puerta. Decidí tocar un par de veces más, y mientras abría el paraguas para caminar de nuevo hacia la calle, por fin escuché pasos. -Buenos días- me saludó una mujer alta, parecía joven. -Buenos días, ¿se encuentra Belén? -Mmm- titubeó un poco -¿para qué la necesita?- -Me dijeron que ella es la cocinera de la fundación, y que podría comentarme algo sobre su vida, sobre una experiencia de maltrato La mujer asintió con la cabeza.  –Sí, soy yo. Semanas antes un episodio de violencia infantil era primicia en noticieros y periódicos; se trataba de Sara Salazar, una niña de tres años que llegó a un hospital en Ibagué con un trauma cráneo encefálico severo, el brazo izquierdo fracturado, signos de violencia sexual, un dedo amputado y desnutrición. Su madre la había abandonado y dejado a cargo de su madrina, quien aseguró que el trauma en la cabeza era producto de una caída accidental. Ninguna de las dos mujeres pudo asistir al funeral, el pueblo las abucheó. En cambio, dos mil personas que desconocían a Sara hasta antes de su muerte, incluyendo representantes del gobierno de Armero Guayabal, en el Tolima, se encargaron del sepelio.  Durante los días siguientes rastreé todas las noticias sobre Sara, sin embargo, la información era siempre la misma: la madrina y su esposo ya habían sido capturados y se les imputaban cargos por homicidio, tortura y violación. La vida de la madre biológica, por su parte, podía resumirse en un relato de abandonos, nueve hijos dejados a su suerte entre familiares y exmaridos. Quizás ese impacto mediático me llevó a crear una idea simplista alrededor del maltrato infantil, una en la que existen padres o familiares maltratadores, y niños que son víctimas de sus abusos. Conocer de cerca la historia de Belén me ayudó a despojarme de esa visión tan radical.   Belén y su hija llegaron a una fundación para niños en situación de riesgo, más por la urgencia de encontrar un lugar donde vivir que por cualquier otro motivo; la mujer había perdido su trabajo y debía tres meses de arriendo de una pieza en el barrio Marroquín. La fundación, donde lleva trabajando nueve años como cocinera, es una casa grande de tres pisos con fachada de ladrillo, llena de dibujos y papeles de colores en el interior. Al verlas por primera vez, Silvia Estrada, la directora del lugar, supo de inmediato que algo andaba mal. La niña, quien se distinguía entre las demás por ser más alta y corpulenta, se había encogido de hombros en las escaleras y no apartaba la mirada del suelo. Ningún juguete, ningún abrazo, ninguna palabra logró entrometerse en el aura solitario que había creado para sí; mucho menos le importó que los demás niños comenzaran a jugar, en ese momento Paula era inmutable. Belén, en cambio, asumía el comportamiento de su hija como las rabietas y excentricidades de una niña más rebelde de lo usual, otro de esos infructuosos berrinches que tenían lugar desde hacía varios meses. Sin embargo, su conducta no tardó en empeorar: al llegar a la fundación comenzó a soltar vulgaridades sin tapujos e intentaba empujar a otros niños por las escaleras. En varias ocasiones los profesores del colegio llamaron alarmados: “Hoy la niña intentó tocarle las partes íntimas a varios de sus compañeros, esperamos que desde casa ayuden a corregir esa conducta cuanto antes…”; aquella vez la ira de Belén fue incontenible. Colgó el teléfono y se fue a golpes con su hija.  La vida humana depende del amparo; un bebé puede sobrevivir sólo si alguien se encarga de alimentarlo y protegerlo. Por eso el abandono suele dejar raíces tan profundas, es un tipo de maltrato, el que cala más hondo en la psique y en el corazón. El acto en sí mismo, alejado de cualquier motivo, es la separación entre un ser indefenso y el encargado, por naturaleza y por ley, de preservar su existencia. Sus consecuencias suelen ser emocionales y permanentes. Ahora Belén lo reconoce, ella misma se ha encargado de atar cabos entre lo que sucedió con su madre y la relación con su hija; la mayoría de los padres agresores tienen una historia de maltrato. La negligencia también está ligada al abandono, aunque no implica una separación física, conlleva a la desatención y muchas veces al desamparo emocional. Las madres negligentes no agreden, evitan: La de Belén primero fue negligente y luego los abandonó; parece que una cosa llevara a la otra. Nada era más importante para la señora Carmen que el tabaco, la brujería y el tarot, con eso se ganaba la vida y entretanto daba de comer a sus tres hijos. La sensación de que no había nadie más acompañó a Belén desde sus primeros años. Cuando los niños apenas entraban en la adolescencia, Carmen los dejó a cargo de su abuela. Pero el cariño de la anciana ya no pudo con el alma acorazada de Belén; ella prefería permanecer aislada, se encerraba en su cuarto durante horas y en ese tiempo sus sentimientos hacían caldera. Una secuela frecuente del abandono es la incapacidad para regular las emociones.  Belén tiene 40 años. Aunque es una mujer alta y robusta, su cuerpo no se mueve con aires de imponencia, al contrario, la veo flotar ingrávida como una niña, como si el pasado no le hiciera peso, o como si permaneciera ajena a la agobiante tarea de planear para el futuro; sin embargo, esas son impresiones, lo poco que puedo intuir de sus gestos infantiles: parpadea constantemente cuando habla, asiente con la cabeza una y otra vez mientras me escucha, y quiere demostrarme que cuento con toda su atención soltando un “sí señora” después de cada una de mis afirmaciones. Usa gafas de marco negro, sudaderas, camisas y tenis, y suele llevar un delantal florido durante el día. Cualquiera creería que asume la vida con la simpleza de un niño, pero lo cierto es que, en medio de nuestra conversación, me confiesa que no deja de meditar sobre su historia, y dice que necesita encontrar un nuevo rumbo.  Creció en un apartamento pequeño en el barrio Tequendama. Era la menor de tres hermanos, y la única mujer. No se consumió en una soledad terrible gracias a la compañía de su abuela Alma y de los libros; era apenas una niña cuando leyó Cien años de soledad encogida en un rincón de su habitación. También leyó Las aventuras de Tom Sawyer, La María, El alférez real; todos eran libros sin un destino fijo, libros que en medio de la suerte y el azar cayeron en las manos de su abuela sin pagar un solo peso, para que luego ella los pusiera en las manos de su nieta. Pronto sus hermanos se fueron de casa, se casaron y tuvieron hijos; mientras tanto, Belén seguía allí, cuidando de la anciana; aunque había terminado el colegio y estudiaba una carrera técnica en secretariado bilingüe, se sentía como suspendida en el tiempo, despojada de toda fe en el transcurso natural de los días. Tristemente, sólo la muerte de Alma pudo sacarla de ese estado; había llegado el momento de asumir la vida, con sus desafíos y desencantos, esa vida que se reparte entre los días para el olvido, los memorables, y algunos más inciertos. Hoy no sabe si olvidar o recordar aquella vez que quiso tomar un curso de máquina de coser, porque allí, en esa esquina en la que esperaba el bus después de la primera clase, Belén creyó conocer el amor.  Quedar en embarazo sin haberlo deseado, cuidar de otro ser sin saber cuidar de uno mismo. Luego, el engaño, descubrir que el tipo es casado, dar la vuelta y alejarse, así no mas, sin reclamos ni demandas porque la vida ya es demasiado complicada como para perder tiempo y energía en eso. De repente, tener a un bebé respirando entre los pechos y no saber cómo actuar, no tener nada qué ofrecer. La única certeza es que hay que alimentarlo, trabajar por ende. Lo que sigue es dejarlo a cargo de alguien más y confiar en que, al volver en la noche con un tarro de leche y pañales en el bolso, todo estará bien.   Silvia, la directora, una mujer de estatura baja y gestos dulces, llevaba años tratando con padres alcohólicos, drogadictos o desorientados que, en un último esfuerzo para que sus hijos no corrieran con la misma suerte, los entregaban al cuidado diario de la fundación. Sin embargo, nada de eso le sirvió para comprender el conflicto entre las recién llegadas. De Belén, sabía que el padre de su hija había sido una presencia fugaz y distante, y que a pesar del miedo no tardó mucho en asumirse como madre soltera. De la pequeña, sabía que creció en habitaciones arrendadas y casas ajenas en las que su madre trabajaba como aseadora; que era atenta y juiciosa en el colegio, pero que en cualquier momento perdía los estribos y su nota por conducta se iba a pique. Temía que en medio de una de sus furias le hiciera daño a otros niños y a ella misma. Silvia tenía razón en preocuparse, a los pocos meses de vivir allí, Paula se golpeó tantas veces contra la pared que su rabieta terminó en fractura.  Los trabajadores de la fundación fueron los primeros en dudar de la salud mental de la pequeña. ¿Era posible vivir tantos años junto a alguien con tremendos arrebatos sin sospechar nada? Tal vez Belén no quería hacerlo; algunas madres prefieren evitar, huir. El diagnóstico médico, además de una rotura en su clavícula, fue de trastorno crónico de esquizofrenia. La supuesta rebeldía absurda y pasajera que durante años habían reprimido a golpes, eran los síntomas de una enfermedad que distorsiona por completo las experiencias sensoriales. Era como si Paula siempre hubiera vivido en otra realidad. Pero Belén nunca supo que golpeaba a una persona enferma, en su cabeza reinaba el deber de “corregir” a una niña sana que se había obstinado en sacarla de casillas. Como tantos padres, generación tras generación, creía que los correazos lo iban a solucionar; no es sencillo despojarse de lo que han concebido como disciplina durante tantos siglos: discusiones que fluctúan entre golpes y madrazos, zapatos y correas amenazantes, regla en mano porque “la letra con sangre entra”. En el 2015 se reportaron ante el ICBF 10.435 casos de violencia intrafamiliar contra menores, lo que significa que, aunque sea ajeno para muchos, el maltrato infantil continúa latente, ocurre ahora mismo en cientos de lugares en todo el mundo; ocurre con frecuencia en esa Colombia remota y marginal, allí donde el desconocimiento de otras maneras de educar fortalece la tradición del castigo físico, o donde se respira violencia porque sí, porque los golpes hacen parte de la supervivencia; ambientes trágicos, desoladores, cuna de los casos que suelen aparecer en las noticias.  No viven juntas desde hace tres años; después del diagnóstico Paula fue trasladada a una fundación en Palmira. A las pocas semanas de su ausencia, Belén notó que sus días se hicieron más sencillos; aunque se dedicaba a la cocina desde las 5:00 am, le sobraba tiempo para leer, jugar con los niños, para pensar en Carmen, su mamá, en los años de silencio, y en la idea de buscarla. En las tardes suele hacer un ejercicio que aprendió durante la visita de una doctora a la fundación: consiste en acostarse con los brazos y las piernas extendidos, cerrar los ojos, pensar en algo agradable y respirar profundo, con ritmo; ¿en qué piensa Belén cuando se tumba en forma de estrella sobre el suelo? Casi siempre en el futuro, en el mejor futuro posible.  -¿Le gustaría vivir de nuevo con ella? -Sí, claro, pero de manera diferente Reconoce que fue excesiva con los golpes, y no se siente orgullosa de ello. Mientras tanto, ha comenzado a reconstruir el amor hacia Paula desde la distancia. Paradójicamente, sin la necesidad imperante de controlarla, pudo estudiar y comprender poco a poco el impacto de la esquizofrenia en la vida de su hija. Ahora, en una etapa de visitas restringidas, la llama casi todos los días y le habla con ternura, aunque la niña nunca rompa el silencio al otro lado de la línea. *** Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 El horror es la noticia Un lugar para estar a salvo El hombre frágil Sinopsis de una vida Un episodio de zozobra Acercarse a la verdad Una práctica heredada La distancia también cura **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 RODAR EN UNA CIUDAD DE CAMINANTES http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/rodar-en-una-ciudad-de-caminantes/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Es media mañana y el sol pega fuerte en la Alcaldía de Palmira, un edificio de fachada cuadriculada y nueve pisos color crema dispuesto frente al parque principal de la ciudad. Livintong Grueso, un morocho alto, entrenador del club de baloncesto adaptado Te ayudamos, camina por una rampa de acceso junto a seis de los muchachos del equipo, quienes suben con dificultad en sus sillas de ruedas. –Fuimos, me acuerdo mucho, porque nos invitaron para entregarnos una dotación para los juegos departamentales en Tuluá. Debíamos subir hasta el Concejo, en el segundo piso, pero la Alcaldía Municipal no estaba adaptada para la condición de discapacidad. Entre un guardia y yo nos tocó cargar a cada uno de los muchachos y subirlos por las escaleras–, me cuenta con su acento de la costa pacífica.  La calle principal que atraviesa al barrio El Prado convulsiona en las noches: caminantes, estancos, negocios de comida rápida, tabernas, gimnasios y asaderos de pollo se cuentan en cantidades a cada lado. En la mañana el sol calienta mesas y botellas vacías. La mirada de algunos colegiales se desvía hacia el hombre que atraviesa a dos ruedas la Carrera 41. José Martín Salgado, presidente del club Te ayudamos desde hace seis años, es el primero en llegar al entrenamiento. Su piel es trigueña, tiene 50 años y siempre lleva una gorra que le oculta una cicatriz en la cabeza. Su expresión recia esconde una historia de militancia y su camiseta esqueleto deja ver una sirena tatuada en su brazo derecho. –Me la hizo un amigo cuando lo fui a visitar a la cárcel –me dice sin emocionarse. Luego confiesa que jamás se haría otro tatuaje.  Martín echa un vistazo a la cancha y espera. El polideportivo de El Prado parece hecho de pequeños accidentes: la pintura de una casa a punto de caerse decora el fondo de una tarima de cemento, baños que funcionan a medias, pelotas de fútbol atrapadas entre las vigas del techo, el tubo de uno de los tableros de baloncesto torcido por el choque de una volqueta. Y hoy, lunes, unas vallas metálicas obstruyen la cancha. Elkin Toro, un ex policía nariñense, pálido y de brazos largos, llega para ayudarle a Martín. Se baja de un carro al que le ha adaptado los pedales en forma de palancas al alcance de la mano.  –Yo lo mandé a arreglar. En los concesionarios no te dan la opción.  Como Livintong no ha llegado, la esposa de Elkin –morena, callada– lo ayuda bajando la silla de ruedas de la parte de atrás del carro. Elkin avanza hasta que sus ruedas se encuentran con lo que alguna vez fue una rampa de acceso al polideportivo. Ahora no es más que un pedazo de cemento resquebrajado en el que las sillas se atascan, pierden el apoyo y patinan.  –Al menos nos dejaron agua –dice Martín mientras toma un poco de las bolsas que los organizadores de la Segunda Copa Sparta dejaron regadas junto a la cancha. La Copa Sparta es una exaltación de hormonas  y músculos, un evento de fisiculturismo organizado por el Instituto Municipal del Deporte y la Recreación –IMDER Palmira–, la Alcaldía y el Humbert Gym –la única cadena de gimnasios de la ciudad–. El evento se realizó el sábado y entregó más de dos millones de pesos en premios.  Martín espera que el IMDER le entregue la misma cantidad de dinero para participar con el equipo en un torneo que se realizará dentro de mes y medio en Popayán. En Colombia hay más de dos millones y medio de personas en situación de discapacidad, suficiente para repoblar siete veces a Palmira. Aun así, las ciudades colombianas todavía no están listas para acoger de forma apropiada a esta población; más de 7 mil personas en condición de discapacidad viven en Palmira, más de 160 mil viven en Cali. 85 millones habitan en América Latina y buena parte de ellas lo hace en extrema pobreza. Bajo este panorama dos millones de pesos pueden no ser nada, pero para Martín y el equipo ahora pueden serlo todo.  Los muchachos siguen llegando al entrenamiento. Quienes viven más lejos, como Yani, Eduardo y Vladimir, vienen en uno de los dos buses adaptados que hay en la ciudad. Pocos lo hacen en sus carros, como Elkin y Richard; otros llegan en sus motos, a las que han puesto una tercera llanta para mantener el equilibrio, como Nelson. Mauricio, confiado y robusto, es de los pocos que se desplaza en una moto convencional. Y rodando, como se le dice a andar en silla de ruedas, llegan Martín y otros desde los barrios cercanos.  Nelson tiene una sonrisa tímida, un deje campesino y 45 años tallados en un cuerpo fornido. Baja de su moto y atraviesa la cancha saltando en su pierna izquierda.  –¡¿Entonces qué, mocho?! –le grita Mauricio. –Bien, bien –responde Nelson mientras sonríe. –¿Y por qué le dice mocho? –, alguien pregunta. –¿Cómo que por qué? ¿No ve que está mocho?– responde Mauricio mientras todos se ríen. Poco les interesa esconder lo que son.  Reírse de sus propias tragedias es la forma en que aprendieron a enfrentarse a los otros; pero, sobre todo, a sí mismos.  Se cambian de ropa, algunos sujetan el tronco a una silla con una banda de velcro elástico, aseguran sus piernas con un cinturón y se vendan los dedos de las manos. Acomodan los cojines para no pelarse las nalgas y atan los pies a la parte baja de la silla de ruedas. Cada quien calienta a su manera. Livintong los mira y se distrae. Charla con alguien en la puerta del polideportivo. Pareciera que se olvida del silbato que cuelga de su cuello. Jaiver Castillo, un joven entrenador contratado temporalmente por el Imder, dirige el equipo cuando se aproxima un campeonato.Livintong es el antiguo entrenador, ha decidido renunciar a los contratos insostenibles de tres y seis meses con el Imder, pues considera que su trabajo con el equipo va más allá de un papel con su firma. – A uno lo contratan de esa forma para cansarlo y no poderse pensionar. Luego de vencido el contrato, a uno le toca hacer campaña política para asegurar otra vez un puesto inestable. Antes usted tenía una buena hoja de vida y lo contrataban. Ahora no es así, todo se volvió palanca. Yo quiero asegurar mi trabajo porque tengo capacidades, no porque otro tiene poder–, me dice Livington mientras caminamos hacia su casa.  Son reiteradas las ocasiones en que a falta de entrenador, el baile de ruedas y balones no ocurre. El equipo se dispersa y las prácticas quedan reducidas a un partido. A nada. Hoy Martín asume el liderazgo dictando órdenes con rostro alargado y estricto. –Dejen la charla y empiecen a calentar –le oigo gritar desde el otro lado de la cancha mientras con un trapeador seca los charcos que dejó el aguacero de la noche anterior. Hace girar la rueda de su silla con la mano izquierda, mientras con la otra arrastra el trapeador de un lado para otro. Las cejas fruncidas y los labios apretados delatan la dificultad de la tarea. Se detiene y gira para ver qué está pasando en la cancha: sigue pendiente de que los muchachos empiecen a entrenar.  Mauricio García, el mejor encestador del país en los juegos nacionales del 2012, es uno de los jugadores del club que más critica el control de Martín sobre los entrenamientos. –Si por mí fuera yo los cojo a todos y les digo cómo es que se entrena. Organizamos bien el tiempo y hacemos todo lo que me enseñaron en la Selección Valle: calentamiento, velocidad, resistencia, ejercicios de técnica, gimnasio ¡Así es que se debe entrenar! Pero véalo –señala hacia la cancha–, él es el que dice cómo se hacen las cosas acá.  La noche anterior, Martín vio por televisión una sesión en la que el Senado de la República debatía sobre los derechos de las personas en situación de discapacidad. Desde entonces las preocupaciones lo asaltaron: hay que empezar a gestionar un espacio para el equipo en la nueva Ciudadela Deportiva de Palmira; pero no debe olvidar que lo urgente es obtener el dinero para ir a competir a Popayán. Ya en el entreno, Martín hace pases y varias canastas, y aunque a veces trastabilla nunca se cae. El hombre de la cara larga parece sonreír por dentro.  Martín y Mauricio se disgustan durante el partido. Discuten por una jugada en la que una falta no fue bien pitada por Livintong. Pero es tarde para enojarse: son las doce y el entrenamiento termina. Los muchachos se pasan de las sillas deportivas, de ruedas anchas, inclinadas y ágiles, a las que usan para rodar por su cuenta, más estrechas y pesadas. Durante la alcaldía pasada –hace ya cuatro años– les entregaron las sillas que siguen usando ahora. Varias llevan la pintura descascarada y en algunas se ven remiendos de soldadura, rines flojos y radios que se han caído por el uso. La mayoría de sillas con las que cuenta el equipo incumplen los criterios deportivos –y humanos– más básicos. Por otro lado, las sillas personales son ganadas con tutelas impuestas ante Entidades Promotoras de Salud –EPS–, pero son pocas las que se entregan tras una primera petición. Algunos de los muchachos del equipo incluso le han pedido a Martín que les presten las sillas deportivas del club cuando no tienen en qué más rodar.  -La otra vez le prestamos una a El Indio y casi la desbarata de tanto andar en ella –, recuerda Martín con disgusto al final del entrenamiento. Eduardo Escobar, un moreno de voz suave, se cambia de camiseta, lava su cara y guarda todo en un maletín negro que carga sobre las piernas. Se asegura de tener las manos secas y se aplica crema humectante para suavizar los callos.  –Mi mujer se enoja si me siente las manos ásperas, entonces prefiero cuidármelas.  La dureza en el rostro de Martín se generó, tal vez, con los años. O gracias al Imder y a una negligencia tan fiera como su obstinación para tramitar los recursos del equipo. Los dos atentados que le hicieron en Cali en 1990, a causa de su militancia en el movimiento M–19, pueden ser otro motivo de su seriedad. Integrantes de las FARC dieron con él una tarde de marzo mientras caminaba en compañía de un amigo. Iban rumbo a su casa cuando Martín escuchó los disparos. Quedó tirado en la acera junto a su amigo, quien perdió la vida aunque no tenía relación con grupos armados. Martín se hizo el muerto durante algunos segundos, ignorando que dos disparos le habían llegado a la médula. En abril del mismo año lo buscaron de nuevo, pero esta vez ninguna bala logró alcanzarlo.  Aun en esta diminuta ciudad, lejos del fuego cruzado en las montañas, la violencia se pasea con disimulo. Las negligencias del gobierno, la construcción poco incluyente de casas y espacios públicos y la precariedad de las condiciones laborales son algunos de los disfraces que hoy visten y camuflan a la violencia.  Martín no puede ingresar con su silla de ruedas ni a la ducha de su propia casa. Se baña en el patio sentado en una silla rimax junto al lavadero. Su columna se ha desviado dos centímetros y ya no puede trabajar pegando pisos, una habilidad que conserva de su pasado como obrero de construcción. Tras intentar de todo para revertir la difícil situación económica del equipo, Martín sabe que ni alcaldes, gerentes o empresarios se interesan por apoyar al deporte adaptado.  –Hay empresas que pueden dar la dotación de un uniforme, pero la niegan –me cuenta. Incluso financiar sus gastos personales le resulta difícil.  –Hace veinte días trabajé pegando un piso y, le digo sinceramente, me di cuenta que ya no puedo más. Mi hermano trabaja como maestro de obra en Jamundí y a veces algo me manda. Como presidente del club, Martín no tiene sueldo. –Me ganaría algo si un día fuera a una empresa y me dieran 40 millones de pesos para el equipo, porque tendría derecho al 5% de lo que conseguí. Pero eso no pasa, es difícil. Yo consigo máximo dos millones para viajes que cuestan tres. Y si saco el 5% ¿qué queda? Si me pongo a sacar para mí, no viajamos. Por eso nunca saco, prefiero irme con todo el equipo a jugar. No hago esto para enriquecerme, sino para que nos mantengamos activos. Martín rueda hacia su casa con una tarea clara en su mente: aun no consigue los dos millones de pesos y no falta mucho para el torneo en Popayán. Un partido de baloncesto adaptado se juega con las mismas reglas que uno convencional: cuatro tiempos de diez minutos en los que se exige conducta deportiva, velocidad, destreza en manos y ruedas por igual, un ganador y un perdedor. Se suman varios choques y algunas caídas que terminan con un hombre levantándose por su cuenta; aquí en el polideportivo, el espectáculo goza además de manos cubiertas por una grasa negra que evidencia la falta de aseo en el lugar. En cada entreno, partido y campeonato aparece el dolor del esfuerzo en los hombros, además de las secuelas heredadas tras las lesiones.  Jair es un negro carismático y bonachón. A su mirada tímida la acompaña una cicatriz que rodea el ojo izquierdo. Es de los más hábiles del equipo. Sus largos brazos le permiten jugar como encestador o ‘poste’, como le dicen en la jerga deportiva a su posición.  Lleva casi un año viniendo desde Pradera para entrenar con el equipo. Cuando llega al polideportivo se quita las prótesis vestidas con un jean ajustado y tenis blancos. Deja todo junto a las escaleras. Cambia su camiseta azul por una amarilla y holgada con la que acostumbra a entrenar. Retiradas las prótesis, cada muñón queda protegido con un vendaje duro de color cartón. Jair se asegura a la silla y rueda hacia la cancha, siempre con una sonrisa. Trabajó como soldado profesional en Corinto, Cauca, una población azotada por el conflicto armado.  –Fue durante un control de área. A las seis y media de la tarde, me acuerdo, que sonó un bum… me levantó y caí a un hueco y ya ahí mis compañeros me empezaron a gritar que no me quedara dormido – cuenta mientras su voz tenue apaga su sonrisa.  En la clínica su familia estaba muy inquieta hasta que uno de los médicos se decidió a hablarle.  La explosión de la mina antipersonal le dejó una doble amputación por encima de las rodillas y una pensión que el ejército nacional le paga desde hace seis años. No se podría decir que tiene suerte, pero es uno de los pocos jugadores del equipo que recibe dinero cada mes. En Palmira, el 69% de personas con discapacidad no recibe ingreso económico. La cifra a nivel nacional es más preocupante: cerca del 81% de quienes están en edad productiva aseguran que su situación de discapacidad ha sido el motivo principal para no ser contratadas. Pero estas cifras, aunque alarmantes, no son extrañas. La tasa de desempleo en esta población es elevada y el acceso a servicios como educación, vivienda y transporte es limitado. Se genera así un círculo interminable entre discapacidad y pobreza. Elkin va a un costado de la cancha, bebe de una bolsa de agua, se acerca y en medio de la charla me cuenta sobre su primer intento de comprar una casa en Palmira: planeó todo para comprarla en el conjunto Molinos de Comfandi. Pagó la primera cuota y exigió que se adaptaran los diseños a su situación. Después de todo, la ley dicta que el 1% de las casas que se construyan a partir de 1990 tienen que adaptarse con rampas y habitaciones en el primer piso.  –A los seis meses me dijeron: ‘no, no tenemos casas así, el diseño ya está hecho’, y me devolvieron la plata –hace una pausa con esa tranquilidad que nunca lo abandona–. Es duro porque, imagínese, uno va a comprar una casa y tiene que ir a tratar con el banco. El banco le dice: ‘usted no nos puede demostrar cómo va a solventar el pago de las cuotas’. Yo tengo facilidades porque soy pensionado, pero un discapacitado ‘normal’ no. ¿Quién tiene trabajo serio aquí en el equipo? Nadie. Jair y yo somos pensionados, pero de resto nadie tiene trabajo fijo. Todos son rebuscadores. Aquí el deporte debería ser un trabajo. Al equipo se le brinda un apoyo al deportista de 400 mil pesos al mes, pero es para todo el grupo. Esto deja a cada integrante con $30.000 mensuales. –Así no se puede. Livintong lanza el balón, dos manos se extienden en el aire y lo dejan a la deriva. Mauricio se adelanta rodando, recibe el pase, la cancha se le acaba y lo lanza hacia atrás esperando que alguien de su equipo gane el sorteo de la caída. Cristian lo agarra con movimientos nerviosos. Avanza. Lanza. ¡Encesta! –¡Braaaaaavo! –¡Esa es, nuevo! –¡Así es, pelao!  El júbilo en la cancha es tremendo. Ambos equipos celebran. Compañeros y rivales se acercan para darle un espaldarazo y saludarlo. Le pregunto si fue su primer punto en lo poco que lleva entrenando con el equipo.  –No, fue el segundo – me dice sonriendo con timidez. Sus piernas no paran de temblar. La lesión en su médula hace que el cerebro siga enviando estímulos que le producen movimientos involuntarios. Al bajarse de la silla, después de un partido, quienes sufren de contracciones intentan controlar con las manos los pequeños saltitos que dan sus extremidades inferiores. Cristian tiene 18 años. Dos en situación de discapacidad. Hace dos meses viene a los entrenamientos con Carlos Cardona, un concejal de Pradera. Fue un sábado de rumba. Luego de bañarse y ponerse su mejor ropa, Cristian se para frente al espejo y se cuelga unas candongas doradas. Toma las llaves de su casa, saca la bicicleta y desde la puerta le dice a su mamá que llegará tarde. Junto a un amigo recorre las calles de su barrio en una bicicleta que ha ido armando de a poco. –Era una bicicleta con caja ancha. Tenía las barras y unas llantas bien ásperas. Freno de disco. Estaba calidosa. Al llegar a la rumba en las afueras de Pradera, varios amigos lo saludan. Después de unas horas la música se detiene por un momento, hay silencio… No se ha tomado un solo trago, pero Crisitan siente un frío deslizándose desde la nuca hasta su cintura. Todo se nubla. Un impacto le aturde los oídos. Está tirado en el piso y ya no ve su bicicleta. Un hombre guarda el arma y se marcha tranquilo. Trastabillando, los hombres logran prender la moto. Suben a Cristian y lo acomodan, pero su cuerpo se desploma. La moto arranca y a menos de media cuadra la llanta trasera se desliza. Tendido en el suelo su mano derecha queda bajo el exhosto y la parte frontal de sus dedos se calcina.  –Al man lo cogieron allá en el Bolo hace como un mes. Yo más o menos lo conocía. Después de un tiempo me lo mostraron en fotos. Cuando nos dijeron que lo capturaron fui y puse la demanda. Él era un ‘duro’. A cualquiera le pegaba tiros. Así mató mucha gente. Es más, a otro lo dejó inválido de mera alegría.  Cristian despierta en el hospital de Pradera y lo único que puede mover es la cabeza. A su derecha hay dos policías que le hacen preguntas de rutina y luego se marchan. Está amarrado con una correa a la camilla. No entiende qué pasa. Su madre se le acerca, guarda silencio. Horas más tarde es remitido a un hospital en Cali donde se entera que no volverá a caminar.  Pasa un mes y medio internado y lo único que le interesa es volver a su casa, a su barrio, para estar con sus amigos. Hoy, dos años después del accidente, Cristian se sienta fuera de su casa a ver la gente paseándose en las noches. Cuando recién salió del hospital muchos conocidos fueron a visitarle. Hoy muy pocos amigos pasan por su casa. Es un joven tímido. Muchas de sus respuestas se limitan a un sí o un no. En casa conoció a su novia, una muchachita pálida y callada de 16 años que su primo le presentó. Llevan un año viviendo juntos. Ella lo acompaña a cada entrenamiento. Siempre ha estado ahí, a su lado. *** Carlos Cardona va a empezar su calentamiento. Se quita un chaleco café en el que se lee: “Ley 1618 para la inclusión de personas en situación de discapacidad”. Desde hace dos meses practica con el club Te ayudamos como parte de un proyecto para conformar un equipo propio en su municipio. Trae con él a Cristian y Baltasar, los dos primeros pilares de un club que, al parecer, se consolidará muy pronto. El nombre del negocio que lo impulsó en su natal Pradera cuenta con cierta ironía el episodio que marcó un antes y un después en su vida. El 14 de marzo de 2011 Carlos Cardona estaba en su tienda El líder, por esos días su campaña al concejo de Pradera empezaba a sonar con fuerza. Buscaba impulsar procesos de cambio en las vidas de jóvenes que veían en la delincuencia una posibilidad de sustento. Pero la primera gran transformación de su carrera política la vivió en carne propia.  –A eso de las ocho y media de la noche llegaron dos tipos diciendo “Carlos Cardona, aquí le mandaron”, y me encendieron a plomo. Me pegaron nueve tiros. Le debo la vida a mi hijo, un muchacho de 15 años que salió en mi defensa, cogiendo mi revólver de dotación y encendiéndose a bala con los sicarios –, narra como si de una entrevista radial se tratara. Herido de gravedad, fue trasladado hasta el hospital San Vicente de Paúl de Palmira. –Allí fui víctima del paseo de la muerte, como le dicen: me hicieron perder tiempo diciéndome que no había médicos, que no estaba el especialista que necesitaba… me pusieron a dar vueltas para no atenderme. Debido a que no reaccionaba, los médicos de la Clínica Valle del Lili decidieron amputarle la pierna izquierda. Quién sabe lo que habría ocurrido con su pierna si no hubiera pasado por tres clínicas antes de esa.  –Me demoré 15 o 20 días en saberlo. El momento en el que uno se da cuenta de eso es muy triste porque toda la vida he sido deportista, me ha gustado mucho el fútbol.Luego de un par de meses regresé a Pradera y a los tres meses de volver quedé elegido concejal con 513 votos. Y ahí vamos. El concejal ha conseguido en menos de dos años cinco sillas de ruedas y 20 millones de pesos con su gestión, todo un avance dentro de los ritmos habituales del deporte adaptado en Colombia. Pero incluso él sabe que esto no es suficiente.  –El Estado crea las herramientas y trata de ocultarlas. A la ley 1618 de febrero 27 del 2013 muy pocos la conocemos. Hecha la ley, hecha la trampa. Yo pienso que tiene que dársele la suficiente difusión para que Colombia sepa que hay una ley que ampara a su población en situación de discapacidad. Por ejemplo, las empresas privadas deben tener entre el total de su planta de empleados un 10% en situación de discapacidad. Pero nadie lo sabe. A la hora de rodar, brincar o driblar el concejal es poco ágil. Su sobrepeso es su gran impedimento; pero basta con que más de cinco personas se reúnan a su alrededor para que su discurso emerja y convenza.  Su rostro, gordo y achatado, reserva algo.  –A veces voy por la calle y se me arrima un niño a preguntarme: “Ay, ¿a usted qué le pasó?”. “Me mordió un perro”, le respondo. “¿Y eso duele?”. “Sí, papito, duele mucho”. No veo por qué hay que contarle a un niño el horror por el que uno pasó. Podemos mostrar las cosas desde un camino diferente. Con seis meses de nacido Héctor Fabio Erazo, El Indio, contrajo poliomielitis, una enfermedad que afecta el sistema nervioso y destruye las neuronas motoras de los músculos. Sus piernas no conocieron los saltos de la infancia, pero El Indio siempre sonríe como si fuera un niño. –Si hubiera tenido dinero hoy sería un vegetal en un rincón. Pero no, yo mismo me rehabilité y salí adelante. Mi papá me hizo unas muletas cuando tenía 6 años, si no yo no hubiera andado tanto. Su tronco y brazos gruesos contrastan con sus diminutas piernas. Siente el calor del mediodía y envuelve su cabeza en una camiseta blanca. Vamos a cruzar la calle pero el flujo de los autos no da espacio. –Ojo nos coge un carro y quedamos inválidos –, me advierte mientras se ríe. Adivinar cuál es la silla con la que entrena es cuestión de conocerlo.  –Mírela bien y se da cuenta de quién es: está soldada por todos lados, le falta pintura y es como para alguien bien grande –, me dice Livintong mientras saca las sillas de la bodega.  –Es del indio –le respondo.  –¿Si ve que no hay necesidad de pensarlo mucho? Las sillas se parecen al dueño. En un costado lleva un sticker de un indio piel roja que con unos kilos más, y algunas plumas menos, sería su versión en caricatura. El indio la usó durante un tiempo para andar la calle y la devolvió remendada, claro, por él mismo.  Es un rebuscador de tiempo completo, un hombre que a sus 53 años no se cansa de la calle.  –Nosotros éramos once hermanos y teníamos un papá que decía: “el que cumpla 18 años se va de la casa porque yo no voy a mantener a nadie gratis”. Yo pensaba siempre en eso. Entonces cuando tenía 16 años me fui para Medellín, luego para la costa, la Guajira… y así anduve en muchas partes del país. Me volví un andariego. Aprendí mucho de la calle: a no coger vicios, a conocer a la gente y, sobre todo, a trabajar. Su silla personal costó cincuenta mil pesos, lo que bien podría valer el repuesto de una nueva. La consiguió de segunda, faltando una semana para la Tercera Media Maratón de Palmira, en la que quería participar como fuera; pero la silla necesitaba algunos arreglos. Encerrado en su casa se prometió que la tendría lista para correr por el centro de la ciudad como en su juventud. A los 20 años aprendió a soldar en una fábrica de sillas de ruedas y trabajó 15 años en una importante industria metalúrgica de la ciudad.  Su suegra acostumbraba a decirle que su hija moriría de hambre viviendo con un minusválido como él. El indio siempre le restó importancia. –La mamá de mi mujer era ciega. No me podía ni ver –me dice mientras frena su silla en medio de un ataque de risa–. Esa señora me odiaba porque yo era discapacitado. Le decía a la hija: “vas a tener unos monstruos con ese señor”. Sabe arreglar zapatos, arma y vende sillas de ruedas, arregla relojes… –De eso vivo, de todo.  Caminamos un tramo más bajo el sol inmisericorde del medio día. El indio rueda como si nada mientras yo camino con dificultad. –Ahora vivo solo, porque cuando tenía a mis hijos sí era duro. Pero ya los crie, ya qué hijuepuchas –se adelanta para poder subir a un andén antes de que un semáforo se ponga en verde y lo embista algún carro–. Antes me tocaba levantarme a las cuatro de la mañana, entraba a un taller a las seis y salía a las dos de la tarde. Aprendí a trabajar maquinaria agrícola, hasta que se me presentó la oportunidad de ser taxista, y fui a Bogotá y Medellín en mi taxi. Es curioso porque muchas personas normales no han hecho lo que yo he hecho. Yo me siento bien. Las suelas de mis zapatos hierven y no quiero pensar en cómo lo hará el caucho de las ruedas que Héctor desliza por sus manos. Hoy me siento como el verdadero discapacitado junto a este hombre. *** Las diferencias entre los integrantes del grupo se marcan por su forma de vida, aunque compartan algunas causas de discapacidad. En el registro colombiano para la localización y caracterización de personas con discapacidad se dice que el 68,3% de las situaciones se deben a enfermedades como la polio, alteraciones genéticas y complicaciones durante el embarazo o el parto;  las siguientes causas más frecuentes son accidentes, en su mayoría de tránsito o de trabajo, con el 16,9%. La violencia –ya sea por delincuencia común o conflicto armado– ha generado sólo el 2,9% de las discapacidades. Sin embargo, en este equipo de 15 personas, se plasma la absurda efectividad de las minas antipersona y la sentencia muda de las balas. La práctica del baloncesto adaptado genera dolores en la espalda, espasmos que hacen temblar las piernas o sensación de vacío en el estómago. Pero los muchachos saben que el malestar también es alivio. Practicar un deporte es fundamental para ellos. Tras las lesiones, cuerpo y mente deben sincronizarse para superar y aprender a convivir con los cambios. Vencer los miedos en el momento de desplazarse, conocer las capacidades propias y superar las barreras que impone el entorno, son algunos beneficios que ofrece el deporte.  Sin embargo, menos del 6% de las personas en condición de discapacidad en el país practican actividades deportivas o recreativas. Y aunque todos quisieran hacerlo, no existirían las condiciones necesarias. En el equipo, por ejemplo, si una persona externa quiere ingresar, por más que el club esté dispuesto a recibirla, no hay sillas disponibles para jugar. Las más antiguas ya están obsoletas y las más recientes están asignadas. Esperanzarse en el presupuesto de la alcaldía o del Imder para adquirir sillas nuevas es una utopía. Es mediodía y afuera del colegio Humberto Raffo Rivera de Palmira los estudiantes esperan a ser recogidos. Richard, un joven de 15 años, espera en una silla de ruedas a su mamá. Sus compañeros corren cerca de él; algunos se burlan, pero Richard se contiene. Alguien ha llamado su atención. Se acerca y lo sigue con la mirada. Un hombre que podría ser su papá viene también en silla de ruedas. Por fin veía a alguien como él.  Un día de entrenamiento, Héctor Fabio le dijo que sería Selección Colombia. Pero el chico nunca le prestó mucha atención, pues desde el incidente que sufrió, su confianza se vio seriamente afectada.  –Acabábamos de comprar la moto, una Yamaha 175. Veníamos de visitar a mi tía en Pradera, cuando vimos a unos tipos sospechosos en la carretera y mi papá empezó a acelerar. Al ver que no nos podían alcanzar comenzaron a disparar. Lo hicieron muchas veces y yo solo escuchaba las detonaciones. Ni siquiera sentí el impacto. El que recibió la mayoría de disparos fue mi hermano Henri, él iba atrás, yo en la mitad y mi papá manejando. A Henri le tocaron cuatro disparos en la espalda y uno de ellos lo traspasó y se me incrustó en una vértebra. Mi papá nunca paró, nunca nos caímos hasta que llegamos a la entrada de Palmira. Ahí mi hermano se desmayó y mi papá me preguntó si me podía bajar de la moto. Pero no pude. Desde ese momento perdí la movilidad en las piernas, no pude sostenerme más. Ese día escuché las últimas palabras de mi hermano. Fue muy duro, ese fue el último día que lo vi. Richard vive desde los siete años con una lesión que le impide el movimiento de las piernas. Detestaba que sus compañeros de colegio le dijeran postrado o paralítico, o verlos jugar mientras él se quedaba en el salón. Algunas veces no entró a clase porque el aula quedaba en el segundo piso del colegio y no le ayudaban a subir. Se cuestionaba todo el tiempo, pero aprendió a no dejarse afectar por las palabras de otros. Después de casi tres años entrenando fue convocado para la Selección Colombia de baloncesto adaptado. Ahora luce seguro de sí mismo. El equipo llega a la ciudad de Popayán el miércoles en la mañana. El Campamento Polideportivo organizado por la Federación Colombiana de Deportes para Personas con Discapacidad Física es el motivo del viaje. Las calles del centro están siendo reconstruidas. La fachada y la puerta principal del hotel también están intervenidas, así que los muchachos ingresan por una puerta de emergencia por la que no cabe una silla de ruedas.Algunos tienen que quitarle una rueda a la silla para entrar. El hotel es de una sola planta, lo que facilita el acceso y la movilidad de los muchachos. Como llegan antes que el resto de equipos invitados, escogen las habitaciones más grandes y cómodas. Se instalan por grupos de tres o cuatro, procurando intercalarse entre los que tienen mayor y menor movilidad para así poder colaborarse ente sí. Para las personas con movilidad reducida es indispensable el acceso a baños adaptados, rampas de acceso, puertas amplias, zonas de circulación y espacios internos que garanticen su seguridad e independencia. Para ello, el Congreso creó en el 2013 la ley estatutaria 1618, que reglamenta el pleno ejercicio de los derechos de las personas con discapacidad. Exige a las entidades públicas y privadas el diseño e implementación de condiciones de acceso para esta población.   El principal problema que enfrentan las personas con discapacidad es que la ley provee un plazo de diez años para mejorar en un 80%, como mínimo, los niveles de accesibilidad en las construcciones viejas; mientras que las nuevas construcciones no se ven directamente afectadas por estas directrices. Si bien el hotel de una sola planta facilita la movilidad, los baños no están adaptados, no tienen barandas y son estrechos. –Tenemos dos sillas rimax en el baño de la habitación, una la usamos para apoyarnos y pasarnos a la otra que está dentro de la ducha y así poder bañarnos-, me cuenta Vladimir.  La sede del campamento es el Complejo Deportivo de Popayán, construido en el año 2012 para los juegos nacionales. El Imder Palmira negó los dos millones de pesos que el equipo necesitaba, así que pidieron dinero prestado para el viaje y lo pagarán a cuotas con el subsidio la Alcaldía les da como reconocimiento al deporte. Ya no contarán ni siquiera con los $30.000 mensuales.  Tras la inauguración del campeonato se aproxima el segundo partido. Suenan pitos y barras. La gradería del lado derecho está llena. El sol se ha ido y hace bastante frío. Son las 6:30 de la tarde. Palmira enfrentará a Popayán en un clásico del suroccidente colombiano. –Este partido es muy parejo, así que pilas –, oigo que le dice la árbitro a sus jueces de línea.  Los entrenadores alientan a sus equipos. Los jugadores se muestran seguros. Aunque se conocen de partidos anteriores y  han creado lazos de amistad, es la hora del juego y cada uno buscará que el nombre de su ciudad sea recordado.  Una sensación de vacío inunda los estómagos. Es el primer partido del campeonato para Palmira. Las miradas se concentran. Suena el pito largo, el balón vuela y parece lento al bajar. Dos pares de brazos se cruzan y el balón lo toma Palmira. Se dirigen al espacio de Popayán, pero rápidamente el contrincante lo recupera. Todos ruedan hacia el lado contrario. Un pase corto cerca del área es recibido por un payanés alto y de pelo oscuro. Jair intenta bloquear con una pantalla a los contrincantes, pero son muy ágiles. Posición lateral, lance y… cesta para Popayán. Los gritos llenan el coliseo menor y la cara de los palmiranos se torna seria. Son dos puntos para Popayán, cero para Palmira.  El jugador número 5 de Popayán toma el balón y los palmiranos parecen darle paso como a uno de los suyos. Dos, cuatro, seis puntos para los payaneses. ¿Cuántos más?  –¡Qué hubo, muchachos! –alega Jaiver desde un costado de la cancha. Seis a dos.  La banca del equipo se mueve. Yani es reemplazado por Elkin. Jaiver y Livintong caminan de un lado para otro. –¡Cúbranle los espacios, cúbran..! Ese 5 nos va a dejar el roto –me dice Jaiver desesperado. Diez a dos.  –Hermano, es que si le dejan los espacios y no hacen las pantallas, ¿cómo quieren que ganemos? –murmura Livintong. Da unos pasos y aproxima las manos a su cara para gritar: –¡Cogelo ahí, ahí! Dieciséis a dos. Los entrenadores tratan de calmar a los muchachos en la banca. Creen tener con qué revertir el marcador. A sus espaldas, el 5 de Popayán, un hombre de unos 47 años, trigueño y espigado, lanza y hace su décima cesta. El partido termina. Cuarenta puntos para Popayán, diez para Palmira. Quedaron campeones a nivel nacional en 2012 y en los juegos departamentales de 2013, pero en este campamento de fogueo quedaron en el penúltimo lugar. Sin pena, sin gloria, y ahora sin un lugar dónde entrenar. *** Días después, una carta de la Junta de Acción Comunal del barrio El Prado le notifica al equipo que el contrato con el polideportivo se ha vencido. Deben buscar otro lugar para entrenar. Aunque la Ciudadela Deportiva de Palmira fue inaugurada hace poco, no hay lugar para ellos, pues –según les ha notificado el Imder– no cuenta con bodegas para guardar las sillas ni condiciones en las canchas para que puedan rodar. –Por esta época del año hay muchos eventos y no podemos desacomodar todo –dice Pedro José Martínez, coordinador de deportes del Imder Palmira. ***  Un año y medio después del desafortunado partido en Popayán, el equipo consigue entrenar con mayor frecuencia en la Ciudadela Deportiva de Palmira. A pesar de las dificultades que se mantienen al pedir apoyo al IMDER o la Alcaldía Municipal de Palmira, el equipo logró viajar en 2015 al Campeonato Nacional de Interclubes, donde ocuparon el tercer lugar y a los juegos departamentales, donde quedaron en el segundo puesto.  No todos los integrantes del equipo que participaron con sus historias en este reportaje siguen entrenando. Richard, por ejemplo, vive en Cali y ha conseguido un mejor trabajo como profesor. Otros, como Vladimir, han visto decaer su salud al no recuperarse de las peladuras o escaras en sus piernas. Pronto tendrá una cirugía donde le tratarán una hernia.  A su vez, se han unido nuevos deportistas. El número de integrantes del equipo aumentó y ahora hay entre ellos una mujer. Martín sigue como presidente del equipo por tercer periodo consecutivo, pues nadie se le mide a andar detrás de los alcaldes o del IMDER exigiendo los apoyos. Además tienen un nuevo entrenador, José Chiquito, Licenciado en Educación Física y especializado en baloncesto, y aunque lo contratan cada tres meses, durante el último año han tenido continuidad con él.  Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 GORGONA, LA MELANCOLÍA DEL DELITO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/gorgona-la-melancolia-del-delito/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Al pasar la reja me detengo a mirar al cielo. Tiene la forma de las hojas que dejan pasar algunos rayos de sol. Todo es verde: verde claro, verde oscuro, verde grisáceo. Verde claro son las hojas que se sobreponen a los años y el desgaste; verde oscuro es la lama que crece sobre los muros, o en los antiguos azulejos completamente blancos de algunas paredes; y verde grisáceo son los muros que se mezclan entre la selva, las hojas y el moho. Paredes que guardan memoria, paredes que hoy muestran la ruina del delito, el dolor de la soledad, el amargo sabor del exilio. Somos 12 personas, todos biólogos. Hace un par de años la isla fue atacada por las FARC y desde entonces sólo se permiten estadías para investigadores, ésta vez nos quedaremos en Playa Palmeras, una playa alejada del funcionamiento administrativo del parque y donde sólo  se encuentran dos guardaparques monitoreando el nacimiento de las tortugas marinas. Nos quedaremos ahí 7 días, muestreando el ecosistema rocoso del costado occidental de la isla. Viajamos más de 12 horas para llegar hasta acá. Entre la salida de Cali, el recorrido por la vía al mar, y la llegada a Buenaventura hay alrededor de cinco horas, todo depende del tráfico en la vía. Pasamos por Dagua y hacemos la obligada parada a desayunar en la Fonda Paisa, uno de esos restaurantes propios de la orilla de la carretera, de tejas rojas y un asador en el centro del restaurante; arepas de choclo, calentado de fríjoles, pericos y chorizos llegan a la mesa, café con leche, aguapanela y claros de maíz.  Llegamos a Buenaventura después de pasar por los Tubos, un famoso balneario a la orilla del río Dagua,  los desvíos para Sabaletas y San Cipriano, pueblitos pequeños donde se puede disfrutar del húmedo pacífico bañado por ríos y abrazado por calor. El tráfico se torna pesado, las motos esquivan carros, busetas y volquetas; los pitos ya no dejan dormir y el bochorno, ese característico calor mezclado con humedad, nos dan la bienvenida al puerto más importante del Pacífico Colombiano, que de pacífico no tiene tanto, Buenaventura es una de las ciudades más peligrosas del país. La desigualdad socieconómica es completamente notoria: manejan más del 60% de las actividades portuarias del país pero más del 80% de su población es pobre, según cifras del Dane; sin lugar a duda, esta desigualdad es el motor de la violencia: grupos armados heredados del paramilitarismo, comúnmente llamadas Bacrim, las rutas del narcotráfico en la región y la ubicación geoestratégica del puerto son detonantes claves del conflicto, que busca manejar los negocios rentables de las armas, las drogas y la siembra de cultivos ilícitos. Hay dos muelles además del turístico. De ahí zarpan barcos de carga y barcos medianos que acondicionan para transportar víveres, encargos y personas. Son barcos de tablas viejas con nombres peculiares: Discovery, Karen Vanessa I, Karen Vanessa II, Amazonas… Por lo regular viajan con torres de canastas de cerveza en la proa que llegarán a varios pueblos del sur de la costa pacífica. La mayor parte se queda en Guapi y Tumaco, y de ahí se distribuyen a varios lugares del Cauca como Sanquianga, Negritos, Timbiquí y Bocas de Satinga. Sus nombres y apellidos, niña –dice la señora al otro lado del vidrio, encerrada en una caja de tablas de madera de las que transportan en los barcos de carga, transporte y turismo, porque acá, bultos y personas somos tratados casi por igual. Acá soy 6 billetes de cincuenta mil y un número que encontraré pintado en un camarote. A los lugareños les cobran menos; eso sí, no les dan camarote, sólo les prestan unas colchonetas que extienden por los pasillos a la hora de dormir. Recostarse en esas camas suena como el chillido de varios murciélagos, y las sábanas se ven desteñidas de tanto uso. Caminamos por el muelle con nuestras maletas enormes, un par de cajas donde guardamos equipos y unas canecas con más equipos, las organizamos en la popa y los pasillos laterales del barco. Las maletas van con nosotros en el camarote y ocupan casi la mitad del cuarto, que no es muy grande, sólo caben dos personas paradas y las maletas que llevamos. Tal vez tiene 1,80 entre la puerta y la pared, exactamente la longitud  de cada cama del camarote. La proa no solamente tiene canastas apiladas de cerveza. En la bodega, bajo esas mismas canastas de cerveza, llevan víveres para distribuir a lo largo de la costa: atún, pasta, tomates, plátanos, arroz, papas, y un sinnúmero de alimentos que no se pueden conseguir en las costas son llevados desde el interior. Huevos, gallinas, carne, cilantro, cebolla, enriquecen el panorama con cacareos y un peculiar olor de mercado itinerante. En diciembre, uno que otro aparato excéntrico tiene cabida entre cajas de frutas y bultos: televisores pantalla plana, equipos de sonido y motos son transportados en el barco junto a lo demás. La prisión en la que se convirtió la Isla Gorgona, el 8 de octubre de 1960, albergó los más crueles delincuentes de Colombia por 24 años, y fue clausurada por el presidente Belisario Betancourt el 25 de junio de 1984. Era un lugar perfecto para confinar a los condenados. Está ubicada a 35 km al oeste de la costa; sus aguas nada pacíficas, “el mar picado”, los tiburones y las serpientes hacían de esta isla un lugar casi imposible del cual fugarse. La isla fue descubierta en 1524 por Diego Almagro, quien la nombró como San Felipe, pero Francisco Pizarro, en 1527, al ver la cantidad de serpientes, la asoció con las Gorgonas de la mitología griega -que llevaban serpientes en la cabeza-, así que su nombre cambió. En sus inicios, la isla sirvió de estación de abastecimiento para las naves que se movían entre Panamá y Perú. El libertador, Simón Bolívar, en 1820,  le dio las islas Gorgona y Gorgonilla (un islote pequeño en el suroeste de la isla), a Federico D’Croz, un sargento mayor de la Legión Británica como reconocimiento por su lucha. D’Croz estableció una finca que posteriormente, a finales del siglo XIX, sus herederos le vendieron al comerciante de oro Ramón Payán. Ahí, los Payán constituyeron una próspera hacienda, hasta que Alberto Lleras Camargo, presidente de Colombia en 1960, apropió las islas al Estado y la convirtió en la prisión de máxima seguridad. La brisa salada del mar se mueve con el vaivén del barco, la sal se siente en la piel, entre los vellitos de los brazos, en la cara y en los labios. El barco enciende sus motores y después de la acostumbrada revisión de la policía, se puede salir de Buenaventura con dirección al sur, pasando del Valle del Cauca al departamento del Cauca. A eso de las 11 o 12 de la noche, los pasillos se atiborran de cuerpos por entre los que hay que saltar, de un lado y del otro, para no pisar un pie, una mano, o incluso un bebé.  Al amanecer, llega la lancha de Parques Nacionales Naturales, con dos funcionarios del parque. Agarramos las maletas, hacemos una cadena para pasarlas hasta el primer piso y, ya todo abajo, se pone en la lancha. En diez minutos, después de casi 12 horas en mar abierto, estamos en tierra. —¿Cuánto caminamos? —Como dos horas… —me contesta el Capi.  —¿Y esto es?  —Sí, ya llegamos. Esto es. ¿Fea no?  —Son muros, nada más. El suelo está húmedo, como todo en la costa Pacífica. El agua es abrumadora, la humedad entra por los poros y se pega en las costillas, en los intestinos, en los huesos. El aire caliente y húmedo entra por la nariz y por la boca, y se revuelve con la sensación de desahucie, dolor, pena y abandono que genera el lugar.  El monte se devora el tiempo, los recuerdos, la memoria.  Bien lo dice la primera placa en la entrada de la prisión: “Oh, vosotros, los que entráis. Dejad toda esperanza”. Desde que cruzamos la reja que marca el inicio de la Alcatraz colombiana, el ambiente se torna oscuro; homicidas y violadores, en su mayoría, eran recluidos en la isla. Desde que cruzaban esa misma reja perdían su identificación personal y prácticamente el nombre. Se les asignaban códigos para ser identificados dentro de la cárcel, y eran sometidos a constantes abusos por parte de las autoridades, e incluso, de los mismos reclusos. Debían convivir con la selva, las serpientes y los mosquitos transmisores de enfermedades, que acababan, de cierta manera, el suplicio de la soledad. Desde la entrada el lugar es abrumador. Los pasos se tornan pesados, la selva murmurante. Los últimos rayos del día entran por los espacios que dejan las hojas y las ramas. El suelo y las paredes mohosas asienten el tiempo que anda a paso lento. Mientras nos adentramos por los pasillos de la cárcel, pequeños cuadros van recreando la historia. En la entrada de la enfermería el recuadro, de cemento y letras grises, cuenta las “crueles curas” a los que debían ser sometidos los internos de la cárcel. “¿Tratamientos imposibles? El doctor Bernardo Ocejo practicó cirugías de cabeza y amputaciones mayores con segueta y cuchillo como único material quirúrgico”. Pasamos por pasillos y pasillos. Muros de ladrillos, repellados con cemento gris, están dispuestos,  formando casi un laberinto de lamentos; algunos con pequeñas entradas de luz, otros completamente oscuros. Las enredaderas se trepan por las paredes, parecen brazos que se extienden desde la tierra para alcanzar el cielo, brazos que salen desde el purgatorio queriendo alcanzar las nubes. Sus hojas grandes y verdes recubren el suelo, los mosaicos de los baños, la panadería y el comedor. Una pequeña reja separaba al cocinero del resto de la prisión; cuentan que muchos fueron apuñalados por no conceder indulgencias a los prisioneros; los presos tomaban venganza, algunas veces con los guardas de seguridad como cómplices. Alimentaba más de 1500 personas, entre reclusos y funcionarios, con fríjoles, arroz y papa todos los días, cada día, hasta el último del funcionamiento de la prisión. La salida de la isla es igual que la entrada. Las maletas y los equipos se montan a la lancha, a eso de las 5 o 6 de la tarde, y se espera hasta que el barco llame por radio teléfono a la Isla. No se puede escoger el barco, ni mucho menos los camarotes.  Los barcos tienen asignados días de zarpe y tardan prácticamente tres días en ir y volver al puerto de Buenaventura: el día que zarpan, un día completo de navegación (según el último lugar que visitan), y el día de regreso. Descargan las bodegas, y las personas abordan lanchas, o canoas, que los llevan hasta sus destinos. Para los lugareños, los viajes en barco no tienen mayor trajín; viejos y chicos conviven con el mar, se arrullan con el sonido de la ola al romper en la playa, con el barco, con la lancha, con el mangle y las canoas.  Dentro de la prisión se traficaba no sólo con armas, que en su tiempo eran objetos corta punzantes hechos de madera, también con prostitutas llevadas por los directores y funcionarios de la cárcel. Estas mujeres prestaban el servicio dentro de la prisión a todos que tuviesen cómo pagar, incluso con artesanías talladas por ellos mismos. Las enfermedades de transmisión sexual pululaban tanto como los mosquitos; rondaban de cuarto en cuarto, de enfermo a enfermo, de sangre a sangre, así lo muestran las placas informativas de la enfermería dentro de la isla. —Los charcos se quedan ahí durante mucho tiempo  — Sí, acá la humedad es brava, acaba con todo. Se lo lleva todo. Ya no hay techo, el sol se refleja en los espejos de agua que quedan entre los pasillos. Las algas crecen, el moho también, y así todo se va deteriorando, hasta que el moho ya no es moho sino árbol, hasta que el alga no es alga sino bejuco. Dicen que la cárcel se basó en un diseño nazi. Los calabozos de castigo eran pequeñas celdas con una cama y una letrina. Las paredes de los baños fueron recortadas pues se asesinaban dentro de las letrinas; los guardas, desde el techo, vigilaban todo lo que ocurría en los cuartos, los baños, los pasillos, el comedor y los patios de lavandería. El botellón, era quizá el castigo más terrible: los presos eran enterrados casi que vivos, en un cilindro de más de dos metros de altura en la selva, tan estrecho que no los dejaba ni sentarse, completamente desnudos, al sol y al agua; ahí recibían la comida que muchas veces caía y se mezclaba con sus propios desechos, tapando el único sifón, ahogándolos en un batido de lluvia, mierda y llanto. Así lo narran los funcionarios del parque, profesores que en su tiempo de estudiantes conocieron la prisión y algunos recuadros que vemos mientras hacemos el recorrido.  Hubo sólo tres fugas exitosas: Eduardo Muñetón Tamayo, acusado de ser guerrillero, fue capturado borracho, después de dos años de libertad, alardeando de su escapatoria, y fue devuelto a la prisión; Daniel Camargo Barbosa, «el sádico colombiano», logró escapar aprovechando la fiesta de la Virgen de las Mercedes; había construido una pequeña balsa con troncos, amarras de bejucos y lianas, pero fue recapturado tres años después. Felipe Santiago Arroyo logró escapar de la policía, de la Gorgona, sobre unos balzos amarrados, era un ladrón alegre, fantoche y confesó más 34 asesinatos, vestía de negro y le llamaban “El Diablo”. —Ya le dimos la vuelta, ya no hay nada más que ver. La foto en los calabozos quedó muy chévere.  —¿Nos vamos o qué? – le pregunté. Caminamos de regreso al Poblado para esperar el barco. Por lo menos queda verde, vivo, pero se pierde el rastro de lo que fuimos, y de lo que no debemos volver a ser; como dicen los abuelos: pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. Suena el radio y avisan la llegada. Agarramos las maletas, las cargamos en la lancha y partimos al encuentro con el barco. La noche está estrellada, y en el mar, tranquilo, se ven peces saltar atraídos por las luces del barco, de nuestras linternas y de la luna. De vez en cuando nos despide una tortuga sacando su caparazón del agua. El viaje será tranquilo. En la isla, los presos pagaban con la vida sus crímenes. La selva se traga la cárcel como la muerte se tragó a cientos de hombres mientras la cárcel existió. Algunos presos se mataron entre ellos, otros se hicieron morder de serpientes para terminar el sufrimiento, algunos murieron en el intento de huir del exilio. El abandono y la desesperanza carcomieron la vida de quienes aquí entraron, de quienes aquí existieron, de quienes aquí respiraron.  Más de mil almas sufrieron el destierro y el olvido en una tierra de belleza absoluta, de un mar de colores, de una selva exuberante. Más de mil almas vieron caer sus días como hojas secas que se van asfixiando minuto a minuto con sólo tres testigos de su dolor: la luna, el sol y el mar. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 CAMINO ENTRE REJAS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/camino-entre-rejas/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle A Octavio Becerra, como a los 349 reclusos, debían cobrarle cada mes cincuenta mil pesos para dormir en el patio 1A de la cárcel Villahermosa. Caía la madrugada del tres de febrero de 2010 y sus compañeros permanecían acostados sobre el frío concreto de las celdas, insomnes, imaginando sin angustia la próxima visita de los reclusos jefes, “Los Pluma”, encargados de recaudar el dinero en todos los patios de la cárcel. Y mientras Becerra intentaba acomodarse a mitad del corredor para leer los salmos de su biblia recién adquirida, alias “Ramplón” –el fornido Pluma de tez caucásica- irrumpió furioso en el lugar.    —En el baño, hombre, déjeme dormir en el baño hasta la visita del domingo—, insistió Octavio. La cárcel había alcanzado un sobrecupo de 172% en el segundo mes del 2010 y sus instalaciones seguían en un deterioro constante. Grietas, humedad, fango y agua estancada ponían en alto riesgo a los reclusos. En todos los patios sólo cabía un grupo de 1.350, pero cuando Becerra recobró su libertad en 2012, el número de reos ascendía a 5.040. —La paliza que me dio el Pluma “Ramplón” no me causó tanto dolor como lo hizo la inflamación en la parte baja de la cara—, me dirá en un rato, sentado, con expresiones que intercambiará cada segundo. *** Es viernes 14 de marzo de 2015 por la tarde. Octavio me espera con su esposa, Andrea, en el barrio El Poblado, Distrito de Aguablanca. Por teléfono percibo con claridad un extraño siseo que despide su voz; sus sílabas se tornan difusas y sus palabras a medio pronunciar me llevan a imaginar su mandíbula inferior, fracturada la noche en que “Ramplón” le propinó varios golpes con sus botas punta de acero. Se le dificulta ingerir alimentos sólidos. Tampoco puede sonreír.  Caprecom –entidad del régimen subsidiado a la que quedó suscrito cuando entró a la cárcel- le negó en varias ocasiones la cirugía correctiva que necesitó con urgencia tras el ataque de “Ramplón”. Ahora Octavio es un hombre reflexivo que recuerda sus andanzas de la adolescencia y los días en que portaba un arma. Mientras dispone sobre la mesa varios documentos del proceso jurídico que inició en contra de la cárcel, narra sus días de calle y la depresión que le causó su reclusión.   -A los catorce años empecé a recorrer el Distrito de Aguablanca de arriba pa´ bajo. La primera arma la recibí a los dieciséis, en una fiesta, cuando inicié andanzas con los “Patirrucios”, la banda, mi familia. ¿Sabe? En ellos encontré paz y protección. Porque mi mamá, ¡ja!, nunca supe nada de ella después que abandonó la casa cuando tenía cinco años. La calle, mi refugio, ayudó a curar mi soledad.  Sus años de adolescencia los pasó en el barrio Comuneros, un territorio marcado por las fronteras invisibles y la lucha por el micro-tráfico. Los “Patirrucios”, conformados entonces por más de 40 jóvenes, controlaban la distribución de droga y a inicios del 2000 empezaron a consolidarse como una de las bandas más grandes del Distrito de Aguablanca. Hasta Octavio se convirtió en un pandillero cuando percibió en ellos el calor de hogar que en su infancia no había recibido.  -A mí me iniciaron con una prueba para ganarme la confianza de los Patirrucios. Tenía que cobrar un impuesto a la carnicería “La perla verde”. Las instrucciones del viejo “Araña” fueron “cobrá, me llamás y traes los 20.000 pesos; de lo contrario, saqueas la caja”. Con 14 años logré encarar al dueño del local y sacarle la plata. Menos mal logré la vuelta con éxito, porque, bendito Dios…Qué hubiera pasado si obtenía un “no” de respuesta.  Un año después de su iniciación, su tarea principal consistía en caminar el barrio y reportar —y si era el caso, disparar— a los distribuidores “no autorizados”. Así le tocó el día en que observó a un hombre vender droga a las afueras de un colegio, sin permiso alguno, desconociendo que aquél era el lugar de mayores ganancias para la banda. En medio de una batalla de fuego cruzado entre Octavio y el distribuidor aparecido, Aurora Tristancho, niña de diez años que caminaba desprevenida, cayó muerta en la calle del conflicto. La bala perdida pertenecía al arma de Octavio. —Uno es muy de malas. Varios testigos y estudiantes me reconocieron cuando maté a la niña sin querer. Pero, qué va, pensé escapar lejos y olvidarlo todo. Lo único que me daba tristeza era dejar a mi abuela tirada. Y la niña, qué dolor, yo no podía quedar tranquilo… Mientras Becerra intentaba conciliar el sueño la noche del siete de julio del 2001, un grupo de agentes policiales irrumpió en la casa de Octavio. Sin alternativa alguna, decidió escapar por el tejado de su casa. Confundido y alarmado, trató de saltar a la casa vecina, pero en un rápido movimiento los agentes lo detuvieron. Pruebas a su favor no existían, y sin recursos de apelación, fue encontrado culpable de la muerte de la niña. Los días de calle habían terminado y la libertad de Octavio se extinguía en sus manos. Octavio Becerra vivió dos constantes en la cárcel Villahermosa: la depresión y la soledad, aunque permaneció rodeado por miles de internos que se hacinaban hasta en los pasillos más estrechos del patio 1A. El 30 de enero de 2010, la biblia de 82.000 pesos que le había comprado a los Plumas encargados de vender insumos básicos, le sirvió como un espacio de íntima libertad. Por ese gasto, sin embargo, descompletó el dinero para la mensualidad de su dormitorio de piso. Y sumergido en la desesperanza, empezó a orar. Fue por esta decisión que el tres de febrero los bolsillos de Octavio yacieron vacíos, retorcidos; después vino una sucesión de golpes que no se mitigó ni con la sangre que empezaba a derramarse por el piso. Los gritos de Becerra parecían resonar por todos los pisos de la cárcel Villahermosa. Las alarmas del patio 1A se prendieron a toda marcha.  En la cárcel, los guardas no se entrometían en las labores de los reclusos jefes porque el hacinamiento resultaba incontrolable. La única opción era dejar en cada patio un grupo de “Plumas” que imponía reglas y organizaba los presos. Productos como colchonetas, cobijas, jabones, espejos, láminas para afeitar y demás utensilios también eran ofrecidos en venta por estos hombres.  Becerra pensó que los 3.200 pesos que le sobraron después de comprar la biblia sólo le alcanzaban para dos noches en el patio. Y bajo los efectos de una creciente ansiedad, sugirió a “Ramplón” que podía pasar cuatro noches a 800 pesos en seis baldosas, quieto y sin salirse de los límites para no perjudicar el espacio de sus compañeros. Sin advertir que “Ramplón” era un hombre difícil e irritable que no recibía cuotas mínimas, Becerra dibujó una expresión amable en su rostro y le ofreció los pocos pesos que tenía. La paliza se prolongó por quince minutos.  A inicios de enero de 2010, un mes antes de la riña, Octavio aparece con su abuela en una fotografía tomada desde un pequeño celular. Un par de sonrisas poco pronunciadas –fingidas- dejan entrever la nostalgia de sus expresiones. “Esa no era la realidad”, me dirá Andrea con una jarra de limonada en la mano.  Tras ellos, la fachada de la cárcel parece bañada por un verde opaco. La fila de ventanales cubiertos con barrotes, da a la cárcel una apariencia rupestre. Sin embargo, los 58 años de antigüedad de estas instalaciones parecen decir lo contrario. En las celdas del patio 1A, varios pantalones recién lavados cumplen la función de cortinas. Al fondo las camas grises sobresalen llenas: no compartirlas era un privilegio que alcanzaba el millón y medio. Pero algunos presos se aliaban con los jefes de patio para quedarse en ellas; otros llegaban a negocios como la venta de droga a sus compañeros de la “Playa del Muerto”, el patio para adictos e indigentes. Hombres como Octavio, solo podían alquilar unas cuantas baldosas del patio.  En la parte derecha de la fotografía, una fila de reclusos dobla el patio 1A. Algunos sostienen los cubiertos con la boca, otros parecen jugar con los recipientes mientras llega la porción de comida. Después de la toma, Octavio se despidió de su abuela.  Fue la última sonrisa para él.  Al momento de salir de la cárcel Villahermosa -en marzo de 2012- Octavio presentaba una fiebre de 40 grados y un trauma en su maxilar inferior. La sección de sanidad de la cárcel y Caprecom nunca le prestaron un servicio óptimo.  Siete años después de su accidente, Octavio se encuentra tranquilo en el barrio El Poblado, un lugar donde los altos índices de desempleo se traducen en “galladas” de jóvenes que se refugian en esquinas. En cada calle observo su pasado: pequeños de doce años se pierden como las balas que disparan; otros poseen habilidades para maniobrar cuchillos frente a su grupo de amigos. La residencia de Octavio queda bajo un palo de mango, a mitad de una cuadra sin pavimentar. Y en el antejardín conformado por matas de sábila y pimentón, Andrea, joven caucásica de 25 años, me deja pasar con una sonrisa.  Sentado en la sala, tras la imagen del Sagrado Corazón, Octavio viste un camuflado azul y una gorra blanca que apenas me deja observar la hinchazón de su mandíbula. Ahora tiene 36 años y su rostro presenta una deformación que le hace inclinar su cabeza a la derecha.  —Este barrio lo conocí a los doce, cuando me solté de mi abuela. La necesidad de mundo que a uno le agarra a esa edad no se puede controlar. Pero, qué va, caminando es que se aprende. Porque anduve con la banda pesada del barrio de mi infancia. De arriba pa`bajo con los “Patirrucios”. Y sí, tenía que cuidar sus espaldas, porque ellos cuidaban la mía. Ah, hombre, cuando entré a Villahermosa la única que velaba por mí era mi abuela.  Los once años y medio que permaneció recluido han dejado en Octavio un compendio de reflexiones. —La cárcel está hecha para degenerar a las personas. Allá te miran mal si respiras muy fuerte sobre el hombro de tu compañero de patio. Por eso, poco antes de la riña de 2010, yo permanecí leyendo mi biblia para tener un escape.  La mirada de Octavio apunta al piso enlosado. Inclinado sobre su asiento, junta las manos para tocarse la frente.  —Me llovían golpes de todo lado. Hasta intenté cubrirme con el cartón sobre el que dormía, pero a “Ramplón” le fastidió mi ofrecimiento de pagarle el sitio de descanso sólo por dos noches.  El mediodía del 14 de marzo del 2015 llega con 3l grados. Un sol opaco se filtra en diagonal por la ventana de la casa, pasa a las paredes y roba destellos al cuadro del Sagrado Corazón que yace tras Octavio. —A mí me llevaron unos compañeros a la sección de sanidad, inconsciente, después del zapatazo que me pegaron. Desperté sobre una camilla con la lengua adormilada. No podía hablar. Cuando vi mi ropa ensangrentada, intenté ponerme de pie, pero el médico me detuvo. “Su caso hay que remitirlo al hospital de su área de residencia”, me dijo. Entonces me dio una orden de operación para enviar a la sección en la que estaba y así autorizar el procedimiento quirúrgico. El maxilar inferior es el hueso encargado de la mordida. Cuando “Ramplón” pateó con fuerza a Octavio, causó una fractura que a su vez laceró los tejidos blandos. —Con antinflamatorios no era suficiente. La hinchazón era terrible y el médico sólo me practicaba limpieza con unas cuantas gasas que quedaban. Un día fingí un desmayo en el consultorio, porque me ardía la quijada y me empecé a desesperar. Si no lo hacía, la ayuda del médico para remitir el derecho de petición a las administrativas de la cárcel no hubiese existido. A la mañana siguiente, con ayuda de un Pluma y el médico de turno, logré enviar un derecho de petición. Cuando Octavio llevaba seis años privado de la libertad, la Ley 1122 de 2007 había reglamentado el servicio de salud para la población reclusa. Miles de presos quedaron vinculados al Sistema General de Seguridad Social en Salud en los establecimientos penitenciarios a cargo del INPEC, como la cárcel Villahermosa. La ley dictaminaba que personas sin afiliación a ninguno de los regímenes -como Octavio-, y sin ningún tipo de seguridad en salud, debían ser afiliadas al subsidiado a través de un auxilio total de una EPS nacional. No obstante, sólo después del 3 de febrero del 2010 Caprecom empezó a atender a Octavio de manera recurrente en el área de sanidad de la cárcel Villahermosa. —Cada semana las curaciones del doctor, aunque me daban moral, me servían de momento. En la parte inferior de la mandíbula se me había formado una masa que terminó descuadrando mi mordida. Sentía un aprieto en la garganta… Por las noches, con ayuda de un guarda que se compadecía al verme lagrimear del dolor, salía al estanque del patio 1A a humedecer una camiseta vieja que ya no usaba. Mientras alzaba mi vista al cielo, me la aplicaba con cuidado en el rostro.  La noche en que llegó la contestación del derecho de petición, Octavio se había dormido en posición fetal, rodeado por unos setenta reos que también descansaban en el pabellón 1A.  “Se envió su caso a cirujano reconstructor en Hospital Carlos Holmes Trujillo. Espere asignación de la cita”.  La carta que me muestra en la sala tiene fecha de 22 de marzo de 2010. Con la firma de la dirección de la cárcel y la secretaría de Caprecom, respectivamente, fue obligado a esperar por tiempo indefinido. La sección de sanidad debía notificarle el día de la cita.  Octavio acomoda el almohadón sobre el que está sentado, toma limonada y cambia su postura.  —Conseguí con los Plumas un ungüento frío para los dolores de los músculos faciales. Porque el área de sanidad sólo tenía medicamentos genéricos que ni siquiera cubría a pacientes más graves. Algunos se la pasaban sentados contra la pared, con la cabeza entre las piernas o sobre las rodillas. En las noches más calurosas, el patio era una cámara de vapor y el humo no salía de las paredes sino de los cuerpos. En esas ocasiones me tocaba meterme rollitos de papel higiénico a la nariz, porque la mezcla de humedad, orines, mugre y heces llenaba todo el patio. Imagínese, ¿cómo iba a proteger mi cara inflamada?  En otra foto de álbum, la abuela de Octavio luce radiante. Alza una regadera en sus brazos y sonríe con un aire de amabilidad.  —Aquí habrá tenido unos 34 años, casi mi edad. Ella fue la única familia que conocí en realidad; su cuidado valió el doble…Mi padre es un desconocido y mi madre se fue con un hombre cuando era un desdentado niñito. Desde que empecé a buscar problemas en la calle, mi abuela me seguía viendo como su pequeño. Era el carisma en pasta. Pero se me murió un año antes de salir de la cárcel. La mirada de Octavio se torna vidriosa. Seca el sudor que venía bajando por su frente y aprieta el entrecejo. —Traté de calmarla cuando me vio el abultamiento en la parte baja de la cara. Duré como media hora en hacerle comprender que era otra víctima del abuso de los reclusos jefes que custodiaban los patios. Fui consciente del dolor que le causé, pero si ella no buscaba un abogado público desde afuera, quedaba a merced de la negligencia del hueco de Villahermosa y la falta de atención. A decir verdad, el médico se compadecía más por mi estado anímico que por la salud de mi rostro. Me suministró los medicamentos básicos como Tramadol, Acetaminofén y Aspirina. Pero me aconsejó solicitar una petición de tutela. Yo le rogué no sé cuántas veces que me ayudara con ese proceso… sólo me indicó el procedimiento básico. De su labor de médico nunca se salía.  Con ayuda de la abuela de Octavio y las recomendaciones del médico, la solicitud de tutela fue presentada ante el Juzgado Penal Municipal de Cali el 16 de septiembre del 2010.  Octavio busca en la carpeta negra la contestación de la tutela.  —Con decirme que mi caso no era urgente me dieron la espalda. Era la infamia más grande. Ni el sometimiento de “Los Pluma” me cabreó tanto. Me informaban que sin observaciones prequirúrgicas, la cirugía no podía realizarse y que, por tanto, no tenía pruebas suficientes. Me negaron la tutela en la cara. Y lo peor es que me recomendaban seguir un “tratamiento” en el área de sanidad de la cárcel mientras el hospital estudiaba mi caso y asignaba la cita. Cuando lo único que me prestaron fue un servicio de primeros auxilios a través de un médico que me atendía como a un paciente con rasguños. Andrea trae otra jarra de limonada y la pone sobre la mesa. Octavio se levanta y abre las ventanas de par en par. El ventilador se ha dañado. El aire entra cálido y se pierde entre los pocos enseres de la sala. La indignación sobrecoge a Octavio. La cena está lista. —En casa de mi abuela, la mazamorra y los fríjoles no faltaban. Acá, en cambio, nos figura comer licuados y gelatina. —Octavio sólo puede ingerir comidas blandas.  En 2012 se cumplió su pena. La riña le dejó secuelas como la falta de sensibilidad en la lengua, deformación en la mordida, cicatrices atróficas y el extraño siseo en su pronunciación que recuerda el chasquido de los murciélagos hacinados en las cuevas: un recuerdo de su paso por Villahermosa. El proceso jurídico iniciado en favor de tutelar su derecho a la salud, quedó abierto y sangrando. Tal vez cuando conoció a Andrea una tarde en que buscaba una residencia por los barrios del Distrito de Aguablanca, se volvió inmune al dolor.  Después de traerle el licuado a Octavio, Andrea se sienta a la mesa. —Él llegó muy enfermo a El Poblado. Tocó la puerta por un aviso sobre el arrendamiento de un cuarto. Tenía una fiebre por el cielo cuando entró. Yo lo senté en la sala y le pregunté si tenía Sisbén. Me contó que necesitaba una cirugía que la cárcel le había negado. Pero con sus documentos de identificación, una copia de la respuesta al Derecho de Petición y la tutela, intentamos interponer una demanda. Porque no es posible que se pase por encima de la salud de una persona. La cárcel Villahermosa le violó el derecho a la salud y a defenderse. Mientras Andrea se expresa moviendo la carpeta negra en la que guarda los documentos, Octavio queda en silencio y con un gran sorbete termina su plato de sopa.  —El defensor del pueblo nos dijo que el Tribunal Superior de Justica de Cali nos debía responder. Mientras sucede, el médico de cabecera del Hospital Carlos Holmes Trujillo lo sigue revisando. Allá le recomendaron evitar el sol fuerte, el licor y las drogas.  Su inflamación empeora y las escasas condiciones del Hospital Carlos Holmes convierten sus días en una celda mental. Se siente impotente. Octavio sale de la mesa en silencio. Se queda de pie en la puerta de su casa y observa las sombras cambiar de posición. Un grupo de chicos descalzos corre tras un balón que cae a diez metros delante de la casa. La arena se levanta y cubre el horizonte.  – ¿Adónde vas? – pregunta Andrea a Octavio.  -A comprar marihuana.   Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 La cárcel retratada  Una calle en retrospectiva **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 FRENTES CONTRA EL HAMBRE http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/frentes-contra-el-hambre/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle La Institución Educativa Eustaquio Palacios es un lugar al que se entra sin haber llegado. Está ubicada en el barrio El Lido, a menos de 300 metros de la glorieta que da entrada al barrio Siloé, en la comuna 20 de Cali. Una malla de alambre la separa de la calle. Mientras se camina por la acera contigua, cualquiera se podría detener y pasar algunos minutos viendo cómo hacen ejercicios de educación física en las canchas. O caminar un poco más y encontrarse con un profesor tratando de impartir clase a pocos metros de la calle, en un salón en el que el ruido de los estudiantes se confunde con el de los carros y las motos. Durante el descanso, hablamos con Camilo Andrés Méndez, muchacho de cejas pobladas y dientes cubiertos por brackets. Camilo es estudiante de la institución desde cuarto año, está próximo a graduarse, y dice que normalmente reciben pan, avena, yogurt y alguna fruta a la hora del refrigerio, pero que es insuficiente y tiene que ir a la cafetería a comprar otras cosas para quedar satisfecho: – Aunque muchísimas otras personas no pueden ir. Además, este es un colegio que recibe personas de estratos 1 y 2, incluso de estrato 0 en condiciones muy vulnerables. Yo tenía antes unos compañeros, que eran como unos primos, y vivían extremadamente mal. No tenían dinero para nada, ni siquiera para el pasaje: tenían que venirse a pie. No tenían para ir a la cafetería. A veces algunos les prestábamos plata. Dependían mucho del refrigerio. Antes, nos cuenta, el refrigerio que les daban estaba compuesto por arroz, fríjoles, garbanzos, tajadas; incluso había casos en los que recibían carnes. Pero pronto, debido al desperdicio de comida al final de las jornadas, las directivas del colegio cerraron las cocinas y optaron por los refrigerios empacados. Pero Camilo recalca que no son suficientes, pues es un producto que no sacia el hambre, y que puede invertirse el dinero en otra cosa: un mejor alimento. Consciente de que el hambre es una de las causas de la deserción escolar, el Gobierno creó el Programa de Alimentación Escolar PAE. Es un plan que brinda un complemento alimentario a niños y jóvenes como Camilo. Fue ejecutado hasta el 2011 por el Icbf, y a partir de esa fecha pasó a manos del Ministerio de Educación, el cual recibió para el 2016 un presupuesto total de $678.000 millones. De esa cifra $31.700 millones fueron destinados al Valle del Cauca, y con esa cantidad el Gobierno cubrió 34 de los 42 municipios del departamento. Ante el déficit de cobertura, la gobernadora del Valle, Dilian Francisca Toro, declaró en aquel entonces que la meta era ampliar el programa a 125.000 estudiantes. Pero el desafío resultó mayor. En el 2016, la diputada a la Asamblea, Mariluz Zuluaga, denunció que de los 129.000 estudiantes matriculados en instituciones públicas hasta el momento en el Valle del Cauca –cifra que para el 2017 ascendió a 230.000-, sólo el 51% obtenía este beneficio. De acuerdo con el Secretario de Educación del Valle, Bernardo Sánchez, la cobertura estuvo garantizada para la totalidad de los estudiantes hasta abril de ese año, pero luego tuvieron que priorizar a los más pequeños debido a la falta de recursos.  Luz Marina Isaza es licenciada en Ciencias Sociales y enseña en el mismo colegio desde 2010. Tiene el cabello corto y la sonrisa benévola. Sostiene que en el lugar, por albergar jóvenes que provienen de la zona de ladera, hay estudiantes cuyo único alimento en la mañana es lo que comen a la hora del refrigerio. Y está de acuerdo con Camilo en que el plan de alimentación que están recibiendo muchos alumnos es aún insuficiente para mitigar el hambre que sufren a diario.  Nos dice que se requiere de una mayor organización y una identificación más puntual de las carencias de alimentación, ya que, dadas las características del estudiantado en la institución, además de aquellos que vienen de la zona de ladera, también vienen otros estudiantes de sectores cercanos, quienes tal vez no tengan esa misma necesidad. – Y el hecho de mezclar en un mismo lugar muchachos de estrato 1 o 2 con muchachos inclusive de estrato 4 genera cierta limitación para algunos a la hora de manifestar su necesidad, porque de alguna manera entre ellos mismos se viven ciertas vergüenzas. Para algunos con el refrigerio es suficiente, pero hay otros que realmente necesitan mucho más. Y, a veces, el refrigerio no es suficientemente nutritivo. Por eso, cuando el refrigerio llega al salón de clase, Luz Marina identifica a los estudiantes que cree que tienen mayores necesidades, y les hace entender el valor que tiene el alimento en ese instante. Y, de manera muy informal, les dice al resto que quien no lo quiera lo deje ahí, no lo tome ni lo vaya a dejar tirado porque está perjudicando a otro niño al que sí le hace falta. En los meses de mayo y septiembre del 2016, la Contraloría General realizó visitas a otras instituciones educativas de carácter público y encontró fallas en el proceso de almacenamiento y tratamiento de los alimentos. Observó el estado de descomposición en el que llegaban y la falta de atención a la fecha de vencimiento cuando eran entregados. Buscando despejar estas dudas, hablamos con Beatriz Helena Gutiérrez, supervisora del PAE en el colegio. Ella empieza por aclarar que lo que se reparte es una ración industrializada, lo que quiere decir que las señoras a su cargo no preparan nada: solo reparten el alimento que viene según la minuta programada. Nos explica que la minuta es avalada por el operador de turno, la Secretaría de Educación y las nutricionistas, y que entregan este tipo de ración porque en el colegio no hay cocina; porque hay otros colegios en donde sí las hay, y en ellos la modalidad de alimentación se llama “preparada en sitio”. Acerca del almacenamiento de los productos cuenta que todos los días llega un carro que es apto para manipulación de alimentos y los productos se almacenan en refrigeradores o en canastillas, según cada necesidad; también dice que si llegan a sobrar alimentos se invitan a algunos niños que quieran repetir.  Pero el hambre no solo habita en los centros educativos; existe población adulta, marginada y desempleada que a diario sufre para conseguir las comidas del día. De la mano de Ingrid López, comunicadora social de la Universidad Autónoma, recorremos el Banco de Alimentos de Cali. Ingrid es la encargada del área de comunicaciones y con ella caminamos por los 3.000 metros cuadrados de superficie de un edificio alto y blanco. Tenemos que seguir las cintas amarillas dispuestas en el suelo, que delimitan el paso de las personas dentro del lugar, pues el sendero es compartido por vehículos de recolección y personas uniformadas que van de un lado a otro, según la urgencia.  Afuera, en un parqueadero grande, disponen de nueve camiones para el transporte de los productos. Una vez llegan, la recolección y el proceso de tratamiento de las frutas es inmediato. Varias personas, parte de una nómina de 50 trabajadores, las descargan y las dividen en canastas con su nombre y características.  En el punto en donde se guarda la fruta prevalece el color azul claro de las zonas refrigeradas. Un aviso en la entrada dice “use guantes”. Otro exige mantener la higiene personal, desinfectarse, desinfectar las superficies y verificar la potabilidad del agua. Un trabajador comprueba el estado de la fruta para escoger en qué canastas va a ir: la que viene muy deteriorada por los golpes o el paso del tiempo es puesta en unas cajas que indican que será usada como pulpa para jugo; las que están en buen estado se destinan para su consumo directo. A pesar de este filtro, en las canastas ya organizadas para consumo directo se alcanzan a ver algunas frutas magulladas. En otras, más adelante, está el nombre del producto, con las especificaciones del caso y su fecha de vencimiento.  –Todo lo que aquí se trae, se da en una mejor forma –dice Ingrid, y cuenta que la operación del Banco beneficia a más de 45.000 personas, a través de 220 organizaciones sociales, asistiendo en la alimentación a poblaciones de niños y ancianos, comedores comunitarios, instituciones prestadoras de salud y personas en procesos de rehabilitación. La única condición, aclara, es que a cambio entreguen un aporte económico de 300 pesos por cada kilo de alimentos que reciben: el valor es simbólico.  Conforme se avanza en el recorrido, el olor a maracuyá y a cebolla cala hasta los huesos. Para los beneficiarios del Banco de Alimentos es una bendición, y es fácil entender que para las empresas sea un buen negocio. Ingrid comenta que muchas compañías de comida prefieren hacerles donaciones porque estas representan un 125% en reducción tributaria. Dicho de otro modo: sale más barato regalar comida que pagarle impuestos al Estado. Sin embargo, aunque sean vistas como negocio, estas obras de caridad evitan el desperdicio innecesario de alimentos: en Colombia, un país en el que según el Departamento Nacional de Planeación se desperdician alrededor de 10 millones de toneladas de alimentos por año, cada ración que vaya a parar a manos necesitadas es un aporte significativo en la lucha diaria contra el hambre. –El tema del hambre es uno de los más sensibles que tiene nuestro país –dice Walter Paz, 33 años, barba de días, camisa Polo de rayas-.  Él, quien lleva el cabello hacia la izquierda, del que siempre se desprende un mechón que cae a su frente por más que lo intente acomodar, es el creador de De menos a más. Empezó con esta fundación hace más de 12 años con el fin de “ayudar a la comunidad caleña a recuperar su dignidad”, por medio de programas sociales, pues según dice, este valor se ha perdido en todos los campos de la vida nacional:  – Dignidad para ser buenos profesionales, dignidad para entender la problemática que está viviendo la ciudad, por lo mínimo… – enfatiza al instante–, dignidad para que vos seás un actor, un ente social activo en las soluciones de tu país.  La fundación tiene una línea ambiental, que consiste en limpieza de parques y ríos, acciones de reciclaje y siembra de árboles. Esta, sin embargo, no es su fuerte. Walter dice que no han encontrado quién los ayude a impulsarla.  La segunda línea, en cambio, representa el mayor logro de De menos a más, está centrada en fomentar los valores familiares a través de un proyecto de nutrición, del que se desprenden dos comedores comunitarios que, si bien benefician a toda la población, está dirigido especialmente a niños de entre los 3 y los 17 años. Promueven la enseñanza del inglés, francés y alemán a niños entre 6 y 17 años. También, esta fundación brinda apoyo a los planes de intervención que, desde la carrera de psicología de la Universidad Javeriana, atienden problemas de consumo de droga, falta de educación sexual y acompañan a los menores de 14 años en el manejo de su tiempo libre y su alimentación.  Una tercera línea, aunque todavía en fase de desarrollo, está enfocada en la construcción de espacios de baño, cocina y lavadero, dado que algunas familias, por tener sus casas en terrenos de 30 a 50 metros cuadrados, tienden a olvidar las divisiones dentro del lugar, lo que puede provocar focos de infecciones a futuro. Por último, una cuarta línea se concentra en el fortalecimiento mental de los beneficiarios de sus programas, y promueve este trabajo como una fuente de recursos para salir adelante.  –De esa manera creemos que podemos generar dignidad –dice Walter. *** Sandra Pineda, quien creó el programa Cali Llenita, dice que todos los días se da cuenta de la falta de preocupación de las personas por el prójimo.  Cali Llenita es una campaña que lleva un año y medio de existencia y que busca brindar un refrigerio a los niños que laboran en los semáforos ubicados alrededor del parque de El Ingenio, lugar al que llegan personas en situación de vulnerabilidad provenientes del oriente de la ciudad y sus zonas aledañas. Nació “por el deseo de aportar y hacer algo frente a las dificultades que, día a día, otras personas sufrían”.  – Empezó por una necesidad. Una necesidad de ver realmente qué podía aportar y qué podía hacer en vez de quejarme. Porque la mayoría de la gente simplemente habla y se quejar, y dice que esto no está bien, tenaz que pase esto, tenaz lo que pasa con los niños; pero, bueno, ¿qué hacen? Es decir, estamos en una sociedad en donde nosotros aportamos y hacemos parte de ella, entonces, ¿dónde está el granito de arena que uno aporta? Esa fue la idea y el principio de la campaña de Cali Llenita: tomar la decisión, en serio, de pensar, hacer y ayudar. Por esta razón Sandra sale cada quince días, aunque antes lo hacía cada ocho, a recorrer en su auto las 21 paradas que tiene la campaña para ofrecer los refrigerios. Hoy, por supuesto, no es la excepción. Son cerca de las 2 de la tarde. El sol cae con furia, aunque lo rodean algunas nubes oscuras.  – Dios te bendiga – le dice a un niño en una de las primeras paradas. Después de él, llegan otros. Saben qué significa que Sandra esté ahí. Ella intenta educarlos: que no se pasen las calles antes del semáforo y que sepan compartir y entender que a todos les tiene que tocar algo. Les acaricia la cara con ternura cuando les habla. A lo lejos, las personas que van en los buses del MIO y en los demás carros la miran y quizá se les atraviese el pensamiento común de “por eso es que siguen pidiendo”.  Pero Sandra, de cabello castaño con algunas canas y una sonrisa de perfecta dentadura que armoniza con sus ojos cafés, aclara: – Ellos no piden comida, ellos están trabajando, porque es una necesidad de primer orden, y yo les traigo comida.  Y añade con satisfacción que, si bien empezaron repartiendo 25 refrigerios, han llegado a dar hasta 300. Nunca sabe a ciencia cierta hasta qué horas irá: todo termina cuando acaban los abrazos, las caricias, las gracias y la comida. El sol ya ha desaparecido. Un aguacero parece inminente.  – ¿Y si llueve?  – ¡Nos mojamos! –responde, y enciende el auto de nuevo. El día apenas empieza. Rafael Aguado es moreno, flaco y muy alto. Es tecnólogo en electrónica y funcionario de la Pastoral Social de la Arquidiócesis, pero se desempeña como trabajador social.  Acuerpada, enérgica y amable, Patricia Morales ocupa el mismo cargo que Rafael en la Pastoral Social de Cali. Los dos aplican su lema “Hacia un nuevo liderazgo del servicio” entre los distintos oficios que realizan, como el de administrar estrategias para que los comedores sean auto sostenibles.  El mejor ejemplo es el programa Padrinos del Amor, que nació en el 2004 en convenio con el Banco de Alimentos, para involucrar a la comunidad religiosa en asuntos sociales. Rafael y Patricia cuentan que el propósito del programa es que un voluntario con suficientes recursos económicos cubra los gastos de alimentación de una persona vulnerable, por medio de una “cuota solidaria o recuperadora”.  – En un principio se pedía un monto pero ahora nos aportan con lo que nos quieran dar-, dice Patricia.  Rafael aclara que aunque el fin es financiar los comedores comunitarios, lo importante es que los padrinos conozcan a sus “ahijados”, que se interesen por sus problemas, que descubran a los habitantes de una ciudad invisible y que sufre: niños, niñas, adolescentes, drogadictos, madres gestantes, habitantes de la calle, desplazados, entre otros. Para lograr un mayor interés en los voluntarios, la Pastoral les permite escoger a los Padrinos qué comedor y a quiénes quieren apoyar, con el compromiso de asistir a algunos eventos que la Arquidiócesis tiene pensados para los beneficiados, como capacitaciones laborales o reinserción social: los voluntarios escogen qué realidad quieren conocer.  De esta manera los Padrinos aportan con dinero para la campaña, el Banco da los suministros y los “ahijados” reciben un almuerzo diario preparado en los comedores. ¿Pero qué tipo de alimentos reciben los beneficiados? Los que el Banco les pueda dar. Porque la nutrición, cuenta Rafael, es un factor complejo que no siempre pueden tratar.  – Con los beneficiados no se trabaja la recuperación nutricional porque habría necesidad de implementar desayunos, refrigerios, cenas… No. Con los Padrinos se trabaja la mitigación del hambre.  Visto desde una perspectiva económica, la nutrición es un privilegio que no todos los Padrinos están dispuestos a pagar, ya que cinco raciones de alimento diarias para una persona necesitada es más costoso que lo que una cuota altruista puede cubrir. Sin embargo, Patricia aspira a que el proyecto deje de ser privado y empiece a recibir financiación del Gobierno.  Deja claro que el Padrinazgo no es mero asistencialismo, por lo que ni los comedores ni la Arquidiócesis tienen la obligación de alimentar gratis a la población vulnerable.  – A la gente no hay que darle todo. Cuando las cosas no te cuestan no las valoras – afirma y después mira hacia la ventana. Sus ojos brillan. Por un instante su mente se aleja de la oficina en la Pastoral. Afuera, un reciclador busca en la basura qué llevarse a la boca. Tres son las grandes manifestaciones del hambre: las enfermedades como la desnutrición, el retraso en la estatura o el desarrollo incompleto de los niños; la subnutrición crónica, que aparece con una ingesta menor de 1.500 calorías al día; y la malnutrición, que se entiende como falta o exceso de nutrientes en el organismo. Sí, la sobreingesta de comida es un factor que perjudica la seguridad alimentaria de la población mundial, es un monstruo que ni los programas del Gobierno, ni el Banco de Alimentos, ni los comedores comunitarios pueden vencer por cuenta propia, ¿cómo pueden los frentes contra el hambre cambiar nuestros hábitos alimenticios?  Una vez revisada la Encuesta de Situación Nutricional en Colombia –ENSIN- del año 2015, queda claro que los productos procesados están ocupando el espacio que las comidas tradicionales tenían en los hogares del país, pues en la dieta de los colombianos es cada vez más común encontrar alimentos procesados, con altos contenidos de grasas saturadas y trans, azúcares refinados, carbohidratos y sodio. Como resultado de estos nuevos hábitos, los datos presentados demuestran que el exceso de peso en menores en edad escolar -5 a 12 años- se incrementó de 18,8%, en 2010, a 24,4%. Además, uno de cada cinco adolescentes –13 a 17 años- presenta exceso de peso. Y uno de cada tres jóvenes adultos -18 a 64 años- tiene sobrepeso, mientras que uno de cada cinco es obeso. En concreto: el 56,4% de la población adulta de Colombia aparece en la cara contraria de la problemática del hambre. Ante un panorama como el anterior, por sí mismo alarmante, se suman otros factores que alimentan el hambre en Cali. Sandra espera que la acción que realizan con la población más necesitada logre resultados que vayan más allá. -Esperemos que ellos aprendan a educarse, a ser amables, a decir buenos días, a decir un gracias, a verse mejor, a que su apariencia mejore. Por ejemplo, a dos o tres personas les hemos conseguido trabajo, pero no han seguido en ellos, lo abandonan. Y tampoco podemos hacer todo por ellos. No podemos obligarlos a que vayan, pero les damos la oportunidad. Y también les abrimos su perspectiva del mundo.  Lamentablemente a ellos les enseñaron a ser pobres, a vivir en la pobreza y ese chip hay que cambiarlo.   La falta de conciencia por parte de los ciudadanos frente al flagelo del hambre es clara, pero también hay que reconocer que quienes la sufren olvidan el propósito que tienen fundaciones y campañas como De menos a más y Cali Llenita. Más que brindar una ayuda alimentaria, se trata de hacer que estas poblaciones se sacudan las excusas, las pocas posibilidades de su entorno, y las vean “no con ojos de pobreza sino con ojos de oportunidad”, como dice Walter. En las invasiones de la ladera o del Distrito de Aguablanca abundan las familias desplazadas por el conflicto armado. Los más afortunados levantan sus viviendas en zonas de alto riesgo y se dedican al comercio informal. Los menos, intentan subsistir con una cartelera mal escrita y un pocillo de plástico con el que piden limosna. A ellos no sólo les arrebataron su tierra: también les quitaron su seguridad alimentaria. ¿Cómo se nutren los campesinos convertidos en ciudadanos a la fuerza? No lo hacen.  Ni ellos ni los que ya vivían ahí. Los ingresos no alcanzan para conseguir carne, lácteos, frutas, verduras o alimentos ricos en proteínas y minerales. Sólo es suficiente para las harinas como papas, arroz o plátanos, con lo que satisfacen una falsa llenura que no alimenta. Anthony Lake, director ejecutivo de la Unicef, cree que entre la desnutrición y la miseria se forma un círculo vicioso. Lake explica que el hambre causa problemas de aprendizaje en los niños, y una educación deficiente reduce las opciones para salir de la pobreza. Si bien la ENSIN del 2015 dice que la inseguridad alimentaria en los hogares se redujo del 57,7% al 54,2%, ya los datos de la misma encuesta realizada en el año 2010 aclaraban que desplazados, recicladores y habitantes de la calle hacían parte del 42,7% de la población que vive en condiciones de inseguridad alimentaria. Si bien existen programas, fundaciones, campañas y planes para enfrentar al hambre, es necesario que, en años futuros, el gobierno nacional y sus instituciones empiecen a centrar su atención en las causas y no en los efectos: de lo contrario, estarán dándole continuidad a una problemática que hace daño a la población colombiana. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 De la casa al colegio: el viaje por un refrigerio – ¿Cómo se hace el almacenamiento de los productos? Los frentes Las complejidades que se esconden tras un bostezo **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE LOS NIÑOS Y LA DROGA, Y DE UNA SOCIEDAD DESALMADA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-increible-y-triste-historia-de-los-ninos-y-la-droga-y-de-una-sociedad-desalmada/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Tal vez aquellos niños desorientados no compren dulces, no, más bien compran marihuana, se les antoja más seductora que cualquier golosina. Su inocencia es pervertida por la pobreza absoluta. El cuero cálido de la pelota, reemplazado por el hierro helado del revólver. Quizá, tras sus pies desnudos, sus ojos taciturnos y esa piel ambarina, sólo existen las escenas de muerte y desolación que se viven día a día en las calles polvorientas de El Troncal.   Su noción de justicia es diferente a la de los demás habitantes: entre ellos impera el  . No le temen a la policía, a sus colegas sí, a ellos deben pagarles de contado: -¡Pum! Por la cicla que me robaste, gonorrea. -¡Pum! Por mi hermano, que en paz descanse, pirobo. -¡Pum! Porque me caíste mal, por eso, hijo e´ puta. En medio de tanta inclemencia, sin embargo, existe un retazo de esperanza: el olor del plomo y la resonancia de las balas, son abatidos por los gritos de gol y la magia de un balón gastado por el trajín de los partidos. Rodrigo vive convencido de que Picazo, tu sobrino, es el mejor jugador de fútbol que ha criado la familia Fiscal, lo cual es mucho decir. Sabés mejor que nadie –fuiste uno de ellos, Jorman- que la gran mayoría de los Fiscal: Enrique, Ángelo, Gabriel, Santos, Arara y el mismo Rodrigo, son reconocidos en el barrio como grandes jugadores de fútbol. ¿Notaste cómo cambió la expresión de Rodrigo, eh? Ahora adopta una expresión triste, ahora se lamenta de que Picazo, cuyo nombre de pila es Eider Steven Fiscal, dejó a un lado el soccer  Eran las siete y cuarto de la noche ¿te acordás? Rodrigo se acercó a Picazo, pilló su rostro desfigurado por el sacol, sintió su propia sangre desfigurada por la ira, y no paró de insultarlo durante veinte minutos. Un insulto llevó al otro… El basuco surtió su efecto recalcitrante… Un reparo de Picazo, la gota que derramó la copa… , le decía, mientras le golpeaba los brazos, el estómago, la cabeza y la cara. Me atreví a gritarle que no golpeara más al pequeño,  , le seguía gritando, sin advertir que no podía escucharlo desde hacía un buen rato: estaba inconsciente. A Rodrigo, te das cuenta, se le olvidó que ese día yo andaba cerquita del lugar y que llevé al niño al centro de salud; y tampoco sabe, porque nunca se enteró, que despejé las dudas del médico: cuando me encontré el niño ya estaba todo estropeado y una señora me dijo que había sido en una pelea callejera. Repite que yo no andaba por Bavaria aquel día, Es que estaba más trabado que mi sobrino, paisa, le pegué al porro toda la tarde, a lo bien, claro que conmigo en sano juicio le hubiera ido peor, porque usted sabe que yo trabado soy menos violento que cuando estoy sano. Le pregunto por qué reprendió a Picazo, si andaba en las mismas ¿Tenés corona o qué hijueputas? Me dice que es mayor, que tiene derecho a castigarlo aunque cometa los mismos errores, Paisa, porque si no lo reprendo entonces cómo va a aprender; además esa lagartija no andaba soplando marihuana como este pecho, andaba metiendo sacol, mil veces peor que cualquier pegante. Mientras habla, Rodrigo –piel oscura, ojos extraviados- adquiere una expresión distinta con cada frase, gesticula, frunce el ceño, se muerde los labios… no es un buen momento para contradecirlo, Jorman y, sin embargo… Cuando Eider Steven Fiscal contaba cinco años y sostenía el palo de una escoba, esforzándose por emular los movimientos de María Isabel Urrutia, nadie se imaginaba que, años más tarde, jugaría en un reconocido equipo del barrio La Base y portaría la camiseta número 10. La más codiciada por los futbolistas desde Chocó hasta Uzbekistán. Nadie, a excepción de su padre, don Eider Fiscal quien juega fútbol desde chicorio: Corrían los 70´s. Era la época de la salsa, el rock and roll, las pelis gringas y los juegos panamericanos; andaban remodelando todo, que los estadios, que los coliseos, que las plazas, que los parques, en fin, era la víspera del evento deportivo más áspero que se haya visto por estos lares. Ése es el lado positivo, sí, el mismo que se da a conocer en las noticias de farándula y cuenta con un espacio asegurado en los libros de historia nacional. Pero también existe un lado oscuro, tu padre lo vivió, uno que otro libro lo confirma; el que estoy leyendo ahorita mismo en la sala de mi casa. La violencia en el campo obligaba a los campesinos –cualquier parecido con la actualidad es pura coincidencia- a olvidarse de sus hogares, sus fincas, sus animales, sus cultivos, su dignidad, para huir a las grandes urbes, dígase Medellín, Bogotá, Cali, Barranquilla, etc., etc. Las cifras del libro hablan por sí mismas: 470.086 personas que poblaban Santiago de Cali en 1970, se tradujeron en 858.929 para 1971. Sé que no te gustan las cifras, Jorman, a mí tampoco, pero pensá que en poco más de diez años la capital del Valle –la sucursal del cielo, dicen- recibió una cantidad de foráneos suficientes para poblar el país de Luxemburgo (yo tampoco sé dónde queda, pero es un país, imagináte). Por esa época, los Pájaros conservadores segaron la vida de Luis Alberto, Noel y Abelino Fiscal, hermanos todos de Ramón Fiscal, tu cucho. La familia Fiscal –lo que quedó de ella- arrimó a Cali en 1962, después de abandonar su rancho de Restrepo, ese pueblito del Valle. Se convirtieron así en parte de los tres millones de desplazados menesterosos que -según cuenta la Acnur, Jorman, esa Agencia de las Naciones Unidas Para los Refugiados- ha generado el conflicto en Colombia. A su llegada a la ciudad los Fiscal construyeron un rancho de madera y latas de zinc, bien chusco. En ese rancho nacieron vos y tus hermanos, Álvaro, Oscar, y Eider, el cucho de Picazo: Ustedes eran bien aficionados, Jorman. Ni siquiera fueron a la escuela, para qué, pensaron, si todo lo que necesitarían lo aprenderían en la carbonera, un terreno cubierto de tierra negra como el carbón, donde aprendieron a driblar la pelota como Johan Cruyff y Michel Platini; eran unos Ases en manejo de armas blancas, unos capos en tropel a mano limpia. En nuestro barrio vale más la educación de la calle –la pedagogía del ensayo y el error, del caer y levantarse- que la educación de los profes y los libros, la educación de la escuela. Animados por esta convicción, ustedes entraron a la adolescencia sabiendo cómo enfrentar las vicisitudes de la calle. Sabían, mejor dicho, que putear a todo el que se les atravesara en el camino, los rodearía de enemigos, y los enemigos representan inconvenientes, pleitos, deudas, miedo… Obedecer a los grandes y proteger a los chicos, les correspondía amistades. Los amigos se traducen en respaldo y el respaldo (lo sabés mejor que nadie, Jorman) es el mejor seguro de vida. Don Eider Fiscal le atribuye a ese sentido de supervivencia el hecho de que tus hermanos continúen dando lora: Si le dieran la oportunidad, dice, repetiría las vivencias de su infancia las veces que fuera necesario para olvidar lo que vendría después: no le voy a mentir, paisita, nosotros a esa edad ya robábamos, metíamos bareta al piso, lo que sea. Pero créame que a pesar de todo, seguíamos siendo niños. Lo miro al viejo y no comprendo por qué me pide que le crea, si los niños del barrio, como tus sobrinos, ya me demostraron que más allá de la perdición de la droga, del filo de la navaja, del frío del revólver, siguen siendo tan inocentes como los otros niños, los hijos de papi y mami, los de la barriga llena y el corazón contento. No es necesario que me lo digan porque me lo grita la curiosidad de sus ojos, el latido de sus sonrisas, la ingenuidad de sus juegos… Hace poco me contaron que Picazo andaba robando, Jorman, no pude no pensar en vos, en tus hermanos, en sus fechorías de adolescentes. Aparte de amigos, debían ganar dinero: las jevas del barrio empezaban a interesarles, y jugando fútbol no podían invitarlas a salir. Primero fue el hurto. Nunca robaban en El Troncal, ¿cierto?, siempre buscaban sectores ajenos. Entre más lejanos, mejor, más tranquilidad. Lo sé porque Eider, tu hermano, me lo ha contado muchas veces: Cierto día tu abuela, doña Josefina, le ordenó a Eider que llevara un recado a un sector aledaño del barrio Obrero, ¿si pillas? A la una de la tarde el calor en Cali es insoportable, al menos eso pensaba tu hermano mientras cruzaba el separador de la calle 25. Un trayecto amplio, polvoriento. Como si no bastara con ello, el lugar, para ese entonces, ya había asumido el papel de basurero que padecemos hoy en día ¡olía a mierda! El pequeño se quejó en voz alta: por qué siempre debía ser la cenicienta de la casa. Sus hermanos, en vez de llamarlo por su nombre de pila, le decían Dora. Dora la lava-dora, Dora la barre-dora, Dora la trapea-dora y, en casos como el de aquel día, Dora la explora-dora. Un chico como él no había nacido para barrer, trapear o lavar, ¡mucho menos para llevar y traer recados! No, señor. Él era un chico especial, tanto, que en algunas partes le decían Maguito: “porque te mete el balón por el culo y te lo saca por la boca” (sí, yo también me cagué de la risa cuando me lo contó). Ninguno de los tres cochinillos que se quedaban en casa –despatarrados, mientras él se calcinaba la mollera realizando encargos- tenían su control, su técnica, su drible de pelota. He ahí el motivo de sus chanzas ¡Envidia! ¡Pura y física envidia! ¡Pum! ¡Bochazo en la nuca! La siguiente imagen que vio fue la del moreno descomunal que le pateaba las costillas, mientras le vociferaba hasta de qué se iba a morir. En seguida, extrajo su crosman calibre 22, lo cargó ¡clic!, y le señaló la frente con su ojo en tinieblas, ¿oís? Eider había portado navajas de todo tipo, pate e´ cabras, chuzos, recibió un par de puñaladas en tropeles ocasionales, pero nunca experimentó un pavor tan sobrecogedor como el que lo asaltó ante el primer revólver que le pusieron en la cara, ¿si pillás? Recién llegó a casa -pálido, estropeado- les relató a vos y a los demás lo que le había pasado y les dijo que dejaría de hacer vueltas. Tanto Álvaro como Oscar, sobrecogidos por la experiencia de Eider, juraron que nunca más robarían en su vida. Pusiste en tela de juicio la hombría de tus congéneres (hermanos, perdón), y celebraste tu decisión de proseguir por el camino fácil pues, dijiste, es el camino de los machos. “Comienzo el drama, me levanto de la cama, me cepillo los dientes y miro el sol salir/ prendo una vela con mucha cautela y afuera escucho el barrio sin saber quién va a morir/y aunque el destino no esté escrito, lo escribimos nosotros/ a nosotros nos toca el destino escribir/aunque la vida esté dura y el gobierno la empeore/ a nosotros nos toca decidir”. Nunca sumiste la cabeza ante nadie, Jorman. Ni los criminales más temidos, ni los futbolistas más hábiles, ni las putas más ardientes, consiguieron un titubeo de tu parte. Replicabas injuria por injuria, traque por traque, traición por traición, aunque te rompieran los dientes, socito, como aquella vez en La Base. O te apuñalaran la muñeca, el hombro y el tórax, como aquella vez en Tres Esquinas. O te disparan, como aquella vez en… tantas partes. Quienes le atribuyeron a tu sentido del valor, una rebeldía implacable, no sabían que aquellas respuestas apasionadas se debían a un temperamento sanguíneo que se incendiaba ante el más mínimo intento de atropello, y un amor propio que te impedía soportar humillaciones. Puedo jurar, en defensa tuya, que nunca proferiste un insulto que no estuviera debidamente justificado, ni lanzaste un puño sin esquivar el primero. Era tal tu sentido de justicia, Jorman, que defendías a los más débiles, los discapacitados, los desvalidos, los cobardes. Un sentido de justicia inspirado en las series radiales de la infancia, me contó Eider. Reunido con tus tres hermanos, escuchabas atentamente las aventuras que brotaban, a borbotones, desde la radio desvencijada de doña Josefina. Al medio día, pasaban Arandú ( príncipe de la selva) y El látigo blanco ¿lo recuerdas? Camino a la Carbonera, comentabas con tus hermanos los capítulos de aquel día. Dos horas, tres horas, cuatro horas jugando fútbol, y cuando el cotejo se encontraba en su estado más agitado, en el toma y dame, en el clímax de la pasión, partías corriendo ¡rápido!, pues eran las cinco y empezaba tu serie favorita: Kaliman (el hombre increíble). Obligado, como estabas, a imaginarte los paisajes orientales, los desiertos sombríos, y los rostros humanos descritos por el narrador de la serie, siempre viste en la voz de Solín –el compañero infante de Kaliman- tu propia catadura (cara, perdón). Alguna vez, en medio de una fiebre menor, soñaste que acompañabas a Kaliman en una misión en Tokio, Japón. Desde entonces, no sólo personificaste a Solín en tus delirios, también en tu casa, en la calle, en la Carbonera, repitiendo a diestra y siniestra las consignas más populares de Kaliman: Muchos te consideraron víctima de brujería. Pero cuando esa suplantación delirante te llevó a enfrentar a los brabucones y defender a los cobardes, la apatía fue sustituida por admiración. Caballero con los hombres, galante con las mujeres, tierno con los niños, implacable con los malvados, así es Kalimaaaaaan. Sí, Jorman, aunque te costó trabajo creerlo, tus aduladores no te veían como un simple héroe secundario: te veían como el personaje principal, el turpial que mejor trina, el chivo que más mea, el gallo que alborota el corral, el manda callar de los brabucones, Kalimaaaaan. Ya entrado en años, olvidaste –a propósito, por madurez- tu costumbre de repetir las frases célebres del hombre increíble, pero la justicia siguió siendo tu prioridad. Cuando vos y tus hermanos atracaban caleños desprevenidos, eras el único que les dejaba algo de dinero para el pasaje. Si alguno de ellos se sobrepasaba con la víctima, una mirada tuya le advertía y le aplacaba los ánimos. Robabas porque sentías que aquel acto deplorable para muchos, significaba un acto de justicia cuando eran niños tan pobres como vos y tus hermanos quienes tomaban prestadas las pertenencias de los niños más afortunados, aquellos que nunca sufrirían las calamidades económicas de una familia popular ¿Acaso no era ése, Jorman, el sentido de equidad que tanta falta les ha hecho a los gobernantes de siempre? Fiel a esa visión ecuánime del mundo nunca asaltaste un transeúnte calamitoso aunque, al menos por una vez, acarreara una tentadora suma de dinero. Quizá por eso te negaste a dejar la carrera criminal cuando te lo sugirieron tus hermanos: no hacías nada malo, de acuerdo con tus principios ¿Era villano Robín Hood por despojar a los ricos para abastecer a las pobres? La única diferencia entre aquel héroe medieval y vos, era que, en tu caso, los pobres eran tu propia familia. Tiempo después, la simpatía que le inspirabas a los grandes, te significó un cupo en la carrera que, desde esa época, fue la más popular de América Latina: la del narcotráfico. Chivolo, uno de los capos de la Son 14, te concedió tu primer empleo en el mundo del narcotráfico ¿recuerdas? Los carritos, por lo regular, son niños de diez a doce años que pasan desapercibidos ante la policía, por su corta edad. Los mismos pillos que te proporcionaron el trabajo, te obsequiaron una bicicleta cross desvencijada donde debías llevar y traer los encargos. Qué responsabilidad, socito, a pesar del mal pago. Chivolo te advirtió desde un principio que ni se te ocurriera desaparecer con un encargo, porque matamos a toda tu familia, y a Linda Vanesa, tu novia. Escondías sus encargos dentro de los manubrios de la bicicleta, para salir librado de cualquier requisa, policial o vandálica. Cuando te ascendieron a campanero corrías menos peligro, ganabas más dinero ¡Pero qué trabajo tan aburrido, por dios! Permanecer sentado en una esquina, esperando a que llegara la policía –que casi nunca se aparecía-, para alertar a tus compañeros, no era tu estilo, te sentías inútil, menospreciado. Unos meses después, te darían la oportunidad de probar suerte en las grandes ligas. Como Lava Perros no sólo te granjeaste el aprecio de los capos, Jorman, te granjeaste su respeto. Probaste finura. El valor que habías demostrado desde chicorio, se vio duplicado en los enfrentamientos entre oficinas, por la determinación de tu carácter. Pronto, los tres capos de la Son 14 (Chivolo, Fierrito y Maco) te escogieron como su favorito, y se pelearon tu guardia redentora en las vueltas más duras. Ni la envidia de tus compañeros, ni la tirria de tus detractores, ni la venganza de tus enemigos, consiguieron opacarte. Al contrario, encarnaban el secreto de tu reputación. Muchos de quienes quisieron darte de baja, desistieron del proyecto, convencidos de que contigo no había caso, Jorman; estabas definitiva y rematadamente rezado. Nadie supo quién te rezó, pues se dice que es de mala suerte contarlo, y que neutraliza el efecto del voto. Lo que sí sabemos, Fiscal, es que portabas el rosario atado alrededor de tu estómago, de manera que cruzaba la imagen tatuada en tu espalda baja: Nuestra Señora de los Remedios (la virgen de la que eras devoto). He ahí la razón de tu suerte a ojos de amigos y enemigos, aunque en el mundo del narcotráfico -lo sabés bien- resulte tan absurdo hablar de amistades. En menos de lo que canta un gallo, el mandamás del barrio, Guadaña, te asignó el liderazgo de la Son 14. Tu sentido de justicia, tu inteligencia y tu jerarquía, relegaron a un segundo plano las gestiones de Chivolo, Fierrito y Maco. A una edad en la que pocos han abandonado el seno de su hogar, representabas una de las leyendas más renombradas de la comuna ocho. Los hombres te ofrecían sus respetos, las damas te hacían protagonista de sus fantasías más delirantes, los niños se peleaban tu papel en los dramatizados callejeros. Ahora no eras Kaliman, Jorman, ahora eras EL Vaquero. Nunca se supo, a ciencia cierta, quién te asignó ese sobrenombre, confórmate con saber que provino del imaginario popular, el mismo nido donde se criaron las historias más legendarias sobre vos. Se decía que las balas disparadas a traición tomaban cualquier rumbo, menos el de tu desventura; que las disparadas de frente se regresaban contra tus agresores. Por más que lograran atinarte, repetía la gente, nunca permaneciste más de dos días en la clínica. Esto se debía –y dale con los rumores- a que la superficie fibrosa de tu cuerpo (en verdad eras musculoso, pillín, parecías un buque acorazado) impedía la entrada de cualquier proyectil; y muchos de quienes te vieron herido por el fuego enemigo juraron, en nombre de sus santas madres, que no derramaste, nunca, una sola gota de sangre. Aquellos rumores, fundados más en el folclore popular que en la vida real, les enfriaron los cojones a tus adversarios más resueltos. Significaron, insisto, el verdadero origen de tu omnipotencia, hasta tal punto, que te permitías desidias como recorrer las calles del barrio sin un Lava Perros, socito, qué insensato. El mismo imaginario popular que fundó tu éxito, representó tu derrota. Y la única derrota que doblega a un capo como vos, es la mismísima Muerte. Sí, la Muerte, esa que no perdona ni a los magnates más acaudalados, ni a los indigentes más míseros, y ni siquiera a leyendas tan renombradas como vos, Jorman. Lo comprenderías una tarde de octubre de 2003. La matrona de tu casa, doña Josefina, lo presintió desde su mecedor desvencijado. Yo lo he vivido. Es la misma claridad del sol de todos los días, pero para uno es el albor de la tragedia; el mismo aliento perfumado de las azucenas, es el olor de la muerte; la misma canícula de cualquier ciudad tropical en el ámbito del pacífico, es el bochorno de la desventura. Todo se te antoja impregnado de un halo devastador. Doña Josefina le rogó a cada uno de sus nietos que evitara la calle, al menos, hasta el día siguiente. Álvaro y Oscar no se atrevieron a desafiar las premoniciones de su abuela. Don Eider recordó las muchas ocasiones en que su intuición predijo desastres propios y ajenos. Debía trabajar y, por ningún motivo, su jefe aceptaría las conjeturas de la abuela como excusa, pero prometió que regresaría en el acto de terminar su jornada. Vos, en cambio, te sentías tan inmune a la muerte, que ignoraste sus diagnósticos. A las tres de la tarde del viernes en que ocurrió la tragedia, andabas tomado de la mano de Linda Vanesa, tu mujer, ¡qué hermosa! Linda Vanesa, india menuda, de caminar suculento y ojos acaramelados, una prueba física de que es el noveno, el mandamiento más difícil de obedecer. Seguías enamorado de ella y ella de vos, se les notaba en la cara de idiotas, en el caminar reposado. Ese día nos contaste a mí y un grupo de muchachitos mocosos, que la llevarías al motel Rey de Oriente, suite junior y toda la vuelta, después de pasear un rato. En el pavor de Linda Vanesa, viste reflejada tu muerte, como Narciso vio reflejado su rostro en la fuente de Tespias, y, sin embargo, te alcanzaron las fuerzas para derribar los dos tipos que te disparaban a mansalva, desde una RX115, socito. Incluso en el momento de la pelona conservaste tu coraje intacto. Qué hombría, Jorman, qué hombría. Su silencio -el mismo silencio de quien se siente capaz de mirar cara a cara a la Muerte sin estremecerse-, le da un aire de invulnerabilidad que no deja de recordarte, Jorman. Apenas cuenta quince años. Los demás lo miran con una especie de temor reverencial que termina por señalarlo más que cualquier dedo índice, más que cualquier expediente judicial, más que cualquier sino familiar, él es el capo, sí, el mandamás de la M18, mírelo bien, le dicen Picazo. Con un cacho de marihuana en una mano y una guacharaca en la otra, espera impasible que lleguen los que faltan, completicos todos. Los otros, los puntuales, ya extendieron una bandera blanca, grande como la sábana de una cama matrimonial, donde algún desocupado bordó la “M”, el “1” y el “8”, negras todas, bien pispas, imponentes, marica, son el nombre de la banda. Cada uno con su puñal. Asistir sin puñal a una reunión de la banda es como presentarse a la escuela sin cuadernos, guevón. Las jevas se maquillan, pasean sus piernas desnudas, su aire de putas prematuras. Los y las que van llegando saludan a Picazo, háblame ¿todo bien? todo bien, responde con seriedad. Nadie quiere molestarlo, parece mal humorado. La banda se completa. Pega un grito de los mil demonios. ¡Orden hijo e´ putas! Todos acatan el insulto, se ordenan como militares alrededor del capo, chito, silencio todos que Picazo va a hablar. Rápido y conciso. El sábado se reúnen los malparidos de Voltaje, Kity cumple años y se lo quieren celebrar a lo grande, con todas las de la ley. La rumba es en la casa de Jordy, por la 12 con 44 ¿conocen? La idea es estrenar los bates y los chuzos que compramos la semana pasada, el público-pelotón se entusiasma, ehhh, nos vemos allá a las once en punto, el público-pelotón-hinchada celebra la cita con entusiasmo. Cambio y fuera. La hora llegó, puntuales todos, qué milagro. La casa de Jordy es toda Reggaetón y luces de neón, humo por todas partes. Listo muchachos, a la de tres. Caras nerviosas, algunos tiemblan, otros ubican la ventana donde pondrán la primera piedra, los de más allá apuran al capo, rápido Picazo que estoy que me pruebo. Unoooooooooooo, doooooooooos, y… El tres se ahoga entre consignas de guerra, todos corren, las ventanas del primer piso se rinden en menos de lo que canta un gallo, las del segundo siguen su ejemplo sin chistar. Adentro es todo gritos, charcos de sangre, gente herida aquí y allá, qué hastío. Los muchachos de Voltaje salen de la casa, enardecidos, dispuestos a darlo todo por evitar una derrota. El líder, Obando, alienta a los muchachos gritando como energúmeno, duro con esos sapohijueputas. Son más de lo que previeron, muchos más de los que uno puede imaginarse. Todos portan cuchillos, bates y piedras. Puños, patadas, batazos e incluso puñaladas, van y vienen, como un temible péndulo de la hostilidad. Se armó la chúpameelculo, la hecatombe, qué hijo e´ putas, en medio del apocalipsis se escucha una pregunta ¿Mano a pelo? Es Obando, que le propone a Picazo lo que todos esperaban desde hace ufff, sí, un tropel entre los capos, cuerpo a cuerpo, sin interrupciones de ningún tipo, qué chimba. Lindo pa´ lindo, responde Picazo, todos se abren y forman un círculo en mitad de la calle, ahora no son dos bandas enemigas, ahora son el mismo público enardecido. Los pibes giran la cabeza, extienden los brazos y le cascan un par de puños al aire, como los propios púgiles, dan cuenta de su disposición para pelear. Obando es quien toma la iniciativa, se abalanza sobre Picazo tirando porrazos a diestra y siniestra, pero el chaval es más escurridizo que la plata pal pobre, cómo, esquiva las agresiones sin ningún grado de dificultad, y le asesta un golpe en la mejilla, qué mejilla, en lo cogote, no vi bien. Quienes observan la contienda alientan a uno y a otro. -¡Pegáselo en la cara, chaval!!!- gritan algunos. -Encimalo Obando, ¡encimalo, encimalo!- proponen otros. -Dale como a rata, Picazo- sugieren los más resueltos. Los gritos y provocaciones, aunque provienen de bandos distintos, obedecen al mismo propósito: calentar la pelea, de tal modo que ninguno de los adversarios considere la posibilidad de retirarse. La intención, está claro, es mantener las brasas vivas pero sin poner las manos en el fuego. Los miro y me doy cuenta de que les importa poco la suerte de sus camaradas, lo importante ahora es la emoción del tropel, la inminencia de la sangre. Vuelve la burra al trigo, Obando intentando agredir a Picazo, pero Picazo sigue invicto, evade las agresiones y le encaja un golpe certero en la mandíbula. Obando tambalea, retrocede. Picazo se niega a retroceder. Le golpea los brazos, el estómago, la cabeza y la cara. Kity pretende intervenir pero El Diablo la detiene valiéndose de un ceño estremecedor. Si se mete la acabo. De repente todos corren, qué pasó, te salvó la campana, Obando, qué campana, la sirena de la policía, llegaron los aguacates. En menos de dos minutos el lugar parece un desierto, la calma… Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Picazo: entre el balón y la bareta Las reglas de la calle no son las del tribunal “Bregar legal… o nos vamo’ a lo ilegal” Jormán: campanero, capo, ángel guardián… Carrito Campanero Lava Perros Capo M18 vs Voltaje Casa de Jordy, Sábado, 23:00 horas **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA TOMA DE MACONDO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-toma-de-macondo/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Cuando Jaime salió de la casa, Ana María estaba en la cocina preparando la cena para ella y su hijo Andrés de seis años. Terminaba la tarde del jueves 11 de agosto de 1984 y ella guisaba unas papas y un pollo, mientras una empleada planchaba en la sala y veía la televisión. Jaime, su esposo, un zapatero joven, de tez morena, que no sobrepasaba el metro ochenta, había decidido usar un pantalón de jean y una camiseta de trabajo “caqui”. Aunque   pertenecía a la guerrilla del M19 que aquella noche se disponía a tomar la capital industrial del Valle del Cauca, su único uniforme era un pasamontaña que había guardado en su maletín junto a los papeles y los artilugios que sus comandantes le habían pedido llevar. Eran las seis y quince cuando cruzó la puerta. Ana seguía en la cocina y Andrés veía la televisión junto a la joven que de vez en cuando se distraía y dejaba un rato más la plancha sobre las camisas.  Aquella tarde Ana, una mujer robusta y sonriente, con el rostro enmarcado por un abundante cabello rizado, miraba desde la cocina sobre sus lentes y procuraba hacer como si nada grave estuviese ocurriendo. Mantenía la calma y permanecía al margen de la situación, había demostrado en aquellos momentos tan convulsos ser una mujer centrada y realista. No tenía tiempo para asumir posturas políticas; ella era el soporte central de una balanza que oscilaba entre las opiniones de su familia y las actividades del hombre con el que se había casado.  Aunque Ana no había nacido en una cuna dorada contó con todas las comodidades de las que se podía disponer en la época, su familia era sumamente tradicionalista y conservadora, la habían educado bajo la religión católica y poco se había interesado por los temas políticos y revolucionarios que estaban en boga.  Cuando se casó con Jaime en 1977 desconocía sus inclinaciones por los movimientos revolucionarios. Sabía que su esposo estaba entregado al trabajo comunitario y a la defensa de los derechos de la clase obrera yumbeña, pero jamás se le pasó por la cabeza que también había tomado las vías de hecho y había sido formado por miembros del M19 para pertenecer a sus filas. Lo supo años después de la boda, cuando encontró en un armario viejo de su casa cartillas y panfletos del grupo subversivo. Guardó silencio y nunca le dio la espalda.  *** En 1984 la paz estaba cerca, el gobierno de Belisario Betancur había empezado a negociar meses atrás con el movimiento 19 de abril y la firma de la tregua se veía llegar. El EME se había caracterizado por ser una guerrilla urbana; la fecha que tomaron como nombre hacía referencia a las elecciones presidenciales que señalaron de fraudulentas cuando Misael Pastrana fue elegido presidente por encima de Gustavo Rojas Pinilla; hecho que marcó el inicio del movimiento. El proceso de paz había iniciado con el fin de llegar a un acuerdo en el que el M19 dejara de existir como guerrilla y pasara a participar en la política de forma legítima. -Desde el año 75 que comencé a ser formado por compañeros del partido Comunista, empecé a interesarme por la situación social, además porque venía de unos padres muy serviciales; mi papá era un poco rebelde. A mí me llamaron la atención las consignas y la forma en que el M19 promocionaba su política militar, siempre conducida hacia la paz. Para Jaime la paz era como un sueño hecho realidad, para Ana era casi una necesidad: en los últimos años la policía había allanado su casa tres veces; en la primera entraron de manera respetuosa y amable a revisar hasta el último resquicio de su hogar y al no encontrar nada se marcharon. Al cabo de los meses volvieron, quisieron levantar el piso de cemento que tanto les había costado construir y cuando Ana se opuso fue amenazada. Después de la tercera vez, la mujer tenía los nervios desechos y sabía que volverían; así lo hicieron, un día a las tres de la tarde le tumbaron la puerta de madera de un puntapié y entraron seis uniformados armados con fusiles, encontraron a Ana sola y sus hijos dormidos y les apuntaron en la cabeza mientras registraban la casa. – ¡¿Usted está de acuerdo con lo que hace su marido?! Le preguntaron a Ana los uniformados.  -… Ana no tenía una gota de saliva entre la lengua y el paladar y presentía su propia muerte cuando uno de los hombres, alarmado, llamó al resto. Habían encontrado un arma dentro de su casa. Minutos después descubrieron que el arma no pertenecía a Jaime si no a su hijo y que no disparaba casquillos sino balines. La noche del 11 de agosto de 1984 Jaime ascendió por la empinada calle novena y se dirigió hacia el oeste donde se reunirían más de treinta hombres para reforzar la toma de Yumbo o Macondo, como el EME nombraba en clave la pequeña ciudad.  A esa misma hora llegaban de distintos sitios de los andes hombres armados que habían atravesado la cordillera en camiones para dar el golpe. Todo estaba preparado y se veía venir: La toma era la respuesta del M19 al asesinato, un día atrás en Bucaramanga, de Carlos Toledo Plata, uno de sus ex dirigentes que se había reinsertado durante la amnistía otorgada por el proceso de paz en curso y ejercía como médico en la ciudad.  Mientras Jaime esperaba la señal con sus compañeros, otros hombres del M19 armados y en camiones se tomaban las entradas del pequeño pueblo para impedir el ingreso del ejército. Justo a las ocho de la noche lanzaron bengalas en los cuatro puntos cardinales de Yumbo anunciando que iniciaba el operativo.  Primero asaltaron la iglesia del Señor del Buen Consuelo. Aún no había terminado la misa de siete cuando hombres encapuchados entraron a la “casa del señor” y cerraron las puertas dejando encerrados a más de cien feligreses; uno de los militantes pidió el micrófono al sacerdote y éste se lo entregó; fue ahí donde explicaron qué sucedía. Aunque Jaime no estuvo ahí, se puede ver en algunas fotografías antiguas de una revista  a los fieles sentados en calma en medio de los hombres y resulta incluso divertido el rostro apacible del cura regordete, joven y con la barba en candado al lado de un hombre que predicaba revolución.  Aquella imagen no era más que un síntoma de lo que se vivía en aquella época en el municipio: ante la ausencia del Estado el M-19 se había convertido en muchos sectores en una suerte de mediador en la población civil para dirimir las discordias.  Era apenas natural la situación, pues Yumbo es y ha sido un hervidero de injusticia y desigualdad. Cuenta Laura Restrepo, en su libro Historia de un Entusiasmo, que la capital industrial del país tenía el mismo alcantarillado desde hacía treinta años y muchos de los barrios no contaban con agua potable. Incluso hoy por lo menos tres barrios cuentan con este servicio de manera intermitente. Las posibilidades laborales más allá de las industrias eran nulas; el futuro parecía haberse asfixiado con el hedor y la podredumbre de las fábricas que pagaban a los obreros sueldos miserables. Eran entonces esas barriadas obreras las que estaban esa noche en la iglesia y en el parque central, además muchos tenían al menos un familiar o un conocido que engrosaba las filas del M-19. Afuera de la iglesia esperaban Jaime, Carlos Pizarro y otros hombres acompañados por la muchedumbre que salía de la iglesia. Los curiosos se apiñaban en el parque y otros ciudadanos habían bajado de las lomas tras el rumor de que el EME se había tomado el parque. Tenían como propósito prender fuego a la alcaldía; fue entonces cuando descubrieron que las bombas incendiarias que habían fabricado no servían. Caminaron entonces tres cuadras, hasta donde los Cerqueras y llevaron varios galones de gasolina que Pizarro roció alrededor de la alcaldía y lanzó un fósforo. En medio del fervor de la muchedumbre empezaron a arengar e izaron en lo más alto del asta la bandera azul, blanco y rojo del movimiento. Jaime lo recuerda como una fiesta, imperaba la alegría y el entusiasmo; la policía no pudo hacer nada para disipar aquel jolgorio en lo que parecía ser la tierra de nadie.  El cuartel de policía era un pequeño apéndice de la alcaldía y aunque cuando el M19 se lo tomó no lograron neutralizar a todos los policías, abrieron las celdas y liberaron muchos de los presos; algunos presos políticos, otros delincuentes comunes, otros ni lo uno ni lo otro. Si algo era cierto es que en los días siguientes la persecución a la población civil fue continua; la policía instalaba retenes en las entradas de la ciudad y todo aquel que portara un arma, así fuera un cuchillo de pesca era llevado a la comisaría donde permanecía por varios días y era sometido a castigos y humillaciones como servir a los recluidos agua de los sanitarios.  A treinta minutos del centro de Yumbo está el Batallón Pichincha de Cali y a veinte el Cantón Codazzi de Palmira. Los hombres de las entradas no lograron impedir el paso por mucho tiempo. A las nueve de la noche lograron entrar los militares y empezó la huida. La mayoría de guerrilleros abordaron jeeps y partieron hacia el oeste vía La Cumbre, para esconderse en las montañas y otros hacia el norte y se refugiaron en la iglesia de Puerto Isaac. Las ráfagas de fusil se hacían cada vez más fuertes, cercanas y continuas y los reportes en la radio cada vez eran más preocupantes y desalentadores para Ana que escuchaba las noticias en la emisora sentada en la sala de su casa al lado de su hijo de seis años. La mujer que hasta el momento había estado relativamente tranquila empezó a contemplar todo tipo de posibilidades, la angustia se hizo mayor cuando tocaron la puerta y dejaron en su casa los dos hijos pequeños de una de sus vecinas que había sido llevada al hospital por un tiro que recibió a la altura de las caderas.  Jaime se escondió en la iglesia y esa misma noche regresó a su casa. En realidad, a ninguno de los combatientes les había pasado mayor cosa; sólo uno de ellos, un extranjero, falleció al intentar saltar la tapia del cuartel de policía. Como diría días después Álvaro Fayad, fue la población civil la que pagó a sangre y fuego, la entrada del ejército.  Durante la toma cayeron dos civiles, el primero al intentar huir despavorido recibió un disparo y el otro fue un hombre que se negó a detenerse en su automóvil en la entrada de la ciudad y le dispararon. El saldo de muertos por parte del ejército ascendió según algunos reportes a veinte personas y según otros testimonios a 42.  Cuando Jaime entró a la casa, Ana estaba dormida en el suelo, había decidido dormir sobre esteras ante la posibilidad de que alguien disparara por la ventana y los alcanzara. Jaime la saludó y probablemente Ana se sorprendió de verlo con vida, como se había sorprendido tantas otras veces.  Jaime es de esos fusilados que viven, lo mataron una y otra vez; la que más recuerda Ana fue pocos meses antes de la toma. Su esposo había salido a hacer una diligencia cuando la mandaron a llamar de una cabina telefónica, era su madre preguntando escuetamente “¿Cómo está Jaime? ¿Usted está con él?”.  Al salir de la cabina notó que todos sus vecinos la miraban de arriba a abajo sin atreverse a pronunciar palabra, fue sólo cuando un hombre se le acercó y le ofreció el pésame que comprendió lo que estaba sucediendo; la emisora Caracol Todelar había informado que un hombre de nombre Jaime Vélez había sido asesinado y su rostro había sido deformado con ácido cerca de la galería del pueblo. Ana quedó muda y por un segundo su corazón dejó de palpitar “Hasta que no lo vea yo misma, no voy a creer nada”. Minutos después vio a su esposo ascender por la pendiente de su casa ante la mirada atónita de sus vecinos. En ese momento Ana se dejó caer sobre la tierra y empezó a llorar.  Ese mismo día Jaime fue a la estación de policía a indagar sobre lo sucedido y recibió lo que asumió inmediatamente como una amenaza. -Yo soy Jaime Vélez – Ya veo que usted es Jaime -le dijo el comisario- entonces cuídese. Y aunque Jaime no es católico está seguro de que tenía un ángel protector, una suerte de fuerza sobrenatural o de suerte deliberada lo mantenía a salvo de los disparos que entraron en varias ocasiones desde su patio, o de los hombres que pasaban noches enteras frente a su casa vigilándolo y esperando cualquier movimiento incriminatorio o sospechoso. Nunca hubo nada.  Jaime no se movía tranquilo por la ciudad, era presidente de la junta de acción comunal del barrio Las Cruces, parecía no temer a lo que pudiera suceder, estaba seguro de que lo que hacía era correcto; a veces tenía el rostro cubierto y portaba un arma; pero la mayor parte del tiempo se dedicaba a hablar de paz y hacer trabajo comunitario como lo había aprendido de su padre, un hombre humilde, un poco insurrecto, pero siempre solidario. Esa noche cuando Ana sintió a Jaime tumbarse a su lado sobre la estera despertó y se sintió aliviada. Jaime, aunque estaba inquieto, procuró permanecer cerca a su familia, en casa veía con insistencia la ventana. Iba y volvía de realizar su trabajo comunitario en los campamentos de paz del M19: espacios donde la gente recibía medicina, alimentación e instrucción.  – ¿Por qué no prosperaron esos campamentos? -No prosperaron porque había muchos enemigos agazapados de la paz, había mucha incredulidad sobre el tema y creo que en ese momento existía ya una fuerza muy fuerte del paramilitarismo y esto hizo que se rompiera ese proceso.   El 09 de marzo de 1990, durante la presidencia de Virgilio Barco, en Tacueyó, Cauca, se logró culminar de manera exitosa el proceso de negociación con el M19. Los guerrilleros, como requisito para dejar las armas, exigieron convocar a una Asamblea Nacional Constituyente que dio origen a la constitución política de 1991. -Como demócrata yo viviré y moriré pensando en un mundo diferente, en un mundo mejor, en una democracia participativa con justicia social– Afirma Jaime sonriendo cuando le pregunto por un  proceso de paz más actual. Ana escucha en silencio, pero también toma la palabra. -Después de proceso de paz con el M-19 la gente no tenía empleo, el gobierno les dio pañitos de agua tibia y la gente volvió al monte porque no había expectativas en el proceso. Muchos se metieron a otros grupos guerrilleros. Además, se crearon grupos paramilitares que mataron a muchos reinsertados. Uno quisiera que este proceso de paz se diera a consciencia, pero yo no soy tan optimista como Jaime-, cuenta Ana mostrando su dentadura con la mirada achinada por la risa luego de contraponer el optimismo de Jaime. Una risa de escepticismo y a la vez de esperanza.  Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA MUJER DE TU PRÓJIMO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-mujer-de-tu-projimo/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Estaba completamente desnuda, echada boca abajo en la arena del desierto, las piernas abiertas, sus largos cabellos flotando al viento, la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Parecía absorta en sus propios pensamientos, alejada del mundo, reclinándose en esa duna batida por el viento de California, cerca de la frontera mexicana, adornada únicamente por su belleza natural. No lucía joyas, ni flores en el pelo; no había pisadas en la arena; nada indicaba el día o destruía la perfección de esa fotografía salvo los dedos húmedos del colegial de diecisiete años que la tenía en la mano y la contemplaba con deseo y ansiedad adolescentes. La imagen estaba en una revista de fotografía artística que él acababa de comprar en un quiosco de la esquina de Cermak Road, en las afueras de Chicago. Era última hora de una tarde fría y ventosa de 1957, pero Harold Rubin podía sentir el acaloramiento que le subía por el cuerpo mientras observaba la foto bajo la farola cerca de la esquina, detrás del quiosco, ajeno a los ruidos del tráfico y a la gente que pasaba rumbo a sus casas. Hojeó las páginas para echar un vistazo a las otras mujeres desnudas, para comprobar hasta qué punto podían responder a sus expectativas. Había habido ocasiones en el pasado en que, después de comprar aprisa una de esas revistas porque se vendían bajo cuerda (y no se podían estudiar para hacer una adecuada selección previa), había quedado profundamente desilusionado. O las nudistas jugadoras de voleibol en Sunshine & Healtheran demasiado fornidas (la única revista que en los años cincuenta mostraba el vello púbico), o las sonrientes coristas de Modern Man trataban de atraer de forma exagerada, o las modelos de Classic Photography eran meros objetos para la cámara, perdidas en las sombras artísticas. Si bien Harold Rubin generalmente conseguía alguna solitaria satisfacción con esas revistas, pronto eran relegadas a los estantes más bajos del revistero que tenía en el armario de su dormitorio. Sobre el montón estaban los productos más probados, aquellas mujeres que proyectaban cierta emoción o posaban de un modo especial que le resultaba inmediatamente estimulante; y, aún más importante, su efecto era duradero. Las podía ignorar en el armario durante semanas o meses mientras buscaba en otra parte un nuevo descubrimiento. Pero al fracasar en su búsqueda, sabía que podía volver a su casa y revivir una relación con una de las favoritas de su harén de papel, logrando una gratificación que ciertamente era distinta —aunque no incompatible— de la vida sexual que tenía con una chica que conocía del instituto Morton. De algún modo, una cosa se fundía con la otra. Mientras hacía el amor con ella sobre el sofá cuando sus padres habían salido, a veces pensaba en las mujeres más maduras de sus revistas. En otras ocasiones, a solas con sus revistas, podía revivir momentos pasados con su amiga, recordando su aspecto sin la ropa puesta, la suavidad de su piel y lo que hacían juntos. Sin embargo, últimamente, debido a que se sentía inquieto e inseguro y estaba pensando en largarse del instituto, abandonar a su novia y alistarse en la Fuerza Aérea, Harold Rubin estaba más alejado de lo usual de la vida en Chicago, más predispuesto a la fantasía, sobre todo en presencia de las fotos de una mujer especial que, tuvo que admitirlo, se estaba convirtiendo en una obsesión. Esa mujer era la de la foto que acababa de contemplar en la revista que ahora tenía en sus manos en la acera, el desnudo en la duna de arena. La había visto por primera vez en una publicación trimestral de fotografía. También había aparecido en varias revistas para hombres, de aventuras y en un calendario nudista. Lo que le había atraído no era solo su belleza, las líneas clásicas de su cuerpo o las facciones de su rostro, sino toda la aureola que acompañaba a cada foto, la sensación de que era absolutamente libre en medio de la naturaleza y consigo misma cuando caminaba por una playa, o estaba cerca de una palmera, o se sentaba en un rocoso acantilado mientras abajo salpicaban las olas. Si bien en algunas fotos parecía lejana y etérea, posiblemente inaccesible, había en ella una realidad penetrante, y él se sentía próximo a ella. También conocía su nombre. Había aparecido en un pie de foto y él confiaba en que fuese su verdadero nombre y no uno de esos mágicos seudónimos utilizados por algunas playmates («chicas del mes») y pinups (la «chica ideal») que ocultaban su verdadera identidad a los hombres a quienes querían encandilar. Se llamaba Diane Webber. Su casa estaba en la playa de Malibú. Se decía que era bailarina de ballet, lo que explicaba el disciplinado control corporal que mostraba en varias posiciones frente a la cámara. En una foto de la revista que Harold tenía ahora en sus manos, Diane Webber parecía casi acrobática mientras se balanceaba grácilmente sobre la arena con los brazos abiertos y una pierna muy por encima de la cabeza, con los dedos del pie señalando un cielo sin nubes. En la página opuesta descansaba sobre el costado, las caderas muy redondas, un muslo ligeramente alzado y apenas cubriéndole el pubis, los pechos al descubierto, los pezones erectos. Harold Rubin cerró rápidamente la revista. La guardó entre sus libros escolares y se los metió bajo el brazo. Se estaba haciendo tarde y debía llegar pronto a casa para cenar. Al volverse, advirtió que el viejo quiosquero fumador de puros le miraba y le guiñaba un ojo, pero Harold le ignoró. Con las manos metidas en los bolsillos del abrigo de piel negra, se encaminó a su casa; su largo pelo rubio peinado al estilo de Elvis Presley le rozaba el cuello levantado del abrigo. Decidió caminar en vez de tomar el autobús porque quería evitar el contacto físico con los demás, no quería que nadie invadiera su intimidad mientras pensaba ansiosamente en la hora en que sus padres se fueran a dormir y él pudiera quedarse a solas en su dormitorio con Diane Webber. Caminó por Oak Park Avenue, y se dirigió al norte hasta la calle Veintiuno, pasando ante pequeños chalets y grandes casas de ladrillo en la tranquila comunidad residencial de Berwyn, a media hora de coche del centro de Chicago. Sus habitantes eran conservadores, muy trabajadores y ahorradores. Un alto porcentaje descendían de padres o abuelos que habían llegado a esta zona a principios del siglo XX provenientes de Europa central, especialmente de una región occidental de Checoslovaquia llamada Bohemia. Aún se referían a sí mismos como bohemios, aunque muy a su pesar ahora el nombre se asociaba popularmente en Estados Unidos con gente joven de vida libre e irresponsable que usaba sandalias y leía poesía de los beatniks. La abuela paterna de Harold, que era el miembro de la familia con quien más a gusto se sentía y a quien visitaba regularmente, había nacido en Checoslovaquia, pero no en la región de Bohemia. Había salido de un villorrio del sur de Checoslovaquia, cerca del Danubio y de Bratislava, la antigua capital húngara. A menudo contaba a Harold cómo había llegado a Estados Unidos a los catorce años para trabajar como criada en una pensión de una de esas ciudades industriales austeras y populosas del lago Michigan; ciudades que habían atraído a miles de tenaces eslavos a trabajar en las fundiciones de acero, en las refinerías de petróleo y en otras fábricas del este de Chicago, de Gary y Hammond, Indiana. En aquellos tiempos, las condiciones de vida eran tan penosas por el exceso de población, contaba su abuela, que en la primera pensión que trabajó había cuatro hombres del turno diurno que alquilaban cuatro camas de noche, y cuatro del turno de noche que alquilaban las mismas camas durante el día. Esos hombres eran tratados como animales y vivían como animales, decía ella, y cuando los jefes de las fábricas no los explotaban, ellos trataban de explotar a las pocas muchachas trabajadoras como ella que eran lo bastante desgraciadas para tener que vivir entonces en esas ciudades. Decía que los hombres de la pensión siempre intentaban molestarla y golpeaban su puerta de noche cuando trataba de dormir. Cuando le contó esto a Harold en una de sus últimas visitas, mientras él se comía un bocadillo que ella le había hecho en la cocina, de improviso tuvo una imagen del aspecto que debía de haber tenido su abuela cincuenta años atrás, una tímida criada de tez blanca y ojos azules como los de él, el pelo largo recogido con un rodete; su cuerpo joven moviéndose grácilmente por la casa con un largo y humilde vestido, tratando de eludir las manos osadas y los fuertes brazos de los fornidos hombres de la fundición. Mientras Harold Rubin continuaba la caminata hacia su casa, con los libros de la escuela fuertemente sujetos bajo el brazo, recordó lo triste y al mismo tiempo lo fascinado que se había sentido ante las historias de su abuela, y comprendió por qué ella le hablaba con tanta libertad. Él era la única persona de la familia que estaba verdaderamente interesado en ella, que dedicaba tiempo a acompañarla en la gran casa de ladrillo en la que casi siempre estaba sola. Su marido, John Rubin, que había sido transportista y amasó una fortuna en el negocio de los camiones, se pasaba el día en el garaje con su flotilla de vehículos y las noches con una secretaria, a quien la abuela de Harold se refería como «esa prostituta». El padre de Harold, hijo único de ese matrimonio desavenido, estaba completamente dominado por su padre, para quien trabajaba largas horas en el garaje; y la abuela de Harold no se sentía lo suficientemente próxima a la madre de Harold como para compartir con ella el sentimiento de frustración y amargura que tenía. De modo que Harold, a veces acompañado por su hermano menor, era quien más interrumpía el silencio y el aburrimiento de esa casa. Y a medida que Harold crecía y se volvía más curioso, se apartaba más de sus padres y de su propio ambiente, poco a poco se iba convirtiendo en el confidente de su abuela, su aliado en el distanciamiento. De ella aprendió muchas cosas sobre la infancia de su padre, sobre el pasado de su abuelo y por qué se había casado con un hombre tan despótico. John Rubin había nacido hacía sesenta y seis años en Rusia; hijo de un buhonero judío, a los dos años había emigrado con sus padres a una ciudad próxima al lago Michigan llamada Sobieski, bautizada así en honor de un rey polaco del siglo XVII. Después de asistir poco tiempo a la escuela y de vivir en la pobreza, Rubin y otros jóvenes fueron arrestados por un asalto en el que murió un policía. Tras ser puesto en libertad condicional, y después de ejercer varios trabajos en unos pocos años, Rubin visitó un día a su hermana mayor, que estaba casada y vivía en Chicago, y se sintió atraído por la joven checoslovaca que entonces estaba a cargo del bebé de la casa. En la siguiente visita la encontró a solas en la casa, y después de que ella rechazara sus proposiciones deshonestas —tal como había hecho con los hombres cuando trabajaba en la pensión—, él la metió por la fuerza en una habitación y la violó. Ella tenía dieciséis años. Fue su primera experiencia sexual y se quedó embarazada. Presa del pánico, al no tener parientes próximos ni amigos que la ayudaran, sus amos la convencieron de que se casara con John Rubin, pues de otro modo él volvería a la cárcel debido a su anterior delito; y, de cualquier forma, ella no quedaría en mejor situación. Se casaron en octubre de 1912. Seis meses después tuvieron un hijo, el padre de Harold. Ese matrimonio sin amor no mejoró mucho con el paso del tiempo, decía la abuela de Harold, añadiendo que su marido pegaba a menudo a su hijo, le pegaba a ella cuando intervenía, y se dedicaba fundamentalmente al mantenimiento de sus camiones. Su lucrativa carrera había empezado cuando, después de trabajar como recadero con un carro de caballos para Spiegel, Inc., una importante firma de mudanzas de Chicago, convenció a los directivos de que le prestaran dinero suficiente para comprar un camión y empezar el servicio motorizado, eliminando de ese modo la necesidad que tenía Spiegel de contar con varios caballos cuya eficacia, les dijo, no podía compararse con la suya. Después de comprar un camión y cumplir su promesa, adquirió un segundo, y luego un tercero. Al cabo de una década, John Rubin tenía una decena de camiones que transportaban todas las cargas locales de Spiegel, así como de otras empresas. Pese a las inútiles protestas de su mujer, el hijo aún adolescente fue enviado al garaje para que trabajara como ayudante de chófer, y aunque John Rubin estaba amasando una fortuna considerable y se mostraba generoso en sus sobornos a policías y políticos locales —«Si quieres la pasta, hay que pagar», decía a menudo—, era avaro con el presupuesto familiar y frecuentemente acusaba a su mujer de robarle monedas que había dejado por la casa. Luego empezó a dejar a propósito dinero aquí y allá en cantidades que él recordaba con precisión, o dejaba monedas de una determinada forma sobre el aparador o en cualquier otra parte de la casa con la esperanza de poder probar que su mujer las cogía, o al menos las tocaba, pero nunca se salió con la suya. Estos y otros recuerdos de la abuela de Harold, y observaciones similares que él mismo hizo en la gélida presencia de su abuelo, dieron a Harold una visión bastante clara de su propio padre, un hombre taciturno y sin sentido del humor, de cuarenta y cuatro años, que en nada se parecía a la foto que había encima del piano tomada durante la Segunda Guerra Mundial en la que aparecía con uniforme de cabo, sereno y apuesto, a miles de kilómetros de su casa. Pero el hecho de que Harold pudiera comprender a su padre no le facilitaba en nada la convivencia con él, y ahora que Harold se acercaba a East Avenue, la calle en que vivía, pudo sentir la tensión y la aprensión, y se preguntó cuál sería ese día el motivo de queja de su padre. En el pasado, cuando no había quejas sobre el comportamiento de Harold en la escuela, el motivo era su pelo largo, o lo tarde que volvía cuando salía con su novia, o las revistas de desnudos que su padre había visto en una ocasión sobre su cama después de que Harold tuviera el descuido de dejar la puerta abierta. —¿Qué es esta porquería? —preguntó su padre, utilizando una palabra mucho más delicada que la que habría usado su abuelo. El vocabulario del abuelo estaba lleno de toda profanación imaginable, expresada con un tono de profundo desprecio, mientras que las palabras de su padre eran más recatadas, carentes de emoción. —Son revistas mías —contestó Harold. —Pues tíralas a la basura —señaló el padre. —¡Son mías!—gritó súbitamente Harold. Su padre le miró con curiosidad, y luego empezó a mecer lentamente la cabeza con disgusto y salió del cuarto. Después de ese incidente no se dirigieron la palabra durante semanas, y esa noche Harold no quería otra confrontación. Esperaba poder pasar la hora de la cena lo antes posible en paz. Antes de entrar en casa, espió en el garaje y vio que el coche de su padre ya estaba allí, un reluciente Lincoln 56 que su padre había comprado nuevo hacía un año, cambiándolo por su cuidado Cadillac de 1953. Harold subió los escalones de la puerta trasera y entró en la casa sin hacer ruido. Su madre, una matrona de rostro bondadoso, estaba en la cocina preparando la cena; pudo oír la televisión en la sala y vio a su padre sentado allí, leyendo el American de Chicago. Dedicándole una sonrisa a su madre, saludó lo bastante alto para que contara como un saludo doble. No obtuvo respuesta de su padre. Su madre le informó de que su hermano estaba resfriado en cama y que no cenaría con ellos. Sin decir nada, Harold fue a su dormitorio y cerró la puerta con cuidado. Era un cuarto bien amueblado, con un sillón cómodo, un escritorio encerado de madera oscura y una gran cama Viking de roble. Los libros estaban bien puestos en las estanterías, y de la pared colgaban réplicas de espadas y rifles de la Guerra Civil que habían sido de su padre y también un marco de cristal en el que había montadas varias herramientas de hierro que Harold había hecho el año anterior en una clase de manualidades, lo que le había valido una mención en el certamen nacional patrocinado por la compañía Ford. Asimismo, había ganado un premio artístico patrocinado por los grandes almacenes Wieboldt por unas pinturas al óleo de un payaso; su habilidad como artesano de la madera había quedado demostrada recientemente en la construcción de un atril de madera diseñado para tener una revista abierta y poder leerla con las manos libres. Harold colocó los libros en el escritorio, se quitó el abrigo y abrió la revista con las fotos de Diane Webber desnuda. Se quedó cerca de la cama con la revista en la mano derecha y con los ojos semicerrados, rozó suavemente el pantalón con la izquierda, tocándose delicadamente los genitales. La reacción fue inmediata. Deseó disponer de tiempo ese momento, antes de la cena, para meterse en la cama y quedarse satisfecho, o al menos para bajar al baño para un rápido alivio sobre el lavabo, sosteniendo la revista en alto de modo que pudiese ver en el espejo del botiquín un reflejo de sí mismo sobre el cuerpo desnudo, simulando que él estaba con ella en la arena bajo el sol, mientras ella dirigía sus hermosos ojos negros hacia su miembro erecto, e imaginando que la mano enjabonada era la de ella. Lo había hecho allí muchas veces, en general por la tarde, cuando hubiera levantado sospechas si hubiera cerrado la puerta de su dormitorio. Pero, pese a la garantía de intimidad que ofrecía la puerta cerrada del lavabo, Harold tenía que admitir que nunca estaba completamente cómodo, en parte porque en realidad prefería estar reclinado en su cama, y en parte porque había poco espacio donde poner la revista si quería hacerlo con ambas manos. Asimismo, y quizá más importante aún, si no tenía cuidado, la revista podía mancharse con las gotas de agua que salpicaban el lavabo, ya que dejaba el grifo abierto para avisar a la familia de su presencia en el lavabo, y también porque de vez en cuando necesitaba un poco más de agua si el jabón que tenía en la mano se le secaba. Si bien las fotos de mujeres desnudas salpicadas de agua no llegarían a ofender el sentido estético de la mayoría de los jóvenes, no era el caso de Harold Rubin. Y, por último, había una consideración de índole práctica en su deseo de proteger sus revistas: después de haber leído en los periódicos que ese año la campaña antipornográfica se endurecería en todo el país, no podía estar seguro de que siempre pudiera comprar nuevas revistas de desnudos, ni siquiera bajo cuerda. Incluso Sunshine & Health, que hacía dos décadas que estaba en circulación y llenaba sus páginas con imágenes de familias con abuelos y niños, ese año había sido calificada de obscena por un tribunal de California. Algunos políticos y grupos religiosos también habían denunciado por «sucias» las revistas de fotografía artística, aun cuando esas publicaciones habían intentado diferenciarse de las revistas de desnudos colocando bajo cada desnudo pies de fotos tan instructivos como «Tomada con una Crown Graphic 2 1/4 × 3 1/4 equipada con Ektar 101 mm, f: 11, a 1/100 seg». Harold había leído que el director general de Correos del general Eisenhower, Arthur Summerfield, se dedicaba a retirar de la correspondencia toda la literatura y las revistas de sexo, y que un editor de NuevaYork, Samuel Roth, acababa de ser condenado a cinco años de prisión y una multa de 5.000 dólares por violación del estatuto federal de Correos. Roth ya había sido condenado por distribuir ejemplares de El amante de lady Chatterley; su primer arresto se había producido en 1928, cuando la policía allanó su editorial y confiscó las pruebas del Ulises que habían sido introducidas ilegalmente desde París. Harold había leído que había sido prohibida una película de Brigitte Bardot en Los Ángeles, por lo que podía suponer que en una ciudad como Chicago, una ciudad de obreros con un cuerpo policial duro y una considerable influencia moral de la Iglesia católica, aún se reprimiría más cualquier expresión sexual, en especial bajo el gobierno del nuevo alcalde irlandés y católico, Richard J. Daley. Harold ya se había enterado de que habían cerrado la sala de espectáculos de Wabash Avenue, así como otra de State Street. Si esa tendencia continuaba, su quiosco de revistas favorito de Cermak Road corría el riesgo de verse reducido a vender solo revistas como Good Housekeeping y el Saturday Evening Post, circunstancia que él bien sabía no provocaría ninguna protesta de sus padres. En toda su vida jamás había oído a sus padres expresar un pensamiento sobre sexo, jamás les había visto desnudos, jamás había oído crujir su cama de noche con caricias amorosas. Suponía que aún hacían el amor, pero no podía estar seguro. Si bien no sabía lo activo que podía resultar su abuelo con su amante a los sesenta años, recientemente su abuela le había confiado en un momento de amargura que no habían hecho el amor desde 1936. De cualquier manera, había sido un pésimo amante, añadió ella enseguida, y mientras Harold digería esas palabras se preguntó por primera vez si su abuela no tendría amantes secretos. Lo dudaba seriamente, ya que jamás había visto hombres por su casa ni a ella saliendo de allí a menudo, pero sí recordó que hacía un año había descubierto para su sorpresa una novela erótica romántica en su biblioteca. Estaba cubierta por papel de estraza y en la página de derechos se citaba el nombre de una editorial francesa, y abajo la fecha, 1909. Mientras su abuela dormía la siesta, Harold se sentó en el suelo a leer una y luego dos veces la novela de cien páginas, fascinado por el argumento y sorprendido por su explícito lenguaje. La historia describía las infelices vidas sexuales de varias jóvenes en Europa y Oriente que, después de dejar desesperadas sus pueblos y aldeas, llegaban a Marruecos y caían cautivas de un pachá que las tenía recluidas en un serrallo. Un día, cuando el pachá estaba de viaje, una de las mujeres vio por la ventana a un apuesto capitán de barco y, haciéndole subir las escaleras, hizo el amor con él de forma apasionada; luego hicieron lo mismo sus demás compañeras, haciendo pausas para revelarle al capitán los sórdidos detalles de su pasado que las habían llevado hasta allí. En visitas posteriores, Harold leyó el libro con tanta frecuencia que casi podía recitar de memoria pasajes enteros. Sus suaves brazos me abrazaban y nuestros labios se encontraron en un beso prolongado y delicioso, durante el cual mi falo estuvo apoyado contra su suave y cálido estómago. Luego ella se puso de puntillas, lo que le puso contra el espeso pelo en donde terminaba el estómago. Con una mano guié mi falo a la entrada, que lo recibió con ganas, mientras que con la otra mano apreté sus nalgas redondas contra mí… Harold oyó que su madre le llamaba desde la cocina. Ya era hora de cenar. Puso la revista con las fotos de Diane Webber bajo la almohada. Le contestó a su madre, esperando un momento para que le bajara la erección. Luego abrió la puerta y caminó con toda naturalidad hacia la cocina. Su padre ya estaba sentado a la mesa con un plato de sopa delante, leyendo el periódico, mientras su madre parloteaba animadamente en la cocina, ignorante de la mínima atención que recibía. Decía que durante las compras del día se había encontrado con una de sus viejas amigas de la oficina fiscal del condado de donde ella había trabajado un tiempo operando una calculadora Comptometer. Harold, que sabía que ella había dejado ese empleo poco después de su nacimiento hacía diecisiete años para no volver a trabajar jamás fuera de casa, le hizo un comentario sobre el sabroso olor de la comida; su padre levantó la vista del periódico y asintió sin sonreír. Mientras Harold tomaba asiento y empezaba a tomar la sopa, su madre continuó hablando y cortó la carne antes de llevarla a la mesa. Tenía puesto un vestido de estar por casa, apenas llevaba maquillaje y fumaba un cigarrillo con filtro. Los padres de Harold eran fumadores empedernidos; fumar era el único placer que les conocía. A ninguno de ellos le gustaba beber whisky, cerveza ni vino, y la cena se servía con refrescos con sabor a vainilla o bebidas refrescantes que se compraban semanalmente en cajas. Después de sentarse su madre, sonó el teléfono. Su padre, que siempre tenía el teléfono a mano cerca de la mesa, frunció el entrecejo al contestar. Alguien le llamaba del garaje. Sucedía casi cada noche a la hora de la cena, y por la expresión de su cara se podía pensar que recibía malas noticias —tal vez se había averiado un camión antes de hacer una entrega o el sindicato de transportistas se había declarado en huelga—, pero Harold sabía que el aspecto lúgubre y taciturno de su padre no necesariamente reflejaba lo que le decían por teléfono. Era una parte inextricable de su naturaleza mirar lúgubremente el mundo, y Harold sabía que incluso si esa llamada hubiera sido de un programa de televisión para anunciarle que acababa de ganar un premio, su padre habría reaccionado frunciendo el ceño. Pese a cualquier problema relacionado con la dirección del negocio de camiones de los Rubin, su padre se levantaba diligentemente a las cinco y media cada mañana para ser el primero en llegar al trabajo, y se pasaba los días ocupado en problemas que iban desde el mantenimiento de 142 camiones hasta la ocasional pérdida de la carga, y asimismo tenía que vérselas con el viejo irascible, John Rubin, que quería controlarlo todo personalmente aunque el negocio ya era demasiado grande para que pudiera hacerlo. Recientemente, Harold se había enterado de que varios de los chóferes de Rubin habían sido detenidos por la policía por conducir sin matrícula, lo que había enfurecido al viejo, que hizo caso omiso de que la causa de todo ello era su propia avaricia: al tratar de ahorrar dinero, solo había comprado 32 matrículas para sus 142 camiones; eso exigía que los hombres del garaje tuvieran que cambiarlas constantemente de vehículo a vehículo o correr el riesgo de trabajar sin ellas. Harold sabía que tarde o temprano ese asunto terminaría en los tribunales y que su abuelo trataría de solucionar el caso con sobornos y, aunque tuviera la suficiente suerte para lograrlo, probablemente le costaría más de lo que hubiera tenido que pagar por las matrículas que necesitaba desde el principio. Harold juraba que jamás trabajaría en la plantilla del garaje. Había intentado trabajar allí en el verano, pero pronto se había ido porque no toleraba el maltrato verbal de su abuelo, que a menudo le llamaba «pequeño vagabundo», y también de su padre, que en una ocasión le dijo amargamente: «Nunca llegarás a nada». Su predicción no había molestado a Harold en absoluto porque sabía que el precio de aplacar a esos hombres era someterse absolutamente a ellos, y estaba decidido a no repetir el error de su padre, que se sometía a un anciano que había procreado un hijo al que no quería con una mujer a la que no amaba. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 1 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LAS REDES DE LAS ARPÍAS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/las-redes-de-las-arpias/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Es propio de la Grecia antigua la existencia de dioses y deidades que retozaban entre sí, se acechaban y amaban, libraban batallas y pulsos de fuerza e ingenio para luego entregarse a prodigiosas juergas y orgías. En medio estábamos los seres humanos, sus juguetes, piezas de recreo de Zeus, de la celosa Hera, del portentoso Poseidón, de la sabia Atenea, del sombrío Hades o el tumultuoso Ares; frágiles instrumentos de los dioses, de sus caprichos y decisiones. Las Arpías eran seres híbridos, mitad mujer y mitad aves rapaces; brujas aladas con patas de buitre, torso y cara de mujer, de cabellos gruesos, duros y enmarañados, dientes filosos y puntiagudos. Aliadas de Zeus, eran una de sus armas más eficientes contra sus enemigos. Descendían de los cielos emitiendo un chillido horrible que paralizaba a la víctima. Zeus las eligió para castigar a Fineo, que había aprendido de Apolo el don de la profecía. Cada vez que se disponía a comer, las arpías se abalanzaban sobre su comida y sólo le dejaban el alimento suficiente para vivir un día más. Los dioses helénicos no resistieron el paso de los tiempos, desaparecieron barridos por siglos de historia, fueron olvidados por los hombres, pero las arpías se las arreglaron para sobrevivir, hábilmente mimetizadas en las armas de fuego. Como las mitológicas, éstas chillan y aterran, comparten esa maligna atracción, extraña mezcla de belleza y muerte que pone de rodillas y avasalla. Éstas no trabajan para los dioses, lo hacen para personas de carne y hueso que las usan para aniquilar a sus adversarios: son Arpías, ciegas mensajeras de odio, destrucción y venganza. En el mundo hay muchas clases de armas letales, desde un rifle de asalto hasta una patada certera. Las dagas son armas silenciosas y eficientes. Las bombas nucleares han matado a cientos de miles en Hiroshima y Nagasaki. Pero las armas de fuego personales, las portátiles, las pequeñas pistolas y revólveres, esas arpías, han asesinado a millones. Y matarán a millones más en los siguientes años. Son la venganza de Zeus contra los humanos, esos engreídos mortales que han olvidado el Olimpo. Allí están sus picos y su grito de plomo.  Un arma de fuego impulsa un proyectil, si es manual, o varios proyectiles, si es automática. La combustión que mediante estallidos sucesivos mueve a los carros, también mueve las balas. Hay armas subsónicas y supersónicas. Las balas de revolver o pistolas portátiles tienen una velocidad levemente superior a la del sonido (340 metros por segundo). Es decir,  a uno se le cuela una bala en el cuerpo, mucho antes de escucharla. Los proyectiles de un  fusil o una ametralladora, alcanzan entre 600 y 1000 metros segundo, doblando y triplicando la velocidad del sonido. Las arpías de hoy son, pues, mucho más eficientes: mueres antes de escuchar su canto. La pistola está vacía; no tiene balas. Para activarla hace falta introducir el cargador con munición. Diez balas aproximadamente. La corredera se retrae para darle paso al proyectil y el arma queda lista.  El martillo percutor se engancha en el diente de escape. La bala está preparada. Es hora de apretar el gatillo para que se libere el diente de escape; el martillo regresa a su forma habitual y golpea fuerte a la aguja retráctil que a su vez impacta contra el fulminante del culote de la bala para que ésta emprenda su destino. Al instante la corredera expulsa el casquillo de la bala dándole espacio para que suba una nueva. El muelle recuperador coloca a la corredera en sitio y la pistola está lista para seguir disparando. Es un proceso rápido: hay armas que ejecutan más de 600 disparos por minuto como el rifle AK47, otras logran hasta 6.000, como la Minigun. Cali es hoy  una de las ciudades más violentas de Colombia. Durante el 2013 fueron asesinadas 1.964 personas. Por armas de fuego murieron 1.725. Cifras que ubican a la ciudad en el cuarto lugar entre las más violentas del mundo, según el Consejo para la Seguridad Pública y Justicia Penal, con 83.2 homicidios por cada cien mil habitantes. Algunas personas murieron porque alguien decidió disparar, y otras porque alguien pagó para que lo hicieran. Es como si ese año se hubiera  asesinado a bala al corregimiento El Saladito, ubicado a las afueras de Cali, sobre la cordillera occidental. Las cifras en Cali asustan. Durante 2012 más de 2.897 armas de fuego fueron incautadas por la policía; de éstas, 2.213 eran ilegales y 684 eran originales que no contaban con el permiso que otorga la Tercera Brigada del Ejército. Y es que aunque parece exagerado, fuentes oficiales estiman que en Cali circulan alrededor de 280.000 armas de fuego, entre legales e ilegales, suficientes  para dotar a uno de cada diez habitantes de la ciudad. En dos décadas las Fuerzas Militares decomisaron 254.817 arpías en todo el país. El crecimiento es colosal; y más aún cuando en la primera década del siglo XXI se ha incautado en la ciudad suficientes armas de fuego como para dotar a más de la mitad de los habitantes de la comuna 20, esto es Siloé, Brisas de Mayo, Belén, La Nave, Belisario Caicedo, La Estrella, Lleras Camargo y Cortijo. Con tantas armas circulando en la calle, la ciudad parece el remedo tropical del viejo oeste norteamericano.  Pero muchas armas incautadas retornan a la calles. En diciembre  del año pasado la Fiscalía capturó a cuatro personas vinculadas con la venta  clandestina de armas extraídas del batallón de Cali para su comercio ilegal. En una primera inspección la Fiscalía descubrió que 460 habían desaparecido, entre ellas 50 fusiles, pero la cifra puede ser mucho mayor. Los investigadores interceptaron llamadas y descubrieron una organización conformada en parte por militares activos y retirados que hurtaban el armamento. Aproximadamente el 94% de las armas en lista de destrucción fueron confiscadas a las FARC, ELN y Bandas Criminales. Sólo el 5% son entregadas voluntariamente por parte de particulares. A diario, se escuchan noticias sobre operativos en los que se confiscan armas. Si se calcula la frecuencia con que se decomisa un arma en la ciudad cuesta no horrorizarse al imaginar cuántas las veces en que han sido usadas y por cuánto tiempo seguirán en funcionamiento. Muchas de las armas de fuego decomisadas no son destruidas. Algunas son exhibidas en los depósitos de armas de la policía. Según el Intendente Luis Hernando Hernández, “varias llaman la atención por su fabricación o estilo”. Y es sorprendente ver con qué astucia los fabricantes ilegales elaboran un arma. En las bodegas de la estación de Fray Damián se pueden apreciar sofisticadas arpías de doble boca como fauces de un dragón dispuesto a dejar salir llamaradas letales. Otras fueron fabricadas de afán con tubos de acero y PVC, plástico, cinta, cauchos y trozos de madera. “Ellas pueden hacer daño tanto a quien la usa, como a su víctima”, dice Hernández. Y es que aunque algunas cumplen con su función, tras disparar una o dos veces estallan en las manos de su creador. Las armas artesanales de fuego son el objetivo principal de las pesquisas. Saber en dónde y cuándo se fabrican no es fácil y resulta riesgoso. Los artesanos de la muerte que las fabrican permanecen en el anonimato, rodeados de sigilo y secreto. En Cali se estima que hay cerca de 10 puntos de elaboración, armerías clandestinas muy eficientes, y otro puñado más de pequeños talleres con baja producción. Para hacer las armas se recurre, con frecuencia, a materiales reciclables. De la basura que se bota en las casas pueden surgir las piezas de un arma hechiza.  El negocio sigue en auge, sobre todo gracias a la “Guerra contra el Terrorismo” que se desató tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. En el mundo existen aproximadamente unos 40 conflictos armados. Todos, constituyen activos mercados bélicos, que se alimentan de la fabricación anual de ocho millones de armas ligeras y 6 mil millones de balas cada año. Actualmente, en el mundo, existe un arma ligera por cada diez habitantes. Uno de ellos muere cada minuto a causa de un disparo. Las arpías cegaron, con su mirada de medusa, la vida de 500.000 personas el año pasado. Sin embargo muchos países le apuestan a su siniestra eficacia. Los Estados Unidos encabezan la lista. Tiene más tiendas autorizadas para la venta de armas que gasolineras. Le siguen China y Rusia. Pero hubo  incremento en la inversión militar a nivel mundial durante 2012, incluso en países de mediano desarrollo económico en Asia, Europa del Este, Norte de África y América Latina. El gasto militar a nivel mundial superó 1.75 billones de dólares. Este negocio mueve al año 21.000 millones de dólares, y más del 80% de las transferencias de armas corren a cargo de los cinco países que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: EEUU, Gran Bretaña, Rusia, China y Francia. Paradójicamente los países encargados de orientar y salvaguardar la paz y seguridad entre naciones mueven el negocio de las armas a nivel mundial. Pero incluso países que no suelen mencionarse como fuente de armas participan activamente del negocio. España se encuentra en la posición número 11 del ranking de los países vendedores de armas y mueve alrededor del 1% de las exportaciones mundiales. La industria es tan próspera que entre el 2003 y el 2008 la compra y venta de armas se incrementó en un 21%. A lo anterior se suma que las municiones representan otra fuente importante de lucro. Una bala de fusil AK-47 (el arma más utilizada, con presencia en 82 países y más de cien millones de unidades vendidas en todo el mundo) cuesta en el mercado 0,2 euros, es decir 502 pesos colombianos. Dispara 600 balas por minuto, es decir 301.680 pesos, medio salario mínimo en plomo, lo que cuesta suministrarle almuerzo escolar a 377 alumnos en una de las instituciones educativas públicas de Cali.  Una bala de AK-47 producida en Albania se vende a 0,04 euros, y un traficante puede negociarla hasta por 0,2 euros, un precio cinco veces superior. El beneficio del comercio de estas municiones es tan escandaloso como el estruendo de un disparo. Durante un recorrido realizado por el diario El Tiempo en abril de 2012, un vendedor de zapatillas deportivas del centro comercial San Andresito en Bogotá, se ofreció a conseguir una caja de balas calibre 38 por 150.000 pesos, y además, aseguró que podía conseguir una pistola 9 milímetros, Colt Caballo «muy buena», por un millón doscientos mil pesos. Revólveres y ametralladoras M-60, capaces de disparar hasta 500 balas por minuto, se consiguen fácilmente en este sector. Situaciones como ésta se presentan a diario en todo el país e indican cuán accesible es el mercado de armas. Basta con tener suficiente dinero. En Cali un miembro de las pandillas del distrito de Aguablanca le aseguró a un periodista del diario El País que una pistola automática cuesta en promedio un millón de pesos o un poco más, y añadió: “sólo la usan los sicarios que tienen plata”. En la presentación de resultados del 2013 la Policía Nacional reveló que fueron decomisadas 34.155 armas de fuego ilegales. En Colombia un cuarto de la población de las cárceles está acusada por tráfico y porte ilegal de armas de fuego. De la gran cifra de 18.818 personas capturadas por porte ilegal de armas el mismo año muchos se sumaron a las abarrotadas cárceles del país. Pero la situación se hace aún más compleja: no solo es posible comprar las arpías, también se las puede alquilar. Un informe de la Sijín muestra que armas de todo tipo se arriendan hasta por dos millones de pesos, más un depósito adicional que cubre la pérdida o daño, o la incautación del arma si llegaran a capturar o matar al portador mientras hace su trabajo. Las armas hechizas resultan ser otro cáncer en el panorama nacional. En Cali a finales del 2012, de 2.897 armas incautadas por la policía, 1.409 eran de fabricación artesanal. Según las autoridades, cada una de estas últimas se comercializa en un millón de pesos, mientras una legal puede costar entre un millón y medio y seis millones. En los últimos diez años, más de 10.000 armas de fuego fueron fundidas en Colombia. Sidenal, la Siderúrgica Nacional, es la última morada de las armas que son decomisadas a los grupos paramilitares, guerrilla, carteles y delincuencia común. En declaraciones al diario El Tiempo, Juan Gilberto Valencia Hurtado, jefe del área logística del comando general de las fuerzas militares, manifestó que en los últimos 20 años el comando “ha dispuesto la fundición de 254.817 armas de fuego, de las cuales 53.511 corresponden a fundiciones efectuadas en los años 90 y las otras 201.305 a fundiciones realizadas a partir de enero del 2001″. La mayoría de los fusiles, pistolas y morteros se convierten en varillas, barras y palanquillas tras el proceso de fundición. Estos nuevos productos quedan en manos de Sidenal, entidad encargada de la fundición, quien los recibe como única forma de pago por parte del gobierno. No se paga en efectivo.  Una de las mayores fundiciones realizadas ocurrió tras la incautación de 14.120 armas durante el segundo semestre del 2010.De éstas, 13.654 fueron confiscadas a las Farc, el ELN, las bandas de crimen organizado y al servicio del narcotráfico; y un 3.31% del cargamento total fue entregado voluntariamente por sus propietarios. Más de 16 toneladas pesaba este arsenal en el que predominaban fusiles chinos de diversos calibres. Hacia 2007 en Sogamoso, Boyacá, sede de Sidenal, en el  marco de desmovilización de algunos grupos al margen de la ley, se observaron algunos hechos que permiten hacerse una idea de las gigantes reservas clandestinas de armas con que cuentan. De los 31.671 integrantes de las Autodefensas desmovilizados, reconocidos por el gobierno, se entregaron más de 18 mil armas de fuego que fueron trasladas a los hornos de fundición, según cifras oficiales. El entonces Alto Comisionado para la Paz, Luis Carlos Restrepo declaró durante la antesala del acto en donde se fundieron las armas que quedaban “definitivamente sepultadas 18.051 armas que otrora sembraban terror y derramaban sangre”. Estas armas fueron depositadas en la caldera de la siderúrgica por 34 víctimas de los paramilitares y 46 desmovilizados de esta organización. La relación entre el número de desmovilizados y armas entregadas resulta por lo menos curiosa; más ajustados resultan los números de los altos mandos de las AUC que señalan que fueron 16.000 desmovilizados. Cabe preguntarse si todo el arsenal fue entregado por la totalidad de desmovilizados registrados por el gobierno o si muchas de las armas terminaron en el mercado negro o en manos de nuevas bandas criminales. Muchas de las armas que aún circulan en las calles, y de las cuales se valen los delincuentes para trabajar son conseguidas en el mercado negro. En estos se realiza la venta clandestina e ilegal de bienes, productos o servicios, violando la fijación de precios y normas establecidas por el gobierno y las empresas. Pero en el mercado negro muchos buscan una alternativa a la crisis económica y un modo de sobrevivir. Y el negocio es tan lucrativo que algunos deciden correr el riesgo. Muchas de las armas son un 50% más baratas que si se compran legalmente. Las principales entradas del arsenal que se ofrece en el mercado negro son Buenaventura y la extensa frontera con Ecuador. Sin embargo, este negocio también se nutre de la ‘herencia’ de armas de paramilitares que no se entregaron en la desmovilización y de las reportadas como pérdidas por empresas de seguridad de todo el país. En los últimos tres años, estas empresas han denunciado un faltante de 1.407 armas de dotación, y cinco firmas hoy son investigadas por la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad. Aunque los decomisos han crecido, a pesar de todos los esfuerzos institucionales, los mercados negros de armas siguen creciendo. Según el Departamento para el Control y Comercio de Armas (DCCA) en Bogotá, en el 2012, solo 245.000 tenían salvoconducto, pero se estima que circulan en la ciudad cerca de 735.000, de las cuales dos tercios son ilegales. A las abrumadoras cifras de armas legales e ilegales, en manos de ciudadanos comunes, hay que añadir el aumento de su eficacia letal. Las actuales son máquinas de muerte mucho más precisas, rápidas y contundentes que las de ayer. El proceso de disparo se ha ido perfeccionando. Casi la totalidad de las armas están hechas de materiales más ligeros que el acero, como polímeros o láminas de carbono. La fuerza de la patada o el golpe de retroceso ha disminuido para mejorar la puntería, y la construcción de seguros de total confianza evita disparos accidentales.  Con relación a las municiones y balas, cabe decir que hay algunas cilíndricas, cortas y con punta esférica, y otras  alargadas y con punta cónica estirada. En ambos casos el efecto de conificación se acentúa. Y si bien la munición subsónica puede ser detenida por un chaleco antibalas normal, algunas supersónicas pueden atravesarlo sin problema. Las balas conocidas como FMJ (Full Metal Jacket) tienen la propiedad de cruzar la totalidad del cuerpo sin esfuerzo. Las balas supersónicas, además de atravesar el cuerpo, destruyen a su paso los órganos cercanos a la herida debido a la fuerza de la onda del sonido. La velocidad y onda expansiva permite que balas de calibres pequeños como el .22 y .45,  similares a las utilizadas en los rifles de la OTAN, puedan producir tanto daño como el de las pistolas de grueso calibre grueso, la .357 y la .44.  Tras ser  disparadas, las  balas de punta hueca chocan con el cuerpo, se aplastan, se achatan y se detienen bruscamente, empujando con fuerza al sujeto hacia atrás; la penetración  es superficial pero el ancho de la herida es grande. Por otro lado, la bala supersónica se fragmenta en el interior del cuerpo, destrozando múltiples órganos.  Un tipo de bala usada regularmente en algunos crímenes es la perforante, llamada también AP (Armor Piercing). Su especialidad radica en que el plomo contiene una mezcla de acero endurecido, tungsteno y uranio empobrecido. Al dispararse y golpear el cuerpo se rompe su envoltura y perfora cualquier blindaje. ¿Cómo defenderse de estas implacables bestias de acero? En el año 2006 el mundo conoció la primera versión de la impresora 3D, un artefacto capaz de recrear objetos a partir de su diseño, modelado y prototipado digital. Este año, Cody Wilson, estudiante de Derecho de la Universidad de Texas, pensó en crear armas de fuego a partir de diseños digitales de las partes de un arma que pudieran imprimirse en 3D y luego ensamblarse.  La clave está en la fotopolimerización, proceso mediante el cual, a través del calor, la luz o un catalizador, se unen moléculas de un compuesto para formar una estructura. Este proceso permite variedad en la flexibilidad, elongación, resistencia y hasta diferencia en los colores. Wilson vio allí el núcleo del negocio de la fabricación de armas de fuego por medio de impresoras 3D. Así nació “The Liberator”, la primera arma de fuego impresa en 3D, completamente funcional y el símbolo de la nueva era de la libertad que profesa Wilson. Es visto por muchos como uno de los innovadores más importantes de la industria armamentista, por unos cuantos como un profeta que vislumbra el futuro de las nuevas formas de conflicto y guerra, y por muchos como la personificación de la estupidez humana al alentar una nueva ruta para la creación de armas caseras. Un auténtico Leviatán. Si diversos sectores sociales vieron en la impresora 3D una promesa de redención y un sueño que alteraría la dependencia de los ciudadanos respecto a la industria centralizada de objetos, pues podrían imprimirse todo tipo de utensilios e instrumentos sin pasar por los procesos industriales de grandes empresas, Wilson se ha encargado de despertarlos.  Colombia  registra una tasa de armas per cápita menor que naciones como Estados Unidos, Canadá o Argentina. Sin embargo, tiene un alto número de homicidios que supera ampliamente los registros de estos países. Aunque existe una seria posibilidad de que haya un subregistro de armas de fuego en Colombia. La incautación de armas es un elemento necesario para la disminución de las cifras de violencia en el país. Sin embargo, a pesar de los operativos policiales, las arpías siguen esparciendo su canto. Las estadísticas de muertes por arma de fuego siguen siendo aterradoras. Tras su parla, sigue el silencio de los muertos. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LOK: PARA QUÉ FLORES SI ERES UN JARDÍN http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/lok-para-que-flores-si-eres-un-jardin/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle nadie sabrá lo que yo siento No pensar en ti (Raffaella Carrà) ¿Será acaso que no se enteraba? Sí. Era bella. Tenía esa extraña belleza que encarnan los cuerpos adornados para el escenario. ¿Señorita? Sí. Esa fue la palabra, la misma con la que le pidieron bajar del taxi. Cientos de policías bailaban la danza de la caza, mientras la Señorita descendía con su cédula en la mano. ¿Segura? Sí. Segura que del taxi-para el camión-del camión-para una celda-una celda en cualquier estación en una noche lejana, fría y bullosa de Bogotá, por allá en 1987. Fría era Bogotá. Faltaba poco para las doce de la noche. La Señorita llegaba a entregar la corona, una de las tantas que había de ganar, en la discoteca Géminis Club, ubicada en la carrera 12 con calle 24. ¿Señorita? Todavía. Cuando vio por la ventana supo que había una batida. – –, alcanzó a decirle al taxista. ¡Ya no! Cuadrillas de policías husmeaban como perros los documentos de identidad ¿Nombre? ¿Apellido? ¿Número de identificación? ¿Alguna señal o particularidad? Sí. La invitaron a bajar del taxi. – –. Pero qué elegancia, qué trato más hermoso. El policía amable lo supo. – – Quizás se preguntó el uniformado. Hasta allí le alcanzó la elegancia. Cinco, siete, once, veinte… eran patadas, eran golpes, eran palabras, y todo junto hería, supuraba rabia. Arriba, en el camión, en el centro de un montón de carne apretujada, todo era una masa de gente, gente deforme de tanto apretón, arrejuntados, arrinconados. Una vez en la Estación 100 de policía, en plena Avenida Caracas con calle Sexta, fueron bañados con violentos chorros de agua. Aunque a partir de 1981 la homosexualidad dejó de ser un delito en Colombia, en el imaginario colectivo de los años ochenta, seguía vigente la idea de que hombres que tenían sexo con otros hombres eran enfermos. La medicina había hecho lo suyo, y como escribe Walter Bustamante en su artículo “El delito de acceso carnal homosexual en Colombia”, publicado en la revista Co-herencia, en julio de 2008, se lee que “… médicos y psiquiatras consolidaron diversos modelos de inclinación homoerótica que coincidían en que ‘algo no funcionaba bien’, estaba dañado. Esa idea se recogió en la cotidianidad, y a los sujetos homoeróticamente inclinados se les llamó ”. La incomprensión, el desconocimiento y el lastre de muchos años siendo considerados unos delincuentes, eran evidentes en las redadas y persecuciones de la que eran víctimas hombres y mujeres que, por su orientación sexual, ‘atentaban’ contra el orden moral y social. *** A las ocho de la mañana fue trasladada a la Cárcel Distrital de Varones, en Bogotá. Allí permaneció, hacinada con más de veinte personas en una celda para ocho. Reducida a dormir en un rincón, sentada sobre una espuma sucia, mugrienta. ¿Absurdo? Sí. Señorita, es tan absurdo. Pero cierto. Esa misma mañana intentaron violarla. Sacó fuerzas y se defendió. Fueron tres. Los gritos escapaban de la celda. Fue protegida, trasladada y obligada a dormir en los pasillos del patio de las bironchas, como se le conocía al patio que recibía a los maricas, travestis, transformistas y hombres de cualquier denominación que se igualaban con ese delito que era ser homosexual. 13 días durmió la Señorita en los pasillos. Con una alergia en la piel que no la dejaba dormir, ni siquiera pensar. Fue separada de su vida, de su familia, de su trabajo, de sus amigos. Fue como deshacer su alma en un segundo ¿Señorita? Creo que no lo volvió a ser más. ***  Y el encargado gritó: “¡el que quiera llamar a su casa tiene que recoger colillas!”. Y ella fue la primera en levantar la mano. Recoger colillas era salir a la calle, esposada y descalza, con la ropa más roñosa, pues sus prendas estaban confinadas. Ella pesaba 58 kilos, con unas medidas muy de bailarín, pero le tocó usar ropa de talla 40, amarrándola con un alambre para que no se cayera. Así, salió a recoger los restos de cigarrillos de una manzana completa, que cubría en ese entonces la Cárcel Distrital de Varones en Bogotá, con eso se ganó una llamada a casa de su madre … ***  Un abogado. Más de 100 cartas. Cientos de llamadas. Visitas de amigos. Gente preguntando por ella. Una corona sin entregar. Presos. El rostro desbordado, colgando en el filo de su mentón. −¿Y qué hizo? −Llamé a casa y les dije en qué condiciones estaba. −¿Qué hicieron ellos? −Inmediatamente se comunicaron con un abogado que defendía a la comunidad elegetebei, que no se le llamaba así en aquellos años. −¿Y sirvió de algo? −Este abogado se puso en función inmediatamente. Llegó con ropa limpia, con zapatos, con todo lo necesario para estar bien. Ya de la oficina de Derechos Humanos, que en ese tiempo no se llamaba oficina de Derechos Humanos, sino Ayuda para los homosexuales, me habían llevado unas chancletas y un cepillo dental, entonces ya… [SILENCIO] …Perdón, hacía mucho que no hablaba de esto. De hecho muchos desconocen esto. ***  −¿Quién es usted? − Preguntó el juez. Y la Señorita respondió: “lo que pasa es que a mí no me creyeron que soy artista. Soy uno de los pocos transformistas que tiene un carné especial que da la Alcaldía, para poder trabajar”. El juez y todos los presentes en la audiencia se dieron cuenta, por voz de la Señorita, que ella había sido invitada a trabajar en la Escuela de Caballería y en el Batallón de Mantenimiento del Ejército colombiano, y en la Dirección Nacional de la Policía. ¿Su trabajo? Animar novenas de aguinaldos, fiestas y otras celebraciones. Como una rubia de percal, bailando en un cabaret y los chicos deleitándose con esa bimba, bironcha, floripondia, galleta, loca, mariposón… Después de 13 días de estar en el patio de las bironchas, La Tatiana, como la llamaban todos allí, salió sin rubor, sin plumas, sin zapatos de punta, sin corona. Recuerda tantas cosas, especialmente cuando la formaron para tomarle una foto, que ella muy bien llama: “¡asquerosa!”. ¿Por qué? “¿Se pueden imaginar el aspecto de unas personas detenidas, bañadas, desmaquilladas, vueltas nada? La fotografía tenía que ser espectacularmente horrible”, afirma hoy, quien fuera la Señorita.  Tatiana Traumanova era el nombre de la transformista detenida en esa lejana noche bogotana, con su rostro dibujado con rímel, sombra y colorete. La misma que había comenzado a vestirse de Señorita desde muy niña; que brincaba hasta aprender algunos pasos de baile; quien terminó danzando para importantes compañías. Corría 1984 o 1985, ella ya no lo recuerda, cuando Tatiana Traumanova, la Señorita, vistió sus primeras prendas femeninas para un escenario, ocultando ese cuerpo tosco y peludo que le pertenecía a su dueño originario. Velando esas partes íntimas para que no lo delataran, claro todos sabían que era un cuerpo prestado para vestirlo de mujer, pero ¿por qué no fingir? ¿Cómo no prestarse a ese juego de mentiras? ¿Acaso no era parte del espectáculo? El cuerpo es un territorio gobernado por lo moral, lo político y lo cultural. Tatiana Traumanova bombardeaba ese territorio impuesto, obligado. “Yo soy la vedette, la vedette / de un teatro de revista / empecé siendo corista / y como soy chica lista / aquí me ven de vedette, de vedette de revista / tengo más plumas que nadie / lentejuelas que es lo bueno / y un montón de joyas falsas / que de lejos dan el pego”. Yo soy la vedette (Esperanza Roy) Alfonso Rivera fuma cigarrillos Marlboro, los de la caja roja. Algunas veces hasta una cajetilla de 20 unidades al día. Pesa 74 kilos. Sufre de alopecia pendeja, como él dice: “me da pelo aquí, y acá no”, por eso se rapa a ras. Calza 40. Mide 1.66 metros. Nació el sábado 20 de marzo de 1954, en Bogotá. Tiene 62 años, los ojos, no sé de qué color, y un amor especial por el flamenco. Me invita a su casa. Me enseña su colección de discos en acetato. Comemos un almuerzo preparado por él. Hace calor. Vive en un quinto piso. El ruido de los carros entra por la ventana. Ropa colgada sobre la lavadora. Me asomo a la ventana, hay dos tipos en la esquina que conversan bajo el sol de la tarde. Alfonso fuma. Los gritos de un vendedor de trapeadores. Una telenovela mexicana en un canal nacional. El cielo azul. Gotas de sudor. Alfonso Rivera llegó a Cali en 1990, hizo parte de una revista que cautivó al público caleño. El empresario, dueño de la discoteca Romanos Club, le ofreció un show permanente en su negocio y de paso labores administrativas, ya que Alfonso tenía experiencia con bares y bailaderos en la capital. En Romanos trabajó hasta el 2006, cuando la discoteca cerró y Alfonso dejó el escenario que durante tantos años había sido refugio, primero para Tatiana Traumanova y luego para Lok Flores. Junto con su pareja, Diego-Veruzka, como es conocido en Cali por su pasado artístico, trabajaron para otros bares y saunas, hasta que les llegó la hora de buscar un local dónde continuar con sus propuestas artísticas. Así nació la Barra Punto G, un pequeño lugar, que alcanza a generar hasta 10 empleos, hoy ubicado en el centro de Cali, en el número 4-25 en plena Calle 16 del barrio San Nicolás, un sector históricamente plagado de litografías y comercio, que en el día padece de un bullicio incontrolable y en la noche sufre de una soledad abrumante. La Barra Punto G es un extraño lugar, un poco cálido y sofocante. Adentro una barra divide en dos partes este pequeño rectángulo. Las mesas, tiradas hacía a la pared, dan paso a unos pocos metros de pista para baile. Al fondo, después de la barra, dos baños y un pequeño camerino, donde apenas cabe una persona de pie, dejan otro pedacito de baldosa para que los clientes bailen esas charangas, porros, pachangas, boleros, salsa de la vieja guardia y canten a todo pulmón ranchera, baladas y otras extrañas cantilenas del cancionero latinoamericano. La Barra Punto G es un lugar donde se puede ver un aura de camaradería entre tantos extraños que sin querer tienen tanto de sí, que parecen uno solo. Alguna vez escuché a personas referirse al lugar como “un sitio para loquitas pobres, para locas ordinarias”, eterna discriminación dentro de un grupo que lucha porque se les respeten sus derechos. Allí llegan señores de bigotico y cabello engominado, hombres con pantalón de quiebre, jubilados con camisas de manga corta, peluqueros, jóvenes despistados buscando con quién conversar, chicos musculosos cargados de tatuajes, gente como yo, gente como usted. Si me tocara definirlo diría que es una pequeña cueva kitsch, popular, fuerte, común y a la vez mágica, sensible, familiar; donde guarecen, de las miradas y las palabras, ‘animalitos’ provenientes de toda la diversidad sexual. ***  Fue hace poco más de diez años cuando conocí a esta Señora. Ataviada en un empolvado camerino, mezcla de polvo de maquillaje y humo de cigarrillo.  –Mucho gusto, soy Lok Flores –dijo como actuando. –Hola, ¿Loca con ce? –No niño, Lok con ka. Con ka.  Pasaron casi 40 minutos. Lok se maquilló, se acomodó sus partes, me contó algo de su historia. Abajo, una discoteca medio vacía del centro de Cali la esperaba para su presentación. –Llevo años metida en esto y no me canso –dice Lok como tratando de convencerme.  Lok Flores es un homenaje a la cantante y actriz gaditana Lola Flores. La idea surgió en el año 1995, y se hizo realidad un martes 21 de noviembre, en pleno apogeo de la discoteca Romanos Club, uno de los sitios más recordados de la fiesta gay en Cali, que tenía cierta importancia a nivel nacional. En ella no se permitía la entrada de mujeres y se especializaba en tocar música tropical y ritmos un tanto pasados de moda para una época de sonidos de sintetizador que ya conquistaba el gusto de las nuevas generaciones de jóvenes homosexuales en los años 90. Atrás quedaría la Señorita Traumanova, fueron casi 10 años, un viaje desde Bogotá hasta Cali y muchas historias que se guardan en viejos álbumes de fotos roídas. Aquel martes, a las 12 de la media noche la música se detuvo, pero esta vez no fue por culpa de la policía y sus acostumbradas redadas. Salida de la nada, como un fantasma, fue presentada:  “Llega a Colombia la espectacular-la sensual-la divina-la perfecta-la única-la siempre imitada y jamás igualada-la Más… ¡Lok Flores! Lok saludó al público, unas 250 personas, sentadas en sillas, en el suelo, en las gradas, amontadas para este nuevo espectáculo. Comenzó a rodar la primera canción. Aunque en sus primeras apariciones solo interpretaba bulerías, fandangos, coplas y cante jondo, Lok supo que era necesario incluir otros ritmos, canciones reconocidas en el gusto popular para captar la atención de un público cada vez más diverso.  Desde esa noche de noviembre se celebró, por varios años “La hora del desahogo”. Una revista transformista-musical, que permitía el concurso entre viejas estrellas del transformismo caleño y las nuevas generaciones. Cuerpos de hombres vestidos cuidadosamente de mujer. Canciones de desamor. Baladas histéricamente románticas. Nombres que nada tienen de casual, y que su sonoridad todavía retumba en los recuerdos de tantos clientes: Dalida / Hilary / Tara / Doris David / Kelly Jones / Adela Ferrer / Terry / Mani / Stephania Lehiton / Annie / Carmen de Oro / Yessica / Conga / Pamela / Lady Cleo / Georgina / Mani Fox / Melissa / Popis /Tatai / Veruzka / Dominic / Saix… Loca noche Lok  −Adoro toda la música que habla de los sentimientos: boleros, tango, merengue, salsa, rancheras. −Es que es la música que habla, que dice la verdad de la vida. Porque quien más y quien menos, siempre ha tenido algún amor o algún desengaño. Hace en la Barra Punto G un ruido tremendo de risas y conversaciones, hombres y hombres bailan juntos, moviéndose al son de Natusha: “hoy te tengo que hablar / y me vas a escuchar / que tan bajo llegaste / con tus intenciones / de niño patán…”; en la barra, sirviendo cerveza y aguardiente, pendiente de la música está Diego. Un cliente me mira y me canta apuntándome con su dedo: “tú la tienes que pagar / tú la tienes que pagar…”; sonrío. Entre los asistentes reconozco algunas caras, clientes de cada domingo, que no les importa esperar hasta las 9 o 10 de la noche, aunque deban trabajar a primera hora del lunes, con tal de ver a la Señora: Doña Lok Flores. Poco después de las nueve, las luces se apagan. Las pantallas de los dos televisores que hay en bar, nos muestran una pequeña introducción, viejas imágenes de Lok que nos recuerdan qué tanto tiempo ha pasado. Sin enterarme los aplausos dan paso a la Señora, muy diva, muy ella: Lok Flores: “Te vas / yo me quedo triste y sola / tenías que ser tan cruel al despedirte / qué clase de cariño tú me diste / que caro estoy pagando por quererte…” Lleva el cabello corto, hasta los hombros, sombra azul, labios rojos. Un traje negro con aplicaciones color plata, los aretes son largos y su gargantilla se escurre hasta el inicio de sus senos postizos, usa zapatos tacón francés color negro. “…te juro que jamás había llorado / todo / todo fue triste entre nosotros / sabía que tendrías un día que irte / pero nunca imaginé que de este modo / pero que yo te olvide no es tan fácil / aunque el tiempo que viví fue solo un sueño…” Se confunde la voz de Rocío Durcal y los clientes. Cantan. Todos cantan. Siguen la canción al pie de la letra, yo me siento un poco avergonzado, recuerdo haberla escuchado en la radio, pero no soy capaz de seguirla. Un jovencito, mira a Lok y se entrega en un acto de interpretación que parece robarle el show. Casi llora. Lok sabe actuar, acude a él, a su público y juntos siguen cantando. “…y ahora que te vas / despierto de mi sueño / para que pague por soñar / lo que no debo / pero muy caro / pagaré / haberte amado / me dejas / con la deuda / y te vas…” Lok se conecta con su público a través de las canciones, cada quien lo interpreta a su manera, cada quien carga su dolor, su pena. Ella está allí para exorcizar esos dolores del corazón.  ***  Alfonso fumando. Su cuerpo es historia. Una historia violenta que nos recuerda que no estamos solos, que somos vulnerables. Alfonso. Nadie sabe por qué. Alfonso. El 28 de diciembre de 1986. Fueron tres. Tres puñaladas. Un atentado. Bogotá. Alfonso. Son cinco. Alfonso. Cerrando heridas. Cinco cicatrices. Caminos de esperanza. Alfonso. Enciende sonrisas. Zafarrancho. No precisa dolor, todo en él es amor. Alfonso. Diego. Alfonso. Un abrazo oscuro sobre su hombro, se escurre por todo su brazo. Alfonso fumando. Hace mucho que no bebe licor. Alfonso fumando. El dolor. Una operación. 2005. El dolor. Incesante. Fuerte. ¿Indiferente? ¡No! Alfonso triunfante. Alfonso aterrorizado. Alfonso. Cinco heridas. Alfonso canta. Canciones de Helenita Vargas. Alfonso canta. El público lo aplaude. Alfonso cura heridas. Para eso usa a Lok Flores. Abultado el escote. Pintura color verde en los párpados. Lentejuelas en el borde de su vestido. Manga bombacha. Detrás de ella, colgando de la pared, viejas fotos de Marilyn y Madonna la miran cantar. Ellas allí, colgando, oxidadas por el paso del tiempo y la luz. Enaltecidas en un altar de cinco fotos desalineadas en una pared a medio pintar. Pero a nadie le importa, no vienen a verlas a ellas, la gente llega por Lok, quien esta noche regresó con su acento español, rememorando a la Durcal, levantando sus piernas, moviendo sus brazos. Algunos ventiladores refrescan el lugar. Seis luces azules, en forma de círculo, dividen la barra de la pista. Diego desde adentro le da indicaciones, Lok mira para un lado, mira para el otro, canta. Diego la mira. Le sigue los pasos sobre el suelo de baldosas blancas. Vuelve a mirar, casi no sonríe. Mira de nuevo y Lok la alcanza con sus ojos, Diego mueve la cabeza, dice sí. Algunos celulares graban el show, el flash de otros capturan fotos que luego veremos en Facebook. Ese muchachito, el que viene por primera vez, la mira asombrado, mascando chicle, no para. −Qué tal amigos, ¿cómo estáis? −¡Muy bien! –responde el público. −¿Bien? Os veo con una cara de felicidad. −¡Jajajajajajaja! −Qué rico que estén aquí –Lok saluda a un grupo de seguidores, y reconoce a alguien nuevo–. Hola, ¿ya habías venido acá? –­le pregunta al muchachito. −¡No! –responde a secas, como si prefiriera no responder. −¿No? Te tenemos una sorpresilla. −(Risas del público) −Porque aquí inauguramos a todas las loquillas que vienen por primera vez, jajajajajajaja… por eso se llama sorpresilla. El muchachito masca chicle. No para. Ahora masca con mayor intensidad. −Estáis vosotros con Lok Flores, la reina del show, la mejor, la única, la excepcional, la siempre imitada, la jamás igualada, la más de las más. Lok invita al centro de la pista al muchachito. Lo sienta y le canta una canción de Isabel Pantoja: El Señorito. En medio del susto este muchachito con el cabello corto engominado, camisa a cuadros y un incesante mascar de chicle se convierte en parte del show. Lok lo rodea. Lok lo acaricia. Lok le canta: “Presume porque puede / de su palmito / El señorito / se lleva el gato al agua / por ser bonito / El señorito / e igual en la Gran Vía / que en Leganitos / en Sol y en la Cibeles / se escucha a gritos / decir a una cambera / de bolso y güito / estoy como una perra / que me derrito / por morder las hechuras / del señorito / Se-ño-riiito…” Lok nos hace reír. Lok es tan bella. Lok qué locura. *** Lok. Han pasado algunos minutos. El espectáculo está por terminar. Lok. Por qué Lok. Lok. ¿Esa canción? Lok. Por qué no la cantas. Por qué no la bailas. Por qué. Algunos la recuerdan por cuenta de esa telenovela. Otros aún sienten el susurro del acetato acompañando a Tita Merello. ¿Qué se dice de ti? ¿Qué eres fea? ¿Qué caminas como un malevo? ¿Qué eres chueca? ¿Qué tu nariz es puntiaguda? ¿Qué tu figura no ayuda? ¿Qué tu boca es un buzón? “Si charlo con Luis / con Pedro o con Juan / hablando de mí / los hombres están / critican si ya / la línea perdí / se fijan si voy / si vengo / o si fui…”  El cigarrillo que tantas veces la acompaña ahora es cómplice en el escenario. Mueve el cabello. Gesticula cada fumada. El humo sale violento: por la nariz por la boca hacia arriba hacia abajo. Camina en círculo. Mira a su público. Nadie está agotado. Las sonrisas acompañan los últimos minutos que le quedan. Lok. Me mira. Se acerca a la cámara y le escupe una bocanada de humo que se pierde en el escenario.  El pelucón comienza a moverse con frecuencia. El cigarrillo se acaba y el humo se estanca como una nube espesa sobre nosotros. El vestido comienza a caer lentamente. La canción avanza sin reparos. Los clientes ríen más. Todos saben qué pasará, pero parece que asumen una actitud de novatos, de recién llegados. Los rostros, quietos, impávidos, tan solo saben seguir con su mirada el cuerpo construido para esta noche. “…yo sé / que muchos / que desprecian compañía / y suspiran / y se mueren / cuando piensan en mi amor / y más de uno / se derrite si suspiro / y se quedan / si los miro / resoplando como un Ford…” El vestido cae por completo. Una trusa negra. Medias veladas hacen ver su piel mucho más clara. Zapatos de tacón. Relucen. Embellecen. Despelucada. Sintonizada. Se adueña de sus miradas, de la mía, de la de Madonna y Marilyn. Del señor que pasa por allí, a su trabajo o a su casa, y se detiene junto con otros a verla desde la calle. Arremolinados en la puerta. “…si fea soy / pongámosle / que de eso aún / no me enteré / en el amor / yo solo sé / que a más de un gil / dejé de a pie / podrán decir / podrán hablar / y murmurar / y rebuznar / más la fealdad que dios me dio / mucha mujer / me la envidió / y no dirán / que me engrupí / porque modesta / siempre fui / ¡Yo soy así!…”  Lok gira. Gira de un solo golpe y arranca de su cabeza esa cabellera postiza. Desnuda. Sin pelo. Calva. Lok provoca aplausos. Gritos. Silbidos. Honesta. Lok nos recuerda que es el final. Nos recuerda que es solo una ficción de nuestra vida real.  Apretada. Caminando en medio de los asistentes. Se detiene sin reparo a saludar. En trusa. Sudada. El maquillaje rebelado. Huele a cigarrillo. Los clientes la felicitan, le tocan la calva. La oscuridad ha vuelto. La música obliga al baile. La danza del gozo. Apretada. En medio de tanta gente. Ahora la quieren saludar, abrazar. Apretada. Ya nadie le gritará ¡maricona! Como le gritaron a aquella Señorita. ¡NO! Ahora le agradecen. Señora. Ella -un poco a la fuerza- busca su rincón. Al fondo. Todo es una masa de gente de risas de abrazos. Lok, como puede, sale de esa amalgama de felicidad. Huye. Atrás del escenario. Sola. Apresura el paso, sobre las pocas baldosas que le quedan para llegar a su camerino. Allí, encerrada, casi encarcelada en apenas dos metros cuadrados, desfigura su rostro. Desviste sus carnes. Se despide. Se borra a Lok en silencio. Afuera, la clientela baila al ritmo de ‘Mala pata’, interpretado por Hugo y su Conjunto. Algunas voces le siguen el ritmo: “Peor pa’ti / que no estas más a mi lado / tanto que yo te había dado / y te fuiste por ahí / no sé por qué / con tu nueva compañía / de menor categoría / dices que te sientes bien / ayer yo vi / el porqué nadie te nombra / y es que no eres ni la sombra / de lo que eras junto a mí / si te va mal / ven que yo te doy la mano / no soy santo ni villano / pero te puedo ayudar…” Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 El patio de las bironchas Se dice de mí **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 VOLVER A LA TIERRA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/volver-a-la-tierra/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Nunca olvidaré que todos los relojes no marcan de la misma forma los segundos. Teníamos que entrar faltando un cuarto para las cinco, se haría un solo asalto y sonaría un solo tiro.   Los que se encontraban en la vía Panamericana empezaron disparar y todo se volvió un ‘sancocho’. Se escuchaban disparos por todos lados, pero la hora que marcaba el reloj no era la que se había acordado para el asalto al puesto de policía de Santander de Quilichao. Lo cierto es que nos metimos allá. Llegué al frente del hospital y había dos policías que no sabían si correr o disparar. Estaban asustados y nosotros también. Era nuestro primer combate con el enemigo. Aunque había participado de entrenamientos, esa ocasión era real. Me sorprendía ver a varias mujeres agarradas dando plomo. Eran las compañeras del comando Ricardo Franco, una disidencia de las FARC liderada por José Fedor Rey, conocido como Javier Delgado. Yo, en cambio, escasamente cargaba una pistola y unas bombas caseras hechas con tubos de PVC. ¿Cómo puede pelear uno contra alguien que tiene un buen fierro mientras uno tiene una bomba de PVC? Nos dijeron: “Mientras usted no esté seguro, no puede disparar a lo loco, tenemos que ir al objetivo”. Mi labor fue ayudar a pasar bombas, a mirar los heridos, estar pendiente, cuidar que no se nos fueran a meter por detrás.  Para la retirada debíamos escuchar las consignas “¡Manila!, ¡Manila!”. Cuando las escuché, pasó un carrito y me subí. Allí iban dos heridos del Franco. ¡Qué susto! Me monté y un compañero había escuchado mal y pensó que yo, Dalila, estaba herida.  En ese carro íbamos el conductor, un compañero que disparaba por la ventana, yo iba atrás cuidando los heridos y a mi lado iba otro compañero que me dijo:  “Présteme ese fierro y coja este. Dispare si nos están disparando, vamos a pasar por el puesto de policía”.   Ahora me río del susto. Me tocaba y me preguntaba “¿será que estoy viva?”. Pensé que solo me había sucedido a mí esa sensación, así que pregunté a uno y otro compañero y todo el mundo decía “¡sí!, ¡sí! me pasó lo mismo, me tocaba y decía ¿estoy vivo?”.  Ese día atravesamos las calles de Santander y nos fuimos a descargar los heridos. Encontramos los carros de huida pinchados y los dueños no estaban. Nadie más sabía manejar. Era 1984 y saber conducir un carro era difícil. Nos llovió. Caminamos cargados de equipos. Avanzábamos remolcándonos el uno al otro toda la noche. Estábamos con hambre y cansados porque además habíamos hecho nuestros rituales ancestrales de mambeo de hoja de coca con el tewala, el médico tradicional y la  toma de “chirincho”, una bebida que ofrecemos a nuestros espíritus. Los rituales nos ayudaron mucho. Después de todo lo que se vivió en esa toma, estaba asustada. No me sabía orientar, estaba despistada. Todo el mundo estaba cansado, con sueño. Sentados a la orilla del camino nos fuimos acomodando en un montecito. Como a las seis de la mañana pasó el helicóptero.   La toma de Santander tuvo mucha resonancia en los medios en enero de 1984. Con ella se quería mostrar al pueblo colombiano que se estaba creando el movimiento indígena para defender nuestros derechos. La toma fue notable en el país. Se decía que los indígenas ya no estaban solos, que había nacido un movimiento que defendía sus luchas populares. Desde ahí el movimiento empezó a tomar fuerza. Somos indígenas. Vengo de una familia muy pobre, éramos terrajeros, es decir, pagábamos a un terrateniente por el pedazo de tierra donde trabajábamos y vivíamos. Mi papá era pastuso, mi mamá, de los lados de Totoro. Nací en la vereda El Jazmín, que en aquella época se llamaba Santana.  Para ir a la escuela el recorrido era de dos a tres horas. Se estudiaba de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. La mayoría de los niños empezábamos a ir a la escuela cuando teníamos entre los ocho y los diez años.   Un recuerdo que me impacta y que en mi tierra marca la lucha ocurrió para la fiesta del Día de la Madre. Vivíamos casi a la orilla de un río. Los indígenas hacemos las casas en las orillas de las quebradas porque nos toca cargar el agua. Ese día por la parte alta de la montaña pasó un muchacho de 15 años asustadísimo corriendo. Decía que habían matado a Petronila, una vecina del sector, a su hija que se llamaba Teresa y a la nieta de dos años. La bebé sobrevivió porque solo le cortaron el brazo.  Todo el mundo se fue a asomar. Esa gente había matado hasta a dos perros. Todo el mundo estaba asustadísimo. ¡Era una tragedia! El niño que vio a los autores del crimen se había escondido encima de un tanque. La niña fue trasladada a Mondomo. La comunidad se reunió, estuvo pendiente y los pobladores iniciaron investigaciones para saber quién cometió los asesinatos.  La familia era gente que trabajaba en una finca y simplemente pedía que se les reconociera el tiempo de trabajo. Ellos reclamaban cincuenta mil pesos. Era mucha plata en aquel tiempo. Para no pagarles los mandaron a matar, pero no fue el propio dueño, porque él ya había muerto y era muy buena gente.  Mi papá también era terrajero. Mi hermano se había ido a explorar tierras baldías en el Naya y mi papá quería seguir su ruta. Cuando el señor para el que trabajaba se enteró de que se iba, le dijo que estaba muy viejo para que se pusiera a voltear con sus hijos. Así que le marcó un pedazo para que trabajara la tierra. Él había quedado de darle escrituras pero tuvo un accidente y se mató. Entonces llegó su familia a querer sacar por las malas a todas las familias terrajeras. Nosotros éramos vecinos de la familia que mataron y sabíamos que seguíamos en la lista. Fue un momento muy duro. A los días se descubrieron los autores, estaba involucrado un señor llamado Elí Mosquera y cinco hombres más. Les habían pagado los cincuenta mil pesos para que mataran a la familia. Esa finca empezó a irse para abajo y el ambiente se puso muy tenso en la comunidad. A uno no lo dejaban escuchar las conversaciones de los mayores, no se podía decir el nombre del papá ni de la mamá, tampoco de los vecinos. Nos decían que si llegaba gente extraña no debíamos dar datos.  Muchos terrajeros se fueron y solo quedamos tres familias. Nos dijeron que teníamos que desocupar. Mi papá dijo que el dueño le había dejado ese terreno y que no alcanzó a hacer un documento porque se murió en un accidente. Manuel, así se llamaba uno de los familiares del difunto, le respondió a mi papá que teníamos que irnos. Mi papá le dijo que por lo menos le pagaran las mejoras que tenía el terreno. Le había sembrado café, yuca y otros cultivos de tierra caliente. No aceptaron. Esperaban a que las plantas estuvieran listas para la cosecha y las arrancaban, al café le daban machete. Todos los esfuerzos de mi padre quedaban ahí. Varias veces intentaron matarnos.  Teníamos dos perros, una perra a la que le decíamos Culebra y otro al que llamábamos Nipororo. Un día que no estábamos ladraron mucho y por ellos los vecinos notaron que había gente rara en la zona. Nos pidieron que tuviéramos cuidado.  Había una quebrada a la que íbamos a bañarnos y a jugar. Un día miércoles mi mamá se había ido para Santander. Me quedé haciendo el almuerzo para mi papá y me iba a bañar cuando subió una chica llamada Gloria. Me dijo que venía gente armada y que eran cinco. Ella estaba en la quebrada y con sus amigos subió corriendo cuando notaron que la gente armada se asomaba río arriba. Venían a matarnos. La comunidad se reunió y los persiguió. Lograron quitarles las armas. También les encontraron plata. Venían dispuestos a acabar con nosotros. Estos hechos hicieron que la comunidad, al ver que las cosas se ponían duras, tomara justicia por sus propias manos. Se iniciaban las recuperaciones de tierra. La gente nos decía que no nos fuéramos. La situación se puso más dura y teníamos que dormir en el monte porque estaban intentando asesinarnos.  Empezó a llegar el Ejército y nos dimos cuenta de que aunque muchos vecinos luchaban por recuperar la tierra, otros llevaban información a los dueños. Cuando llegaba el Ejército traía una lista y llamaba por los nombres exactos a los comuneros, a la gente que estaba en las recuperaciones. El Ejército llegaba a la una de la mañana, violentaba las puertas, agarraba a culatazos a la gente y amenazaba con disparar. Mi papá fue encarcelado en muchas ocasiones. En una de esas le iban a disparar y yo me paré delante de él y lo abracé. Mi papá decía que lo mataran. Era terrible. La mayoría de los hombres que vivían en las veredas eran encarcelados en distintas cárceles por ocho, quince días, un mes y hasta tres meses.  Las señoras se echaban su niño a la espalda, los niños más grandecitos nos terciábamos las jigras, unos morrales pequeños, con piedras y garrotes. Llevábamos picas, palas y machetes para desbarrancar la vía por donde avanzaban los carros. Como la vía principal era lejana, nos agarrábamos a desbarrancar, a dañarla para que no se llevaran a todos los hombres. Siempre éramos las mujeres y los niños los que teníamos que poner el pecho y responder cuando se los llevaban a la cárcel.  Mi papá, igual que otros vecinos, muchas veces fue a parar a las cárceles de Popayán, Santander y Buenos Aires por participar en las recuperaciones de tierra. La última vez estuvieron mi papá y mi mamá encarcelados como tres años y medio. Para que me dejaran verlos tenía que ponerme a llorar. Fue muy difícil. Mi hermana Olga me llevó a trabajar a una casa de familia y terminé la primaria.  En esa época se hablaba de una organización llamada Consejo Regional Indígena del Cauca, CRIC. Uno de muchacho no entiende, nos decían que quedaba en Popayán, pero nunca buscamos el apoyo del CRIC. Hicimos esfuerzos para pagar el abogado. Mi hermana y yo recogimos lo que más pudimos.  Lo que había vivido en la vereda no era nada para lo que estaba pasando alrededor del Cauca. Se habían iniciado las recuperaciones de tierra y con ellas llegaban las amenazas, las torturas. Entendí que el esfuerzo que cada uno hizo en ese momento tenía un gran valor a pesar de que éramos tan jóvenes. El mayor tendría entre 30 y 35 años, si acaso. El resto éramos un poco de chicos y chicas. Sentíamos que nuestra lucha estaba reivindicando los sueños del compañero Álvaro Ulcué, un líder sacerdote de la comunidad que fue asesinado en 1984, y de aquellos que ya no estaban. La recuperación de tierras trajo consigo el respeto a la vida, el respeto por nuestra cultura, el legado que Quintín Lame nos había dejado. Una vez estaba con mis padres en una asamblea de cambio de cabildo en Las Delicias. Era una tarde bonita. Nos reuníamos todos los que participábamos de la recuperación de las tierras. Las recuperaciones buscaban que estas volvieran a las manos de los indígenas, pues eran las tierras que tenían los grandes hacendados del Cauca. Unas habían sido robadas y otras habían sido tomadas por la fuerza.  De un momento a otro estábamos rodeados de gente armada; gente blanca, de ojos azules, bien armados. Un compañero dijo que no nos asustáramos porque ellos venían a colaborarnos. Nos explicó todos los problemas que estaban pasando y nos pidió que estuviéramos tranquilos.  Hablaban de nuestra lucha y decían que estaban para defendernos. En esos días habían matado a unos compañeros dirigentes y ellos hablaban mucho del compañero Álvaro Ulcué. Por la muerte de ese padre realizamos la toma de la Vía Panamericana en Santander de Quilichao. Su discurso reivindicaba mucho nuestros conflictos y nuestras vivencias. Ese día vi mujeres armadas, me acerqué y les pregunté cuáles eran los requisitos para ingresar. Me respondieron que era el cabildo quien los decía. Hablé con mi mamá y me dijo que cómo me iba a ir para la guerrilla. Pero tomé la determinación de irme.  A través de un primo averigüé sobre el grupo que nos había rodeado esa tarde; él me dijo que se trataba del Ricardo Franco. Yo apenas tenía 15 años y él me pidió que no me fuera con ellos porque se alejaban mucho de la zona. Me mencionó un grupo nuevo que estaba naciendo conformado por indígenas. Me dijo que estos patrullaban las veredas y no se iban tan lejos; además, lo conformaba la misma comunidad. Eso me llamó la atención.  Decidí entrar al grupo nuevo. Mi primo me dio las instrucciones para que hablara con el comandante encargado; en ese momento era Gildardo, realizaba una serie de inducciones para recibir nuevos integrantes. Le dije a mi primo que iría el sábado. Creo que era noviembre. Llegué a donde estaba instalado el grupo. Me encontré con un muchacho indígena armado. Le pregunté si él era Gildardo y me dijo que no, que siguiera. Cuando llegué más abajo encontré otro compañero y él llamó a Gildardo para que me presentara. Solo había compañeros, no había mujeres. Gildardo salió de un cambuche que estaba arreglando. Me presenté, le dije que iba para que me recibieran. Él me explicó que el grupo estaba conformado como autodefensa, me habló de todo lo del Quintín en ese momento. Me dijo que era muy duro, que uno no iba detrás de un fusil, detrás de un equipo o un uniforme, que uno iba porque tenía claros sus ideales y la lucha que se estaba llevando a cabo. Con el tiempo entendí que muchas compañeras iban porque les gustaba el uniforme, el fierro, cargar un equipo… cosas que tal vez para mí no tenían sentido. Al regresar a casa por mis cosas me encontré a los francos. Cuando me vieron me preguntaron si iba a integrarme, les dije que no, que había cambiado y me iba con el Quintín. Me dijeron que estaba bien, que ellos también luchaban por unos ideales.  El día que salimos para la escuela de entrenamiento íbamos bastantes. En el transcurso de esa semana nos mandaron para Santander y luego cada uno fue avanzando hacia Guabito, en Caloto. Las recuperaciones de tierra en López Adentro ocurrieron el 9 de noviembre. Las fuerzas de la Policía y el Ejército arrasaron las viviendas de 150 familias indígenas y destruyeron con máquinas todos sus cultivos.  Estas familias quedaron en la más completa miseria. Estaban padeciendo lo mismo que habían sufrido mi papá y mi mamá. Habían trabajado la tierra por años pero nadie les reconocía su labor. Les habían quemado las casas y estaban viviendo en cambuches a la orilla de la carretera hacia Corinto. Los cultivos también habían sido arrasados por el Ejército. Allá había más afectados que en Las Delicias. Lo que había vivido con mi papá se sentía acá, el sudor de su frente estaba en el piso y yo quería reivindicar su lucha.  Poco a poco nos fuimos trasladando hacia la cordillera. Estuvimos como dos meses en entrenamiento. Fue muy duro porque uno no está acostumbrado, era sentir el frío, el hambre, el cansancio. Pero si uno tiene las cosas claras persiste. Pasado un tiempo retornamos a Las Delicias. Para el 24 de diciembre me dieron permiso de salida y fui a ver a mi papá y a mi mamá. El que quería se podía quedar en su casa. Estuve como dos días y regresé al Quintín.  En Las Delicias nos tuvieron en entrenamiento con el Franco, decían que nos íbamos a tomar un pueblo. A uno nunca le informan qué pueblo será.  El entrenamiento era duro, permanecimos como quince días esperando casi sin dormir. El día íbamos como unos 300 a la toma de Santander sin saberlo. Solo cuando nos subimos al carro nos dijeron para dónde íbamos.  Después de la toma a Santander de Quilichao continuamos en entrenamiento. Estuvimos en San Isidro, San Francisco y Jambaló entrenándonos en la parte política, organizándola mejor. Al fin y al cabo en esto éramos nuevos y era necesario crear una ideología propia para el Quintín.  Mucha gente de los cabildos mandaba a preparar a compañeros y compañeras. El Quintín Lame nunca fue una camisa de fuerza, siempre estuvo al mando y servicio de la comunidad. Eran los pobladores quienes decían qué se debía hacer y cómo debía ser.  Lo que ellos dijeran era lo que se hacía. Inclusive se fortalecieron muchos compañeros de la comunidad que fueron a aprender cómo pelear la parte política, cómo dar la lucha contra el Estado por la educación, la salud, las tierras, la cultura. Reclamaron los derechos que Manuel Quintín Lame y otros dirigentes habían defendido.  Dentro del grupo a uno como mujer lo formaban aparte. Cuando nos daban las charlas nos preguntaban qué queríamos, qué pensábamos como mujeres. Nos hablaban de la importancia de la mujer en la guerrilla. Algunas prestaban atención, pero otras no. El interés dependía de las experiencias que a cada una les había tocado vivir. El Quintín no era de pelea, si tocaba pelear, peleábamos, pero nuestro ideal no era tomarnos pueblos. Sabíamos que debíamos recuperar armas. También peleábamos cuando nos delataban y les daban duro a nuestros compañeros. A veces se hacían tomas en los pueblos, pero no era que nos gustara estar asaltando. Teníamos dificultades con otros grupos guerrilleros porque éramos indios y los que escasamente tenían bachillerato eran muy poquitos. Algunos habían estudiado con muchas dificultades hasta quinto de primaria. Otros ni habían pisado una escuela, pero eran personas muy valiosas.  Los otros grupos estaban integrados por personas que habían pasado por la universidad y eran más preparados. Siempre nos querían menospreciar y a veces nos querían absorber, pero estábamos listos para dar la discusión y conservar nuestro grupo. Grupos como los de las FARC al vernos, nos encendían a plomo y teníamos que responderles para defender nuestro territorio. El M-19 quería hacernos parte de ellos porque éramos un grupo pequeño, pero no aceptábamos, aunque nos habían entrenado junto con el Franco. Del Franco es muy triste hablar por la masacre de Tacueyó. Ocurrió entre noviembre de 1985 y enero de 1986, en Toribio, Cauca. José Fedor Rey, conocido como Javier Delgado, ajustició a su propia tropa. Decía que había infiltrados en el grupo y torturó y asesinó a 164 personas entre hombres, mujeres y niños.  El grupo contaba con gente muy valiosa, muy capaz, sobre todo mujeres intelectuales que se destacaban en el campo que fuera. Nunca pensé que el comandante tuviera en mente esa masacre. Daba mucha tristeza porque cuando ellos hacían esas matanzas no sabían ni cómo justificarlas.  Recuerdo que decían que a uno lo mataron porque estaba involucrado en la muerte de Álvaro Ulcué, a otro porque lo encontraron robando la plata al intendente. Uno se quedaba sin palabras porque veía a esos compañeros muy convencidos. Esa situación sembró muchas dudas, quedó como una incógnita lo que pasó en el Franco. De todas formas ellos nos enseñaron el entrenamiento militar. Nuestra ideología era diferente a la de grupos como el M-19, las FARC y el ELN. Habíamos surgido por los problemas que ya mencioné y por eso no podíamos dejarnos absorber. Sin embargo, tuvimos muchos obstáculos, necesitábamos conseguir fierros, estábamos mal armados, teníamos muy mala dotación. Recogíamos lo que los otros grupos botaban. Pero tuvimos muchos problemas cuando llegó el Batallón América, liderado por Pizarro. Ese batallón lo integraban el M-19, el Túpac Amaru y el Alfaro Vive, entre otros. El Quintín participaba con la preparación de personal para combate y recuperación de armamento. Mandamos a 30 compañeros para el Valle, los mejores, y por allá los esparcieron. Fue un error. De los que se fueron a cada uno los mandaron para diferentes escuadras y eso no era el acuerdo. Esa fue una de las falencias del Quintín que generó retroceso. En esos días de 1985 mataron al comandante Luis Ángel Monroy, conocido como Moncho. Mientras se arreglaba el problema, empezamos a buscar a los compañeros.  Al Quintín lo pusieron como carne de cañón por estar conformado por indios. De las armas que prometieron entregarles, les dieron las peores. Si acaso regresaron unos diez compañeros. Los demás se perdieron. Fue difícil porque luego de irse al monte y retornar al campo uno debe volver a vivir con su familia, no tenía un pedazo de tierra propia. Uno siente mucha incertidumbre y cree que todo el mundo lo mira mal. Se siente mucha zozobra. A pesar de haber luchado por la comunidad, uno no deja de pensar que en algún momento le pueda pasar algo.  El proceso de paz se empezó a hablar desde Pueblo Nuevo en el 88, pero no lo veíamos claro. Al final firmamos un acuerdo de paz que implicaba un compromiso grande.  Si hablamos de paz, en estos momentos no debería haber ni un muerto por un disparo de fusil. Hablar de paz requiere un compromiso no solo del presidente, también de la parte social del gobierno y los gobernantes locales, alcaldes y gobernadores. Cuando estaba en el monte no me preocupaba por la comida, por la vivienda, el vestido y la educación. Uno cree que llegar a la vida civil es fácil, pero hay muchas responsabilidades y más si se tienen hijos. Algunos compañeros dejaron a sus mujeres asumiendo el doble papel de padre y madre. Muchos firmamos un acuerdo de paz que implicaba un compromiso no solo con nosotros, también con la sociedad.   Por el proceso salieron muchos proyectos para las comunidades. Quizás la gente no lo reconozca pero el Quintín dejó acueductos, vías de comunicación y otros logros para la comunidad.  Mujeres hubo siempre bastantes pero en el momento del proceso de paz solamente éramos como 25 o 26 mujeres las que firmamos el acuerdo. Hubo otras compañeras que debido al temor de ser perseguidas, no quisieron hacer parte del proceso.  Luego de la desmovilización llegué a Popayán a pagar arriendo y subsistir. Tenía dos hijas. Trabajé en la Fundación Sol y Tierra como recepcionista hasta julio de 1991, cuando estaba en embarazo de mi tercera hija. Terminé el bachillerato en 1998. Estudiaba los fines de semana con una alianza para los desmovilizados del Quintín y el M-19, apoyada por Fundemos, la alcaldía y la Fundación Sol y Tierra. En el 2000 realicé estudios de auxiliar de enfermería y trabajé en el hospital de Jámbalo como promotora de salud. Uno necesita desenvolverse y crecer intelectualmente. No me preocupan los estigmas por ser exguerrillera. Sé del aporte que puedo hacer por mi comunidad. Debido a las negociaciones del 91, el Incoder nos entregó algunas tierras pero todas las compañeras no fueron acreedoras. Estábamos muy desubicadas a pesar de que veníamos de un grupo guerrillero. Nos faltaba proyectarnos. Muchas no les prestaron atención a la adjudicación de tierras. Sin embargo, ellas están dentro de las comunidades, algunas compañeras trabajan con el cabildo.  Hoy con mi familia estoy dedicada a una empresa familiar de lechería. Queremos demostrar que no solo sabíamos tomar una escopeta, también sabíamostrabajar el campo. *** Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Los recuerdos de mi infancia El día que conocí las guerrillas  El regreso a la vida civil  **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 BIG FATHER http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/big-father/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Mojica es un barrio que no ha escapado al conflicto armado, y que desde la creación del Distrito de Aguablanca, hacia los años setenta, los tiros, peleas y tristezas, no lo han abandonado. Es un barrio popular de calles angostas y una que otra ancha. De andenes que se pegan a los antejardines de casas de una o dos plantas, de ladrillo repellado y de colores diversos en las fachadas. Es un barrio de azares, de movimientos rápidos y precisos. De caminatas en grupo y de pocas expediciones individuales. Su gente es diversa y su ambiente respira un aire del Pacífico, de cantares, bailes y cultura afro. *** “Llevo cinco años de trabajo en el barrio y lo que más me enorgullece es que donde paso me saludan porque me conocen. Esta es una cuadra invisible- señala una vía despavimentada- esta cuadra de allá es otra cuadra invisible, y de ahí para allá hay muchas, y yo paso, y nunca me han dicho ¿vos de dónde sos?, tampoco alguien me ha intentado robar. Todo el mundo sabe que soy un man de paz, de tranquilidad”. Me dice Big Father mientras señala las cuadras que nos rodean. Estamos en el parqueadero de la Junta de Acción Comunal del barrio. Huimos del sonido de break dance que ensaya un grupo de jóvenes en la caseta comunal. Big se sienta sobre el caparazón de lo que debió ser un camión en sus tiempos mozos. Inclina su pierna izquierda y se para firme sobre la arena que se esparce por todo el lugar. Apenas y logro ver la profundidad de lo que es el barrio; está muy oscuro y la luz amarilla del poste de energía más próximo apenas se asoma. Desde adentro solo se ven árboles, rocas, una calle destapada y más carros desvalijados. Hace frío y el viento arrecia fuerte. Es miércoles pasadas las ocho de la noche y no hay niños o jóvenes en las calles. Al trabajo con los niños y jóvenes de su comunidad Big Father llegó por accidente. Habían pasado pocos meses desde que vio la muerte cerca, cuando ya estaba andando de nuevo las calles del barrio. Fue ahí cuando el azar y los afanes de Mojica lo llevaron a la Biblioteca Arcoiris, un espacio donde los niños de la comunidad se formaban y acercaban a la cultura. “Cuando me pegaron los tiros yo andaba en muletas y una vez fui a la biblioteca y me quedó gustando. Ayudaba a limpiar libros y computadores, hacíamos cine. Era un empijamado con cine, y ahí cocinábamos hasta al otro día, compartíamos ideas y hacíamos entrevistas”. Me dice Big al tiempo que señala al horizonte del barrio, y sonríe. A los niños y jóvenes les enseña a rapear, a componer o simplemente pasa tiempo con ellos, juega, habla o los acompaña mientras sus padres no están en casa. Es un segundo padre, uno que acoge a decenas de niños y pelea porque tengan oportunidades, porque regresen al barrio con acciones positivas. Pero los deseos no siempre se cumplen, y en medio del conflicto, el abandono y las carencias, algunos de los que una vez le dijeron a Big papá, cantaron rondas y jugaron, hoy han crecido, dejaron los micrófonos a un lado, y ávidos de reconocimiento y de hacerse valer, tomaron armas y se agruparon ya no en la música sino en combitos.  *** Era una noche del 2009 cuando Big Father se dirigía a la fiesta de 15 de una de sus primas en el barrio El Vergel. Mucho antes de que pudiera atravesar las cuadras-fronteras invisibles que separan a ambos barrios, un pelao, no más alto, no más gordo, no menos asustado, no menos joven, y habitante del distrito, sacará un fierro y disparará tres veces sobre el cuerpo inclinado de Big. La fiesta pintaba bien, una reunión familiar, nada fuera de normal, aunque se pensara tirar la casa por la ventana. Los afanes a las afueras de Mojica iban y venían. Mujeres y hombres llegaban de sus trabajos, jeeps se peleaban el paso por la avenida ciudad de Cali; mientras tanto, el joven Big Father se ponía la mejor percha para la rumba. Iba a ser una caminata de tránsito, nada debió haber salido mal. Big y uno de sus primos cruzarán una calle sin nombre ni marca, y en el ir y venir, entre risas y distracciones, el pelao saldrá de su escondite y llegará amenazándolos. Los tres apenas sobrepasaban los veinte, los tres habían vivido robos y crecieron en un barrio donde no se pierde sin antes dar la pelea. Los primeros tiros serán para el primo. En el piso ambos hombres caerán, y en el hospital se esperará sus muertes. Big terminará en coma y a su madre se le dirá que es cuestión de horas para que parta. De su primo se esperará un pronóstico similar.  “Cuando entré en coma fue uno de los momentos más difíciles en mi vida, porque uno siendo un joven sano en el Distrito, no metiéndose con nadie termina siendo parte del conflicto; es como cuando vos estás en tu cama relajado y alguien te pega un pellizco y no sabés ni siquiera por qué te lo están pegando”, me dirá Big abriendo sus brazos. Su madre le tiene la mano en el hombro. Lo acompaña, tal como lo hizo en su proceso de recuperación. Hemos abandonado el parqueadero de la junta comunal, para acomodarnos en la terraza de su casa. Él en una silla rimax, yo en una mecedora. Es un lugar acogedor y espacioso, hay más luz y corrientes de viento amenizan la conversación. Luego de los tiros, y de varias semanas en coma, no se esperaba que Big viviera más de dos años, aún así ya van más de cinco y sigue dando lora, cantando y resistiendo. Su recuperación fue lenta, acompañada de sus padres, hermanos y amigos cercanos. Como secuela le quedó un problema de movilidad que lo hace cojear. En medio de la recuperación conoció a John J, miembro de Zona Marginal, una de las agrupaciones más reconocidas en el escenario del hip-hop caleño. Jhon J le enseñó a rapear y lo guió en el camino de los escenarios, le aconsejaba no dejarse consumir por el odio y el resentimiento, y lo alentaban a cumplir el sueño que tenía de niño. “Cuando niño no sabía rapear, mi mamá me quemaba los casetes, decía que era música diabólica. Yo le decía mami, usted escucha la pista y suena feo, pero el mensaje, es el mensaje. Le decía que iba a ser un cantante. Hoy se siente orgullosa de mí”. Me dice Big Father sin poder aguantar la risa. Su madre lo mira con ternura, no le ha despegado la mano de su hombro.  -La infancia de John… -titubea un poco- fue muy difícil – atina a decir la madre de Big Father mientras lo mira y le toca el hombro. En el colegio era un dolor de cabeza, no quería estudiar, peleaba, pero igual uno luchaba con él, hasta que gracias a Dios luchando salió adelante- me dice sin dejar de ver a Big. Big agacha la cabeza y sonríe entre dientes. – ¿Y cómo es John? – pregunto. -No es porque sea mi hijo, ni porque esté aquí presente, pero ha sido excelente hijo. La vida para Big luego del accidente, como se refiere él mismo a la huella que el conflicto armado dejó en su cuerpo, se transformó completamente. Los sueños, experiencias y expectativas que en aquella época el joven Big tenía, cambiaron de manera radical. El niño que alguna vez rapeaba a escondidas de su madre se levantó y dejó salir toda la ira que tenía por dentro. Empezó a disparar versos. Los tiros lejos de llevarse a Big lo acercaron, le plantaron los pies sobre la tierra, lo hicieron sentirse capaz de hacer cosas grandes que nunca imaginó, y ver en el arte un poder abrasador para el que no hay plomo ni fronteras que valgan. “El accidente me cambió totalmente, porque antes tenía una vida muy desordenada, me iba a rumbiar mucho, no pensaba como ahora, eso le dio la vuelta al mundo. Ahora trabajo, tengo proyectos, tengo plata, no salgo mucho de rumba, y si me enrumbo no lo hago en el barrio”. Me dice Big serio, mientras asiente con la cabeza. *** Big es amiguero, un poco mujeriego o cariñoso. Amante de las cervezas y de las rumbas, aunque desde el accidente ya no salga de farra con frecuencia. Es tranquilo, pero no tonto. Cuando no esté de acuerdo con algo reclamará, exigirá lo que es suyo y no tendrá miedo de hacer valer sus derechos. Cuando se sienta robado armará bonche. Cuando no entienda algo lo hará saber y pedirá explicaciones. Cuando le guste una chica le tirará la artillería pesada. Si va a beber lo hará solo con amigos cercanos, y si recibe una cerveza tendrá que estar tapada. Siempre habrá una sonrisa de perlas blancas en él, entre sus dientes desalineados que se separan un poco. Es un afrocolombiano orgulloso de su gente, uno que pelea contra la discriminación, y que busca integrarse con todos. Es un pelao de paz, música y baile, de parcharse a hablar carreta, de trabajar para aportar en la casa, pero también para poder salir a rumbas y comprarse una que otra gorra que se sume a las más de 15 que atesora colgadas en la pared de su cuarto. O tener para comprar unas zapatillas así no sean originales. De poder darse lujos, de ir a paseos y por lo menos no andar vaciado. Big tiene el cabello afro, largo y alborotado, muchas veces lo trenza, otras no teme salir a la calle y mostrarlo como es. Viste camisas esqueletos un poco más anchas y grandes que su talla. Y jeans bota campana que se ondean al caminar. Es un pelao con flow, con aire de barrio, orgulloso habitante de Mojica y el Distrito Aguablanca. *** Pese a las dificultades han existido caminos e instantes de felicidad que lograron diezmar los momentos de zozobra y aflicción. Para Big Father llegaron triunfos y reconocimientos por su trabajo. Toques con Choquibtown, conciertos en la ciudad y en el país. Sus canciones sobre las calles del barrio empezaron a hacer eco en amigos, cercanos y gentes diversas.  Gracias a esto se hizo en el 2015 con el premio del festival de música hip-hop de Ojo al Sancocho Bogotá. Pero para Big Father no fue suficiente el mundo musical, y debutó en el cine en la película Los Hongos en el 2015, y hace poco en la cinta la Siembra. Ambas lo hicieron más artista, más completo, más confiado, y con más ganas de seguir camellando. Y en Mojica, la experiencia lo hizo ser cada vez más respetado y admirado, ejemplo de un muchacho del Distrito para otros pelaos del Distrito, que ven en él la posibilidad manifiesta del cambio, del reconocimiento y la valía desde el arte y la cultura. No obstante, los logros y reconocimientos, la realidad de conseguir dinero para vivir parece atravesarse en el camino de Big. Luego de años de luchas con los jóvenes y niños, y de pasar dificultades económicas, Big decidió abandonar un poco el trabajo en la comunidad para dedicarse a conseguir plata. Sabe que no es lo suyo, que no le gusta, y que está para otras cosas, sin embargo, la necesidad es grande y a la urgencia no se le puede sacar el cuerpo. “Yo trabajo en Versalles parqueando carros y ahí uno se siente humillado porque uno le parquea el carro a una señora dos horas y le dan doscientos… para mí ha sido muy duro porque lo mío no es parquear carros, sin embargo, me toca hacerlo por la necesidad de tener un peso en el bolsillo. Lo mío es estar con los niños, trabajar la música y viajar”. Me dice con voz apagada. Y son los conciertos, las giras, los viajes, las grabaciones, y los niños, los que motivan a Big Father, y ahí siguen puestos sus sueños a pesar de las dificultades y los distanciamientos temporales. Y es la felicidad de los niños lo que hace de Big a alguien distinto, y son las ganas de continuar la que hoy lo tienen a punto de grabar una nueva canción con la filarmónica de Bogotá: Colombia libre, un tema que habla sobre la inclusión, la diversidad, el conflicto y la resistencia. Un motivo por el que Big piensa seguir peleando. “Mi sueño es meterle mucha más fuerza a la música. No dejarla a un lado. Seguir trabajando con los jóvenes, si el día de mañana dejo esto tirado que ellos se unan, que los pueda ver en televisión, y pueda decir: ese muchacho estuvo conmigo”. Me dice esperanzado, señalando con su dedo índice derecho.  Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 EL VALOR DE LAS COSAS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/el-valor-de-las-cosas/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Hace unos 20 años, al caserío “La Reversa”, en la ciudad de Pereira, sólo se llegaba en chiva, o en un jeep Willys. Rodeadas de sembradíos de plátano, yuca, guamas y cafetales, se levantaban unas diez casas de esas en las que viven familias por generaciones y el vecino del lado es siempre el mismo. Hoy, tal vez lo único que no ha cambiado son los atardeceres que se aprecian desde el taller de don Alcides Bedoya Henao -que en paz descanse- y la forma cómo sus aprendices, Hugo Osorio Ruiz, su hijo, y Orlando Echeverry Castro, su yerno, construyen instrumentos musicales de cuerda. Al paisaje veredal lo ha devorado la ciudad, lo que eran cafetales, primero se convirtieron en pastizales para alimentar ganado; luego, el caserío La Reversa sufrió algo así como una pequeña conquista.  Muchas de las personas más acaudaladas de la región se dieron cuenta del potencial y las bondades que la zona rural aportaba a sus excitadas vidas y finanzas: un lugar tranquilo y pacífico para pasar los fines de semana, tierra fértil que poco necesitaba para dar cosechas abundantes de casi cualquier cultivo y gente honrada y trabajadora para administrar sus fincas. Por supuesto, aquellos con más visión, supieron que en el futuro la ciudad crecería hacia ese sector y el valor del metro cuadrado sería tres o cuatro veces mayor. Comenzaron por adquirir pequeños terruños tras la primera “Bonanza cafetera” (1952 a 1954), en la que durante dos años el precio del café se mantuvo en un tope histórico superior a 75 centavos la libra. Teniendo en cuenta que en años anteriores el valor máximo de exportación fue hasta de 57 centavos, Colombia estuvo en su mejor momento. Los nuevos finqueros aprovecharon para comprarles terrenos a los vecinos, pequeños productores campesinos que, en situación precaria, veían unos cuantos miles de pesos como una oportunidad para salir al mundo y mejorar la vida de sus familias. No sabían entonces que su pequeño tesoro era la tierra. De este modo, quienes tenían más dinero se hicieron con grandes propiedades que, tras la posterior crisis cafetera, se hicieron insostenibles y poco productivas. Luego, en los años 80 y 90 vino la segunda oleada de compradores: las firmas constructoras de turno.  Alcides Bedoya nació en abril de 1912, “apenas dos días antes del hundimiento del Titanic”, dice su hija Gloria. Era un hombre recio de sombrero gardeliano, trabajador, perfeccionista, amoroso y también uno de esos campesinos que vendió su finca al mejor postor. Con el dinero de la venta, compró un terreno más cercano de la carretera principal en la vereda “El Congolo”, donde vivía. El terreno tenía una casa de bahareque que casi colapsa con el terremoto del 99, uno de los más destructivos en la historia de Colombia y que dejó damnificada a más del 75% de la población de Armenia, cerca de 1200 muertos en todo el Eje Cafetero y daños avaluados en 280 mil millones de pesos en toda la región.  “La casa azul”, como le llama la familia por el color original de su fachada, fue reconstruida parcialmente con ayuda del Fondo para la reconstrucción del Eje Cafetero creado para distribuir las ayudas económicas a los damnificados que perdieron sus viviendas. Allí terminó de criar a sus hijos hasta que se casaron y formaron sus familias. Sin la agricultura, tuvo que probar oficios. Fue sastre, peluquero, jornalero…Cuando tenía poco más de 20 años, un cuñado suyo le enseñó a hacer guitarras, tiples y bandolas de manera artesanal. Aquel sería su sustento hasta que las manos le permitieron trabajar, pues padecía esclerosis, una enfermedad degenerativa que para entonces era un enigma para la ciencia.  En el garaje de “La casa azul” siguió con su negocio, reconocido por músicos locales y nacionales. “Tuvo contratos con los colegios y exportó instrumentos a China, España y Estados Unidos”, según cuenta su yerno y pupilo, Orlando. El taller sigue allí, intacto. Como un oasis. La calle empedrada que daba con su portón es ahora una vía con reductores de velocidad que se conecta con la Autopista del Café, una mole de asfalto de 270 kilómetros que recorre “El triángulo de oro”: El Eje Cafetero.  Entre los goznes de sus puertas, anidan arañas que se apremian a esconderse cuando abren el candado cada mañana. No se limpia mucho en el taller; en sus hendijas de guadua astillada está acumulado el polvo que don Alcides tampoco limpió por falta de tiempo o porque es inútil hacerlo, el trabajo en el lugar produce polvo permanentemente. Huele a madera y antaño. Aunque no hay muchos lugares para sentarse con comodidad, el ambiente festivo con el que Orlando y Hugo trabajan invita a quedarse, más aún cuando uno se da cuenta de que tienen un viejo equipo de sonido con tocadiscos y un enorme cerro de acetatos. Entrar al taller es un viaje al pasado. Pasar por el umbral de un lugar con más de 100 años de historias, testigo de canciones, tertulias, de desayunos con arepa y tardes de café campesino, casi permite ver los fantasmas de hombres con sombrero y carriel, y chapoleras con mejillas de rosa ataviadas con faldones. De la esterilla cuelgan algunas guitarras y bandolas viejas, una espada de madera, moldes de mástiles y, como un trofeo, una página enmarcada del periódico “La Tarde” en la que se lee un reportaje que le hicieron a don Alcides en 1982. Tan famoso era entonces. La figura robusta y morena de Orlando, que vive en la casa del lado, aparece temprano y se encarga de abrir el taller. “Hugo vendrá llegando por ahí a las 11, ya para irse a almorzar”, dice en broma, pues su compañero de trabajo no madruga. En cambio, Orlando, a sus 66 años no recuerda un día en que haya abierto sus ojos después de las 7 de la mañana. Antes de casarse con Consuelo, la hija del medio de don Alcides, “El Negro” Orlando estuvo siempre encantado de ir al taller y admirar el trabajo que hacía el maestro Alcides.  -Un día, yo todavía soltero, le dije que me enseñara a hacer guitarras y me contestó que a él nadie le había enseñado. Era muy celoso con su trabajo y siempre pensó que nadie iba a hacer instrumentos como él.  Sin embargo, un mal día que el maestro Alcides discutió con su hijo Hugo, y éste se fue a trabajar en una ebanistería, Orlando tomó esa vacante en el taller y su talante laborioso, intuitivo e inteligente le permitió aprender el arte en seis meses. Siempre fue bueno para los trabajos manuales y un diligente aprendiz.  -A mí me gusta mucho hacer instrumentos, me fascina. Cuando apenas estaba aprendiendo, hice una guitarra por las noches con mi hija y sólo le pedí cacao a don Alcides para ponerle el diapasón porque no sabía la medida. La terminamos y se la vendí a un sobrino de don Alcides, que era músico de la Rondalla Luis Carlos Gonzales y quedó fascinado -, dice orgulloso. No muy lejos de los pronósticos de Orlando, Hugo, el hijo de don Alcides, llega a eso de las 10 de la mañana con paso tranquilo, sonriente y peinando su escaso cabello con los dedos. Tiene 72 años, es bajo y divertido, pero su historia como aprendiz de lutier dista un poco de la de su cuñado.  -Mi papá me empezó a enseñar a hacer instrumentos como a los 10 años. No me gustaba; mi papá alegaba mucho conmigo y me decía que era un burro. Me gustaba más jugar. Además, me tocaba estar pendiente también de la finca; si hacía algo mal, él me regañaba.  Seguramente don Alcides fue duro con él y su paciencia no daba abasto con un aprendiz reacio, pero la nobleza de Hugo le ayudó a dejarse moldear. Terminó por aprender a hacer instrumentos con buen acabado, sonoros, bellos y lustrosos, casi tan perfectos como los de su padre. Después, la vida se encarga.  -A los años, uno ya casa’o y todo, tocaba aprender. Yo me resigné a hacer instrumentos, pero luego le saqué gusto”. Hugo y Orlando son la segunda generación de fabricantes de instrumentos en esa familia. Los hijos e hijas de cada uno estuvieron siempre cerca del proceso de los lutieres y valoran su trabajo, pero no siguieron con la tradición porque entre ires y venires, la vida los condujo hacia otros caminos.  Aquí termina su legado. Y poca es la esperanza de que haya nuevos aprendices. “Ese era el deber mío, una vez le dije a mi hijo Víctor que aprendiera. Cuando llegamos al taller lo puse a lijar toda la mañana y al medio día me dijo que fuéramos a almorzar, pero que él no volvía al taller. Yo lo dejé, porque no quería que le pasara lo mismo que a mí. No lo iba a obligar”, dice resignado Hugo. Fácil y rápido son las palabras favoritas de las nuevas generaciones; sin importar su valor artesanal, histórico o estético, oficios exigentes como hacer instrumentos de cuerda sin ninguna herramienta eléctrica son casi impensables. “No hay quien se interese por eso” anota Orlando cuando se toca el tema de los aprendices. Tal vez el arte y la artesanía están subvalorados en esta época; y el trabajo esforzado, sin tecnificación, a la antigua, está mandado a recoger. “Imagínese: el hijo de una vecina quería ensayar y aprender, pero cuando pedimos permiso, la mamá preguntó cuánto le íbamos a pagar”. Las horas pasan rápido en el taller. Hay momentos que son sagrados como la hora de comer, sobre todo para Hugo. Consuelo, su hermana y esposa de Orlando, siempre le pasa cariñitos entre comidas, pero la hora del almuerzo y la siesta son imperdibles. Así que, sin importar la hora en que llegue a trabajar, a las doce está marchando a buscar su almuerzo en casa. Su apodo, “Buenavida”, no es gratuito. Sin embargo, el ritmo laborioso del taller no se pierde. Cuando no hay instrumentos por arreglar o construir, reciben también trabajos pequeños de ebanistería que realizan con igual calidad. Son labores que no requieren mayor técnica ni tiempo y permiten obtener algunos ingresos adicionales. “Le hacen a todo”, pues pocos están dispuestos a pagar desde 300 mil pesos por una guitarra hecha a mano.   Por supuesto, construir una guitarra es otro cantar. Se necesita el conocimiento ancestral y la técnica tan celosamente guardada por don Alcides, pero, sobre todo, tiempo. Hugo dice que “una guitarra no se saca de un día pa’ otro. Uno, por ejemplo, bolea azadón y termina en un día. Aquí hay que hacer pegas y secan de un día pa’ otro, taponar –darle brillo y color a mano a la guitarra- de un día pa’ otro…en eso se van mínimo 15 días”. Orlando y Hugo dicen que sí quedan fábricas de instrumentos hechos a mano en la ciudad y el país, pero que usan herramientas eléctricas para cortar, lijar y lacar.  -En Bucaramanga sacan guaches –mástiles- en serie, unos 100 a la semana. Y en serie sacan las tapas, los aros…luego juntan las partes y salen un montón de guitarras. El comercio está lleno de esos instrumentos y son baratos. En este taller cada pieza es única y se trabaja con las mismas herramientas del “Maestro” fundador. Sobre la misma pieza de nogal macizo que hace de mesa; con las garlopas, cepillos y cuñas; con los mismos contenedores, -que son tarros de leche vacíos del antiguo Idema- y un soplete de cobre a gasolina. Ver el conjunto es como entrar a un museo. “Toda la herramienta es de la antigua”. Ellos están muy a gusto, se sienten orgullosos, únicos. Y no es para menos. No es atrevido decir que pueden ser los únicos creadores de instrumentos a mano del país. Cero tecnificación.  El reto de construcción de un instrumento es realmente cómo esculpir la madera, hacerla maleable y darle una forma antinatural, flexible pero fuerte. Todo comienza por escoger el material adecuado:  “Se usa el cedro pa’ las curvas porque es madera fina y trabajable. Como hay que mojarla y hacerle la curva y usar los rodillos calientes, es fácil de doblar, pero hay que tener paciencia y delicadeza. Con mi papá, cuando estaba aprendiendo, se me reventaban los aros y ahí estaba el problema”, comenta Hugo. También “pino para el frente y que quede blanquito; el mástil es del mismo color de las tapas y los aros”. Orlando, que es muy meticuloso, dice que las tapas se cepillan hasta unos 2 milímetros de espesor, pero no usa instrumentos para medir, es a puro talento y ojo. Los cepillos que usan son “de los americanos, esos Stanley de los buenos”. Cada una de las partes se corta con cuidado, utilizando los patrones y formas que dejó cortados don Alcides en cartulinas y cartones, que sólo se han decolorado con los años, pero que se mantienen intactos. Están colgados en una de las paredes, y hay un patrón por cada tipo de instrumento. Una vez lijadas las partes, se unen con diferentes tipos de cuñas, prensas y soportes. Esto permite que cada superficie quede adherida al esqueleto para siempre. Porque ellos ofrecen garantía de por vida para los instrumentos que producen.  “Las guitarras de otros lados las traen para que las arreglemos porque esas se tuercen cuando quedan mal construidas. Ninguna empresa de guitarras industriales se hace responsable como nosotros de la calidad para toda la vida. Ya unidas las partes, se hacen con el berbiquí (taladro manual) los orificios en los que van los clavijeros que tensionarán las cuerdas. Se pule con lijas de diferentes granos todo el instrumento y llega un momento que exige dedicación y paciencia: el tapón. Ésta es una técnica en la que se utiliza “goma laca traída de la India o la China”, aclara Orlando. Se trata de unas hojuelas resinosas que se recogen de los árboles en los que vive el gusano de la laca o Kerria Lacca. El animal secreta una sustancia que se cristaliza y se queda pegada a lo largo de su camino; esta sustancia se recolecta y machaca para luego disolverla en alcohol etílico y aplicarla en superficies de madera para pulir, proteger y dar un brillo excepcional.  Es una antigua técnica muy poco utilizada. Se proporcionan varias capas de la solución cada día y “uno deja de taponar cuando el brillo no se va. Por ahí ocho días entre tapón y tapón porque hay que dejar que chupe el alcohol y seque para ponerle otra capa y luego adelgazarla con más alcohol”.  El acabado final es entonces lo que dicta cuánto tiempo estará en construcción un instrumento. Es un trabajo minucioso. Puro amor por el oficio. Un tributo a lo aprendido. Una práctica virtuosa. Takamine es una de las más famosas marcas de guitarras hechas a mano. La empresa es japonesa y construye instrumentos desde 1959. Las piezas siguen siendo “artesanales”, aunque han evolucionado con estudios de su física, madera, y algunos de sus procesos están tecnificados. Además, la producción funciona en serie y cuentan con centenares de empleados. En 2014 producían 90 instrumentos por día. Poco, pues son artesanales, pero cada una puede tener un precio mínimo de 450 euros, más o menos millón y medio de pesos. Una guitarra del Taller Alcides Bedoya Henao, cuyo legado comenzó en 1932, puede costar desde 350 mil hasta 500 mil pesos (en un caso muy especial y con “florituras”, como dice Hugo) y la única tecnificación que ha sufrido es que cambiaron la cola (pegante de pata de res), que olía muy mal, por un colbón especial para madera.  -No es bien pagado este trabajo. Tampoco se puede cobrar más porque la gente no se va a poner a pensar en la artesanía, el gusto, la delicadeza para hacer un instrumento. La gente no piensa sino en el precio y poco en la calidad-, dice Hugo.  Y es cierto, en un país como Colombia, muchos de nuestros artesanos y sus productos son menospreciados. Pero necesitan también aprender a tener visión de negocio y capacitación para mantener su producto y su tradición a flote. Es posible que muchos lo puedan lograr con la nueva Ley 1384 o Ley Naranja, instaurada en 2017, que pretende apoyar las iniciativas culturales en el marco de la Economía creativa y de industrias culturales que ha comenzado a dar pasos grandes en Latinoamérica y mediante la cual muchos países pretenden aumentar su producto interno. En el caso del taller de don Alcides, una de las hijas de Orlando comienza a esbozar un proyecto que, además de preservar su legado, posicionaría mejor el trabajo de los dos artesanos. Pero es eso precisamente, los creadores como Hugo y Orlando necesitan guía y apoyo para los trámites burocráticos, para hacer que las leyes les cobijen de manera real.  Por más de 75 años, la tradición y sabiduría de don Alcides se ha mantenido, como magia, a través de las manos de hijo y yerno que siguen haciendo instrumentos como los hacía el Maestro. Si no funcionan sus planes de negocio, queda esperar que la confabulación universal les lleve aprendices por montones y que el legado continúe tan intacto como ha estado hasta hoy. Que en el taller del “Maestro” el tiempo siga detenido por generaciones.  Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Arte es arte El valor de las cosas **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 ¡VOTE POR ROY! http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/vote-por-roy/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Querido Roy,  Tu nombre es mencionado casi a diario en mi hogar durante las últimas semanas. Quisiera que fuera por tu labor de poeta o tu vocación de médico. Pero no: buena parte de mi familia espera trabajar en tu campaña de reelección como senador. Saben de ti como tú de ellos; más bien nada. Lo último que se ve en los estratos uno y dos de Cali es gente interesada en la política. ¡Menos contigo y con la camada de la U! Buena parte de tu trabajo de campaña es limpiarte ese mal olor partidario de Ñoño y Musa… de amigo íntimo de Juan Manuel Santos. Aun así, mi hermano, mi madre, mis primos y vecinos, son parte de las cincuenta personas que desean caminar uniformadas repartiendo volantes con tu imagen, pegar afiches tuyos en los postes, extender tus pendones en las terrazas, como ya se han adelantado las campañas de otros candidatos. Mi hermano Sebastián tiene 18 años y acaba de graduarse del bachillerato acelerado. Su resultado en el Icfes no le alcanzó para acceder a la educación superior y vive encerrado en casa, temeroso de ser reclutado por el ejército. Ayuda a mi padrastro en su taller de reparación de motos antiguas sin un salario real. Alterna su horario de oficina con talleres de música y danza que ofrece la Junta de Acción Comunal.   Entrado en confianza con la familia presidencial (de la Junta), Sebastián recibe de ella la oferta de trabajar en tu campaña; no le explican la labor, pero le advierten que debe acudir a una charla donde le indicarán los detalles. Sebastián comparte la información con mi madre, quien promete acompañarlo a la mentada charla. Mi madre desea reiniciar las contribuciones al Fondo Nacional del Ahorro, donde un año atrás le negaron un crédito para comprar casa. Casa que a estas alturas es su único sueño. En cambio, a ti, Roy, cualquier banco te prestaría el monto que solicitaras. Para esta campaña, BBVA te concedió cuatrocientos millones de pesos, monto idéntico al que te prestó el Banco de Occidente para la campaña del 2014. Pero hubo un tiempo en que tuviste que sonreírles a los poderosos para recolectar suficiente dinero y asegurarte la curul. Así recibías por igual aportes tan humildes como los de la consultora de riesgo Risk S.A. y Gil Médica S.A. (entre otras farmacéuticas y distribuidoras de equipos de salud), quienes otorgaron de a millón, y los de Ingenio del Cauca (que aportó diez millones), y RioPaila, Mayagüez y Providencia, que aportaron veinte millones cada uno. Así era tu oficio en 2010, rebuscando cada peso, como nosotros ahora. En el Parque de las Banderas, siendo las 7:00 p.m. del 30 de enero de 2018, mi madre y Sebastián conocen a Mario, director logístico de tu campaña, a quien no se le nota un apoyo a tu candidatura más allá de su rol. Si existe en ti alguna suerte de sentimentalismo político, quisiera no herirlo repitiendo que nadie en la plaza estaba como voluntario de tu campaña o compartía tus ideales…. Mario se limita a enumerar funciones, fechas, cifras, refrigerio y “tenemos cincuenta cupos, inviten más gente”. Y no era difícil encontrar “más gente”. Después de todo, ¿quién no querría trabajar en la campaña del honorable Roy Barreras?  ¿Quién no querría trabajar? Es la pregunta correcta. Y así iban de regreso por la noche caleña, madre e hijo apretujados en el MIO, camino del centro-oriente. Enumeraban a familiares y amigos urgidos por dificultades económicas, responsables del sostenimiento de una familia, varados en las filas del desempleo, condenados al rebusque. Cada quien procura compartir la riqueza con los suyos, ¿no? De no ser así, quizá tu hijo Roy Alejandro no sería el Director de Planeación Departamental en la gobernación del Valle del Cauca, presidida por tu estimada y copartidaria Dilian Francisca Toro. Vinieron entonces los mensajes y notas de voz explicando la mecánica a hermanos, primos, compañeros y amigos: empezamos el primer lunes de febrero. Son quince días para cubrir centro, norte, sur, oriente. Repartimos volantes de 8:00 a 2:00 o de 2:00 a 7:00. Pagan $30.000 el turno y nos dan almuerzo o refrigerio. Las otras dos semanas no las han aprobado, pero nos iríamos en caravana nocturna pegando afiches en la calle. También pagarían $30.000 pero no sé si dan refrigerio. Ah, y hay que conseguirle tres votos a Roy. Desde Montebello, el corregimiento con más gente en la ladera de Cali y uno de los más pobres, dos familiares atienden el llamado. Una prima de mi mamá, quien mensualmente visita al padre de cada uno de sus tres hijos, buscando su manutención. El hijo de otra prima acude también, buscando conseguir lo de los pañales para su hija de dos años. Un compañero de graduación de mi hermano, oriundo de Cauca, se emociona al punto de viajar a Cali con dinero prestado para iniciar labores el primer lunes de febrero. Incluso dice tener cien votos para ti, si le dan el trabajo. Sin embargo, llega el lunes cinco de febrero y Mario no se pronuncia en el grupo de WhatsApp del equipo para confirmar el inicio de la jornada de entrega de volantes. Pasa el día entero, también el martes y el miércoles. Luego de suficientes mensajes de angustia, Mario envía una nota de voz diciendo que los empresarios de tu campaña no le han autorizado el presupuesto y que se rehúsa a mandar cincuenta personas a entregar volantes sin saber si les podrá pagar. El terrible escenario de regalar el trabajo apacigua los ánimos. Entretanto, partidos como el Centro Democrático o candidatos como Jorge Enrique Robledo, cuentan con nutridos equipos de voluntarios que entregan centenares de volantes bajo el sol más endemoniado sin refunfuñar y sin cobrar una moneda. Pero no es este el caso; nadie en el grupo de cincuenta compatriotas se le mide a sudar una gota gratuita por la política que representas. Sebastián y mi madre ven con curiosidad a los jóvenes que pasan ataviados con gorras alusivas a otros candidatos, con camisetas alusivas a otros partidos, dejando dos volantes por puerta antes de enjugarse la frente con el dorso de la mano. Nos ofrecen votar por Reyes Kuri a la cámara, por un bonachón del Conservador y un hombre canoso de Cambio Radical. La determinación de si los jóvenes son pagos o voluntarios es evidente cuando se les ve apurados, desencantados, fastidiados con las condiciones de trabajo y revisando el reloj cada tanto, a la espera de que el turno termine pronto.  Tales espejos son casi suficientes para que los aspirantes a proselitista de barrio se bajen de tu bus. Sin embargo, aparece un mensaje de Mario el 8 de febrero: la hora de trabajar ha llegado y es a las 6:30 de esa misma tarde, en la calle trasera del almacén SuperInter del barrio Meléndez. Los primos no pueden asistir, ya se han comprometido en otras labores y les costaría mucho llegar. Sebastián y mi madre, en cambio, se uniforman de jeans pálidos y camisetas blancas y atraviesan la ciudad por la calle quinta, trepados en un bus atestado por la hora pico. Llega también un tío desempleado que se ha sumado en las últimas horas, convencido como los demás de que pegarán afiches toda la noche. Pero ya reunidos en el sitio, no encuentran afiche alguno, sino un despliegue logístico de silletería, sonido, carpas y calles cerradas. Los cincuenta convocados lucen como un cardumen desorientado, esperando órdenes para proceder en el oficio que justificará su presencia. Cuerpo de logística hay suficiente, también operarios de sonido; incluso los encargados de publicidad. Mario llama al grupo, que cuchichea confundido. Les dice que se acerquen a una mesita donde una mujer de anteojos reparte los tiquetes para el refrigerio. Organizan una fila y tras reclamar uno a uno el papel sellado, los ubican en el costado derecho, en sillas emplazadas sobre un andén desnivelado. Pasan varios minutos de un presentador mediocre que intenta animar al público apático. Pasan grupos de música y de danzas, pasa el politiquero local con su discurso sobre la comuna y, de pronto, como una celebridad no grata, apareces tú, Roy. De baja estatura, el rostro pesado y grave, la voz ronca, casi de felino; la mirada y el gesto avariciosos, como si delataras entre tu discurso unas intenciones secretas. Hablas sobre la belleza del Valle del Cauca, sobre lo amable de la comuna, sobre lo atenta que es su gente. Hablas de tu espléndida gestión en el Congreso y de la necesidad que tienen las comunidades como aquella de reelegirte como senador. Explicas cómo dibujar una equis sobre la U, otra sobre el número uno. No gastas veinte minutos en tu discurso antes de bajar de la tarima y perderte en una camioneta rodeada de escoltas.  Cada vez optimizas más la saliva que requieres en campaña. Cada vez te untas menos de pueblo. Ha de ser una deducción muy simple, conseguida de tu fracaso inicial en las elecciones para el consejo de Cali en 1992. Yendo de aquí para allá entre las hordas liberales conseguiste suplir la curul de José Arlén Carvajal en la Cámara de Representantes, cuando despuntaba el año 1995. Entonces descubriste que, por encima del voto popular, hacer lobby entre animales políticos realmente carismáticos es más efectivo para conseguir el poder. Tal como descubrirías más tarde que las cuotas políticas en organismos públicos son más eficaces que la rendición de cuentas para atornillarse en los cargos públicos. Poco después de tu partida, finaliza el evento. El equipo reclama con el tiquete una caja de lechona por cabeza, para alimentar la ilusión de iniciar la primera jornada laboral. También reclama un vaso plástico verde, cuya cara frontal reza “la fuerza de la paz/Roy Barreras/U1/Senado” y cuya cara posterior remata “la fuerza de la paz/Jhon Jairo Hoyos/U101/Cámara”. Hoyos, hijo de uno de los diputados secuestrados y asesinados por las FARC. Hoyos, ex concejal que por poco queda inhabilitado de por vida para ocupar cargos públicos, por una sospechosa celebración de contratos entre la Secretaría de Educación municipal y un colegio privado del que su familia es socia. Hoyos, quien fuera precandidato Conservador a la alcaldía de Cali, pero que en un arranque de liberalismo se fugó del partido y ahora se adhiere a tu campaña. Amigo de tu hijo, también ex concejal, y fiel representante de tus vaivenes ideológicos. Iniciada la recolección de la silletería y el desmonte de la tarima, los únicos asistentes agolpados aún en mitad de la calle son los convocados que esperan recibir directrices. Mario, buscando evitar el enardecimiento, explica en tono muy diplomático que no hay trabajo para esta noche, que el evento acaba allí. Que el lunes, sin embargo, comenzarán sin falta. Que el turno matutino será de $25.000 y el día entero de $35.000, sin almuerzo, refrigerio ni transporte. Y que, además, para que no se sientan usados ahora, se les reconocerán los pasajes de esta noche. Ni siquiera hay lugar a la recriminación. Los asistentes agradecen y se marchan en silencio. Rememoran el pasado 13 de diciembre, cuando madres de todas las comunas de Cali llenaron el gran salón del Hotel Intercontinental, maquilladas y con el cabello alisado, convencidas de estar asistiendo a la ceremonia de grado de sus cursos de peluquería, maquillaje y culinaria. Sorprendidas quedaron cuando tras la retahíla del alcalde Maurice  Armitage (y muchas fotos), acabó el evento sin toga ni diploma, ni alusión alguna a graduaciones. Mi madre, que era una de ellas, cuenta con desazón que al subir al micrófono, el alcalde exclamó «¡cualquiera sería presidente con este montón de votos!”. Quizá tú no serías presidente, Roy. Pero sí tienes maquinaria suficiente para asegurar tu permanencia en el congreso por veinte o treinta años más. Incluso cuarenta y tres como Roberto Gerlein, o más allá. Es un secreto a voces que tienes una tajada del sector salud como tienes cuotas en la Escuela Superior de Administración Pública y otras instituciones educativas. Has forjado el camino necesario para no perder, con suficientes amigos y suficientes trabajadores cuyos empleos dependen de ti. En fin, mi mamá y Sebastián deciden trabajar sólo con turnos matutinos, ya que los diez mil pesos extra del turno completo se irán en almuerzo y transporte, según calculan. No tiene sentido. Pero llega el lunes 12 y una vez más la noticia de que no son convocados. Revisan WhatsApp: nadie es convocado. Sólo llegan mensajes de descontento, acusaciones de falta de seriedad y un par de números abandonan el grupo. Mario no ve los mensajes; ni siquiera los que los más ansiosos le escriben por interno. No hay noticias. Entretanto, de la Junta de Acción Comunal vecina, ubicada en el parque de Cien Palos, a cinco calles de distancia, surge el respectivo grupo de muchachos con volantes anaranjados, promocionando también el partido de la U. Pero en lugar de Jhon Jairo Hoyos y Roy Barreras, sugieren votar por Norma Hurtado a la cámara y por Roosvelt Rodríguez al senado. La postal con la candidata número 108 tiene diseño decembrino y desea “Feliz Navidad y próspero año nuevo”, con lo que podría inferirse que tú no eres el único con complicaciones logísticas. El volante del senador Rodríguez está impreso en un papel más corriente y contiene su curriculum vitae, antes de las “razones” para votar por él. Razones que, por una parte, son opiniones como “comparte la cadena perpetua para violadores y secuestradores de niños” o “defiende la Paz para que el país tenga un mejor futuro”. Por otra parte, expone evidencias de sus aparentes superpoderes legislativos al decir que “endureció las multas para quienes conduzcan en estado de embriaguez” o “Facilitó el ingreso de los colombianos al mercado laboral, eliminando la libreta militar como requisito». Nunca menciona que es el heredero de las estructuras electorales de Dilian Francisca Toro. Alrededor del parque, los afiches y pendones de Norma y Roosvelt redecoran la fachada de varias casas. Y al recorrer la ciudad, puede verse de Norte a Sur la imagen de ambos candidatos en los postes de electricidad, sonriendo a todo color. Esos son los resultados de una buena logística. Aunque ya lo tienes presente: en 2010 y 2014 era tu rostro el que se repetía a lo largo de las avenidas caleñas Así se van apagando las ilusiones de participar en tu campaña, pues transcurre una semana más, y otra después de esa, dejando ya sólo una semana que no alcanza para repartir publicidad suficiente con el número de trabajadores que aún persiste en la espera. Espera que termina el viernes 23 de febrero, cuando Mario se pronuncia finalmente, comunicando que el proyecto se cancela, dado que los empresarios determinan que resulta muy caro.  Y en realidad, los $30.000 que en principio ofrecían a los cincuenta interesados, significarían veintiún millones de pesos al cabo de las dos semanas presupuestadas. Sin embargo, lo caro depende de cada cual. Para nosotros, por supuesto, es una fortuna, pero para ti, que sólo como senador devengas casi un millón de pesos diario, debe ser una inversión poco significativa. Teniendo en cuenta, además, que con el ajuste salarial entrarás a ganar $31’000.000 mensuales durante el período 2018 – 2022.  Se disuelve el grupo y cada cual regresa a sus afanes; mi mamá a sus libros, mi prima a sus niños, mi hermano a su cargo de aprendiz de mecánico. Pero el sábado 24 de febrero, siendo casi de noche, contactan a mi hermano de la Junta secretamente. Contándolo, son diez los jóvenes llamados a realizar al fin la labor de campaña. ¿Qué labor? Ni idea. Cinco horas, $25.000. De una. Puntual en su primer empleo real, Sebastián llega a la Plaza de Toros de Cañaveralejo faltando quince minutos para la una de la tarde. Es domingo 25 de febrero. Le explican que la jornada está destinada a pegar vallas de micro-perforado en el vidrio posterior de varios carros que llegarán durante la tarde. Por el tamaño de los paquetes de vallas, cintas y refrigerios parecería que esperan cientos de carros dispuestos para la publicidad de tu campaña. Aunque Sebastián preferiría pegar las vallas, lo ubican en un pequeño puesto de registro donde anotará a quienes vayan llegando. Treinta y cinco vehículos llegarán en toda la tarde, de a pocos.  En el registro, Sebastián descubre el propósito real de la actividad. El conductor de cada automóvil que reciba la valla ganará $120.000 por publicitarte hasta el 11 de marzo, día en el que retirará el micro perforado para transportar a tu electorado a los grandes puestos de votación. Ida y regreso. Mientras se instala la valla, el conductor recibe una gaseosa y un dedo para esperar más cómodamente. Faltando treinta minutos para las seis, Mario les entrega $25.000 a cada uno, distribuye entre ellos los refrigerios sobrantes y advierte que los espera de nuevo el jueves a las nueve de la mañana. A todos, excepto a un chico delgado y encorvado que ha estado causando problemas durante la tarde.  El jueves 1 de marzo se reúnen en Globollantas, una estación de servicios ubicada sobre la autopista suroriental. Mario viene acompañado de Jaime Andrés y Viviana, los empresarios; es decir, los encargados de tu campaña en la ciudad. Jaime es un tipo bonachón y dicharachero, mientras Viviana expele un aire arribista que choca con el origen humilde de los muchachos. A Sebastián le encargan de nuevo el registro y le entregan cincuenta cupones para lavado, cambio de aceite y demás servicios en la estación. Le encomiendan que los entregue a quien prefiera, pero dejando espacios para que rindan hasta el final de la jornada. Así lo hace cuando, al avanzar la mañana, acuden taxis, camionetas, carros piratas de gamas media y baja, busetas, jeeps. Serán 155 vehículos en la jornada que se extiende hasta las cinco de la tarde. Varios de los conductores llegan con el respectivo líder, por lo cual los encargados de la campaña vienen cada tanto a especificarle a mi hermano a qué capitán adjuntar ese equipo. Ante la confusión de Sebastián, un compañero con más cancha le enseña la nomenclatura: los capitanes son funcionarios públicos de la alcaldía, la gobernación, entre otras. Ellos se encargan de contactar líderes comunitarios que sumen respectivamente sesenta, cien, ciento cincuenta votos por el candidato en cuestión. La estrategia del líder para consolidar la votación requerida, consiste en asociar la victoria del candidato con algún proyecto para la comuna, algún beneficio directo, palpable y expreso: la adecuación de un parque, la remodelación de un puesto de salud, la fundación de un proceso de emprendimiento, la creación de escuelas deportivas, etc. El líder, por supuesto, es quien recibe un pago inmediato por su contribución. Se negocia, pero suele significar un cargo administrativo o una contratación permanente en el organismo concerniente. Sebastián registra, sonríe, aprieta manos. Es un día caluroso. El pago por esta jornada es de $35.000 por ser día completo. Mario les agradece al finalizar el trabajo y los compromete al trabajo final, el domingo siguiente. 4 de marzo, con mayor exactitud es el domingo. En teoría, hoy cierran todas las campañas proselitistas. Tan extrañado estoy de no ver movimiento de tu nombre en la ciudad, de ver tan accidentado tu proyecto publicitario, teniendo en cuenta que eres cabeza de lista al senado por el partido de la U, que voy a tus redes sociales a averiguar qué tan ajetreada estuvo realmente tu campaña. No me sorprende ver auditorios atestados en distintas ciudades del país. Muchos, al fin y al cabo, de seguro se llenaron con la misma técnica de llevar comisiones a ciegas y a fuerza de cuotas políticas. Sin embargo, me inquieta ver en las fotos de las manifestaciones tantas banderas estampadas con “La Fuerza de la Paz” y pancartas en cartulina donde se comprometen “las víctimas con Roy”.  Has sabido capitalizar los logros del acuerdo de paz en tu discurso y personificas a un conciliador, un abanderado del posconflicto. Así serás reelegido el 11 de marzo con una de las votaciones más altas; te entrevistarán las cadenas radiales más grandes y opinarás allí sobre la democracia y la esperanza del país en paz. Muy poco probable era esa fórmula en 2009, cuando te recibieron en el partido de la U y lograste entrar al senado bajo la sombra de Álvaro Uribe, a quien hoy le das cátedra de paz durante las sesiones legislativas. Luego te sumarás a la campaña presidencial de Germán Vargas Lleras y te opondrás con fervor a la consulta anticorrupción. Sólo entonces mi hermano se arrepentirá de haber trabajado para ti. En toda la jornada, llegan sólo veintidós automóviles a la sede de campaña, ubicada en el barrio Centenario. No quedan más refrigerios o cupones. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 CARTAS DE AMOR DE UN CAMPAMENTO GUERRILLERO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/cartas-de-amor-de-un-campamento-guerrillero/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle La palabra favorita de Ismael es  .  Sería una respuesta predecible si no fuera porque Ismael pertenece al Frente Urbano Manuel Cepeda y, antes del cese al fuego, estaba encargado de instalar explosivos en puntos estratégicos de Buenaventura. Sería una respuesta predecible si no fuera porque, durante ocho años, Ismael enfrentó -y sobrevivió- a uno de los ejércitos más grandes de América Latina. En los labios de Ismael, una respuesta común puede resultar insólita: -La palabra más significativa para mí es amor -dice Ismael y reconoce que se le pegan las palabras- porque amor encierra todo. Digamos que uno aquí ama a todos. Créame que cuando alguien muere uno lo siente, porque uno ya siente amor por esa persona, uno ya no lo ve como un cualquiera sino que aquí todos somos como miembros de una sola familia.             Antes de conversar con Ismael, fotografié a tres guerrilleras jugando fútbol, a una pareja de guerrilleros estudiando lecciones de ortografía, a un guerrillero con un gatito montado en el hombro, a ocho guerrilleros escuchando historias alrededor de una fogata. Pero la respuesta de Ismael me sigue pareciendo insólita, quizá porque durante muchos años los colombianos nos acostumbramos a pensar que los guerrilleros eran inhumanos. Y a muy poca gente se le ocurrió preguntarse si era posible; si era cierto que, por pertenecer a una de las guerrillas más grandes del mundo, estaban impedidos para reír, llorar, cantar, bailar, entristecerse y dar respuestas como las que dice Ismael. O enamorarse.  O escribir cartas de amor.  Los guerrilleros de las FARC me compartieron 27 cartas escritas en hojas de cuaderno, con una caligrafía escolar y lapiceros de distintos colores. Casi todas son breves, son emotivas, son infantiles y huelen a humedad, quizá porque acompañaron a sus autores a través de la selva y también sobrevivieron al calor, la lluvia, la oscuridad, la infinitud verde de la montaña. Ese día fue de alegría y tristeza para mí –escribió Yesenia, del Frente Franco Benavides, refiriéndose al día en que el comandante en jefe de las FARC y el presidente de Colombia firmaron el “fin del conflicto”-  Al mirar a mi alrededor y saber que tú no estabas y que jamás podría volver a ver esos lindos ojos, me dieron ganas de salir corriendo, gritar, buscarte y tenerte por última vez entre mis brazos.  Deisy, Adriana, Laura o Camila. Son algunos de los nombres que encuentro entre las cartas de los guerrilleros. Las mujeres prefieren escribirles a sus comandantes en La Habana, amigos o familiares, pero también son románticas: Clara –cuatro años en la insurgencia- se aprendió un poema de Benedetti para recitárselo a Santiago, el publicista chileno que ingresó hace varios años a las FARC. Y Vicky –tan antigua como Clara- escribió un poema titulado “Amor guerrillero”, donde le habla a un compañero de distancia, de tristeza y del anhelo por verlo pronto. (…) los amores en la guerrilla son más intensos –escribió Victoria Sandino, una de las líderes más importantes de las FARC, en un artículo que publicó la página web de la organización- Somos camaradas y sobre esa base hemos aprendido a tejer fuertes lazos de amistad, sostenida en profundos afectos, surgidos de la admiración que sentimos por muchas y muchos de nuestros compañeros. Somos la combinación de todas las formas de amar. Sin embargo, en un contexto de guerra -donde hombres y mujeres no se separan de su fusil- hasta el amor se puede tornar sangriento. Nelson -28 años en las FARC- me cuenta que ha visto morir a más de diez guerrilleros, literalmente, por amor. Y me describe los tres casos más recordados: cuando una guerrillera se enteró de que su novio había pedido traslado a otro campamento, para separarse de ella, lo abrazó con una granada escondida entre los senos: “Desparecieron de la cintura para arriba”. Otra guerrillera, cegada por una infidelidad, le disparó a su pareja mientras dormía y luego se suicidó. Los encontraron muertos y casi abrazados en la cama. El tercer caso estuvo a punto de desencadenar una masacre cuando el antiguo novio de una guerrillera no soportó verla con otro hombre, tomó su fusil y empezó a disparar indiscriminadamente en mitad del campamento. Por una coincidencia milagrosa, las balas no alcanzaron a nadie. Pero el guerrillero se suicidó.   Según Nelson, la mayoría está muy lejos de resolver su despecho con un asesinato o un suicido, pero hay otras medidas extremas: solicitar la baja, pedir traslado o desertar, son algunas de las más comunes. De ahí que en la guerrilla existan normas involucradas con el amor. Las relaciones sentimentales con civiles están prohibidas, cada año les realizan exámenes para descartar enfermedades de transmisión sexual y para convivir con una pareja deben solicitar el permiso del comandante. Durante cuarenta y cuatro años fue el principal enemigo del ejército colombiano. Cuando murió –de muerte natural- era el guerrillero más viejo del mundo y uno de los más legendarios. Sin duda, la historia de Tiro Fijo resume la historia de las FARC. Pero  sabemos poco de él. Sabemos que era un campesino como cualquier otro hasta que los conservadores lo desterraron y entonces se convirtió en guerrillero liberal. Sabemos –gracias a un texto de Eduardo Galeano- que se llamaba Pedro Antonio Marín hasta que heredó el nombre de un compañero muerto y entonces empezó a llamarse Manuel Marulanda. Sabemos que fue guerrillero liberal hasta que los políticos liberales se aliaron con los conservadores y entonces fundó una guerrilla comunista. Sabemos que esa guerrilla se llama Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y que el ejército colombiano no consiguió derrotarla tras 52 años de confrontación. Sabemos que el conflicto armado dejó ocho millones de víctimas –entre desplazados, secuestrados y muertos- y que las dos partes enfrentadas se sentaron a dialogar en noviembre del 2012, después de otros intentos fallidos, para “detener el baño de sangre”.  Cuatro años después, el 26 de septiembre del 2016, el heredero de Manuel Marulanda, Timoleón Jiménez, y el presidente de la república, Juan Manuel Santos, firmaron unos acuerdos que implicaban, entre otras cosas, el desarme de las FARC. Pero el proceso –que duraría seis meses y contaría con el respaldo de la comunidad internacional- no podía iniciar hasta que se refrendaran los acuerdos. El 2 de octubre salieron a votar trece millones de colombianos y, contra todo pronóstico, el NO obtuvo una ventaja de 50 mil votos. Un resultado tan catastrófico que al día siguiente la moneda colombiana cayó 2,6%, sin mencionar las repercusiones políticas.  Sin embargo, los guerrilleros expresaron su voluntad de continuar con el proceso de “reincorporación a la vida civil”, el cese de hostilidades se prolongó hasta el 31 de diciembre y Juan Manuel Santos recibió –cuando todos lo daban por descartado- el premio Nobel de Paz.  Ese mismo día, Timoleón Jiménez escribió en su cuenta de Twitter un mensaje donde felicitó al presidente Santos y declaró que el único premio –al que aspiran los guerrilleros- es la paz de Colombia.     Inunda los techos de las caletas, las cocinas, los baños y el aula; inunda los caminos anegados de barro, inunda la cancha de fútbol que los guerrilleros construyeron a escasos metros de la entrada y los árboles que camuflan el campamento. Las zanjas no evitaron que el barro ensucie el piso de madera y ahora intentan limpiarlo con una escoba, pero la lluvia no cede: golpea con fuerza los techos de plástico, se mezcla con la tierra de la selva y su ruido monótono ahoga las carcajadas del loro. También, por momentos, impide mi conversación con Alberto, guerrillero del Frente Jaime Pardo Leal.   Entonces se acerca más. Quiere contarme con claridad este episodio de su historia.  Camino al trabajo, con otro campesino, se encontró al ejército. Sintió miedo. En 1988 todavía no era guerrillero pero vivía en el Urabá, una región donde la gente inocente desparecía cada vez con más frecuencia. El teniente del ejército no tardó mucho en justificar la desconfianza de Alberto: al comprobar que pertenecía a la Unión Patriótica –un partido político de izquierda- ordenó torturarlo para obtener información sobre la guerrilla. Los soldados le apuntaron con sus fusiles, lo golpearon, lo asfixiaron. Pero Alberto no sabía nada.      Cuando, después de desnudarlo, el teniente dio la orden de que lo mataran  –pero no con el fusil, sino con el machete- y sintió el primer machetazo en el hombro y la sangre corrió por su cuerpo desnudo, Alberto pensó más que nunca en su madre. Pensó que nunca la volvería a ver, pero sobre todo que ella lo buscaría incansable, inútilmente. Quizá –un segundo antes de morir- nosotros también pensemos en la persona que amamos.  Pero Alberto no murió. Los soldados lo creyeron muerto, lo enterraron poco profundo y huyó cuando no había nadie; buscó ayuda, se recuperó en un hospital, se escapó del hospital, compartió tres meses con su madre y luego ingresó a las FARC: “Antes de que me mataran”. Seis años después, en 1994, supo que su madre había desparecido.  -Era una viejita rezandera y la desaparecieron –recuerda Alberto, con el ojo derecho apagado por una cicatriz- En ese momento, mi mamá era la persona que yo más quería. Yo era un hijo muy querido por la viejita. Ella me consentía mucho, porque yo era el hijo menor. Me daba mucho pesar no volver a ver a la vieja.   La historia de Alberto me recordó que muchos guerrilleros también les escriben cartas a sus familias. Y en ellas hablan de la paz con esperanza, casi podría decirse que con ilusión. Me quedé pensando, sobre todo, en la carta que Antonio, un guerrillero del Frente 30, le escribió a su madre: Ismael -8 años en las FARC- asegura que, con las palabras de la jerga guerrillera, se podría escribir un diccionario. En seguida indica algunos ejemplos: cuando quieren mencionar el lugar donde duermen, los guerrilleros dicen caleta; de ahí se desprende la palabra caletear, que se refiere a las relaciones íntimas. El acto de robarle la pareja a un compañero se llama parrillar y quien lo ejecuta, parrillero. El guerrillero hambriento se conoce como mochado y el que repite almuerzo, como repelador. “Socio y socia es que son socios sentimentalmente –explica Ismael, con la mirada fija en sus manos-. Porque aquí no se puede decir esposa, aquí el matrimonio no existe, existen los socios de caleta”.      Nuestra Diana Isabel, maravillosa y sabia, me escribe cartas tan lindas que reflejan tu belleza espiritual –le escribió Nelson a la madre de su hija, que murió hace once años en un operativo del ejército-. En todos sus gestos, sonrisas, palabras, escritos, estás reflejada, mi adorada Deisy. Muchos guerrilleros han perdido a sus parejas en bombardeos, combates o emboscadas. Pero transcurre el tiempo y algunos no dejan de escribirles. Hace cinco o seis años, Irene               -11 años en las FARC- vio por última vez a su primer novio: lo vio acercarse decidido a través del campamento, lo vio entregarle una carta sin pronunciar palabra y lo vio desaparecer, con una comisión de las FARC, en los senderos invisibles de la montaña. No lo vio morir, días más tarde, con las costillas rotas en un accidente. Tardó varios años en reunir el coraje para leer una carta que ya no podría contestar. Sigue siendo el amor de su vida.  No existen palabras –ni en la jerga guerrilla ni en ninguna otra jerga- para describir la tristeza irreparable de ciertas pérdidas.   Escribieron cartas de amor Edgar Allan Poe y Lord Byron,  Ernest Hemingway y Martha Gellhorn, Frida Kahlo y Diego Rivera, Juan Carlos Onetti e Idea Vilariño, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Harper Lee y Truman Capote. Es difícil concebir a un artista sin cartas de amor. Y las cartas de ciertos artistas valen su peso en oro. El año pasado, un coleccionista neoyorkino pagó 137 mil dólares por las cartas que Frida Kahlo le escribió a Josep Bartolí, su amante español. Sólo eran 25. Ciertamente costaron mucho más que su peso en oro.  Los medios también saben sacarle jugo a las cartas de personajes famosos. El Diario de Mendoza titula “Amada mía”.  El Cosmopolitan, “Cartas de amor de grandes personajes”. Arcadia, “10 famosas cartas de amor”. BBC, “Cartas que han hecho historia”. Clarín, “Las 10 cartas más sorprendentes de la historia”. En casi todos los artículos mencionan escritores como Ernest Hemingway, Gustave Flaubert y Franz Kafka. En casi ninguno mencionan al genio de la literatura irlandesa, James Joyce, quizá porque sus cartas a Nora Barnacle están más cerca de la suciedad erótica que del amor romántico:  Te habrán impresionado las cosas sucias que te escribo. Quizás pienses que mi amor es una cosa sucia. Lo es, querida, en algunos momentos. Te sueño a veces en posiciones obscenas. Imagino cosas muy sucias. Las otras cartas, la mayoría, me parecen demasiado prudentes. Pero siempre habrán vistosas  excepciones: la carta en que Frida Kahlo insulta a Diego Rivera por sus frecuentes infidelidades. La carta en que Simone de Beauvoir le explica al escritor Nelson Algren, su amante, por qué nunca dejará a Sartre –ni a París- para vivir con él en Estados Unidos. O la carta que Antoine de Saint-Exupéry le dirige, pocos días antes de morir, a un amor imposible: “No hay más Principito, hoy día ni jamás. El Principito está muerto o se volvió totalmente escéptico. Un Principito escéptico no es más un Principito. Estoy resentido con usted por estropearlo”. El escritor argentino Ignacio Uranga dijo que para sobrevivir había que aferrarse a las palabras como a un salvavidas. Quizá por eso se han escrito tantas cartas desde los campamentos guerrilleros y desde cualquier campo de batalla: la BBC publicó cuatro de las doscientas treinta mil cartas que dejaron los soldados caídos durante la primera guerra mundial. Y la nobel de literatura, Svetlana Aleksiévich, cuenta que los soldados soviéticos, durante la guerra de Afganistán, escondían dos copias de una misma carta, una en la pierna derecha y la otra en el pecho, porque no sabían qué parte del cuerpo les dejarían las bombas enemigas. Los libros son pretensiosos: se escriben con la esperanza de perdurar, más allá de la muerte, en la memoria de múltiples generaciones. Las cartas son nobles: se escriben con la esperanza de perdurar, más allá de la muerte, en la memoria de una única persona: la persona que amamos. En octubre del 2015, el reportero sueco Aylan Kurdi encontró una carta en el Mar Egeo, protegida por una bolsa hermética, escrita en árabe iraquí y firmada dulcemente por Hamody (diminutivo de Mohamed). Todo indica que el remitente, antes de morir en las aguas del mediterráneo, quiso salvar su última carta de amor:  Rosa es maravillosa cuando ríe, cuando me hace sentir celos, cuando se arregla el cabello, cuando me da un beso. Para aquella a quien le entrego mi secreto y por quien muero. Éste es un beso mío. Del humilde y amoroso Hamody. Los náufragos las escriben para despedirse y los artistas para desahogarse. Liudmila Quincose, una poeta cubana, escribe cartas por encargo. Hace quince años colgó un cartel en la puerta de su casa -“Escribanía Dollz. Se escriben cartas de amor a cualquier hora. Cartas de negocios y cartas de suicidas de 8.30 a.m. a 3.00 p.m.”- y desde entonces no ha parado de recibir encargos, incluso desde el extranjero. Esto significa que las cartas son nobles, pero también son universales.  Los guerrilleros las escribían durante las pausas de la guerra. Cuando el secretariado las prohibió -porque podían facilitarle información al enemigo- los más desesperados las escribían a escondidas o con la secreta complicidad de sus mandos. Yo encontré 27 cartas de amor en un campamento de las FARC. Casi todas escritas a mano, probablemente con las mismas manos que empuñaron un fusil. Y en muchas cartas, como Nelson, hablan de la paz con esperanza.  Casi podría decirse que con ilusión. El tiempo va de prisa, hace 11 años que tú partiste y nuestra beba ignoraba en qué mundo vivíamos, eran tiempos duros, la guerra rondaba en todo el país como aligerando el viaje de la muerte. Mi amada Deisy, te comunico que todo indica que la guerra va a terminar, por ahora es la noticia del año y nuestras familias están muy felices.    Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 De las palabras no se vuelve El lado oscuro del corazón 52 años de guerra La lluvia no da tregua La tristeza irreparable Las cartas son nobles **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 ¿QUIÉN ME DICE QUE ESTA HISTORIA ES VERDADERA? http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/quien-me-dice-que-esta-historia-es-verdadera/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle “No se aborta por falta de razón, se aborta por muchas razones”. Mesa por la Salud y la Vida de las Mujeres Estamos sentadas en un pequeño sofá azul con flores y llevamos de visita alrededor una hora. Cada hora en Colombia violan a dos mujeres, según los informes de Derechos Humanos. A “La Rana”, de tez mestiza, cabello corto y piercing en la nariz, le suena el celular. La llaman de la Mesa por la Salud y la Vida de las Mujeres para decirle que una EPS ha trasladado desde el Putumayo a una mujer que necesita acompañamiento porque no le quieren hacer la Interrupción Voluntaria del Embarazo. Tres meses antes, en medio de una hora cualquiera, Diana atravesaba el Meta con su hija cuando dos hombres detuvieron el bus y preguntaron por ella. Indicaciones: mujer blanca, 33 años, bajita, ojos claros y lleva una niña de 8. A ambas las echaron pa’l monte y mientras lloraban, a Diana la separaron de la niña. Dos hombres le quitaron a la carrera su blusa blanca, esa con montoncitos de pepitas que simulaban flores y le bajaron el jean a rejo. Mientras abusaban de ella, gritaban “Eso le pasa por sapa y por acá no vuelva”. Diana permitió a sus estudiantes montar en un helicóptero del Ejército Nacional, en la visita que hicieron a su escuela como estrategia para ganar adeptos en un territorio controlado principalmente por paramilitares y guerrilleros. Sin darse cuenta, este hecho fue interpretado como un apoyo a los militares. -Los hombres hicieron conmigo lo que quisieron, pero no me mataron-. Al caer la noche las dejaron allí, en medio de una nada entre el monte. En los más de 50 años de conflicto colombiano, todos los grupos armados han abusado o explotado sexualmente a mujeres civiles, de sus propias filas o de los otros bandos. Como dicen las feministas de la segunda Ola, el cuerpo es un campo de batalla, y en la guerra, el abuso a mujeres ha sido utilizado para infundir terror, evitar la sublevación femenina, demostrar virilidad y superioridad ante sus oponentes. Las mujeres son para el patriarcado una extensión masculina, se ofende y se domina a las mujeres propias o se conquistan las de los otros. Por esto no la mataron, los señores de la guerra quieren que siga viva, la han marcado para que sepa que ellos mandan en la selva, el pueblo y en su cuerpo. Diana renunció a la escuela de donde era maestra y llegó divorciada al Putumayo después de que su marido le pegara por haber sido violada. Hasta ese momento, para ella, él era un buen marido “con errores como todos los hombres”. Bajo esta expresión se acepta como natural los primeros síntomas de violencia machista. Desde el noviazgo, el compañero de Diana la celaba, quería controlar su tiempo, las actividades que realizaba y la forma en que vestía. Un día, Diana amaneció decidida a vencer el miedo, a no callar más, a ser suya. Arregló a la niña, se la recomendó a su mamá, caminó hasta donde su comadre y ambas se fueron para la Estación de Policía a denunciar el abuso sexual. Allá les dijeron que no podían hacer nada y las despacharon. Esta maestra rural, madre orgullosa de su hija Tatiana, dio media vuelta con la frente en alto y caminó callada tratando de organizar su panorama: acudir a una curandera, utilizar brebajes, sondas, alambres o sombrillas. Estaba claro que no quería seguir en esa situación embarazosa. Llevadas por la desesperación y el abandono, por las ganas de remendar la vida, cada año cerca de 68 mil mujeres mueren alrededor del mundo por abortos clandestinos. En Colombia, de acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud OPS, el aborto constituye la segunda causa de muerte materna. Diana se alejó de estas estadísticas sin darse cuenta, al ser atajada por un funcionario de bajo rango que la había escuchado y le comentó en susurro que había oído de unas fundaciones en Bogotá que apoyaban a las mujeres que querían abortar. En medio de ese pueblo empolvado, de calles rotas y anchas donde se alcanza a percibir el zumbido de la selva, Diana y su amiga entraron a una cabina de Internet y teclearon en google “Aborto Colombia”. Encontraron la página Orientame.org.co. En menos de un minuto, había hablado con la señora regordeta que atendía el local, le había preguntado por sus hijos, y como quien no quiere la cosa, pidió el teléfono de larga distancia, “ese el del fondo para que no me entre el ruido”. En verdad lo que quería era que no saliera ningún soneto de su conversación. Cerró la puerta de la cabina y marcó el 2855500 en Bogotá. Al otro lado de la línea, una mujer le explicó que existía la sentencia C-355 de 2006 por la cual la Corte Constitucional despenaliza el aborto bajo tres causales: en caso de abuso sexual; cuando el embarazo representa un peligro para la salud y la vida de la mujer, y cuando exista grave malformación del feto que haga inviable su vida. No se cómo llegó a esta página , cuando yo escribí las mismas palabras, el buscador me arrojó como primer resultado www.abortocolombia.com, una web que dedica la mayoría de su contenido a comentar los “grandes riesgos” para la salud que traen los abortos, enfatizando en la infertilidad. Éste es alguno de los tantos mitos que persisten, a pesar de que la OMS publicara en el 2003, el documento Aborto Sin Riesgos en el que explica que “Los procedimientos y las técnicas para finalizar un embarazo en etapa temprana son simples y seguros. Cuando se lleva a cabo por profesionales de la salud capacitados y con equipo apropiado, una técnica adecuada y estándares sanitarios, el aborto es uno de los procedimientos médicos de menor riesgo”, tan seguros como una sutura en un dedo. El caso es que Diana agarró a su amiga del brazo, pagó los cinco mil a la señora regordeta y ambas se dirigieron a la Comisaría de Familia para poner el denuncio. Luego se fueron para Selva Salud, la EPS del Régimen Subsidiado a la que Diana pertenece desde que renunció en la escuela del Meta. Los funcionarios se tomaron 20 días en darle respuesta, le pidieron más pruebas y objetaron conciencia. Como las EPS saben que “la objeción de conciencia es individual y no institucional y puede ser aducida sólo por el personal médico, más no por el personal auxiliar ni administrativo” y tienen la obligación de prestar el servicio, le hacen conejo a la ley remitiendo a la paciente de hospital en hospital para que pasen los meses, la barriga crezca y la mujer pare la solicitud. A Diana la trasladaron a Mocoa y allí le dijeron que no le podían hacer el procedimiento porque los dos médicos objetaban o alegaban que era arriesgado en su nivel de gestación. Diana siguió insistiendo, no entendía muy bien en qué consistía el susodicho procedimiento pero le quedaba claro que en Colombia no hay límites de semanas para interrumpir el embarazo, porque la Corte ya se imaginaba que se iban a presentar demoras y, ante todo, prima el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos. A esta hora Diana está en la Clínica Colombia, antes llamada Clínica Santillana, en el sur de Cali. Está en el piso Materno Infantil rodeada de enfermeras que la llaman mamita. Nosotras nos encontramos allí porque ella no quiere serlo. La Rana entra y yo espero afuera. Ya adentro, busca al médico encargado del caso, un hombre blanco de más o menos 38 años, con argolla de oro y Blackberry en mano. -Mucho gusto Doctor, somos de la Red Colombiana de Derechos Sexuales y Reproductivos de la Mujeres, una red que funciona a nivel nacional y como su nombre lo dice, se dedica a asesorar a mujeres para que puedan ejercer sus derechos. Venimos a acompañar a Diana durante el procedimiento de interrupción del embarazo. ¿Usted podría darme más información sobre su situación? El médico, sin dejarla terminar, contesta que la mujer tiene papeles falsos y tanto él como la clínica dudan que su caso sea amparado por la ley. -“No quiero terminar en la cárcel”, afirma. Después de media hora, La Rana sale a mi encuentro y al de Jime, una amiga suya que ha llegado, para que busquemos a la enfermera Jefe en el tercer piso, solicitemos la historia clínica de Diana y especialmente, la denuncia en la que atestigua sobre su abuso sexual. Jime y yo bajamos por las escaleras, el ascensor no se detiene en ese piso a pesar de que hay mujeres embarazadas y señoras con bastones; entramos a una oficina y preguntamos por la enfermera Jefe, que, aseguran, anda de ronda. Al identificarnos como miembros de la Red Colombiana de Derechos Sexuales y Reproductivos, la enfermera jefe sale de su cubículo ostentando en su cuello una cadena de oro con un crucifijo. Al vernos dice “la maravillosa denuncia está escrita a mano y bien podría haberla hecho yo, además no se hizo en ninguna fiscalía”. En efecto hay una declaración escrita a mano, pero está acompañada de una hoja tamaño oficio con membrete oficial y caligrafía de impresora estatal, (esa de punto que es carísima y suena horrible). Este documento lo tiene el médico, pero sólo lo muestra al saber que La Rana no se va. Al verlo y comprobar que el documento es legal, ella apela, cual sirena griega, a su tono más conciliador y pronuncia: -Doctor, qué pena con usted, pero este papel es suficiente para realizar el procedimiento, además la mujer ya tiene escrito el consentimiento. Mientras tanto, saca de su taleguita azul, recuerdo de algún encuentro feminista, la cartilla morada que explica la ley y lee: -En caso de haber sido víctima de violación y decide interrumpir su embarazo, debe presentar la denuncia ante alguna de las siguientes entidades. La Rana sube su tono de voz, hasta ahora suave, mira al doctor a los ojos y sigue. Comisarías de familia, Inspecciones de policía, Unidades de Reacción Inmediata URIs, Policía Nacional, Unidad de delitos contra la libertad sexual y la dignidad humana de la Fiscalía o en la Unidad de delitos sexuales y menores del CTI. Ante esto, el médico, preocupado ante el posible incumplimiento de la ley, responde que la firma dice “comandante encargado”. -“Usted sabe que las mujeres son tremendas, quizá le pagó a cualquiera para que firmara. Además, ¿quién me dice que esta historia es verdadera?”. ¿Es verdadera?, ¿es verdad que usted piensa que esta mujer se inventó el abuso, que finge el miedo, el ser perseguida por los grupos armados, que quiere estar con su hija y celebrarle la primera comunión; volver a ser maestra; que quiere estar viva?, ¿Hasta cuándo, las mujeres vamos a ser tratadas a priori como mentirosas? Ninguna mujer quiere ser abusada. No sea cómplice de la guerra, no vuelva chisme el testimonio de ésta mujer». Pienso al otro lado del vidrio mientras escucho la conversación. -Muéstreme que no me va a pasar nada, qué papel me pueden firmar. -Doctor, pero le estoy mostrando lo que dice la ley, esta mujer tiene los papeles en orden y pues, firmó un encargado porque ella vive en un pueblo donde el Comisario tiene a su jurisdicción más pueblos y no va todos los días. La Rana sabe que es viernes y el médico se está zafando para que el lunes le toque otro médico, el tiempo pase y la barriga crezca. Es hoy u hoy, así que llama a la fundación Sí Mujer y sus líderes, famosas por la defensa de los derechos sexuales y reproductivos, llaman al Ministerio de Salud. La Rana habla con el Señor del Ministerio, lo comunica ante el médico y él, abusando de los pocos minutos de la recarga de La Rana, pide que le envíen una autorización para realizar el procedimiento. Al otro lado de la línea, el señor del Ministerio se niega a dar la autorización porque es una solicitud ilegal y le recuerda que la sentencia es explícita al dictar que “la discriminación en la prestación del servicio, las dilataciones injustificadas o las barreras administrativas darán lugar a sanciones institucionales (como multas y cierres del establecimiento)”; e igualmente sanciones disciplinarias y penales a individuales. Cita como ejemplos los juicios que se adelantan a la EPS Coomeva y a la clínica San Ignacio de la Universidad Javeriana, en Bogotá. Al oír esto, el doctor se despide dando las gracias y ordena a la enfermera empezar a suministrar Misoprostol, medicamento avalado por el Ministerio de Salud y recomendado por la OMS. La Rana entra a la habitación de Diana a decirle que todo va a estar bien cuando es interrumpida por la enfermera, el procedimiento empezará dentro de unos minutos y la paciente debe estar sola. Salimos exhaustas de la clínica después de casi cuatro horas, caminamos hacia una cafetería de enfrente y al tocar las sillas plásticas tostadas por el sol, caemos derretidas. Es un alivio salir de ese olor a medicamento y respirar el aire urbano, así esté contaminado. Pedimos cuatro cervezas, otra amiga ha llegado a este odiseíco día y bebemos con gracia. Estoy quitándole el papelito a la botella, miro hacia abajo y pienso en cuántas mujeres hacen la ruta de manera correcta y les niegan el aborto. La ley se cumple, pero ¿a qué costo? En lo corrido de estos seis años la ley ha amparado a cerca de 4.521 mujeres, pero cada año abortan ilegalmente cerca de cuatrocientas mil. Mujeres protegidas por la ley son ignoradas por las EPS. Todas no corren con la suerte de ser comunicadas directamente con el Ministerio, ni el país está copado de feministas que las orienten. Cuántas mujeres ven crecer sus barrigas en contra de su voluntad… cuántas están muriendo para que no crezca más. La Rana me tranquiliza, cada caso en el que una mujer ha podido decidir sobre su cuerpo es un logro, la ley cojea pero avanza. Sonrío y brindamos. -¡Salud Sexual! Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Mucho gusto Los viernes son terribles Seis años de cumplirse…. a medias **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA OTRA GUERRA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-otra-guerra/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Los quince soldados que conformaban el grupo armaron un pequeño campamento cerca de la casa de unos campesinos no hallaron nada. Al octavo día regresaron. Caminaron un tramo y luego fueron recogidos por cuatro pequeñas lanchas en el río que los llevaría hasta el campamento principal. Robinson iba en la última lancha. Hubo un corto silencio acompañado por el sonido del motor sobre el río y el agua removida; luego, empezaron los disparos: un grupo de guerrilleros había preparado una emboscada y disparaban con dirección a la lancha. Los soldados se lanzaron al río abandonando sus chalecos, procurando no perder los fusiles ni las armas, intentando nadar hasta la orilla contraria al ataque. Las balas penetrando en el agua, soldados nadando torpe y desesperadamente, los disparos rozándoles. Al llegar a la orilla se escondieron entre los arbustos: no miraban, mantenían los ojos quietos hacia la otra margen del río, sin ver, apenas experimentando la rotunda soledad, la cercanía a la muerte. Oyeron gritos, otros disparos media hora antes de que volviera el silencio vasto de esa selva, luego Robinson supo que cuatro de sus soldados habían muerto, entre ellos, su mejor compañero. Dos cuerpos habían seguido la corriente. Los otros dos yacían entre ellos, cada uno de esos hombres observaron el montículo ya insensible y manchado de sangre y tierra. Robinson se había graduado meses antes de la escuela de suboficiales. Ahora, la aturdidora experiencia de la muerte en la guerra le había atravesado las fibras más sensibles. Durante la semana siguiente no pudo dormir; lloraba en las noches largas y llenas de las imágenes y el miedo de sus soldados muertos. Aquella fue la más dura experiencia durante la guerra. “Eso me llevó al límite”. A sus 22 años, Robinson, de baja estatura y espalda ancha y recia, tez blanca, nacido y crecido en el pueblo remoto de Aguadas, en el norte de Caldas, era un hombre que había soñado con jugar fútbol, que tocó la trompeta en la banda de músicos de su pueblo. Un hombre que con 19 años había decidido ser militar en marzo del 2006, cansado de buscar empleo y decepcionado de los bajos salarios. Recibió una propuesta que no podía rechazar. Su tío lo llevó a la Escuela Militar Inocencia Chicó, en Tolemaida. Después de hacer un préstamo para pagar la matrícula, entrenó durante dieciocho meses para luego ser enviado como suboficial del Ejército al departamento del Cauca. Una vez graduado, tardaría dos años en pagar aquél préstamo. En 1998, el exoficial de la Armada de EE.UU, Erik Prince, fundó la compañía Blackwater, una especie de milicia privada dedicada a ejecutar operaciones especiales para el país norteamericano en Medio Oriente; también se encargaba de prestar vigilancia al sector privado, e incluso, realizaba labores de inteligencia para la C.I.A. La Blackwater estaba compuesta por más de 900 soldados estadounidenses que fueron entrenados en una zona de entrenamiento diseñada por Prince en el Gran Pantano de Virginia. La compañía llegó a firmar contratos con el Gobierno estadounidense por más de 1.600 millones de dólares para la defensa de los intereses norteamericanos en países de Medio Oriente, especialmente en Irán. Fue hacia septiembre de 2007 y después de un “confuso” ataque a civiles iraníes en Bagdad, en el que murieron 17 personas y 24 resultaron heridas, cuando las mismas autoridades norteamericanas iniciaron varios procesos de investigación sobre las acciones que los mercenarios de la Blackwater estaban realizando en Medio Oriente. La compañía fue investigada por varios ataques a población civil en Bagdad y Afganistán. Ese mismo año, Prince renunció a la dirección de la Blackwater para reaparecer en 2011, después de que el Príncipe de Abu Dabi, Mohamed bin Zayed al-Nahyan, lo contratara para la creación de una milicia de mercenarios que defendiera a los Emiratos Árabes Unidos ante las amenazas que la serie de conflictos enmarcados en la denominada “Primavera Árabe”: un posible ataque de Irán por la soberanía sobre las islas Abu Musa, Tumb Mayor y Tumb menor del Golfo Pérsico. Ante la necesidad de defender sus reservas de petróleo y con un ejército débil e inexperto, el Príncipe contrató a Prince bajo las órdenes de que formara con los soldados más expertos que pudiera encontrar, un batallón de 900 mercenarios que vigilarían la frontera, los pozos de petróleo y las vidas de los Jeques. Inicialmente llegaron cerca de 500 hombres de las zonas con mayores conflictos armados: Surafrica, Colombia, EE.UU., Francia e Inglaterra. Los soldados fueron entrenados por varios hombres con carreras militares semejantes a las de Prince. Tres regimientos fueron destinados a defender las fronteras, los pozos de petróleo y a cuidar las espaldas de los jeques. Se ignora cuántos colombianos hicieron y hacen parte de la milicia privada de los Emires. Es imposible saberlo: se trata de soldados retirados que son contactados mediante una falsa firma que dice requerir ayudantes de cocina, obreros de construcción, jardineros, albañiles o panaderos. Entre los propios militares hay quienes aspiran a ser mercenarios: “se gana mucho más por lo mismo”. Decenas de soldados hacen sus carreras militares con el propósito de salir de esta guerra y llegar a Medio Oriente.   Ocho compañeros de Robinson ya están en Dubai. Salieron hace poco menos de un año. Algunos son expertos paracaidistas, otros, antiexplosivos o antiguerrillas. Robinson fue comandante de la Unidad Antiexplosivos que operaba en el norte de Antioquia. Su trabajo consistía en desactivar vastos campos minados cerca al golfo de Urabá. Llegó a desactivar hasta 24 minas quiebrapatas durante un día. En el comando veía a los soldados mutilados, sobre sillas de ruedas, ciegos o sordos. Había entrado a los antiexplosivos sin convicción. Su comandante le dijo un día: “Lotero, haga el curso antiexplosivos y váyase a la zona”. Él contestó que no quería hacerlo. “Entonces no haga el curso, pero se va para la zona, como quiera”, fue la respuesta del superior. Aquello era el horror cada día. “Uno llegaba a ver hasta cien soldados sin piernas o sin brazos o ciegos. Yo no quería nada de eso”. Sin brazos. Sin piernas. Oscuridad total. Así que al cuarto mes Robinson pidió la baja. Fue hasta donde su comandante y dijo: “Señor, me retiro del Ejército”. Su comandante lo miró por un momento, en silencio. “¿Por qué se retira, Lotero?”. “Porque yo quiero casarme y tener esposa e hijos, y a uno sin piernas no lo quiere nadie, señor”, eso respondió Robinson. En 2010 no le quedaba más que la historia, las imágenes: la experiencia brutal y desoladora y aplastante de tres años de guerra. Pero ya sabía a qué se dedicaría. Algunos de sus compañeros del ejército que habían viajado a Emiratos Árabes como mercenarios le decían que él tenía el perfil apropiado pues había experimentado la guerra extrema de nuestro país y había sobrevivido. Conocía las técnicas para realizar emboscadas. Padeció una de ellas aquel día, en el río Micay, quizá el día más atroz de su vida. Además era un especialista antiexplosivos. Era el hombre. Para ser admitido en la milicia mercenaria de los emires debía tener unas especialidades, ser paracaidista y tener conocimientos de antiexplosivos y contraguerrilla. Él era un antiexplosivos, la razón por la que había abandonado el Ejército era la misma por la que podría ser un mercenario. Así que, después de contactarse con la firma mercenaria en Colombia y presentar algunos exámenes físicos y psicológicos, habría de viajar a Dubai a la base de entrenamientos Ciudad Militar Zayed, ubicada en medio del desierto. Por cerca de tres meses no vería nada más que la delicada e implacable arena. Estaría en la base, cumpliendo jornadas de hasta 24 horas. Pero no importaría, aquello no sería nada nuevo para él. “Cuando hice el curso de suboficial del Ejército, una de las cosas que aprendí es que uno sí es capaz de dormir parado. ¿Me entiende? Yo aprendí a dormir parado, mientras hacía una fila o me formaba. Uno entrenaba todo el santo día”. De modo que no será muy difícil. Le pagarán cinco veces más de lo que ganaba en el Ejército colombiano. Ganará cinco millones. No le harán descuentos. Ese dinero será consignado a una cuenta en Colombia de la que su familia retirará la cantidad que él autorice. Dependiendo de su rendimiento en el campo de entrenamiento lo enviarán a vigilar las fronteras, los pozos de petróleo o las vidas de los jeques. Tendrá que enfrentarse con especialistas guerrilleros de Hamas. Nadie sabe cuántos terroristas de esa organización residen en los Emiratos. Solo se sabe que están allá, que caminan, que planean ataques, que buscan desestabilizar la economía de los Emiratos. “Pero eso no es nada, o eso es lo que me dicen mis amigos. Ellos dicen que en Colombia las cosas sí son duras, son realmente difíciles. Allá hay muchos intereses, eso está muy defendido, así que es mucho más fácil”. Sí, según las estadísticas ofrecidas por el mismo Prince a un diario norteamericano, en 40.000 misiones que sus milicianos han ejecutado, solo han tenido que disparar en 200 ocasiones. Ninguno de sus soldados ha muerto. Los Emiratos son una de las naciones en el mundo con los índices más bajos de violencia. Así que no habrá mayores problemas. Extrañará a su familia, a su novia, a sus padres. Tolerará la dureza del desierto, oirá ecos cercanos de las muertes en Siria y en Irak, considerará a Irán como su mayor enemigo -sin llegar a comprenderlo quizá- y en doce meses habrá ganado una suma que en Colombia hubiera requerido su vida completa para reunir. Si durante ese tiempo su trabajo satisface a los Emires, entonces, será requerido de nuevo. *** “¿Sabe algo?” dice Robinson, “la guerra es un buen negocio para el que lo sabe manejar”. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Los mercenarios En otra guerra **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA MUJER BIÓNICA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-mujer-bionica/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Me había extraviado en la urbanización Buenos Aires, calles angostas y cerradas aparecían cada vez que daba una vuelta. Después de diez minutos perdida, encontré la casa de tres pisos donde me esperaba Adriana Ramírez. A pesar de los inconvenientes, llegué puntual a la cita. Adrianaacostumbraba salir a trotar en las mañanas Trabajaba en un salón de belleza en Armenia desde las 6:30 de la mañana hasta que caía la tarde. -Se abría muy temprano porque se atendía gente de la alcaldía y la gobernación. Yo trabajaba en jornada continua hasta las siete de la noche. En el salón cortaba cabello, uñas y cepillaba. Como no vivía en Montenegro, todos los días me tocaba coger transporte para llegar a Armenia, y 10 minutos se demoraba el trayecto. La carretera tiene muchas curvas peligrosas, todo el mundo pasa por allí, hasta las tractomulas. Observé detalladamente todo su cuerpo, no parecía haber sufrido lesión alguna. Me asombró que fuera una mujer alta y vigorosa, de sonrisa amable. Hablaba con un acento paisa muy peculiar. -No, pero cuando llegué al hospital y me acostaron, no me podía mover, y al frente de mi cama, estaba una muchacha evangélica de 33 años, llamada Nancy. Ella se rompió el cuello como yo, pero en una piscina. Ella tenía la mamá al lado; en cambio yo estaba sola. La abogada, la directora, todas las personas que trabajaban en el hospital me cogieron mucho cariño y me ayudaron. Nancy hablaba mucho conmigo pero jamás le vi el rostro, sólo hasta que nos operaron. Pero hablamos como mes y medio, todos los días. Cuando nos vimos la cara después de la operación, estábamos sentadas, ambas sin pelo, parecíamos como dos robotsitos allí sentados. El accidente ocurrió llegando a Armenia, a las siete de la mañana, en una peligrosa curva de la carretera entre Montenegro y Armenia. Adriana iba con Daniel cuando ocurrió la tragedia. Sus ojos se pusieron inquietos cuando me comenzó a contar, mientras me ilustraba el accidente con sus manos. -Estaba hablando con Daniel, íbamos despacio en un automóvil Spring, y la tractomula  adelantó, y en la curva con la cola borró el carro, lo sacó hacia la orilla. Nos dio duro, mandó el carro de lado contra un barranco. Cuando chocamos me fui hacia adelante y el cinturón me devolvió, en eso sentí el jalonazo en la columna, no en el cuello, y quedé intacta pero perdí el conocimiento. Sólo me sangró la nariz y el ojo izquierdo se puso rojo porque me golpee contra la ventana y los vidrios se rompieron. Fueron sacados por la Defensa Civil; los auxiliares habían dicho que Adriana se había partido todo el cuerpo. Nunca  llegó la policía ni los agentes de tránsico al lugar del accidente. -Nos sacaron en camilla y nos llevaron al hospital San Juan de Dios en Armenia. Como Daniel sólo se rompió una pierna y se lastimó las costillas, la mamá se lo llevó para Medellín. Me dejaron sola. Después nos tocó llamar a Daniel para que me  mandara los papeles del seguro. Seguros Liberty pagó veintiún millones de pesos, y el resto lo pago el SOAT. -Sola, con un amiga en un apartamento. Daniel Delgado es un amigo, era médico de la Clínica Central pero la mamá se lo llevó a vivir a Medellín. Él me pegaba el aventón a veces hasta Armenia, otras veces cogía el colectivo. Cuando llegó al hospital inmediatamente le pusieron suero, y fue inyectada numerosas veces para calmarle el intenso dolor. -Desperté cuando me estaban quitando la ropa, me cortaron la tanga y el brasier, me colocaron ropa clínica y me dijeron que no me podían operar hasta que no se confirmara el dinero, porque los neurocirujanos no trabajan gratis. Yo tenía  Sisben, pero no sirve para pagar treinta y ocho millones de pesos que costaba la operación. Me iban a operar el doctor Zúñiga y el doctor Oviedo, ellos venían y hablaban conmigo, pero no daban la autorización para que me operaran rápido. -Todo el tiempo estuve en la cama sin poder moverme, allí me bañaban, me daban la comida por una manguerita, una comida licuada, también me daban compotas. La cabeza estaba intacta, sólo podía moverla para los lados, pero debía pedir ayuda para no pelarme y para voltear el cuerpo; permanecía en única posición hasta que alguien me volteaba. Estuvo mes y medio sin poderse mover, con el cuello fracturado. Había perdido toda conexión con las demás extremidades, sólo podía hablar. -Me echaban cremas para que no me pelara, porque uno se lacera cuando está en una cama por mucho tiempo. Todos los días llegaban las enfermeras a bañarme con agua caliente, llegaban con una ponchera, me ponían de lado, me secaban, me cepillaban, tenían mucha práctica. Las damas rosadas me trajeron ropa. Las damas rosadas son un grupo de mujeres que ayudan y acompañan a la gente que no tiene visitas, y como la familia de  Adriana no vivía en Armenia, permanecía sola. De pronto bajó la tía adoptiva de Adriana, una señora amable y rolliza que me ofreció juguito de lulo. El perrito me estaba mordiendo los pies bajo la mesa, no se estaba quieto. -Al mes y medio por fin me operaron, me pusieron unos tornillos de platino, pesan demasiado. Me sentaba en la cama y ¡pum! me caía. No aguantaba porque la cabeza te queda como grandota. Me metieron diez tornillos desde la corona del cabello, hasta el inicio de la espalda, no tengo vertebras cervicales en mi cuello – -. Las vertebras cervicales son unos huesitos muy delgaditos,  cuando se parten hay que retirarlos, y colocar un platino y los tornillos a los lados. Le colocaron mucha anestesia porque la operación fue larga. Duró nueve horas, entró a las doce de la noche y salió a las nueve de la mañana. -El anestesiólogo me dijo “no tengas miedo, estás en mis manos, te vamos a operar para que vuelvas a caminar”. Me hicieron firmar un papel, decía que si yo llegaba a perder alguno de mis sentidos, si quedaba ciega o sorda, era un riesgo que asumía a conciencia. Yo firmé y dije, lo que Dios quiera. Cuando Adriana salió de la anestesia, despertó alucinando, su fiebre era alta. Se  miró en el espejo y se horrorizó al ver su cara hinchada y su ojo rojo – -. Ella solía lucir su preciado cabello hasta la cintura, -me señaló la extensión con su mano- pero se impactó tanto al verse calva, que entró en shock nervioso. Comenzó a llorar desconsoladamente. Por la fiebre, sentía que su cabeza echaba fuego, se desesperó tanto que los doctores no tuvieron más remedio que inyectarla. Al despertar se encontraba más tranquila, pero la cabeza le pesaba – -, me decía mientras se tocaba con su mano la nuca. -Creyendo mucho en Dios; lloraba mucho y sentía que me iba a morir. Entonces me agarraba a leer la biblia, le decía a Dios que no le pedía nada, sólo salud. Lo mío era para haber muerto o haber quedado en una silla de ruedas. Pero brinco, corro, salto y eso no lo podía hacer – me dice emocionada-. Me parece muy lindo, el milagro que Dios ha hecho en mí.   -No perdí ninguno de mis sentidos después de la operación. Cuando empecé a caminar, inicié arrastrándome, caminaba despacito, me dolían los pies. Me hacían masajes en los pies con toallas calientes; luego pude doblar las rodillas de a poquito pero dolía mucho; pero entre más duele uno llora, pero llora de ganas de caminar. Al principio salí en silla de ruedas, después cogí las muletas y empecé a soltarlas. Me colocaron dos litros de sangre y como no tuve donante, me la cobraron. Me daban pastas para dormir y aún tomo dos de clozapina y no son adictivas. Con ellas me siento relajada, me acuesto y duermo como un angelito. En el hospital las inyecciones me mantenían dopada. Todo el proceso de recuperación duró cerca de un año y dos meses. Estuvo con cuello ortopédico casi por un año y volvió a trabajar en la peluquería.   Fue entonces cuando hubo un momento de silencio, la miré y su rostro se tornó taciturno. Como si recordar le doliera en su memoria. Me sentí inoportuna con la pregunta, pero en un instante comenzó a hablar tranquilamente.  -Nadie fue, porque con mi mamá biológica tengo poca relación Además vive en Calarcá. La mamá que tengo en Palmira es adoptiva. Mis hermanos fueron después a la casa cuando salí del hospital, cuando ya tenía el cuello ortopédico. Cuando llegó a casa muchos conocidos fueron a verla, pero al hospital nadie asistió. Esto le dolió mucho porque se sintió sola. Afortunadamente hubo personas muy especiales en el hospital que la apoyaron en su recuperación. Alberto Cortez, el pastor de una fundación evangélica, la alentaba con frases bonitas. También le ayudó con la droga y le donó un cuello ortopédico antes de salir. Dice haber tenido muchos ángeles alrededor suyo que la alentaban.  -Sí, al principio empezó a borrárseme la mente. Un día en Armenia, paré en el Parque Fundadores. Iba para el edificio San Roque donde vivía con mi novio. Miré para todos lados y me di cuenta que estaba perdida, empecé a temblar asustada porque no sabía dónde vivía. Luego, un policía la orientó pero se asustó porque su  mente estuvo totalmente en blanco. Llegaba a un determinado lugar y no reconocía nada, le daba miedo salir sola y olvidaba lo que le decían. Estos lapsos repentinos de pérdida  de memoria le ocurrieron en varias ocasiones, cuando comenzó a recuperase del accidente. -El cabello me ha crecido mucho, ya me hice cortar las punticas y me creció lo más bonito; estaba rubia y ahora soy castaña. Me engordé con tanto suero .Todavía me tiemblan las manos cuando cojo un vaso, es por la operación de la cabeza. Mi cuerpo ahora es como una muñeca de porcelana, si me caigo me quiebro, y si me quiebro no puedo volver a caminar. Cada vez que Adriana pasa por los almacenes de ropa, los sensores vibran. Teme hacer sonar el detector de metales de los aeropuertos, por eso carga todo el tiempo un carnet especial, que revela a pocos su excepcional condición.  -Me encantaba montarme en los juegos mecánicos. Ahora si monto en un carro chocón me va a doler el cuello, si me atoro cuando como la comida, no me pueden pegar en la espalda. Si me llego a caer y me lastimo el cuello, nunca más me vuelven colocar ni tornillos ni platinas. Los tornillos sólo los ponen una vez de por vida, al caerme puedo quedar inválida para siempre. -Cuando me voy en moto le digo a una persona que se vaya despacio, pero no estoy exenta de que pase algo. Debo evitar subirme con alguien que esté ebrio en un carro, debo fijarme que el bus venga despacio. Cuando viajo, tengo una bandita blanca que es de espumita, me la coloco en el cuello. Cualquier jalón fuerte, o si alguien me llega a golpear en la espalda, me mata. -Sí, puedo nadar, puedo jugar baloncesto, pero siempre debo fijarme en estar de frente, que no me vayan a tirar la pelota por atrás. Cuando juego baloncesto sólo encesto, no puedo correr mucho con el balón porque puedo caer. Los rayos se convirtieron en uno de sus principales temores, cuando le pregunté sobre sus miedos me comentó al respecto. También teme a la oscuridad y a la soledad. -Cuando hay tempestad, debo estar bajo techo porque el platino atrae a los rayos. Me da terror, se me para el corazón cuando se va la luz. Y ver que matan a alguien me da mucho miedo. Cuando le pregunté acerca de su padre biológico, su mirada se volvió a perder por unos segundos hacia instancias remotas de su pasado.  , me dijo con la mirada caída. Tan sólo tenía doce años, y le tocó ver cómo un maleante le quitaba la vida a su padre con un tiro de pistola. Dice haberse quedado pegada al piso en aquellos instantes, paralizada, como si el tiempo corriera lento, para que cada triste minuto nunca se le borrara de la mente. De allí viene su miedo a las armas. Adriana, vivió en Palmira muchos años con Luis Fernando Flores y Rosalba Gómez, a quienes llama de cariño papás, ya que la acogieron en su adolescencia. Hace un mes decidió vivir definitivamente en Palmira junto a su familia adoptiva.       -Acá en Palmira estoy muy contenta, tango un novio que me ama, pronto me pasaré a vivir con él en un apartamentico en los Sauces. Duermo bien, me tomo los medicamentos  juiciosa, pero a veces me canso de tomar tanta pasta, desearía que me las quitaran. -Me moriré con los tornillos, nunca me los van a sacar, porque ya no tengo los huesos. El médico me dijo “esto quedó por dentro y por dentro se queda”. Con ésto me muero, este ya es mi cuello. Su primer hijo lo tuvo a los 16 años. En la actualidad sus hijos varones de 18 y 10 años, viven con su abuela materna en Calarcá. Ella dice que allá están muy bien, que ella los visita cada 15 días y les lleva dulces.  -Ambos son flacos y altos como yo, y Camilo es muy lindo- dice orgullosamente. Adriana me cuenta que dejó atrás la etapa de las rumbas, se ha propuesto ser más responsable, dice que el accidente le hizo poner los pies sobre la tierra, le hizo bajar los humos. Cuando le pregunté qué quería para su futuro me respondió: -Quiero tener tranquilidad, paz, quiero ir a la iglesia, me gustan las alabanzas, quiero tener buenos amigos. Me cambió la vida estar en una cama sola e incapacitada; aprendí a valorar el cuerpo, a quererlo; a ser más sencilla con la gente porque era un poquito creidita; el corazón me cambió. Se despide afectuosamente con un abrazo, me dice que ya casi será su cumpleaños y que espera volverme a ver pronto. La vida está llena de choques como el que sufrió Adriana. Algunos nos dejan paralíticos para siempre, otros, se convierten en segundas oportunidades para rehacer y mejorar nuestras vidas. Adriana busca ser feliz, se ha olvidado que tiene los tornillos y ya no le duele nada. Seguirá cepillando cabellos, mientras espera el momento de casarse con su novio. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 .  .  **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 MALA FAMA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/mala-fama/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Verla arder, esa era la idea. Ya no soportaba su limitada vida, ni su casa de esterilla y cartón, con techo de plástico y tejas retorcidas de zinc que el viento arrastraba de vez en cuando hasta las orillas del río. Tampoco soportaba el piso que variaba con el clima: en invierno era barro y en verano una gran polvorera. Lucrecia Piedrahita no había tenido una buena racha, llevaba meses quejándose de su miseria. Un cerillo y un galón de gasolina fueron suficientes para calmar su furia. No sacó nada, ni una foto. Después de discutir a gritos con sus hijos, redujo a cenizas su rancho y, con él, los de ciento cincuenta familias que vivían a su alrededor, Incluyendo la casa donde funcionaba, al mismo tiempo, la biblioteca y el restaurante comunitario. —  Cuenta Alejandra Castillo con una risa contagiosa. De aproximadamente 36 años, es una mujer robusta y tierna, de piel azabache y cabello rubio, gracias a sus extensiones artificiales. Muy expresiva, incapaz de comenzar una frase sin esa sonrisa que adorna con hoyuelos en las mejillas. Ella convierte cualquier tragedia en un relato gracioso, habla con fuerza y escucha con atención; es madre de dos hijos y feliz abuela de una bebé de 6 meses. Ex bailarina de salsa y sobreviviente de un cáncer que la sumió en una profunda depresión, de la cual salió gracias al trabajo comunitario. En Cali los asentamientos han sido constantes, a fuerza de ocupaciones, tanto desplazados como familias de escasos recursos de la ciudad, han ejercido presión social ante la problemática de vivienda. Barrios como El Poblado, Marroquín, Charco Azul, Alfonso Bonilla Aragón, Puertas del Sol, Las Orquídeas entre otros, han comenzado como asentamiento y posteriormente se han legalizado. En los años cincuenta, la Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca (CVC) puso en marcha el proyecto Aguablanca en el Oriente de Cali. Consistía en construir una barrera de tierra o “jarillón” destinado a contener las  aguas del río Cauca para habilitar una amplia zona de 5.600 hectáreas: dos veces la extensión de Haití. Esta zona, por su precario sistema de alcantarillado y drenaje, tiene un alto riesgo de inundaciones pero la pobreza ha hecho que las familias más humildes se asienten allí. La Biblioteca Comunitaria Puertas a la Sabiduría, surge hace quince años en Brisas de un Nuevo Amanecer: un asentamiento a orillas del Río Cauca  en el oriente de Cali. Martha Cuestas le dio vida a la biblioteca  luego de advertir la necesidad de un espacio en el que la comunidad pudiera hacer consultas escolares o leer un libro para distraerse. — —. Martha es una mulata de ojos pequeños y mirada profunda, delgada y caderona; muy atenta y amable, habla con soltura y mucha seguridad; parece que conoce cada detalle de su comunidad y que nada se le escapa. La mayoría de estos asentamientos se fundan en las zonas alejadas de la ciudad, sobre todo a la orilla del Río Cauca y las laderas. Zonas que por sus condiciones geográficas tienen alto riesgo de inundaciones y deslizamientos; carecen de servicios públicos, hospitales y parques. Sus habitantes difícilmente logran encontrar un empleo bien remunerado y la educación es un privilegio. Cali se ha configurado como una ciudad en conflicto constante, en la que se hace inversión social en barrios aledaños al centro o cerca a zonas industriales, pero se abandona y se descuida la vida en las zonas apartadas. Los asentamientos han sido zonas temidas por el resto de la ciudad. Durante los últimos cincuenta años los desplazados por la violencia y los sectores deprimidos de Cali han tenido que recurrir a la ocupación de tierras como única alternativa de vivienda. Marginales y sin mayores posibilidades, construyen sus casas con latas, plásticos y cartones; combinan prácticas del campo como el  cultivo  de plátanos, tomates, naranjas, la crianza de gallinas y cerdos para subsistir. — —. Se lamenta Ana Valencia, madre de Alejandra e integrante de la biblioteca comunitaria. Llegó a Cali hace más de cuarenta años, huyendo de la violencia en Barbacoas,  Nariño. Es la mayor del grupo con cerca de 70 años, goza de mucho respeto y consideración por parte de la comunidad. Es dulce con los niños, les lee cuentos y dibuja con ellos. El cansancio se refleja en su rostro, tiene ojos tristes, grandes ojeras y el cabello encanecido. Es bajita y menuda, habla poco y ríe mucho, ni siquiera una úlcera crónica que hace varios meses la acompaña, logra apagar su humor. A Brisas de un Nuevo Amanecer llegaron cuatro mujeres huyendo de la miseria. Ante la posibilidad de construir una casa propia, no se detuvieron a pensar en los desalojos de la fuerza pública ni en las inundaciones. Con sus propias manos levantaron sus ranchos y después dieron vida al comedor y a la biblioteca en la que albergaron centenares de niños que deambulaban mientras sus padres rebuscaban algo de comer en el reciclaje o el trabajo informal. Organizar la biblioteca no fue fácil. Este grupo de mujeres caminaba diariamente la calurosa ciudad, recogiendo en las unidades residenciales los libros que la gente ya no usaba. Cuadra a cuadra las enciclopedias, diccionarios y literatura iban llenando una pesada carreta que luego arrastraban  hasta el asentamiento, en donde se había adecuado un salón en madera y cartón, con una mesa en el centro y estanterías improvisadas.  — —, cuenta con emoción Pilar Escobar. Es la encargada de hacer promoción de lectura con madres gestantes y niños menores de cinco años. Pilar es tímida y callada, le gusta trabajar con la gente y promover el deporte entre los jóvenes para evitar el consumo de drogas y su ingreso a las pandillas. Su hijo y su madre son la razón de su vida.  Lamenta sacrificar tiempo con ellos, pero no se arrepiente de su trabajo con la comunidad. — -, dice satisfecha y con los ojos humedecidos. En el 2006, durante la alcaldía de Apolinar Salcedo, La Playita, Brisas del Cauca, Las Vegas, Venecia y Brisas de un Nuevo Amanecer fueron algunos de los asentamientos reubicados en Potrero Grande, un barrio dotado de servicios públicos, recolectores de basuras, carreteras, escenarios educativos y culturales. A primera vista parece una solución digna y decorosa del problema de vivienda en Cali, sin embargo desde un principio el barrio fue insuficiente. El costo total del proyecto asciende a 34.000 millones, con lo que se construyeron en principio 1.750 viviendas. Pero las familias que debían reubicarse superaban las 4.200. Son casas de ladrillo, de dos niveles, uniformes y bajas, con piso de cemento, una sola habitación, un baño pequeño y un salón que hace de sala y comedor. Casas de tan sólo veintiocho metros cuadrados, pensadas para familias de cuatro o seis  personas. El proyecto urbano no contempló en ningún momento la biblioteca ni el comedor comunitario, por eso estas mujeres decidieron salir todas las mañanas con una carpa y la carreta llena de libros. Por cuadras reunían a los niños para leer, hacer manualidades y hablar con ellos. Cada día se rotaban los deberes: mientras unas conversaban y leían con los niños, las otras preparaban en leña la colada de Bienestarina que se repartía con galletas de soda después de las actividades. Con los días, la jornada de la mañana no fue suficiente para ellas, entonces decidieron visitar un sector más en la tarde, trataban de no repetir las cuadras y llegar hasta los lugares más apartados de Potrero Grande. Los niños corrían detrás de ellas para participar de las lecturas, inclusive, muchos cruzaban a sectores que no podían llegar porque la pandilla que lo manejaba estaba en conflicto con la pandilla del sector donde vivían. — La reubicación no respetó lazos de vecindad ni amistades construidas con los años, las casas fueron sorteadas y ninguna familia pudo decidir en cuál de los sectores quería vivir. Potrero Grande tiene 12 sectores, en los que se han reubicado familias de distintos lugares de la ciudad, sobre todo de la parte alta de Siloé y asentamientos a la orilla del río Cauca. Con los nuevos vecinos, llegaron también nuevos conflictos; disputas por territorios y control de cuadras por parte de pandillas y oficinas de cobros que aprovechan la poca presencia del Estado y la precariedad en la que viven los jóvenes para vincularlos a robos y homicidios. Muchas de estas oficinas son manejadas por bandas criminales desmovilizadas de los paramilitares y las guerrillas, unidas a actividades de narcotráfico dentro y fuera de la ciudad. Prácticamente cada sector cuenta con una pandilla, incluso dos, dicen algunos habitantes de Potrero Grande. Cada cruce o esquina puede ser una frontera invisible y en cada parque se juega la vida. De acuerdo con la Personería, en la Comuna 21 hay 8 pandillas con 170 miembros, aproximadamente. En la ciudad hay cerca de 134 pandillas que hacen presencia en 17 comunas de las 22 que existen. —, dice Pilar elevando el tono de su voz. Uno de los recuerdos más dolorosos es el de un niño de 14 años que asistía a la biblioteca y por involucrarse con pandillas asesinó a otro de su misma edad. Ellas guardan la fotografía de una navidad, en la que aparecen los dos menores abrazándose y sin saber, irónicamente, que al pasar los años uno de ellos caería en manos del otro. De los 1.973 asesinados en Cali el año pasado, 247 eran menores de edad y otros 1.000 tenían entre 18 y 30 años. Y es que son los jóvenes, en su mayoría hombres, entre los diez y los veinte años quienes están siendo víctimas y victimarios del conflicto en Potrero Grande. Todos ellos en algún momento de su niñez han jugado juntos y han compartido lecturas; pasado un tiempo se aburren de la biblioteca, que tiene un enfoque infantil y por necesidad o protección terminan trabajando en oficinas de sicariato, consumiendo drogas y odiando a sus propios amigos. — —. Asegura Martha, mientras nos cuenta la historia de una joven mujer, madre soltera de una niña de tres años, quien busca en las redes sociales una salida a su angustiante situación económica y encuentra un mexicano que le ofrece apoyo. Él insiste en que viaje con su niña, pero del mexicano sólo se sabe lo que el perfil de internet muestra, no hay ninguna garantía de seguridad y bienestar allá, pero aquí tampoco. El barrio sólo cuenta con un colegio, “El Queso”, así lo llaman los niños por sus paredes rectangulares con orificios redondos de tamaños diversos. La oferta escolar del colegio es inferior a la demanda del Potrero Grande; sólo puede atender la tercera parte y también debe brindar cupos a niños de sectores aledaños. El 25% de los adultos están desempleados y los que trabajan obtienen un sueldo inferior al salario mínimo. La mayoría de las mujeres trabajan como empleadas domésticas y los hombres como vigilantes u obreros de construcción; los jóvenes se aventuran a limpiar vidrios y ofrecer comidas en los semáforos. — —, comenta Alejandra, mientras nos muestra una fotografía de su hijo mayor en el celular. — La mayoría de los habitantes de Potrero Grande vive de la informalidad, los ingresos oscilan entre los ciento cincuenta y doscientos mil pesos mensuales, suma insuficiente para cubrir los gastos familiares. Un gran porcentaje de las casas de Potrero Grande están atrasadas en las hipotecas, aunque las cuotas son de cincuenta mil pesos mensuales, no hay recursos para cubrirlas. A unos los desplazan los bancos y a otros los desplazan las pandillas.  En una de las cuadras de Potrero Grande se pueden ver casas abandonas que exhiben en sus muros  los orificios por donde entraron las balas. Ventanales con vidrios rotos dejan ver como algunas de las casas aún conservan la decoración de sus antiguos dueños. Uno de los cuartos tiene pegado en la pared los dibujos de una niña que alguien intentó arrancar con premura, pero el pegante fue más eficaz. Una de esas casas pertenece a una recién nacida, que con sólo seis meses de vida ya debe lidiar con la violencia y el despojo. Su mamá no aguantó el parto y su papá no aguantó el conflicto. Sentada en una de las mesas infantiles, Ana pasa las hojas de un cuento a la vez que observa a los niños que juegan a su alrededor. Ellos corren sonrientes y se esconden en una casa de juguete en el antejardín mientras ella  habla de la tristeza que le produce verlos con hambre y no tener alimentos para ofrecerles. — —. A lo largo de la historia las mujeres han tenido que enfrentarse a una sociedad indolente, a ser tratadas como personas de segunda clase y sin derechos. Han sido confinadas a la cocina y la obligación perpetua de criar los hijos. En medio de violentas batallas las mujeres han ido conquistando el derecho a autodeterminarse y dirigir su vida, sin embargo, en escenarios de exclusión y extrema pobreza el machismo sigue azotando. Un alto porcentaje de niñas entre los 12 y los 15 años dejan las escuelas y se abandonan a maternidades atropelladas. Muchas deben criar a sus hijos solas, bien sea por el abandono y las burlas de sus compañeros o porque la muerte se ha empecinado con los hombres del barrio. Ana nos asegura que ella nunca tuvo suerte en el amor, el padre de sus hijos les abandonó cuando aún eran muy pequeños. Igual le ha ocurrido a su hija Alejandra, a quien le mataron su compañero y a Pilar que ni siquiera menciona al padre de su hijo. — — Nos dice mientras se cruza de piernas y acomoda su falda ceñida, hace un guiño con las cejas y se queda sonriente pensando. La única que ha logrado consolidar una relación de pareja es Martha; sin embargo, reconoce que no ha sido fácil, el hecho de pasar tanto tiempo fuera de casa es tomado como una forma de abandono a su hogar. Han sido muchas las discusiones para hacerle entender a su familia que ella puede ser una buena madre y esposa sin parecer una esclava, y que su felicidad está en salir todos los días en busca de esos niños que tanto la esperan. Hace seis años un vecino del barrio que consiguió un trabajo en España, admirado por la labor en la biblioteca, decidió dejarles la casa en comodato por diez años; para que dispusieran la biblioteca y el comedor comunitario. Felices buscaron la manera de organizarse como fundación y así conseguir recursos y financiación para dotar el espacio. Decidieron llamarse Koretta King, en honor a la esposa de Martín Luther King. Una mujer que al igual que ellas luchaba por los derechos de los más pobres y los afrodescendientes. Lograron donaciones de libros infantiles y recursos para el comedor. Sin embargo, el comedor sólo funcionó un año, cada día llegaban más niños y menos ayudas. En el 2011  “Las korettas”, como las llaman cariñosamente en el barrio, ocuparon el segundo puesto en el concurso “Por una Cali mejor” y con el dinero lograron comprar una casa en la que esperan reabrir el comedor e instalar la emisora comunitaria con los jóvenes.  La biblioteca es un salón pequeño y con rejas en el antejardín; sus paredes están sin repellar y los zancudos acompañan las lecturas. Sólo caben tres mesas pequeñas. Cuando se llena, los niños se sientan a leer hasta en el sanitario. Hay pocos juegos infantiles, desgastados por el uso y el abuso. No cuentan con muchos materiales de trabajo, sólo hay una caja llena de colores disminuidos por el sacapuntas y las hojas para pintar son un privilegio. Los cuentos llevan años sin ser renovados, tanto que los niños se los  saben de memoria, aun así  ellos llegan todos los días sin falta para jugar y aprender. — replica Martha, mientras nos enseña un libro infantil de Mary Grueso, escritora, poeta y narradora oral colombiana. En sus libros destaca la belleza del Pacifico y el orgullo de haber nacido negra. La cuadra donde está ubicada la biblioteca es una de las más figuradas por los noticieros locales, porque es el límite de cuatro sectores distintos que suelen enfrentarse a bala y piedra por el control del territorio. Sin embargo, durante los doce años que llevan trabajando con los niños, bien sea en la calle o en la biblioteca, nadie las ha amenazado o agredido. En varias ocasiones, las pandillas han acudido a la biblioteca para que intervenga en los acuerdos de paz y convivencia. *** Carlos es un trigueño, alto y corpulento. De labios gruesos, ojos claros y mucho ímpetu al hablar. Hace ocho meses salió de la cárcel, pagó una condena de cinco años por varios delitos. No le gustan las entrevistas y desconfía de todo aquel que entra a Potrero Grande sin pertenecer al barrio. Está convencido que el arte y la creación de microempresas ayudaría a reducir los índices de violencia del sector. — Expresa con altivez mientras empuña su brazo y lo posa sobre la mesa, respira profundo y retoma. Sonríe y mira las jovencitas que desde la puerta lo cortejan. —. Nos dice Martha llena de orgullo; 32 de sus chicos están cursando carreras universitarias como psicología, trabajo social, ingenierías y diseño. Todos están becados y comprometidos a retornar a sus comunidades los aprendizajes. — Luis Manuel orejuela es un futbolista de 19 años, estudió en Potrero Grande y visitó constantemente la biblioteca comunitaria. Con mucho temor, su mamá lo despachaba todos los días en bicicleta a los entrenamientos de fútbol en el barrio Siete de Agosto; en Potrero Grande no había escuelas deportivas. Después de varios años de entreno, el Deportivo Cali decidió reclutarlo en sus filas y cambiarle la vida. Hoy vive en un modesto barrio de la ciudad, con su madre y hermanos a quienes sueña con pagarles una carrera universitaria; se transporta en un carro último modelo y viste impecable de pies a cabeza. Sin embargo, en pleno ascenso de su carrera vuelve cada día al barrio que lo vio crecer, sabe que es un referente para muchos niños y no piensa decepcionarlos. Su triunfo no ha hecho que se olvide de sus amigos que tanto lo protegieron. Fueron seis mujeres las que originalmente organizaron la biblioteca y trabajaron con la comunidad, pero dos de ellas han tenido que buscar empleos y alejarse del proceso. Hoy Martha, Alejandra, Pilar y Ana sostienen la biblioteca con tesón. Tienen un sueño por cumplir: fundar un colegio con la pedagogía Waldorf; piensan que hay que superar la mirada superficial de que el problema se resuelve, dando comida al hambriento, enseñando al ignorante y ocupando al ocioso. Su filosofía está fundamentada en el amor y el respeto por el otro. Estas mujeres no se resignaron a su condición de desplazadas y excluidas, hoy cursan carreras universitarias y se sientan frente a frente a discutir políticas públicas y proyectos para el barrio con dirigentes y expertos. Ellas se hinchan de orgullo con cada joven que logra sobrevivir y darle un destino a su vida distinto al que parecía tener predestinado. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 DE FLORES Y VIDRIO ROTO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/de-flores-y-vidrio-roto/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Alguna vez, de niña, me puse a pensar en qué era lo peor que podía ocurrirle a cualquier persona. Y entre todos los males humanos que pude imaginar, escogí uno que encabezaría el ranking. De adulta, en una conversación con los padres de mi mejor amiga, volví a ese mal. Diana y Darío me contaron la historia de alguien cercano que es portador. A las pocas semanas voy a conocerle.  La encuentro luego de subir tres pisos de escaleras empinadas. Me saluda tras la reja blanca.   – ¿Sos la amiga de Diana?- pregunta con voz impostada y acento valluno, de empanada con champús y vocales abiertísimas.   Sin embargo, algo en su aspecto hace pensar en las matronas caribes. Sonríe. Lleva una blusa color naranja pálido, sin escote, ceñida en los senos y suelta en el torso. Unos jeans apretados que no le cubren del todo las pantorrillas. Sandalias blancas, de plataforma y el cabello rubio oxigenado recogido en una coleta baja. Alcanzo a ver sus ojos mientras dice que me ponga cómoda y me entrega una revista de farándula nacional. Son oscuros y gigantescos, resaltan con el trazo suave de delineador negro sobre sus pestañas arriba y abajo, y las sombras rosa y púrpura que dividen sus párpados y recuerdan un jardín con hortensias a la derecha y violetas a la izquierda. Me siento y le extiendo la mano para presentarme. También se presenta. Su nombre es Luis Alfredo.  Me pide que la espere, debe terminar de cepillar a una clienta. La miro peinar a través del espejo que tengo en frente. Observo el lugar. Es una peluquería de dos salones amplios, decorada con un concepto barroco: en el salón donde me encuentro está el retrato de una advocación de la Virgen, la Biblia abierta en Ezequiel 22, gatos de porcelana, gatos de verdad, un stand de cristal con bisutería para la venta, un cuadro con billetes colombianos de todas las denominaciones bajo el de María, tapetes de felpa, una mesa de centro y sofás que refuerzan mi impresión de que a Luis le gusta el color naranja.  Casi veinte minutos más tarde, justo cuando la impaciencia me había llevado a ojear otra revista, ella entra.   – Ahora sí ven, sentémonos por aquí para charlar.  Yo estaba ahí para que habláramos. Diana y Darío me contaron que Luis estaba contagiado y que su pareja había muerto de SIDA. Yo estaba ahí para que me hablara del que creía era el peor de los males humanos.  El SIDA -Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida- es una enfermedad provocada por el virus del VIH, que puede transmitirse por tres vías: de madre a hijo, sea durante el embarazo, el parto o la lactancia; el contacto con sangre, cuando se comparten jeringas o al pincharse o cortarse con elementos infectados (aquí entran desde los accidentes profesionales hasta la falta de esterilización de elementos de manicura); y claro, las relaciones sexuales sin preservativo, por el intercambio de líquido preseminal, semen o secreciones vaginales. Tres vías. Pero el imaginario colectivo se ha inventado otras (la saliva, las lágrimas, las picaduras de mosquito), así como un día de la nada me inventé que contagiarse de SIDA era lo peor que podía ocurrirle a alguien. Lo que no sabía entonces es que se contagia el virus, no la enfermedad. Había un error en los términos que empleaba y en mí.  Como enfermedad que empezó a cobrar víctimas, el SIDA tiene su origen en 1920, en la ciudad de Kinshasa, República Democrática del Congo. Así lo reveló un estudio publicado por la revista Science en 2014. El SIDA llegó hasta ahí, hasta Kinsasa, desde el sur de Camerún, donde una especie endémica de chimpancés que portaban un virus de inmunodeficiencia lo transmitieron a humanos. Aunque no se conoce por qué vía se dio el contagio, se especula: el imaginario colectivo (de nuevo) ha establecido que la transmisión fue sexual, zoofílica, maldita, producto de la violación de simio. Es una idea que mitifica un poco más la enfermedad. En el ámbito científico se habla de un contagio por contacto con sangre infectada durante la actividades de caza. Pero claro, resulta más morbosamente atractiva la primera teoría.  En 1990, treinta años después de la mayor expansión del virus, una fotografía publicada en la revista Life cambió la cara del SIDA, pues para el inicio de la década de los ochenta era un misterioso síndrome que atacaba con furia a los Estados Unidos y se ensañaba con una población en especial: los hombres homosexuales jóvenes de Nueva York y Los Ángeles. Se tipificó así, el síndrome de los gays cosmopolita. Y se les victimizó al cuadrado: primero, debieron vivir la zozobra del diagnóstico sin nombre y la crueldad del virus los destruía por dentro y por fuera a un ritmo incontrolable, y después debieron soportar el aislamiento que les impuso una sociedad ya homofóbica y ahora aterrada.   La fotografía muestra a un hombre en cama, muy delgado, con la mirada perdida y la boca entreabierta. Lleva reloj en la muñeca izquierda. Su padre le abraza con un gesto de desgarradora despedida, mientras su madre parece contenerse, apretar los dientes, y una niña, quizá la hermana del joven, mira sin mirar. Su nombre era David Kirby. Fue su última foto.  A pesar de haberla visto antes -estoy segura- jamás dimensioné la escena. En mi cabeza flotaba una sola idea acerca del virus, esa de «no tiene cura, no tiene cura, no tiene cura». Luego Luis empieza a hablar, posa las manos sobre la mesa, se contonea, acomoda su blusa, mira a los ojos… Y esta idea leve se diluye; da paso a sus palabras sencillas, a un relato que de entrada me recuerda la foto de Kirby y la forma como lo rodean sus padres.  Fue diagnosticada hace 16 o 20 años, ya no lo recuerda: «Yo fui lo contrario a los demás, llegué a pesar 120 kilos, ¡me engordé demasiado! Entonces un día, me acuerdo tanto, fui al endocrinólogo que me llevaba el tratamiento de hormonización. Ya había salido del consultorio, pero me devolví, «Ay, doctor, mándeme la prueba de VIH». Entonces dijo «No, pero tú estás bien», porque sabía que yo tenía pareja estable y que el año pasado me la habían tomado. Igual le pedí que me la mandara».   Salió positiva. Y Luis otra vez fue lo contrario. Dice que la mayoría de las personas ponen la vida en pausa. Ella no, la noticia la motivó a empezar. «¡Ah, bueno!, me pongo pilas porque si me voy a morir, no me voy a morir sin disfrutar, sin conocer, sin hacer».   La idea de Luis de adecuar el tercer piso de la casa como peluquería y mudarse allá (acá) continuó. Su padre lo cuestionó: «Que para qué iba a gastarme esa plata… Entonces le dije que no pensaba morirme todavía, que me quedaba tiempo».   A mí me lo cuenta con desparpajo, pero sé que no le respondió así a su papá.   Y aunque suene a contradicción, lo segundo que hizo después del diagnóstico fue preocuparse por faltarles. Cuando supo que era portadora, empezó a pensar en un mecanismo para que el negocio familiar, la ferretería que funciona en el primer piso, y otros aspectos cotidianos se manejen solos cuando ella no pueda hacerse cargo. Hay una abogada que vigila las finanzas y doña Lucía les ayuda en casa con el aseo y las comidas.     – No quiero que se preocupen por la vida exterior, quiero que todo les llegue.  Luis tiene una hermana en Bogotá, pero me cuenta que por cuestiones de trabajo no puede estar pendiente de ellos.   «No, es que yo no me pienso morir todavía», pero sabe que puede ocurrir. Ya lo ha visto.  Antes del diagnóstico, de saber qué era un medicamento antirretroviral, de sentir que no tenía fuerzas para hacer un cepillado, antes de que la enfermedad dejara de serle ajena, Luis fue a la Clínica de Occidente, en el barrio Versalles, para visitar a un amigo enfermo de Sida. Había sido uno de los mejores peluqueros de Cali, y ahora agonizaba conectado a líquidos de colores, demente y cubierto en gotas de sudor como rocío sobre todo su cuerpo. El enfermo le pidió a Luis que le secara el rostro. «Lo sequé, pero cuando salí de allá me lavé las manos diez mil veces y boté el pañuelo». Uno de los mejores peluqueros de Cali falleció a los días en una ciudad que ha registrado más de cuatro mil muertes por Sida desde 1985.  Tiempo después, hace unos diez años, cuando ya conocía su enfermedad, fue a visitar a otro amigo cercano a «El pabellón de la muerte», como llamaban al séptimo piso de la Clínica Rafael Uribe Uribe.  Luis intenta encogerse, retira las manos de la mesa, las agita y me cuenta que era desastroso, una película de terror, un oprobio; camillas sin tendidos, oxidadas, rechinantes y pacientes con alucinaciones por la fiebre, atados de manos y pies con pedazos de sábanas y toallas. Hace un alto, sus palabras dejan de fluir como un torrente. Se acomoda en la silla.   También vio morir a su pareja.  – Yo veía que él tenía un montón de frasquitos y decía que eran vitaminas.  Eran antirretrovirales.   Estos medicamentos surgieron a finales de la década de los ochenta. Son inhibidores de diversos mecanismos de replicación del virus. En la actualidad existen 5 tipos. Su función es evitar que el VIH se reproduzca; pero también ayudan a recuperar el sistema inmunológico, al mantener el recuento de linfocitos T CD4 en un rango aceptable. Los CD4 son células esenciales en la defensa contra infecciones y enfermedades como el cáncer, y son a la vez el blanco del virus, que las ataca para hacer sus copias.   Los antirretrovirales llegaron pocos años después del AZT, primer intento aprobado para combatir el VIH y tratar el síndrome. Éste surgió de una investigación contrarreloj para frenar las muertes por SIDA en Estados Unidos. Los estudios demostraron que el medicamento (usado antes en pacientes con cáncer) inhibía mecanismos de replicación del virus, y como no era tóxico en ratas o perros, se probó en humanos y empezó a circular en 1986. Pero la sospecha de que aquellos que consumían el medicamento morían más rápido rondaba entre los portadores. De ahí que muchos lo rechazaran.  Constituyen un tratamiento efectivo, pues reducen la carga viral, es decir la cantidad de virus en la sangre, al punto de volverla indetectable. También se reduce la cantidad de virus en otros fluidos, lo que minimiza la posibilidad de transmisión.      Las fuentes secundarias que había consultado hablaban de la cobertura del tratamiento antirretroviral (TAR) en Colombia, y mostraban diagramas de barras de colores celebrando cómo el porcentaje se ha elevado en los últimos años. Hablaban de los estudios que se realizan en España para reducir los fármacos de los cocteles a dos (en lugar de tres), sin sacrificar la efectividad. Hablaban de que en países como Argentina ya puede iniciarse el tratamiento inmediatamente después del diagnóstico, sin esperar a que las defensas disminuyan a algún nivel estipulado. Y hablaban de que los efectos secundarios son los mismos «trastornos hepáticos y renales» de mis antibióticos para el acné, y de que, en todo caso, dependen de cada organismo. Son magníficos los antirretrovirales hasta dejo de mirar mis notas, levanto la vista y Luis tiene cara de ¿Quésucedecontigo?  – ¡Mentiras! -y la «s» queda sonando en el aire.  Auch.  – Es efectivo… -continúa- Mi carga viral es indetectable. Pero efectos secundarios -y se me acerca- …A mí me da diarrea todos los días, todos. Es un proceso de seis de la mañana a siete y media en el baño, y después taponarme con Loperamida. Yo no tolero la lactosa y hay muchas comidas que no puedo ingerir.  Entre las afecciones que pueden provocar los medicamentos se encuentran -además del daño en hígado, riñones y la diarrea- el agrandamiento de corazón o cardiomegalia, que tiene graves efectos a largo plazo, y la enfermedad de encía o periodontitis, que destruye el hueso que sostiene los dientes. Luis me dice que no hay una relación comprobada entre el uso de antirretrovirales y esta última enfermedad; sin embargo, en su círculo de amigos, unos 15 la han padecido y lo que tienen en común es haberse sometido al TAR. Supongo que si reviso fuentes extraoficiales, encontraré que la toxicidad secundaria es un asunto que preocupa a los pacientes. Es la dualidad: estos fármacos permiten coexistir con el virus al tiempo que pueden convertir esa coexistencia en un asunto insostenible. Tiempo atrás, Luis decidió suspender el tratamiento por dos años. Su recuento de CD4 llegó a 35, cuando el rango normal es de 500-1500.    Lo suspendió por la irrupción de uno de esos efectos indeseables, la lipodistrofia, enfermedad que provoca cambios en la distribución del tejido graso del cuerpo: «Tú te secas donde no te tienes que secar: piernas, nalgas, cara. Y te engordas donde no quisieras: barriga y espalda. Hace que te veas más como un camello que como un ser humano».    Y me explica que no, nada tiene que ver con la vanidad, porque ella entra en una categoría especial, la de paciente trans, y la lipodistrofia tuvo en ella consecuencias más complejas que el secarse aquí y engordarse allá. Pero no me dice más. Silencio. Así que a punta de borrones intento escribir esas consecuencias:  Ocurre que inició su tránsito mucho antes de ser diagnosticada. Se sometió a procedimientos agresivos, como la hormonización, para ver en el espejo un cuerpo deseado (deseado y deseable son conceptos distintos), que se pareciera a ella, a su forma de modular las palabras, cruzar las piernas, y retirarse el cabello del rostro. Y si bien lograr esa correspondencia entre el cuerpo y la identidad es una eterna búsqueda humana, no para todos supone un desafío de estas proporciones o tiene un significado trascendente. Para Luis, el proceso de tránsito va más allá de la realización personal, de convertirse. Es un proceso para ser, que de alguna manera se vio frustrado por el tratamiento contra el VIH. Por eso lo interrumpió. ¿Entienden?  Me cuenta que para el momento de abandonar los antirretrovirales, su cuerpo se había deteriorado mucho, por lo que tuvo que someterse a varias intervenciones.   Hasta entonces, a pesar de mis esfuerzos por obtener denuncias, nuestra conversación no había arrojado la primera crítica al sistema de salud. Y es que en Colombia, el 99.9% de la población diagnosticada con VIH y SIDA recibe tratamiento antirretroviral. Éste, por supuesto, se encuentra incluido en el Plan Obligatorio de Salud (POS). Además, las EPS proporcionan a los pacientes medicamentos profilácticos que les protegen de infecciones respiratorias, hongos, herpes y otras enfermedades a las que son vulnerables. ¿Será el mejor panorama posible? A fin de cuentas vivimos en un país en el que se habla de «paseo de la muerte» para referirse al acto de morir en busca de atención médica. «Paseo» como si fuera una caminata tranquila. ¿Qué se puede esperar?  Pero Luis alza la voz.  – Vaya y pelee con el gobierno para que le hagan una cirugía reconstructiva, para ellos todo es estético. Los implantes de silicona, el biogel y el hialurónico para rellenar las áreas donde perdí grasa tuve que pagarlos yo, de lo que trabajo. Pero no todas las personas pueden darse ese lujo. ¡No todas!  Lo sabía. – Y sin tutela no funciona nada en este país. A mí me asesoraron en una fundación para pacientes con VIH y me ayudaron a presentar una buena tutela. La EPS me tiene que cubrir todo el tratamiento y los profilácticos hasta el día que me muera. Pero claro, ha habido desacatos.  Por supuesto.      – A mí no me cobran copago por ningún servicio. Te hablo como afiliada a la Nueva EPS. Pero sé de amigos a los que sí les toca pagar. Son como dos mil o tres mil pesos.  Y cuando se me sale un «ah, pero bueno», me corrige.  – Eso lo dices por tu estatus social. Pero para otra persona ir al médico no es cualquier cosa. Hay que gastar en transporte, almuerzo, a eso súmele el copago y que le digan que no hay medicamentos, que vuelva después.  Lo siento.  – Si tenemos prioridad es porque nos hemos empoderado para exigir al gobierno nuestros derechos. Hemos peleado por tener calidad de vida. Además, nosotros los portadores de la comunidad trans somos más evidentes ante la sociedad. Eso ha ayudado.   Y cuando le pregunto qué opina sobre una frase a la que recurre el senador Jorge Robledo para definir el sistema de salud («Mientras impere la Ley 100, los colombianos seguirán muriendo de enfermedades que la medicina puede curar»), se acomoda en la silla.  – Yo no sé mucho de leyes. Pero entiendo que, por ejemplo, el Hospital Departamental cada día está peor. Las personas que llegan allá no tienen la seguridad de una EPS, porque no tienen medios económicos, pero sí les piden un listado de cosas, que compren los retrovirales y los profilácticos. Si no tienen para comer, ¿cómo van a comprar los medicamentos? Lo cuento porque lo viví en carne propia. Mi pareja murió de Sida en el Departamental.         «Hubo que poner tutelas, ¡es una enfermedad que la tiene que cubrir el Estado!, pero nos seguían diciendo: «Es que se acabó el medicamento». Bueno, ¿y cuánto vale? Que dos millones porque toca comprar diez bolsas. Entonces hubo que hacer rifas. Pero eso es muy fuerte, llegar allá y encontrarse con una pared. Y eso que te estoy hablando de algo que pasó hace diez años. Al menos mi pareja contaba con la mamá y conmigo».  Además de las rifas, Luis estuvo en el hospital cada noche desde que lo internaron. Lo acompañaba desde un pasillo. Salía en busca de comida a la hora que fuera para calmar sus antojos. Incluso compraba productos de Omnilife cada que podía, aunque él se negara a consumirlos.  A pesar de la resistencia para hablar de él, debo preguntar algo que los nervios que tenía hacen imposible transcribir. Son un montón de palabras desarticuladas, pero Luis me entiende: «Él nunca me dijo que era portador. Pero yo no lo culpé. Cuando tú decides tener relaciones sin preservativo, estés en una relación seria o en una relación ocasional, debes asumir las consecuencias que eso puede traer. Por eso no le recriminé nada. Y estuve ahí hasta el último momento». Agradezco la respuesta. Y pienso que es suficiente, llevamos poco más de una hora sentadas. Así que le pido que me muestre su reserva de medicamentos. Me había dicho que los tiene organizados en una gaveta de la cocina. Nos ponemos de pie.   Hay unas cien cajas, de distintos tamaños, casi todas blancas. Me muestra una de antirretrovirales, tabletas de fluconazol y levotiroxina. Yo también tomo levotiroxina para regular un desorden hormonal que heredé de mi madre. Hablamos del desorden. Pienso en el caos.  Volvemos a la mesita naranja porque quiero escucharla hablar de temas que me inquietan, a ver si sus respuestas de mujer sabia me alivian un poco de esta insoportable juventud. Entonces le digo lo que pienso, que la calma llega después de la tormenta y que la esperanza se conquista luego de atravesar infiernos. ¿Qué es el infierno?  Sus uñas golpean la mesa. Deja de mirarme y el jardín que lleva en los ojos se riega de lágrimas. Pide disculpas. Su voz intenta extinguirse bajo el ruido de la calle: «Han sido muchos momentos difíciles… Las fuerzas se acaban… Y hay vulnerabilidad. Sentirse impotente, no poder hacer muchas cosas, eso es duro. La impotencia da tristeza. Cuando se me bajaron todas las defensas no era capaz ni de hacer un cepillado porque me cansaba horrible. Me costaba mucho levantarme de la cama, subir gradas era un tormento…». Acto seguido, retira con la punta de los dedos el dolor que le corre por el rostro y dice que bueno, que hay que fortalecerse, seguir adelante.   De nuevo agradezco la respuesta.    Todos los días, al salir de la universidad, tomo la misma ruta del masivo. Todos los días paso por una estación que tiene un ventanal destrozado; parece que lo atravesaron dos piedras. Todos los días me quedo viéndolo porque es curioso cómo los cientos de pedacitos en los que quedó convertido se mantienen juntos, compactos, resistentes; y aunque no se vea nada a través de él, sigue ahí, en pie. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Entrar en detalles  Hija única  El pánico duele  Decisiones La salud es un derecho que se conquista gritando   Cristal **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 RESPIRA PROFUNDO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/respira-profundo/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Si un día supiéramos que de nuestros grifos baja agua contaminada y que su consumo podría afectar nuestra salud, podríamos decidir si consumirla o buscar otras alternativas. Sin embargo, en una hipotética situación, igual de crítica, si un día nos enteráramos de que el aire que respiramos está contaminado y es nocivo para los humanos, no tendríamos más opción que seguir respirándolo, quizás aunque ese mismo aire, de a poco, nos provoque la muerte. No podemos decidir la respiración. Los adultos respiran entre 7.200 y 8.600 litros  de aire a diario, equivalente aproximado por 21.000 respiraciones.  Los niños respiran más que eso. Si respiramos aire contaminado, aunque en mínimas cantidades, durante algunos años, los sistemas de nuestro cuerpo se hacen vulnerables a muchas afecciones. Una simple tos, un estornudo, irritación en los ojos, comezón en la piel podrían ser señales de contaminación atmosférica. También pueden serlo el cansancio, la baja productividad, el insomnio, la ansiedad y la irritabilidad. Estudios de la Organización Mundial de la Salud, OMS, declaran la contaminación del aire cancerígeno para los humanos, siendo de más incidencia el cáncer de pulmón y  de vejiga. ¿Sabes qué tan limpio es el aire que respiras? Datos recientes de la Asamblea de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, Unea, señalan que la contaminación atmosférica constituye un riesgo medioambiental para la salud y se estima que causa alrededor de siete millones de muertes al año en el mundo. Eso es casi como si muriera cada año, tres veces la población de Cali. En el último reporte de la OMS, Cali figura entre las 20 ciudades más contaminadas de Latinoamérica, detrás de Bogotá y Medellín. En Cali, la mayor contaminación la aportan las fuentes móviles como buses, camiones, taxis, carros particulares y motos. En el 2009 comenzaron a circular los buses del Masivo Integrado de Occidente, MIO, concebido como parte del proceso de transformación para la ciudad. La novedad hacía que todos quisieran usar el nuevo transporte. Pero pronto esa novedad fue opacada por la ineficiencia del sistema. Los caleños siguieron prefiriendo el transporte tradicional, aunque fuese más contaminante. La administración municipal tomó medidas. Expidió resoluciones que cancelaban el permiso para operar a empresas como Alameda, Cañaveral, Decepaz, Papagayo, Verde Bretaña, Villanueva Belén, Coomoepal, Verde San Fernando, Montebello y Sultana del Valle. En las calles dejaron de verse aglomeraciones de buses tradicionales que dejaban a su paso estelas negras de humo. Sin embargo una nueva alternativa de transporte surgía con fuerza: el transporte pirata. Carros viejos y motos que llevan al pasajero a su destino, más rápido, por el mismo costo del pasaje en un bus. Con esto, otro esquema de contaminación en el aire ha emergido. Si el MIO pretendía ser una solución de movilidad para la ciudad y además reducir los niveles de contaminación, con su deficiente implementación, el objetivo no se ha cumplido.  En Cali se ha registrado un incremento de motos y autos. Cada día se ven más vehículos recorriendo las calles y cada vez es más fácil adquirir uno. De acuerdo con el documento Cali Cómo Vamos de 2012, el parque automotor matriculado en Cali aumentó 92% entre 2000 y 2012. Mientras el reporte Cali en Cifras registra para el 2013, más de 180.000 motocicletas y 500.000 vehículos entre particulares, públicos y oficiales. Sin embargo, estas cifras son solo el reporte oficial de vehículos matriculados. Por las calles circulan muchos vehículos matriculados en otros lugares del país, lo que hace incalculable la cantidad exacta de vehículos.  Aunque pudiéramos pensar que la emisión de gases de un vehículo no hace la diferencia, imaginemos esto: si una persona lanza un papel a la calle es posible que no se note, pero si 500.000 mil lo hacen, será muy notable. Así van miles de vehículos por las vías, aportando más del 90% de las emisiones contaminantes conocidas. Motos y  taxis son los principales contaminantes en la ciudad. En el norte, habitantes de la comuna 2 de Cali notan que algo no está bien en el aire. En Brisas de los Álamos, Martha López, una trigueña robusta, que vive en la zona desde hace más de 10 años, ha notado que la respiración de su bebé de seis meses no es normal. Una especie de silbido se escucha cuando el pequeño inhala. En el Hospital Joaquín Paz Borrero, donde lo atienden por urgencias, los médicos dicen que sus problemas respiratorios son probablemente un efecto de la contaminación a la que está expuesto el sector. “No es el único caso, se ve mucho en los niños por aquí”, dice Martha, mientras barre su antejardín. Joaquín Bejarano, también residente del sector, se queja por una constante picazón en los ojos y alergias en la piel que según dice, son provocados por los vapores contaminantes de las empresas en la salida de Cali, además de la contaminación que trae el aire desde Yumbo.  Vecinos coinciden en que síntomas como gripa, alergias respiratorias, virosis e irritaciones en la piel se han hecho más constantes.  Las frecuentes molestias en la salud de muchos de los habitantes de la comuna, sumadas a los constantes malos olores y el smog,  los hace pensar que los niveles de normalidad que reporta el  Dagma, no son tan confiables. Según la CVC, entre el 30% y 40% de las partículas contaminantes que respiran los habitantes de estos sectores proviene de las industrias. La misma entidad declaró esta área industrial como zona contaminada y contaminante. Sin embargo, el Dagma asegura que los niveles son tolerables. En el “Grupo de Calidad del Aire” en el Dagma,  la ingeniera Gisela Arizabaleta, una mujer amable y dinámica, y Jefferson Valdés, un joven estadístico, de apuntes muy precisos, tienen disponibilidad para mostrar la información con la que cuentan sobre la calidad del aire. Jefferson señala que la entidad tiene nueve estaciones de monitoreo del aire, dispuestas en puntos clave de la ciudad: La Flora, en el norte; el Obrero y la Ermita, en el centro;  Poblado y Compartir, al oriente; La Base, al nororiente; Pance, en zona rural; Cañaveralejo, al suroccidente y Meléndez, al sur. De estas estaciones, Jefferson asegura que son confiables y que este monitoreo ofrece una garantía sobre el aire que respiramos los caleños. Sin embargo, algo no encaja. La Organización Mundial de la Salud, respaldada por análisis consensuados, propone unas guías de calidad que recogen los parámetros recomendados para reducir los riesgos sanitarios por contaminación aérea. En Colombia, la normatividad del aire se rige por la Resolución 610 de 2010 del  Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial. Si comparamos las guías de la Organización Mundial de la Salud con la normatividad de calidad de aire en Colombia, encontraremos que en nuestro país las reglas son bastante flexibles. Así por ejemplo, cada 24 horas en Colombia está permitido el doble de emisiones de material particulado que las recomendadas por la OMS. Para el dióxido de nitrógeno los parámetros colombianos sobrepasan las recomendaciones con más del doble al año, pero aún más alarmante es la norma para el dióxido de azufre, el parámetro de la emisión diaria es doce veces mayor. El material particulado, es la mezcla de diminutas partículas suspendidas en el aire, son imperceptibles a nuestros ojos, pueden ser 400 veces más pequeñas que el diámetro de un cabello. Entre más pequeñas, más respirables y más perjudiciales. Entran directamente al sistema respiratorio. Pueden ser ocasionadas por fábricas, combustibles como el diésel (como el que usa el MIO), fricción de las llantas en el cemento y otras fuentes, se les relaciona con un gran número de muertes por infartos y ataques cerebrales. El dióxido de nitrógeno, por su parte, es agresivo para los tejidos pulmonares y  aumenta la frecuencia de las infecciones de las vías respiratorias. Mientras el dióxido de azufre puede ocasionar desde una leve molestia en la nariz hasta un colapso circulatorio y la muerte. En todos los casos, las consecuencias en la salud dependen del tiempo de exposición y el nivel de concentración del contaminante.  En el último boletín de calidad de aire del Dagma se evidencia que el monitoreo se hace al material particulado y al dióxido de nitrógeno. “Existen más de mil gases contaminantes”, dice con tono firme Luis Antonio González, director de la Especialización en Gerencia Ambiental de la Universidad Santiago de Cali; el Dagma monitorea dos. Si bien es cierto que no es necesario monitorear la totalidad, ya que no todos los contaminantes implican problemas para el bienestar de los seres humanos -como lo explica con mucha propiedad Jefferson Valdés-, por lo menos sería indicado monitorear los Contaminantes Criterio, que son seis: dióxido de azufre (SO2), dióxido de nitrógeno (NO2), material particulado (PM), Plomo (Pb), Monóxido de carbono (CO) y Ozono (O3). Desde la ventana de la oficina de Luis Antonio González, en la Universidad Santiago de Cali, al sur de la ciudad, se disfruta de la vista a los Farallones y también de la deliciosa brisa que llega en algunas horas del día permitiendo respirar un aire fresco y limpio. No ocurre lo mismo al norte. Basta con permanecer unos minutos en la zona de Acopi Yumbo para darse cuenta que hay en el aire una pesadez distinta. En 2013, Luis Antonio realizó con sus alumnos de Gerencia Ambiental, un ejercicio en Menga. Propuso medir material particulado; eligieron iones de sulfato, material que no es monitoreado por el Dagma, pero que ejerce efectos adversos sobre la salud, especialmente para los asmáticos, los ancianos y otras personas susceptibles a  problemas respiratorios crónicos. El hallazgo resultó revelador. Encontraron que en promedio mensual, se emiten cerca de 338ppm (partes por millón), mientras la recomendación de la EPA, Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, es  que no sobrepase 0.1ppm. “Este es sólo uno de tantos contaminantes, imagínate con cuántos pasará lo mismo”, dice Luis Antonio, reclinándose en su silla mientras el viento que entra por la ventana mueve algunos papeles de su escritorio. Con este panorama, es entendible entonces la normalidad en los reportes del Dagma. ¿Qué garantías reales podemos tener sobre la calidad del aire que respiramos? Las nubes de gases oscuros que expulsan las grandes chimeneas del complejo industrial al norte de la ciudad, se pueden percibir a simple vista. No ocurre así con los gases tóxicos que sigue expulsando el Basurero de Navarro, aunque fue sellado hace cinco años.  Sigue y seguirá siendo otro gran enemigo del aire que respiramos. Para comprenderlo, basta con pensar que si ponemos todos nuestros residuos orgánicos  en una bolsa plástica, en nuestra cocina, durante unos meses, aunque la cerremos, esa basura seguirá expulsando líquidos y olores nocivos. Ahora piensa en esto a mayor escala: eso es Navarro. Los olores son otra forma de contaminación, no solo son desagradables, la exposición a malos olores causa estragos en la salud y el problema se acentúa cuando quienes los respiran terminan por acostumbrarse como lo han hecho los habitantes de las zonas cercanas a la Galería de Santa Elena o a la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales de Cañaveralejo. La regulación de los malos olores se hace más complicada por la dificultad de monitorear su origen. No se miden las concentraciones de olor en la ciudad.  En otra oficina, un poco más encerrada, está Juan Pablo Silva, director del programa de Ingeniería Ambiental de la Universidad del Valle, hombre de mirada fuerte. Se abstiene de dar un diagnóstico de la calidad del aire en Cali. Por falta de financiación, no hay estudios epidemiológicos actuales que relacionen la contaminación atmosférica con consecuencias en la salud en nuestra ciudad. Si los hubiese, tendrían que ser a largo plazo, ya que los efectos de la contaminación no pueden identificarse en poco tiempo. Al no haber estudios, no hay evidencias y por esto las normas siguen como están. “Si se tuvieran que cambiar las normas, habría que alterar todo el sistema de regulación del aire, y adaptarse a las nuevas disposiciones sería costoso para el Estado. Así es que mejor dejan las cosas como están para evitar la fatiga”, comenta Juan Pablo al mismo tiempo que consulta en su computador informes de contaminación aérea en Cali. Aunque no se puede hablar con certeza de la calidad del aire en Cali, el panorama habla por sí solo. Ahora bien, no solo las industrias con sus grandes chimeneas, contaminan; las panaderías, los asaderos, las lavanderías que se encuentran en nuestros barrios, también lo hacen. Como ciudadanos, no estamos exentos de la responsabilidad sobre nuestro aire. Acciones cotidianas como cocinar en leña, quemar el césped, usar bolsas de basura con olor, no reciclar, usar aerosoles, usar el carro todo el tiempo, no hacer revisión a nuestro vehículo… son nuestros aportes a la contaminación, nuestra huella de carbono. No es culpa de unos pocos, cada uno hace su contribución.  Es nuestro deber como ciudadanos comprender la implicación de nuestras acciones, pero también es cierto que la exposición a contaminantes en nuestro aire, está en gran medida fuera del control individual, requiere acciones de las autoridades públicas. En este caso también es deber, como ciudadanos,  exigir nuestro derecho a un aire limpio. Se han tomado medidas como las Declaraciones Ambientales (D.A) que las industrias deben presentar anualmente con reportes de materia prima, cadenas de producción, residuos y emisiones. Además de correctivos a vehículos que no cumplen con los requerimientos de emisión de gases. Sin embargo, las acciones de control aún son insuficientes. Tanto empresas como vehículos se las ingenian para eximirse de correctivos. “Es un tema de educación y conciencia, pero también de autoridad”, señala Juan Pablo Silva. Con su voz pausada y grave, Juan Pablo dice que “aunque las normas en Colombia no son las más deseables, por lo menos tiene. Hay países que ni siquiera cuentan con una normatividad en la calidad de aire”, pero me pregunto si no es esto una especie de consolación ¿nos debemos conformar con que haya una forma de regulación aunque sus estándares no sean los más recomendables? Por supuesto, en materia de contaminación, estamos muy lejos de ciudades como Beijing, El Cairo, Nueva Delhi o Ciudad de México, ciudades que figuran entre las más contaminadas del mundo, cuyos habitantes se ven sumergidos en una espesa nube de smog que amenaza sus vidas. Estamos lejos de esa realidad, por fortuna. Pero si tenemos en cuenta que el número de habitantes, fábricas y el parque automotor no paran de crecer, los estragos de la contaminación atmosférica se harán sentir con fuerza en unos años, más aún entendiendo que muchos de las consecuencias  en la salud aparecen a largo plazo. Urge una mejor regulación en la calidad de nuestro aire que nos ofrezca garantías para respirar tranquilos.  En este momento, mientras lees, hay partículas suspendidas que no alcanzas a percibir y que estás respirando. La contaminación que se concentra en algunos lugares, no se queda allí. El aire se encarga de esparcirla por toda la ciudad. Así como el aire trae las pavesas de la quema de caña desde lugares muy lejanos hasta nuestras casas, con la misma facilidad trae los contaminantes que respiras. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 PETRÓLEO Y SANGRE, HUELLAS DEL DESTIERRO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/petroleo-y-sangre-huellas-del-destierro/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Está arrodillado al lado derecho de su camioneta, una Chevrolet Luv 96. Al otro lado de la calle un vecino escucha los gritos amenazantes de los secuestradores y enciende las luces del antejardín. El Costeño, un paramilitar, sujeta a Luisa por la espalda. Ella al sentirse atacada, grita y se despiertan algunos habitantes del sector. Bernardo puede notarlo porque las ventanas de las casas empiezan a resplandecer. Implora piedad mientras piensa en sus hijos “tan pequeños y frágiles”. El sicario hala la corredera de la pistola nueve milímetros para cargarla y en seguida aprieta el gatillo. En ese momento, Bernardo despierta. Tiene la misma pesadilla, al menos tres veces al mes, desde hace más de quince años. Es un hombre de aproximadamente 68 años. Tiene el rostro surcado por arrugas, es de contextura media y vive en el barrio Meléndez, al sur de Cali. Suele saludar con una sonrisa y nadie percibe a simple vista la tragedia que soporta. Son las tres de la tarde y en su casa la temperatura llega a 37 grados. La casa tiene escasos cinco metros de frente por diez de fondo y un segundo piso con balcón. En él hay rosas blancas, anturios amarillos, una flor del desierto y una jaula con tres canarios. Al entrar, en la derecha de la sala hay unos muebles con imitación de piel, un televisor de 20 pulgadas junto a la ventana y un computador de torre en la esquina del fondo. Encima del computador reposa un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que acompaña a la familia desde hace más de 30 años. Su esposa, Luisa Marcela Marmolejo, una santandereana de pura cepa, es de esas mujeres que sirven un café reverberante a las tres de la tarde, mientras uno se tuesta con el sol. Saluda mientras dispone la mesa y se despide con amabilidad. La casa queda en silencio. Bernardo toma el vaso de café y sus manos tiemblan. Fue el sexto hijo de una familia humilde de Buga, su niñez estuvo atravesada por dificultades económicas, su padre fue jornalero y él debió trabajar desde pequeño para colaborar en su casa. Con esfuerzo logró graduarse del Instituto Técnico Agrícola y poco tiempo después fue contratado como visitador por el entonces Incora (Instituto para la Reforma Agraria). “Primero iba al Cauca, verificaba que la gente invirtiera los préstamos y analizaba la viabilidad de otros créditos. Un día necesitaban a alguien para que hiciera esas mismas labores en Santander y como pagaban más, acepté. Me tocaba la zona de Wilches, Sabana de Torres y Lebrija. Esa parte que es más costa que Santander”. La zona era muy peligrosa, existían estaciones de bombeo de petróleo que la Esso le había entregado a Ecopetrol años atrás. Por ello diversos grupos armados hacían presencia, “era una disputa por dinero”, estaban las AUC apoyadas por el Ejército y las guerrillas del EPL, el ELN y las FARC. “En las noches, en Sabana de Torres apagaban las luces, después se escuchaban los disparos. A veces eran los paramilitares, a veces las guerrillas y, a veces los sicarios de alguien. Siempre venían a buscar alguna persona. Un día, incluso, vinieron a buscar a la hermana de Luisa Marmolejo, porque ella lideraba el sindicato de Ecopetrol”. En Sabana de Torres, tan sólo cuatro años después de fundado en 1920, comenzaron las primeras exploraciones petroleras por la Colombia Sindicate, en la región de la Tigra. A pesar de los esfuerzos tempranos, la búsqueda fue infructuosa porque las tierras, aún ingobernables para sus nuevos habitantes, llevaron a la muerte a cientos por paludismo, picaduras de serpiente y ataques de tigres. Los norteamericanos que dirigían las obras decidieron abandonar y regalaron sus pertenencias al ferrocarril. Pero en el momento de recogerlas, para sorpresa de todos, desaparecieron sin dejar rastro, hasta un motor de una tonelada y metros de pisos en cemento. En ocasiones algunos hacendados llamaban por créditos y aunque poseían las tierras, las habían robado a otros y pretendían que se les ayudara en el “torcido” de legalizarlas. Ofrecían plata, pero “la honestidad está por encima de todo”. Por no torcerse aparecieron los primeros enemigos: “otros funcionarios colaboraron y consiguieron tierras, pero ahora los están procesando por complicidad con los paramilitares. Era evidente el enojo de esos criminales, incluso, algunos compañeros me decían que no me fuera a hacer matar”. El Incora estuvo involucrado en el despojo de tierras en Magdalena Medio y el sur del Cesar. La revista Semana informó en 2013 que el Instituto Colombiano de Reforma Agraria cambiaba los listados de los beneficiarios de subsidios para compra de tierras y admitía la venta de los derechos a terceros en el Cesar, muy por debajo del precio real, mientras cientos de campesinos se veían obligados a abandonar sus territorios. Años más tarde, cuando Bernardo ya estaba casado con Luisa Marmolejo y ambos eran funcionarios públicos, debido a presiones de jefes para favorecer a paramilitares en el robo de tierras, se retiró del Incora. Consiguió trabajo como chofer de Rodrigo Enríquez Delgado, el gamonal del pueblo que ganaba la mayoría de los contratos petroleros. Durante los trayectos por la región, Bernardo empezó a conocer las evidencias del saqueo. Los ‘paracos’ quemaban las tierras y si usted no cedía a la presión, al hambre de su familia o a los animales, iban y mataban a un hijo, a un primo, a veces a todos. Después hacían papeles ‘chimbos’ con ayuda de notarios torcidos en Bucaramanga, Barrancabermeja o Floridablanca y se robaban las tierras. Yo no me presté para eso”. Una mañana soleada de 1992, el matrimonio descubre que hay un proceso de licitación en labores de reforestación en Sabana de Torres. Serían los encargados del vivero de Ecopetrol. En la noche escriben el proyecto. Se trasnochan, hacen las proyecciones de costos y presupuestos. Piden permiso en sus trabajos para no asistir y continúan así durante cinco noches. Bernardo suele recordar el vivero: “Uno llega allá por la carretera central de Sabana a Bucaramanga, en el kilómetro 18 toma el desvío para coger a las oficinas. Lo primero que se ve es un puesto de policía. Sólo oficinas y después están las dos estaciones de bombeo”. La planicie se interrumpe por líneas de interminables tuberías que llevan el petróleo desde allí hasta Barrancabermeja, donde está la refinería. En la primera estación queda el vivero. Una malla eslabonada rodea el extenso lote donde, sembradas en bolsas y materas, crecían desde rosales hasta pinos y caoba. Bernardo luchaba para sacar su familia adelante, mientras en las zonas rurales del Magdalena Medio, alias “Camilo Morantes”, junto a su hermano alias “Braulio”, dirigían las Autodefensas Campesinas del Santander. Estos paramilitares en 1996 se unieron al grupo del Cesar para conformar las Autodefensas Unidas del Santander y del Sur del Cesar (Ausac). Eran oriundos del Bajo Simácota, en el Carmen de Chucurí, de donde fueron desterrados por el ELN debido a los vínculos de los paramilitares con el MAS, un movimiento antisubversivo creado en la década de 1980 por Guillermo Isidro Carreño Lizarazo, un inspector de policía de Santa Helena del Opón, para exterminar simpatizantes de izquierda. Bernardo logró obtener el contrato del vivero y sintió que el esfuerzo de tantas noches sin dormir había valido la pena. Como el negocio era rentable compró tres casas, dos en Sabana de Torres, otra en Piedecuesta y una camioneta para transportar trabajadores. Todo iba bien, hasta que una mañana a fines de 1996, encontró en el suelo, al lado de la puerta de su casa en el barrio Carvajal, un panfleto firmado por Camilo Morantes, donde lo citaban a una “reunión” en San Rafael de Lebrija, una vereda de Rionegro, municipio ubicado a 20 minutos por carretera, bajo el dominio de las Ausac. Su esposa le insistió para que no fuera, pero él pensó que “era mejor dar la cara, porque con los ‘paras’ uno no sabía”. El teléfono suena. Aunque Bernardo lo tiene a escasos dos metros, decide ignorarlo, pero es molesto. La lumbrera del cielo revienta el techo de zinc en la casa del frente y los rayos de luz inundan la sala, mientras el timbre enloquecido suena sin parar. Salimos al balcón, frente a la casa, se puede ver el barrio El Jordán, un lomerío desierto, una marejada de cemento y tejas de Eternit, ni parecido a Sabana de Torres. Durante el día, cuando el sol se riega a raudales, recuerda cuán lejos está de todo por lo que luchó. El día que recibió la nota, Bernardo llamó a Rodrigo para ponerlo al tanto, pero a él también lo habían citado. Ambos estaban preocupados. En la zona el ELN había sacado a la Policía; luego, a sangre y plomo, llegaron las Ausac. Algunos contratistas decidieron reunirse y pensar salidas, pero era imposible, todos sabían a qué se enfrentaban; había rumores de asesinatos a campesinos, de comerciantes arrojados a los cocodrilos y de incineración de hombres vivos en la hacienda del paramilitar Camilo Morantes. – Imposible, -interrumpió un ingeniero de Ecopetrol-. El Ejército está con los paras, la Policía está con los ‘paras’. En el momento en que detecten que estamos en esas nos quiebran hasta las mascotas. No voy a exponer a mis hijas de esa forma. Rodrigo Enríquez Delgado y otras personas decidieron no asistir. En agosto de 1992 fueron sindicados de pertenecer al ELN por miembros de la Compañía Móvil No. 2 del Ejército y eso los hizo pensar que el verdadero propósito de la cita era asesinarlos. Bernardo, temeroso por la seguridad de su familia, asistió en la fecha acordada con la esperanza de encontrar sólo una extorsión, “al fin y al cabo ya estaba acostumbrado a que me vacunaran”. Dos días después condujo hasta San Rafael de Lebrija. La reunión se llevó a cabo en el parque. Muchos de los asistentes llevaban sacos con dinero. El jefe paramilitar ni siquiera los recibió, tampoco los contó, pidió que los tiraran en un arrume. En estas ocasiones las víctimas sabían las consecuencias de entregar menos plata de la exigida. Había muchas personas, pero cuando llegó el turno de Bernardo el paramilitar lo interrogó: – Comandante, cómo voy a saber eso. No tengo idea-, contestó, con gesto de terror. – Eso es lo malo con ustedes. Nunca saben nada-, replica el comandante al tiempo que manotea. Toma una hoja y parece leer unos datos. -Eso no importa, yo sé lo suficiente: sus hijos salen a las siete al colegio, usted tiene una de las casas fiscales, una casa en el barrio… y otra en Piedecuesta, un carro nuevo… El paramilitar enumera las actividades de la familia con todo detalle y le impone un pago equivalente a 13 millones de pesos actuales. Le advierte que de no pagar lo antes posible lo matará. Bernardo le pide una rebaja, pero Camilo Morantes no accede, en cambio le da otra opción: – Negro, usted no es de acá y simplemente por eso no debería ser contratista. Yo calculé cuánto paga cada quien. Le doy tres opciones: o paga, o se va o se muere. Por más avisado que esté, el soldado puede morir en la guerra  Cuando llegó a su casa e hizo las cuentas junto a Luisa, obtuvo una verdad ineludible: no podían pagar; el monto de la extorsión excedía por mucho sus ganancias. El salario mínimo para aquel entonces era de $203.826 pesos, y el comandante de las Ausac le pedía cinco millones –casi 25 veces el salario mensual mínimo- con una frecuencia de “cuando se me dé la gana”. Para evitar exponer a la familia y cumplir con el contrato, se trasladaron a Piedecuesta y decidieron que Bernardo viajaría cada tres días a ocuparse de los asuntos del vivero. Pasaron cuatro meses y todo estaba en aparente calma. Pero una madrugada de abril, en 1997, mientras arreglaba la camioneta Chevrolet Luv para ir al trabajo, escuchó los gritos de Luisa. Un hombre la tomó por el cuello mientras le apuntaba con un arma. Otro criminal hizo que él se arrodillara y le disparó a un lado. El hombre que sujetaba a Luisa lo empujó contra el andén. Luego, ambos hombres obligaron a Bernardo a subir en la camioneta. Luisa se puso en pie y corrió tras el vehículo. Llegaron hasta una zona rural. La polvareda no dejaba distinguir el paraje. El auto se detuvo y uno de los hombres bajó a Bernardo, mientras el flaco gritó desde el carro: “Culebra ya sabes qué hacer” y se marchó en el vehículo. Bernardo esperaba escapar de alguna forma; sabía que, de no hacerlo, moriría esa noche.  – Mano, usted sabe quién nos mandó. El comandante le dijo que si no le pagaba lo mataba, ¿lo recuerda?-, sentenció Culebra. Bernardo rogó por su vida, le recordó a Culebra que tenía tres hijos pequeños que quedarían desamparados. El costeño le dijo que si no lo mataba y Camilo Morantes lo descubría, irían por su familia al Cesar y se la tirarían a los cocodrilos. El criminal de las Ausac lo advirtió para que no se le fuera a ocurrir algo, porque le dispararía sin pensarlo dos veces. Pasó una hora y mientras Bernardo suplicaba, Culebra no disparaba. A las 5:30 a.m. tomó la pistola y le apuntó a Bernardo, quitó el seguro del percutor y apretó el gatillo. El fulminante no se encendió y la bala no salió. Bernardo aprovechó la última oportunidad y sacó desesperado la billetera. Sin escrúpulos  Bernardo descubre que ya oscureció. Mientras limpia el sudor de su cara con la mano derecha, me invita seguir a la cocina. Apenas cabe una persona entre el refrigerador –que no es nevera sino refrigerador de los que usan en las ventas de helado Colombina– y la pared. Se sienta y trata de continuar el relato. Es hora de beber su medicina. Se reincorpora y agita el frasco sobre su boca, “no sé ni dónde tengo la cabeza”.  Algunos contratistas intentaron reunirse con Camilo Morantes para pedirle permiso de continuar con sus trabajos. Esa vez el paramilitar dispuso un camión para recogerlos en el parque de San Rafael de Lebrija y trasladarlos hasta su finca. Cuando llegaron estaban atemorizados. Bernardo se imaginó que ahí los matarían, el lago de cocodrilos de Morantes era el terror para los habitantes del Magdalena Medio. Uno de los paramilitares, de tez negra, les dijo que el comandante trajo los animales para ajusticiar guerrilleros o disidentes de la causa del paramilitarismo.  Dos hombres con capucha tricolor cargaban el cadáver de un hombre. Había sido bastante golpeado. Morantes ordenó tirarlo sobre unos troncos y rociarle combustible. Les dijo a toda voz: “Estas son las consecuencias de no pagar y ponerse de sapo: el que me jode, lo jodo; ni siquiera le devuelvo el cuerpo a la familia”. Tomó un papel, lo encendió y lo arrojó. Bernardo trató de reconocer la víctima para avisar a los familiares, pero no pudo. El cuerpo ardía. Los contratistas supieron que se acababa de sellar un pacto en contra de su voluntad: “guardar silencio o morir”. El paramilitar dejó claro quién mandaba. Camilo Aurelio Morantes se aseguraba de sembrar el terror con actos como ese. No hubo murmullos entre los contratistas, el lugar quedó gobernado por el más ininterrumpido silencio. Ahora tenían claro que no habían ido a negociar. Pero no fueron los únicos en conocer el terror. El paramilitar empezó a ordenar asesinatos selectivos y masacres indiscriminadas en Santander. El 16 de mayo de 1998, en un asalto a Barrancabermeja, municipio vecino, realizó una incursión que cobró la vida de siete personas y la desaparición de otras 25, once de las cuales fueron trasladadas hasta una de las veredas de Sabana de Torres, Mata de Plátano. Allí fueron asesinadas. Al consultar las bases de datos del Centro Nacional de Memoria Histórica sobre masacres, asesinatos selectivos y secuestros, se registra que durante los años en que Camilo Morantes –asesinado por orden de Carlos Castaño en 1999- comandó las Ausac, entre 1996 y 1999, se perpetraron en Santander 56 asesinatos selectivos, 56 secuestros y 12 masacres, atribuidos a presuntos paramilitares. Las cifras se concentran en mayor proporción en las zonas de incidencia de Ecopetrol como Barrancabermeja y Sabana de Torres. El fuego de la vida Bernardo toma un balde y empieza a seleccionar unas papas, la mayoría están dañadas. Los tubérculos son las sobras de la tienda de una amiga, que por lo general se los regala “cuando ya están feítos para la venta”. Se ve triste. Cuando su familia llegó a Cali todos debieron dormir en una bodega abandonada. Luego cuando pusieron la denuncia y un funcionario cometió el error de incluirlo solo a él en el registro de desplazados quedaron a la deriva, sin ayuda del Estado. ****  Culebra, nervioso porque el arma le había fallado, sacó un cigarrillo con su mano izquierda, lo sujetó con dificultad. Temblaba. Después preguntó a Bernardo: – Usted fuma. – No fumo, pero tengo fósforos, permítame sacarlos. Los tengo en el bolsillo del pantalón-, contestó tartamudeando. Siempre los llevaba para quemar las puntas de los lazos de atar las macetas: “así no se deshilachaban”. Bernardo se los pasó y Culebra encendió el cigarrillo. El paramilitar le arrebató la billetera y la abrió. Cuando vio la foto de los niños sonriendo, lo empujó por el precipicio. Bernardo rodó y de golpe en golpe llegó al fondo. Cuando se reincorporó no había nadie. Aunque la víctima estaba segura de la relación de las Ausac con los hechos, denunció el secuestro como un hurto convencional.  Bernardo continuó trabajando en Ecopetrol durante un año más. En ese tiempo asesinaron a muchas personas en el pueblo, empleados suyos, conocidos e incluso al ex alcalde, amigo personal de la familia, Rodrigo Enríquez Delgado. La violencia se recrudeció y los Osorio Marmolejo decidieron abandonar Santander, después de vender las casas “a precio de huevo”, como él mismo dice. La muerte de Rodrigo Enríquez Delgado tiene muchas versiones. Al parecer, al bajar del vehículo para retirar dinero de un cajero, un hombre, que había sido empleado suyo, se acercó para saludarlo y le propinó cinco disparos. Algunos rumores plantean que el sicario, aprovechando su condición de ex empleado, se aproximó para darle un abrazo y luego le vació el revólver en el estómago. Aunque Rodrigo «siempre cargaba una escuadra», ese día no logró defenderse. Según el Registro Único de Víctimas, en Colombia, 6.8 millones de personas dejaron sus hogares por culpa del conflicto armado: El doble de la población caleña, toda la de Paraguay. 1,6 millones han recibido asistencia entre 2012 y 2014. El Gobierno habla de 3.1 billones de pesos en ayudas, un millón ochocientos mil pesos por hogar. Casi 50 mil hogares han recibido vivienda gratuita y otros sesenta mil han sido reubicados o reintegrados a sus territorios. Han indemnizado a medio millón de personas y otro medio millón ha recibido atención psicosocial. Bernardo Osorio pertenece a los tres millones que han sido postergados o ignorados. La lucha por el reconocimiento de los derechos Al llegar a Cali, la familia Osorio Marmolejo intentó solicitar el acompañamiento del Estado. Primero, Bernardo y Luisa declararon ante la Unidad de Reacción Inmediata de la Fiscalía (URI). Luego, ante la Personería. Los funcionarios, para evitar un fraude, los separaron para corroborar versiones. Sin embargo, por omisión o mala fe del empleado, sólo Bernardo quedó inscrito: no incluyeron en el registro a Luisa Marmolejo ni a sus hijos, y con ello quedaron marginados de cualquier beneficio o reconocimiento estatal. Según la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, una víctima es toda persona que haya sufrido daño –de forma individual o colectiva- desde el 1 de enero de 1985 como consecuencia de vulneraciones a los derechos humanos en el marco del Conflicto Armado. Es decir, quien padeció un secuestro, desplazamiento, desaparición forzada, violencia sexual, minas antipersona, ataques contra la población civil o despojo de tierras.  La familia había soportado al menos dos de los abusos contemplados en la Ley; sin embargo, la totalidad de sus miembros no fueron incluidos en el Registro Único de Víctimas. Esta negligencia impidió el acceso a los programas de reparación y el Estado se instituyó en segundo victimario “por acción u omisión” de sus deberes con quienes han sufrido lo indecible. Esther J. Mulford es una trabajadora social y profesora jubilada de la Universidad del Valle, tiene amplia experiencia en capacitación jurídica para sectores populares, piensa que una de las fallas del sistema de reparación es que “el ciudadano no sabe cómo acercarse a reclamar porque siempre llega a pedir y no a exigir. A lo anterior añada el desconocimiento de la norma por parte del funcionario público. Sin embargo, el Estado no se preocupa por capacitar a sus funcionarios porque sabe que son temporales y dependen de los periodos que imponen las elecciones políticas”. El año pasado, después de más de diez años de interponer derechos de petición, un juez falló una tutela a favor de la familia Osorio Marmolejo y ordenó incluir a los demás integrantes como víctimas. Ahora llevan a cabo un proceso contra el Estado, por lo cual Bernardo se muestra reacio a revelar su identidad. La única ayuda que le han dado durante los últimos 16 años, son 1,8 millones, es decir, una cifra cercana a nueve mil pesos por mes para “mitigar” el sufrimiento de los cinco integrantes de la familia. Pedir la restitución de las tierras no figura dentro de sus opciones, ellos vendieron sus predios porque necesitaban huir. Volver a Sabana de Torres, a reclamar, implica muchos riesgos para la familia Osorio Marmolejo. Aunque Human Rights Watch cifra en 80 el número de reclamantes bajo amenaza, algunos informes confiables estiman en más de 360 el número de personas bajo mira de sus agresores. Y las denuncias ni siquiera alcanzan la cuarta parte de los casos de riesgo “concreto”, “serio” y “excepcional” registrados. ***  A los 70 años, sentado en una butaca de madera, medio encorvado, sabe que todavía le quedan algunas batallas. Al fin y al cabo es un sobreviviente, si no lo mataron los paras, ni los años de hambre y penurias, soportará hasta que se haga justicia, hasta que le devuelvan un trozo de todo lo que perdió. “¿Sabe qué es lo más triste? Estaba desesperado. Un día decidimos olvidar todo, tratar de borrar cualquier pendejada que no nos dejara salir adelante. Entonces vacié un galón de Thinner sobre las cajas repletas de papeles. Encendí un fósforo que intentó apagarse y lo dejé caer sobre papeles. Inmediatamente se quemaron las cartas, las fotos y las colillas de la pensión. Ahora estoy pobre, sin un peso pal tinto. La llama en la sala de la casa cuando quemé los papeles era tan grande que casi se prende el techo” Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 DICEN POR AHÍ http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/dicen-por-ahi/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Si uno busca en Google Earth el corregimiento de La Paila, ubicado en el municipio de Zarzal, a 130 kilómetros de Cali,  aparecerá simplemente un punto verde borroso. Aunque tiene catorce mil habitantes, no aparece ningún registro suyo en las páginas oficiales del Valle. Es de esos pueblos colombianos cuyo nombre sólo asoma en el panorama cuando ocurre algún desastre o algún milagro. Y también es de esos pueblos que son pequeños infiernos dados al calor que los azota. «En La Paila no hay violencia, hay drogadicción”, dice don Guillermo mientras recuerda a los cinco hombres que se hacían pasar por cuidanderos del pueblo. A las doce del mediodía, el sol obliga a los habitantes de La Paila a refugiarse en grandes y antiguos caserones; a los demás, aquellos que han construido sus casas con cemento y tejas de zinc, les queda el consuelo de los viejos árboles del parque. El centro del pueblo es una iglesia restaurada con los pocos dineros que llegan de la Alcaldía. Al frente de ésta, custodiado por dos grandes ceibas y alfombrado con flores amarillas que caen desde los árboles de ébano, se encuentra el parque. Allí se esconden del sol unos cuantos ancianos que juegan dominó y parqués hasta que cae la noche.  A las dos de la tarde entran y salen los obreros de Colombina y del Ingenio Riopaila; estas dos grandes industrias generan la mayoría de empleos en esta región. Hombres de piel negra, los únicos que pueden soportar las largas jornadas de corte de caña, llegan de todas partes del país y se asientan en La Paila, buscan trabajo y un futuro mejor. A las cinco de la tarde cuando el sol se aleja la gente sale a las calles y el pueblo cobra vida. El olor a caramelo fundido proveniente de la planta de Colombina, la más grande del país,  inunda estas calles empolvadas. Al tiempo se percibe, aunque en menor medida, el olor putrefacto de los lagos que sirven como desagüe a la misma fábrica. A esta hora despierta el ambiente festivo de La Paila. La influencia de la cultura negra cada vez distingue más a este pueblo de sus vecinos como Zarzal o Bolívar. No hay mucho por hacer, aun así la gente sale. Las calles que en la tarde estaban vacías y calientes, ahora no tienen espacio para el tránsito de motos. Tener moto en La Paila proporciona estatus; sus dueños van en ella a todas partes: a la heladería, al parque, al estanco. Sin embargo, el pueblo no solo se mueve por las motos, también por los chismes. Por las calles se ventila información de la vida diaria: la muerte de “Chemo”, el matrimonio de la hija menor de los Valencia o el asesinato de “Juaco”.  En La Paila hay un momento de la tarde en que ocurre algo curioso: desde el parque central se escuchan las campanas de la iglesia, anuncian la misa de las seis y media, y al mismo tiempo, cruzando la vía, tres discotecas, una al lado de la otra, suben al máximo el volumen de las canciones de música popular, en un combate sonoro entre el deseo profano y la religiosidad tradicional del pueblo. Este corregimiento no cuenta con grandes festividades; no se celebra la independencia ni tiene ferias artesanales o gastronómicas. La única oportunidad que tiene de celebración es “La alborada”, un desfile que se realiza cada 30 diciembre. En él los  paileños celebran el fin de año recorriendo las calles y lanzándose harina y huevos. Ese día ni una solo moto se queda en el garaje. El desfile termina con un paseo al río La Paila o alguna de las quebradas que corren a las afueras del pueblo. Aquí la gente va a lavarse la harina de la cara y a refrescarse para continuar  hasta el 2 de enero. Ahora, en los primeros meses del año, no es el calor lo que hace que la gente se esconda. Una fuerte ola de violencia está afectando a los pueblos cercanos. Zarzal, que queda a 15 minutos, está más caliente que La Paila a las dos de la tarde; esto debido a los enfrentamientos entre bandas criminales por el control del microtráfico. Si bien los principales jefes de las bandas han sido capturados o se entregaron, las intimidaciones continúan en menor medida. Pero el conflicto es más crudo en Tuluá, donde estas mismas bandas empezaron a extorsionar a los comerciantes del municipio y a desmembrar cuerpos con el fin de atemorizar a los habitantes. La gente siente miedo de ir a estos municipios donde muchos paileños tienen familiares.  A pesar de estos antecedes, La Paila se encontraba en relativa seguridad hasta que, a finales del 2010, varias personas empezaron a hacerse notar. Cinco hombres y una mujer desconocidos se sentaban en las sillas blancas del parque; tres motos completaban la escena. “Tu primo anda en malos pasos, decile que ya lo pillamos”, así amenazaban a aquellos que estaban robando o consumiendo droga. La voz corrió: habían llegado al pueblo varias personas para “restablecer el orden”. Algunos se asustaban, dejaban de robar o se iban del pueblo, otros con menos suerte no hicieron caso. Las amenazas se cumplieron. “En esa época empezaron a crecer los expendios de droga. Los muchachos y hasta los niños empezaron a consumir, y por eso fue que supuestamente aparecieron los cuidanderos”, cuenta Don Guillermo, de 54 años, quien ha vivido toda su vida en el corregimiento. Con su trabajo de mecánico sostuvo a su familia y crió a tres hijos profesionales. Él y su esposa conocieron La Paila como un pequeño caserío cruzado por una acequia, un desagüe artificial que divide el centro de los barrios más viejos; este río aparece y desaparece a las afueras del pueblo, creando lagos donde la gente va a bañarse los fines de semana. Actualmente, los habitantes más antiguos han visto que La Paila ha pasado de ser un corregimiento pequeño y familiar a ser un pueblo influenciado por la cultura del dinero fácil y por el lujo que exhibía el grupo de hombres  recién llegados. Muy pronto aquellas personas que se apostaban en las bancas del parque, fueron reconocidas y aceptadas a pesar de no vivir en el pueblo ni tener algún conocido por los alrededores. Todo el mundo supo quiénes eran y aquellos que lo ignoraban, solo tenían que esperar en el parque a que hicieran su ronda diaria para conocerlos. El asesinato de varios jóvenes, conocidos en el pueblo por robar casas, consumir drogas y trabajar como sicarios, lejos de preocupar a la población, pareció tranquilizarla, pues la limpieza social empezaba a ser efectiva. Una vez aceptados por la comunidad, estas personas pasaron de ser los cuidanderos, a ser los interlocutores que arreglaban los más mínimos problemas de la población. Por ejemplo, servían de cobradores a aquellos que estaban cansados de reclamar a sus deudores; y además, durante los dos años y medio que “cuidaron” La Paila, nunca se supo que pidieran vacunas a los comerciantes, como suelen operar este tipo de “grupos justicieros”. *** El 23 de febrero de 2013, en El Tabloide, el periódico que muestra la gravedad de la violencia que azota a los pueblos del Norte del Valle, apareció la noticia de la muerte de Arcadio Montaño Torres de 42 años, una semana atrás. Según la pequeña nota, “Juaco” había sido asesinado por un hombre desconocido; la muerte se habría dado producto de una discusión desatada por una partida de parqués. No obstante, por el pueblo corrieron otras voces. “Juaco era un buen muchacho, no estaba metido en problemas, pero tenía fama de que golpeaba a la mujer. La última vez que le pegó, ella fue donde el cuidandero y le dijo que lo asustara, pero Juaco lo desafió,  y el “justiciero” por rabia, fue a buscar la pistola y lo mató”, cuenta doña Martha, una de sus vecinas que se enteró, como todos en el pueblo, por rumores. “Juaco” fue asesinado de noche en un billar frente a la antigua galería y al lado de su pequeño hijo. Vecinos lo vieron pero nadie fue capaz de detener al hombre que huyó en una bicicleta. “A los muchachos les tocó irse porque esta vez mataron a alguien que no hacía daño”. Como por arte de magia dejaron de amenazar, de hacer rondas por el pueblo y de sentarse en el parque a vigilar. La Paila continúa en una calma parcial, pero no se pregunta por qué aparecen y desaparecen tan repentinamente este tipo de grupos. La presencia de las bandas criminales y sus constantes enfrentamientos por el control total del microtráfico de la región afecta a la población de Tuluá, Zarzal, La Unión, La Victoria, Obando, Roldanillo, Toro, Versalles y El Dovio. Sin embargo, estas bandas no solo están interesadas en tener el control, también buscan expandir su negocio. Si bien La Paila no es escenario frecuente de asesinatos o venganzas entre grupos, sí sufre el impacto del expendio de droga y la narcocultura. Cuando en 2011 se entregó Hilbert Nover Urdinola, alias “don H”, jefe de “Los Machos”, se creyó reducido este grupo que se disputaba el negocio de las drogas con “Los Rastrojos”. Luego, en junio del 2012, las autoridades capturaron a Diego Pérez Henao, alias “Diego Rastrojo”, pero la venta de droga no cesó por la captura de estos cabecillas; por el contrario, los que quedaron al mando protegían más el negocio, se dividían en pequeños grupos o se aliaban con otras bandas como “Los Urabeños” y “La Cordillera de Pereira”. Por eso, cuando la fuerza pública desmantela una banda criminal, aparecen otras tres más organizadas. Una de las estrategias de los grupos para monopolizar el negocio consiste en  hacerse pasar por cuidanderos y limpiadores, pero en realidad hacen presencia para amenazar a la competencia. Aun sin amenazas, los lugares de expendio de droga en La Paila continúan abiertos, esta vez tendrán que buscar una forma menos evidente de controlar por completo la zona. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 «SI NO TENÍAS FICHO ERAS HOMBRE MUERTO» http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/si-no-tenias-ficho-eras-hombre-muerto/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Las imágenes de dos hombres armados del Frente Mártires del Valle de Upar del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, exigiéndole la ficha para que siguiera su camino carretera arriba, on se han borrado desde 2001 de la memoria de Eduardo Jiménez, habitante del corregimiento La Mesa, de Valledupar. Esa era la prueba solicitada para establecer quiénes vivían allí, desde que los paramilitares llegaron al pequeño poblado en septiembre de 1999. Una vez instalados en el caserío, los ‘paras’ incautaron las cédulas de los pobladores y repartieron fichas de colores con los nombres de los habitantes como nuevo documento de identidad. La de Eduardo era amarilla porque vivía en el pueblo y la recibió luego de certificar su permanencia con la familia. La de color azul era para los que trabajaban como jornaleros o aparceros en las fincas de las veredas Cuba Putumayo, El Mamón, El Palmar, La Sierra, La Estrella, Los Cominos, Nuevo Mundo, Tierra Nueva y Sabanita, previa identificación de sus patronos. Debían permanecer dos meses trabajando y luego podían salir, por una semana, a Valledupar. La ficha roja la entregaban a quienes los paramilitares señalaban como sospechosos, es decir, presuntos guerrilleros vestidos de civil o sus colaboradores; tenían una lista en el paso del primer retén instalado para entrar al corregimiento, a solo quince minutos del Batallón La Popa del Ejército, en la vía Valledupar-La Mesa. Además de repartir las fichas y meter las cédulas en unas bolsas, los paramilitares ordenaron a los 1200 habitantes pintar postes, árboles, puertas de las viviendas y juegos infantiles con los colores de la bandera nacional, como muestra de que el pueblo estaba bajo su dominio. Eduardo llegó a La Mesa, desplazado por las Farc desde Minas de Iracal, un corregimiento del municipio de Pueblo Bello, a hora y media de Valledupar, en donde el Frente 59 amenazó de muerte a todos los pobladores si no los apoyaban contra los paramilitares. “Estábamos sometidos por la guerrilla, al Frente 59 de las Farc y a su comandante alias Chamo. El primer asesinato fue el del fundador del corregimiento, Elías Orozco Arzuaga, nuestro primer corregidor. Alias Chamo lo acusó de ser colaborador del Ejército y ordenó matarlo el 28 de marzo de 1990, junto con su hijo. También nos obligaban a darles comida. Se hizo la denuncia en Valledupar, pero allá nos declararon zona roja”. Las Farc convirtieron el corregimiento en un corredor por el que se movilizaban con los secuestrados que traían desde la vía Valledupar-Bosconia para llevarlos hasta un campamento situado en el cerro Góngora. La presencia constante de la guerrilla en la zona hizo que la población fuera estigmatizada como colaboradora de la subversión. “Todo lo que las Farc hacían en la carretera, lo venían a esconder cerca del pueblo. Yo tenía un compadre que había sido sargento del Ejército, pero estaba retirado. La guerrilla se enteró que estuvo de servicio en el Batallón La Popa y empezaron a preguntar por él. Un día decidió viajar a Astrea, donde vivían unos familiares, cuando llegó a un retén, guerrilleros del Frente 59 lo detuvieron, lo hicieron arrodillar en la carretera y le dispararon tres tiros en la cabeza. Él vendía frutas y verduras en Valledupar, no se metía con nadie. La guerrilla nos echó el ojo a mi familia y a mí por ser él compadre nuestro”. Eduardo retoma su relato sobre el día que llegó al retén paramilitar con su esposa.  “´Si no tienen la ficha se jodieron´, nos dijo el paramilitar que portaba un radio. ´ ¿Quién nos certifica que viven aquí y no que son colaboradores de la guerrilla? Porque hemos investigado y en este pueblo hay mucha gente que le ayuda a los elenos´. Yo empecé a sudar frío porque se me había perdido. Había salido con mi mujer para el Valle a comprar unas cosas para el cumpleaños del hijo mayor y pasé sin problemas los tres retenes de ida. Como ya me conocían, regresando no tuve problemas hasta llegar a la entrada del pueblo”. En la entrada, los paramilitares instalaron un retén al frente de una piedra. Allí eran llevados los que querían ingresar al caserío pero figuraban en una lista de sospechosos y eran ubicados en la piedra, los paramilitares los amarraban y los interrogaban, les ordenaban confesar sus nexos con la guerrilla y decir si en el pueblo había colaboradores. El 18 de diciembre de 1999 llegó al pueblo Salvatore Mancuso, comandante de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, y visitó la piedra a la que llamó “la piedra de los milagros”, porque aquellos que allí se sentaban “confesaban la verdad”. Jiménez hace un gesto de desagrado en su rostro y menea la cabeza de un lado para el otro. Aseguró que un milagro le salvó la vida a él y a su mujer. “Cuando uno de los paracos hablaba por radioteléfono con uno de los jefes que le decían Calabazo, diciéndole que tenían dos sospechosos, apareció el corregidor que venía de una reunión en el colegio. Nosotros estábamos sentados en la piedra. Mi mujer empezó a llorar y a mí me entró una angustia porque me veía entrando a ´la última lágrima´”. Los pobladores llamaban así a una camioneta con cabina de color verde. Allí eran subidos los sospechosos, eran amarrados y les tapaban los ojos con un trapo, y no se volvía a tener noticias de ellos. Algunos lloraban y suplicaban que no los mataran. “La gente del pueblo llegó hasta la piedra. El corregidor preguntó quién estaba al mando del retén para hablar con él y le dijeron que Calabazo, pero no estaba por allí. Entonces les dijo que él nos conocía, que vivíamos más arriba y criábamos cerdos (…) La bendita ficha se me perdió tal vez en Valledupar, durante las vueltas que hice en el comercio con mi mujer. De ella dependía que no fuera a parar a una fosa común”. El radioteléfono sonó y emitió un ruido estridente que afectaba los oídos. El paramilitar lo desenganchó de la reata del uniforme camuflado que lo ataba al lado derecho de la pistola nueve milímetros y vociferó: – “Siga, siga, adelante”. El corregidor, Jiménez y su mujer escucharon una amenaza que los dejó fríos: – Pídales los nombres, si están en la lista que tengo, llame a donde sabe y que se los lleven. – Sus nombres. – Eduardo Jiménez y Mariela Torres . – Eduardo Jiménez y Mariela Torres, ¿copió? – Ya. Un momento reviso. El corregidor trató de intermediar. – Comandante, yo los conozco. Ellos viven aquí, a lo mejor se les perdió la ficha. Pero le doy mi palabra de que los conozco. – Yo no sé nada, -le dijo el paramilitar-, yo apenas llegué anoche a la zona y no conozco a nadie aquí. Lo cierto es que si viven aquí y no tiene la ficha, se jodieron. Volvió a sonar el radioteléfono. – No están en la lista. ¿Quién más está ahí?, siga. – El corregidor, dice que los conoce. – Apunte los nombres y deles otra ficha amarilla. La próxima vez que no la tengan ya saben lo que les pasará. Acompáñelos hasta la casa y páseles revista más tarde. El paramilitar que portaba el radio ordenó traer un vehículo para llevar a Carlos y a su mujer, y dirigiéndose al corregidor le ordenó que los acompañara. – Súbase viejo, usted me va a dejar todo en orden. ¿Dónde viven? – La casa está arriba, antes de la curva. La gente empezó a dispersarse. Tres motocicletas llegaron hasta el retén con hombres vestidos de civil y pistolas entre el pantalón y la camisa, a la altura del estómago. – Ustedes quédense vigilando mientras hago una vuelta allá arriba. Nadie pasa de aquí en carros, si no está identificado. – Como ordene. Diez minutos después, el paramilitar se bajó del vehículo y, junto a Eduardo y su mujer, ingresó a la casa. El hijo mayor, que estaba pequeño, se asustó al ver entrar a tres paramilitares armados que revisaron las habitaciones. – Espero que la próxima vez no se les pierda la ficha. Evítense problemas y hagan lo que les decimos. Estaremos por aquí para visitarlos. La mujer de Eduardo fue a la cocina y regresó con un vaso de jugo para el corregidor que limpiaba el sudor de su frente con un pañuelo. La temperatura llegaba a treinta grados, el calor levantaba un bochorno en el ambiente, recalentando las piedras de la polvorienta carretera que lleva a las veredas vecinas. Ningún árbol se movía, el reloj, clavado en los ladrillos de la pared, encima de una mesa, marcaba las 3:15 de la tarde, hora en que habitantes, jornaleros y trabajadores de las fincas debían estar en el pueblo para ser censados y realizar trabajos comunitarios. – Eduardo –le dijo el corregidor– no vuelvas a perder la ficha esa. La próxima vez te matan. Hacia las siete de la noche, tres camionetas se estacionaron frente a la casa de los Jiménez. De uno de los vehículos se bajó un hombre que vestía uniforme camuflado, portaba un sombrero en la cabeza y una pañoleta cubría su rostro, seguido de cinco hombres y otros dos que se apostaron a lado y lado de la puerta. Con el puño apretado de su mano derecha golpeó fuertemente la puerta. – ¡Eduardo Jiménez, salga! Eduardo abrió la puerta y se sorprendió al ver a nueve hombres armados que lo esperaban afuera. El hombre se identificó como alias ‘39’, su nombre era David Hernández Rojas, y le preguntó si estaba solo o con su familia. – Están mi mujer y mis dos hijos. – Le advierto, -le dijo ‘39’-, no vuelva a perder la ficha. Ya sabe qué pasará la próxima vez. Sabemos que la guerrilla lo sacó de su pueblo y eso da tranquilidad. Pero aquí no confiamos en nadie. Agradezca al corregidor que puso la mano en el fuego por usted. Alias ‘39’ salió de la casa, seguido de sus hombres. En la camioneta lo esperaba su conductor, John Jairo Hernández Sánchez, alias Daniel Centella. Eduardo detiene su relato por un momento. Se lleva la botella de gaseosa a su boca. El sudor corre por su frente, los rayos del Sol que se filtran por entre las ramas del palo de mango, levantado a pocos metros de la puerta, golpean la esquina izquierda de su casa. – Alias ‘39’ era arrogante. Casi tumba la puerta. Dijo que sabía quién era quién aquí en la Mesa y que Minas de Iracal era su objetivo, que le había prometido a Jorge 40 que iba a sacar a las Farc de ese pueblo. Hasta acá llegó una comisión de once personas de Minas para hablar con él para que detuviera las muertes que venían ocurriendo, pero no dio la cara. Puso a un segundo, quien les advirtió que iba a enviar un comando dirigido por alias Maicol 38 con la misión de recuperar esa zona porque la gente era colaboradora de la guerrilla. Durante la etapa paramilitar que padecieron los pobladores de Minas de Iracal, 81 personas fueron asesinadas, doce mujeres fueron violadas y otras quince personas fueron desaparecidas. Los paramilitares asesinaron a cuatro campesinos y los presentaron como ‘falsos positivos’ de los altos mandos militares del Batallón La Popa, y a cuatro más los dejaron cuadripléjicos por dispararles y confundirlos con guerrilleros. Sentado en la silla Rimax, coloca sus manos detrás de la cabeza y exclama: – Si no tenías el ficho, eras hombre muerto. Luego fija sus ojos en la carretera pavimentada e hirviente y dice: – Era una zozobra con esa gente aquí; esa época fue muy dura. Uno no podía entrar solo a un sitio de acá, debía entrar acompañado porque ellos creían que esto estaba lleno de milicianos y guerrilleros. Pobre el jornalero que decía que iba a trabajar y el patrón, para no pagarle ese mes, les decía que no lo conocía. – ¿Cómo así? – Resulta que cuando uno o dos muchachos iban para arriba a trabajar en las fincas tenían que llegar a los retenes que habían montado. En el último, donde yo estuve con mi mujer, ellos pedían la cédula y el ficho para identificar a los que querían subir. Luego le decían a alguno de los de la moto que subiera a confirmar con el dueño de la finca si los conocía. Generalmente era gente que se dirigía a la vereda El Mamón.  –Vaya y dígale al propietario que si conoce a dos que están preguntando por él, lleve escritos los nombres para estar seguros. Media hora después llegaba el de la moto y le decía a los del retén,  – Que no, que no los conoce. Los ‘paras’ del retén los encañonaban y les decían: – Paisanos se van a morir. Ese señor dice que no los conoce, que no sabe quiénes son ustedes. –Pero ¿cómo qué no? Si él mismo nos contrató, él nos debe la plata de este mes. – ¿Entonces, a quién le creemos? ¿De dónde son ustedes? Entre gritos y reclamos, los ‘paras’ les retenían las cédulas y los pobres muchachos iban a parar a la camioneta verde, nadie volvía a saber de ellos y tampoco nadie preguntaba por temor. Había que hacerse el que no sabía que eso estaba pasando, porque si no, uno terminaba como ellos. Para poder ingresar a La Mesa, cualquier visitante tenía que llevar un conocido que estuviera registrado y portara la ficha, elaborada en cartulina con un nombre; al visitante le daban otra con un número y el nombre. – Si no era conocido lo detenían en el segundo retén que quedaba en lo que llamaron el puente de ‘El descanso eterno’, que atravesaba la carretera. Ya no existe, lo desviaron y lo hicieron mejor. ‘El descanso eterno’ le decían porque todo el que atravesaba el primer retén, a quince minutos del Batallón La Popa, llegaba al segundo que estaba allí. El que era desconocido y nadie hablaba por él, lo interrogaban: “¿A dónde va? ¿A dónde quién? ¿Cómo sabemos que está diciendo la verdad?” Luego, al no poder dar explicaciones por lo que le preguntaban, lo subían a una motocicleta, que cogía por el puente, seguida de otras dos, y no se volvía a saber nada de él. Era hombre muerto. Lo mandaban a descansar. Cuando alguien tenía un conocido del pueblo le decían: “Usted se responsabiliza de él. Si hay alguna cagada se mueren los dos y se mueren los suyos, ¿entendió? Más tarde damos una vuelta para saber que todo está en orden. No se meta en problemas con nosotros metiendo guerrilleros, el que es guerrillero se muere”. Eduardo se levanta del asiento y camina unos pasos hacia la puerta de su casa. Su hijo mayor lo llama para cambiar un billete que una indígena wayuu llevó para comprar víveres, sus cuatro hermanitos se asoman por el vidrio de la vitrina. En su casa hay tienda como las que hay en los pueblos de Colombia, con artículos de primera necesidad, alimentos, víveres y elementos para el colegio, cuadernos, lápices y bolígrafos. – Espéreme, ya vengo. Esos indígenas son de aquí abajo, hay un asentamiento aquí cerca por el camino que lleva a la parte de atrás de la casa. – ¿Y siempre han estado allí? – Desde que esa gente apareció. No se metieron con ellos; la orden era no molestarlos ni detenerlos. Eran los únicos que caminaban libres por aquí. A los que sí asesinaron y reclutaron fueron a los kankuamos. Espéreme. Poco después, Eduardo apareció con una botella de gaseosa en su mano. – Tome, está haciendo un calor tremendo. ¿Ha visto en la carretera para acá unos árboles florecidos de amarillo? – Sí. Son altos y bonitos. – Es el árbol de Cañaguate. Hay un barrio bautizado así, de los más viejos del Valle, y epicentro de los músicos vallenatos; también existe una emisora con ese nombre. Hay una canción La cañaguatera, que compuso Isaac Carrillo Vega a una morena de Chimichagua, Cesar. A Carrillo Vega uno lo ve en el Valle; también le compuso veinte canciones a Diomedes Díaz. Eduardo vuelve a sentarse. Luego pasa sus brazos por detrás de la cabeza y sigue con su relato. – La presencia de los ‘paras’ en La Mesa le sirvió a una gente que tenía deudas para no pagar, a otros para cobrar revancha por alguna pelea, y a otros para señalar a quienes eran sus vecinos y no les caían bien. – ¿Y eso cómo se reflejó? – Muchas personas pagaron el pato por mentiras de la misma gente. A las semanas de llegar ellos aquí, hubo algunos que se les unieron como informantes. Ellos preguntaban “¿Quién es el dueño de esa finca?”, “Vea ese señor le da comida a la guerrilla y esconde armas allí”. Y era mentira. O para saldar revanchas por peleas o deudas iban a buscarlos y les decían “Tal señor está opuesto a que ustedes estén en el pueblo, es colaborador de la guerrilla”. Y era mentira, uno sabía que a la gente acusada le debían dinero, sobre todo en la época de cosecha. Todo era para no pagarles. – ¿Y qué le pasaba a la gente? Eduardo se levanta de la silla y se apoya sobre el tronco del árbol que da al frente de la carretera. – Hubo mucha gente que ensució a otra. Los ‘paras’ iban en la noche por él o ellos. Los sacaban a la fuerza de las casas y los subían a ‘La última lágrima’ para trasladarlos a Valencia de Jesús, un corregimiento al sur de Valledupar. Allí nacieron Los Nazarenos, la comunidad religiosa más antigua de Cesar, con 225 años, caminan por sus calles sin flagelarse, vestidos con túnicas negras, para cumplir y pagar promesas a Jesús de Nazaret. Hasta allá los llevaban para matarlos y enterrarlos en fosas comunes. – ¿Y a los que les comprobaban después que todo era mentira? – También los mataban. Al sindicado lo sacaban de la casa y lo sentaban en la piedra, donde se ponía a llorar. Un día alias ‘39’ bajó desde El Mamón al pueblo. Cuando vio a dos de ellos sentados en la piedra les dijo a los familiares que esperaban: “No aprenden, saben que nos engañaron y deben pagar por eso, por hacernos matar gente inocente. No aprenden, estamos aquí, buscamos mejorar las costumbres, y son tercos. Que paguen”. – ¿Qué hacían con ellos? – Se los llevaban en camionetas. Uno vivía con miedo a que lo señalaran. Uno desconfiaba de todo el mundo, aquí no había amigos, solo la familia. Uno iba a hacer lo suyo, a trabajar en la finca, y no se metía con nadie por miedo a que lo acusaran de cualquier cosa. Uno se cuidaba hasta para hablar. Era mejor andar solo por los caminos sin molestar a nadie. Cuando la mujer y los hijos veían que uno llegaba a las tres de la tarde, descansaban, porque pensaban que no volvía. Era la hora para empezar a arreglar el pueblo, barrer sus calles, limpiar los frentes de la casa, las mujeres a pegar barro en las paredes de las viviendas para que se vieran mejor. Era un régimen de control total. Todo el día estaba uno vigilado, por todos lados, no había nadie que se moviera si ellos no autorizaban. -Fue una época de mucha humillación. Como eran gente que ellos llamaban ‘especial’ los hacían trabajar desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Muchas veces sin que probaran bocado. Además, reunieron a cincuenta hombres y los dividieron en cinco grupos dizque para vigilar el pueblo en las noches. Cada uno respondía por un sitio por el que podría entrar la guerrilla. Eran carne de cañón para alias ‘39’. Imagínese, ¡si ninguno de ellos había portado o manejado un arma, era la locura! Para nosotros se volvió costumbre verlos en las calles con camuflado y armados, eran la ley aquí y tocaba hacer lo que decían”. Eduardo cuenta como ‘39’ se dio cuenta de que algunos de sus hombres exigían comida a las familias y se enojó mucho. El jefe paramilitar hizo una reunión con todos y les advirtió que no estaban obligados a darles nada. – Ese día llegó furioso a la reunión. Manoteaba en el escritorio que tenía al lado. Dijo: “Ellos no pueden llegar a decirles que les den una gallina, o un cerdo, o comida, como si fuera muertos de hambre de la guerrilla. Si ustedes les dan es cosa suya, pero no pueden llegar a pedirles por mi cuenta. Porque para eso nos pagan y yo hago que les paguen a ellos. Si llego a saber que les están exigiendo que les den algo, les hago consejo de guerra, y a los que les den los saco de aquí, los expulso”. Sobre los rumores de que los paramilitares trabajaban con militares del Batallón La Popa, Carlos advierte que lo que va a decir no lo sostiene a nadie. – Créame que en cinco años, si vi aquí al Ejército dos o tres veces, fue mucho. Aquí no había Policía en esa época, los soldados llegaban a la entrada del pueblo cada vez que había una masacre o secuestro en la zona y se iban. Permanecían varias horas y como no veían a nadie de camuflado ni armado se regresaban a La Popa. ¿Cómo no iban a saber que los ‘paras’ estaban acá, si a solo quince minutos del Batallón estaba el primer retén y un exmilitar prófugo era el jefe de ellos? Sobre la desmovilización de Rodrigo Tovar Pupo, alias Jorge 40, comandante del Bloque Norte de las autodefensas, en La Mesa con 2545 de sus hombres, el 10 de marzo de 2006, Carlos dice que fue en parte una ‘farsa’. – Aquí el Estado no ha cumplido. Nos hicieron tantos ofrecimientos con la desmovilización que lo único que quedó fue la pavimentación de los 13 kilómetros de carretera desde Valledupar hasta acá, pero hacia las veredas los caminos que en Bogotá figuran en el Ministerio de Obras Públicas como pavimentados, aquí son trochas o senderos de herradura porque en invierno es difícil transitar por ellos. La desmovilización la hicieron con muchachos de aquí mismo, que no tenían idea de disparar una escopeta. Hubo gente que en su vida conocía un arma y cuando se la entregaron decían ¿esto para qué? Algunos de ellos que decidieron irse de la zona, están regresando, pero con una mano adelante y otra atrás, porque el subsidio no alcanza. Imagínese, 400 mil pesos. Para los habitantes de La Mesa, la desmovilización de los paramilitares en La Mesa, pertenecientes al Frente Mártires del Valle de Upar, que comandaba David Hernández Rojas, alias ‘39’ no pasó de ser una comedia preparada por Jorge 40 ante las autoridades de Valledupar y la comisión de la OEA. Jonathan David Contreras Puello, alias Paco, miembro del frente dijo en versión libre ante la Fiscalía 58 de la Unidad de Justicia y Paz que diez días antes de su desmovilización entrenó a un grupo de civiles que serían presentados como miembros del grupo armado en el acto de entrega de armas ante funcionarios del gobierno nacional y miembros de la comunidad internacional. Eduardo dice con resignación: – Muchos de los muchachos quieren volver a las Bacrim, a las Autodefensas Gaitanistas de Colombia o Águilas Negras, para tener un sueldo, así sea de patrullero o traficando con combustible. La mayoría pasa el tiempo en el pueblo jugando billar. Del número de víctimas de la violencia paramilitar de La Mesa no se tienen estadísticas exactas, en el censo de la Unidad de Víctimas del gobierno nacional. En La Mesa, los paramilitares de alias ‘39’ y el Tigre cometieron tres masacres. Se calcula que las incursiones de los paramilitares dejaron dieciséis personas asesinadas en las diez veredas vecinas al corregimiento y 540 más desplazadas. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 La condenada piedra El puente del descanso eterno No hay reparación **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 TREINTAITRÉS MUERTOS Y MEDIO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/treintaitres-muertos-y-medio/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Todo Palmira no lo conozco, me da miedo salir del barrio. Toda la vida he vivido en La Emilia. Bobadas de uno, pero sí me gustaría conocer. Mi casa queda cerca del colegio Jorge Eliecer Gaitán donde estudié la primaria. Amigos nunca he tenido por aquí, todos son recicladores y hasta lo roban a uno. Hay gente que me ha invitado a robar pero les digo que no, no me gusta. Nunca escucho noticias, pero sé cómo anda todo, uno no anda deseándole la muerte a nadie y de un momento a otro se da cuenta de que esa persona está muerta. Yo le tengo miedo a la calle, por eso me he estado acostando temprano estos días. Palmira era sana, muy sana, una cosa muy chévere. En ese tiempo uno se dejaba llevar de los hermanos ¿ve? Cualquier cosita, me mandaban a hacer y ahí mismo salía. Cuando estaba pequeño me ponían a hacer oficio y mantenía en la casa. Pero vaya mande usted un peladito de esos ahora y verá que hasta lo roban, antes hay que pagar para que se lo hagan (comprar bazuco). Siempre he vivido por acá, por la 36. Este barrio en ese entonces era sano, ahora se dañó verracamente, antes nadie metía droga. Yo fui mecánico, engrasaba y cambiaba aceite. Nunca jugué futbol y el Nintendo no me tocó. Mi juventud fueron los años setenta, era muy bonito todo. Ahora tengo 44 años, y hace apenas doce estoy en las drogas, haga la cuenta. Empecé a meter bazuco de una por la carrera 39 llegando a la 40, una amistad y un hermano mío que vive en Cali me metieron en esto. Mi hermano no recicla. Él tiene familia, yo soy soltero. Tengo dos hermanas y cuatro hermanos. Ellos empezaron a no dejarme entrar en la casa, todo por la droga que me dejó en la calle. Un primo me ayudó a organizarme donde estoy ahora. Vivo agradecido con él, con mis hermanos no. Esta ciudad siempre ha sido mala y violenta, en el pasado no tanto, pero ahora es cuando la gente se está poniendo tan mala que quieren coger a los demás y hacer lo que ellos digan y no más. ¿Será que tengo los pulmones gastados de tanto meter bazuco?, la droga que más consumo es Carvacetino; es para el mango: yo sufro del corazón. Cuando empecé con esto no fumaba ni cigarrillo. Me dejé seducir por la droga y no le hice caso a los problemas de la gente. A veces me pongo a pensar las cosas y digo: esto es malo. Pero uno se deja llevar. Como siempre he estado en la calle, a veces digo: si me quieren matar pues que me maten, ya para qué. Uno para salir de esta vaina tiene que irse para otro lado, abrirse, pero estando aquí mismo no es capaz. Ningún amigo mío ha salido de las drogas. A mí hasta me han dicho que por qué no ensayo otra vaina, pero yo no me he dejado llevar de otras vueltas, sólo bazuco. Yo les digo: déjenme, esto es una vida bacana y cada cual la vive como quiera. Por aquí, por el barrio, hermano, éstos son unos vividores a costillas de uno: los campaneros y los que hacen las vueltas. A veces vivo como aburrido y quisiera irme lejos hermano, lejos. Pero las ganas de meter vicio lo dominan a uno. La vida en la calle es mala, todo es malo si uno se deja llevar. No hace muchito estuve por ahí por Radio Uno, por ahí por toda la 38 y un muchacho me cogió y me dijo: ahhh, éste me cae mal y casi me pega siendo familia mía. Eso fue el sábado. La vida del reciclador es una peleadera todos los días. Que ve que esto, que ve que lo otro, es un alegato diario. A veces quisiera estar bajo tierra. Soy muy nervioso y no me gusta que me regañen, yo no quiero ser más que nadie. Esta ciudad se ha vuelto muy inconforme, uno no sabe si está bien o mal. Hay amigos que sirven y otros que no, no todos son iguales, digamos en el sentido del pensamiento, no todos piensan igual, pero ante Dios yo digo ¡ay no no no Señor bendito! llévame más bien. Yo hasta tuve deseos de hacer cosas malas con mis hermanos ahí en la casa. A veces he visto gente haciendo sus vueltas y no digo nada, ni me va ni me viene. Uno tiene que pensar en lo de uno. Soy religioso, por ahí tenía un librito de Jesús y se me perdió, varias personas me han dicho qué tal que esta condición en la que estoy sea falta de fe; hoy uno promete una cosa y mañana, mañana, no es capaz de cumplirla. Yo soy uno que ha tenido de todo, tenía mi casa, mi carro, yo pagaba mi arrendo, vivía a lo bien, yo no quería ser un Don Nadie. Y ahora que me veo, que ha pasado el tiempo ¡Dios mío!, ¡Dios santo quisiera estar muerto!, uno siempre piensa más en lo malo que en lo bueno. Sólo tuve un amigo, ya no recuerdo su nombre, un día se lo llevó la policía. No me había dado cuenta que tenía problemas con la ley y un día lo pillaron robando. Tuve algo con él, y por ese tiempo era muy amistoso. Ese vendía droga y también me mandaba a comprar. A veces me pongo a pensar en él y no me hallo. ¿Qué es Dios? Dios son cosas de la vida, vueltas que él le ha puesto a uno. Él lo está poniendo a prueba a uno. Tuve un hermano que casi me mata, se murió y a los días me enfermé yo. Y ahí fue cuando empecé a echar pa` atrás en la casa. En ese tiempo tenía un amigo, un negro pues, que hasta a la mujer casi la mata, eso fue en el barrio Marroquín de Cali. Luego volví a Palmira. Yo me pongo a ver la gente que esta tirada por ahí… Hay niñas que se dejan llevar… Aquí y en Cali hay metederos donde uno se deja llevar por esa vaina; no le deseo mal a nadie. Nunca he robado, pero sí me han llegado a robar hasta la cadena. Yo usaba cadenas de oro, relojes. Nunca me han quitado algo que yo haya querido mucho, tal vez me quitaron fue la vida de ese muchacho y nada más. Antes esto no era así, ahora es que la venta de vicio ha cogido más fuerza. Ahora es que se ve tanta violencia, tanta cosa, por aquí hay mucha gente mala. Yo pienso que mi futuro es muy malo. En mi concepto: no es mío. La única esperanza es Dios. Yo he pensado en muchas cosas pero el destino siempre sale para otro lado. El futuro de esta ciudad, ¡ahhh!, es un futuro muy malo. A veces me voy para el Prado y veo gente por ahí y me da hasta rabia. La gente se ríe de uno. Hay gente que me llama y me dice vení, comete esto, y hasta le pueden hacer un daño a uno dándole cualquier cochinada. Tengo sobrinos que me han dicho que les duele verme así, que si no me da pena. Yo le echo la culpa a Dios (son cosas de él), a las malas compañías, a la ciudad, a las ollas. Me gustaba mucho el cine, iba al teatro Palmira a ver películas porno, puro sexo. En ese tiempo un amigo me llevó y yo ni pensaba en eso. Ahora todo es plata, plata, plata. La gente dice muchas cosas del actual gobierno pero eso es puro cuento. Para mí el único gobierno es Dios, no sé para otros. El trabajo es duro, aquí a uno lo ponen a hacer vueltas y después no le pagan, por aquí a mi me cogen de recocha muchas veces y eso no me gusta, no me aguanto. Una vez en Cali o aquí, no recuerdo, un muchacho se me arrimó y me dijo: vení. Se acercó en una camioneta blanca, me llevó a pasear, me dijo que le había caído bien y hasta me regaló diez mil pesos esa noche. Era para preguntarme cualquier bobadita, le dije: listo hermano yo voy. Dijo que le gustaba mi manera de ser. Fue cosa de Dios que apareciera ese tipo y me llevara a pasear. Y los muchachos de por aquí empezaron con ese miedo tan tremendo pues uno sabe cómo habla la gente. Aquí nadie manda a nadie. No se puede tener amigos si no es con droga, si no es con eso, entonces nada. La persona que tome trago si puede conseguir amigos, pero como yo no tomo, entonces nada. Nunca leo periódicos, ahora me pasaron uno para que lo mirara y había una muchacha que habían matado. Tanta gente que matan, uno se queda aterrado y le da pesar. He visto morir amigos y me ha dolido mucho: el finado Chano, los de ahí, los recicladores que son de carro y todo y los han ido a matar. Me duele, más de una persona ha ido a preguntarme que si no me duele y digo ¡claro que me duele! Pienso que la muerte es cosa de Dios. Mi ídolo es Juan Gabriel, es la música que me gusta. Me gustan todas las canciones de él, pero la mejor es esa que dice: a mis 16 anhelaba tanto un amor que no llegó, eso cantaba yo, ya no recuerdo el nombre, siempre lo busqué. Escucho ese disco y hasta me da rabia que la gente lo quite. Quisiera escucharlo y dedicarlo. Juan Gabriel siempre ha sido el héroe. Yo deseaba ir a México para, ahhhh, conocer a Juan Gabriel. Cuando se presentó en Cali era feliz. Yo quería estar al pie. Pagaba lo que fuera con tal de verlo. En los 70 mi ídolo era el chavo, de muchachito lo veía y era una cosa grandiosa. Me gustaba mucho cuando Don Ramón le hacía las maldades a Doña Florinda, me gustaba su estilo. Y entonces esa era para mí la adoración. He intentado pensar en el amor, en la necesidad de tener una relación con alguien. Pero es un problema porque los hombres tienen su mujer y hay veces que hasta lo han intentado matar a uno por culpa de ellas. Nunca he tenido problemas con la policía, una vez cayeron a mi casa, por culpa de unos muchachos, los de la esquina de la 36 con 36; no fue por mí, sino por ellos. Sólo una noche la he pasado en el calabozo, eso es muy verraco, lo golpean a uno y es lo que ellos (los policías) digan y ya. Por donde vivo mantienen recicladores metiendo bazuco. Hay unos manes que los estuve llevando a que vivieran en la casa, pero noooo, eso no se puede, luego le clavan el cuchillo a uno en la espalda. Es mejor hacer las cosas solo. Tuve una relación con un amigo que quería mucho, se me olvidó su nombre. El murió y su muerte me dolió bastante. Yo hablaba con su mamá y los veía aguantar hambre, eso me dolía mucho, ellos eran de Marroquín, al muchacho lo mataron, tanta violencia ¿no? Yo veo a un señor enfermo e inmediatamente me duele, y si estoy comiendo algo se lo doy. Nadie piensa en los otros. Me duele la vida de los otros, como ese mechudo peludo reciclador que pasa por ahí; a él intentaba ayudarle y antes le daba rabia, me decía: ahhhh no me hablés que vos me caés mal. Un día le dije: pero por qué si yo a vos no te molesto para nada. Hasta por un fósforo se emputa. Cuando le caigo mal a una persona busco la forma de no tratarla. El man del granero donde trabajo vende revuelto, me dice a cada rato que le caigo mal y se emputa conmigo pero me tiene ahí, jajaja. Mi sueño es tener una relación estable con otro, no con mujeres, sino con puros manes. Pienso en un futuro aparte con un hombre. Hay gente que piensa hasta matarlo a uno. Hay mucha violencia ahora. Me duele mucho. Un hermano casi me mata y le dije ¿qué hago si este es el pensamiento mío? Un tío mío me… casi me viola… uno no se puede poner a pensar en cosas malas, a dejarse llevar. Me gustaría enamorarme, si en Colombia aceptaran el matrimonio entre hombres me casaría. Uno solo se aburre, voy a intentar algo, por ahí tengo a alguien. Si por aquí se dan cuenta de lo que uno es ya lo quieren matar. Para hacer una cosas de esas uno tiene que hacerla callado. Del tipo que me apuñaló recuerdo haberle dicho: ve, andá haceme un favor y de una me tiró a matar: esta gonorrea no te voy a dar nada. En los años que viví con él no lo molestaba para nada, lo respetaba. Pero empecé a mirarlo y al tipo no le gustaba, me decía que no lo mirara, se emputaba y hasta lo hijueputiaba a uno. ¡No me mirés gran marica!, me dijo. Yo le dije: a vos ¿qué te pasa ve? Pero de una me tiró al piso, me dio duro, y después me apuñalo dos veces, una en el dedo y otra en el abdomen, y casi me pega la otra. Realmente cuando caí en el suelo no me di cuenta: quedé privado, mi mente se canceló, en ese momento uno siente la muerte y no piensa en nada. La gente decía: ve, ve, mataron a Jairo. En ese momento sentí como un vacío adentro. De ahí me llevaron para el hospital Raúl Orejuela y de allí para el Colombia. Después él salió en la prensa, a mí me dolió mucho su muerte, me tiré al dolor, lo quería. La mujer de él se perdió, ella vio cómo lo mataban. Cuando me di cuenta a los cuatro días de que lo habían degollado por la noche me quedé aterrado. Nunca le desearía la muerte a otro. Se lo llevaron por el Sena, me dijeron, y le pegaron 27 puñaladas, ¡Ay, Dios mío santo! Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 EDITORIAL, EDICIÓN 14: ACTUAR POR YOSOTROS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/editorial-edicion-14-actuar-por-yosotros/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle El hombre ha desarrollado en el computador un portentoso cerebro artificial capaz de abstraer y procesar datos de forma fantástica, pero además con una gran sensibilidad para componer música, pintar, leer una partitura, editar una imagen o recomendar un libro. Un conjunto de sistemas informáticos ensamblados en la más alta ingeniería han logrado generar mutaciones profundas en lo humano. Hoy los expertos consideran que el software significará para el siglo XXI lo que significó la energía eléctrica y el motor para el siglo XX; es decir, una fuerza capaz de reestructurar múltiples esferas de nuestras sociedades, de reconfigurar las formas en que nos relacionamos y convivimos en el planeta.  Sistemas viene de las palabras poner juntos, juntar, tejer en conjunto. La biología organicista, la cibernética, la inteligencia artificial, la matemática compleja y la ecología ambiental reconocieron la potencia de este concepto para comprender y diseñar la vida. Aprendemos desde el colegio que nuestro cuerpo es un ensamble de sistemas -digestivo, circulatorio, respiratorio, óseo-, cuyos procesos se interconectan y permiten nuestra existencia. La vida se ordena mediante sistemas en múltiples niveles y dimensiones. Sin embargo, a lo largo de nuestra vida, escuchamos iniciativas que nos persuaden de entendernos como individuos independientes que debemos construirnos a sí mismos. Hoy comprendemos que el individualismo es un proyecto que reduce la fuerza colectiva, que inhibe la emergencia de aquellas propiedades sociales que no se encuentran en los individuos aislados. Ortega y Gasset ya había dicho en el siglo pasado “Yo soy yo y mi circunstancia”, tanto vale decir que tengo un carácter como que me encuentro en un conjunto de circunstancias que entran en tensión con mi carácter. Lejos de entendernos como individuos desconectados, hoy sabemos que la vida es un conjunto en medio de otros conjuntos.   Comprender la realidad sistémicamente significa colocar cada aspecto de la vida en un contexto, establecer la naturaleza de sus relaciones. En todo sistema, vivo o no vivo, la naturaleza del conjunto es siempre distinta de la mera suma de sus partes. En los conjuntos y los sistemas emergen unas propiedades y capacidades que benefician a los individuos. En conjunto se organizan las comunidades de pingüinos en los polos para crear una temperatura corporal colectiva que les permite subsistir frente a altas adversidades. En conjunto casan las ballenas orcas empleando menores tiempos y energías individuales. En conjunto vuelan las golondrinas para enfrentar los vientos y relevar esfuerzos. Por todos lados encontraremos ejemplos que nos hacen comprender la necesidad de construir una conciencia y acción colectivas.  En medio de la creación de sistemas artificiales que modifican nuestras conductas, hoy ya sabemos que estamos lejos de entender eso que llamamos Yo como una entidad única, aislada e indivisible. Si nos construimos por medio de los demás, es hora de actuar por Yosotros. De entendernos como sujetos que podemos articular acciones para hacer emerger fuerzas colectivas. Mejorar las condiciones de los demás es también mejorarnos a nosotros mismos. La contaminación ambiental de las ciudades, la generación de desperdicios, el caos de la movilidad, el aumento de la desigualdad en la distribución de la riqueza, la restricción de oportunidades para los sectores más vulnerables, la reducción de la violencia, el aumento de la educación y la salud implican cambios en los patrones de conducta y en la comprensión de nuestro lugar en el entorno. Preservar y mejorar la vida requiere comprender la forma en que se organiza. Como señala Capra “la vida es mucho menos una lucha competitiva por la supervivencia que el triunfo de la cooperación y la creatividad”. Es hora de actuar por Yosotros. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 No existimos entre los demás, existimos por medio de los demás, nuestro entorno nos constituye y hacemos parte de sus redes. Somos una hebra de la trama de la vida, estamos inmersos y dependientes de los procesos cíclicos de la naturaleza y de nuestras sociedades. **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 TE LLAMARÍAS HELENA http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/te-llamarias-helena/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Yamilé apoya la espalda en el lavaplatos, celular en mano, para sintonizar el partido del Nacional en la radio. Son las ocho de la noche, hace frío como en otras ciudades (no ésta) y ella aún no termina con el aseo del primer piso de la casa. En la cocina hay cúmulos de platos sucios con guiso de tomate y grasa de pollo. La baldosa tiene manchas pegajosas de pisadas. En la mesa del comedor hay granos de arroz estrellados y gotas de jugo rojo. Pero ella no se impacienta ante el caos, da con la emisora, sube el volumen y pone el celular en un mesón. Su vientre tenso en el uniforme blanco choca contra el borde. Lo protege con sus manos mientras fija la mirada en el piso sucio. 1. La sensación -más bien la certeza- de llevar otro ser adentro debe ser parecida a la que produce un trabajo final pendiente. Una especie de desasosiego desvelador al tiempo que esperanzado; la bifurcación del camino, que da al mejor y al peor escenario; el comienzo de un juego que puede acabar en la renuncia o en una de esas altísimas notas con apreciaciones que hacen sentir que en la vida no importan los amores perdidos ni los días malos, sino lo que acabaste de obtener (con esfuerzo, con conciencia, o sin ellos), eso que ahora es tuyo. Victoria tiene treinta y siete años. Es trabajadora social y su primer empleo estable lo obtuvo en una fundación del ICBF, para la protección de niños y adolescentes, ubicada en Pereira. En su trabajo debió llevar casos de maltrato físico y abuso sexual. Tuvo que convertirse en una mujer mesurada para sentir. En la fundación conoció a Jhon, con quien se casó siendo todavía una mujer mesurada para sentir. Años después vinieron a vivir a Cali, Victoria estaba embarazada cuando llegó. Salía al antejardín de su casa en la tardes para ver afuera, tomar café y llorar a veces hasta que anocheciera. Cuando nació Isabella lo primero que experimentó fue que al fin tenía algo verdaderamente suyo y debía encargarse de preservarlo, de cuidarla. Y no hay mesura en ese esfuerzo. 2. Cuidar de alguien más, de una persona pequeña cuya cabeza puede romperse con un golpe, cuyas manos pueden apretar apenas un dedo de adulto, cuya respiración puede interrumpirse si una sábana de algodón bloquea las fosas nasales, ha de ser como fijarse en cada movimiento de una pareja en la que no se confía: en miradas que apunten hacia otros lugares y señalen intenciones que escapan al espacio que comparten los dos, silencios que hablen de conflictos, evasiones que tracen otro camino deseado, pasos que lo siguen y se alejan. Cuidar de alguien tan vulnerable debe ser como cuidar de mí misma, de salir lastimada. El intento por interpretar esos movimientos da origen a una paranoia permanente y manías, extrañeza, equivocaciones y momentos que se arruinan en medio de ese esfuerzo. Lorena es la mamá de Elisa. El papá de Elisa se llama Jonathan. Lorena y Jonathan se conocieron en la universidad, primer semestre de Comunicación Social en el Politécnico Grancolombiano de Bogotá. Tenían dieciocho y diecinueve años cuando empezaron a salir. Hoy tienen treinta cuatro y treinta cinco. Elisa apenas cinco y cuando Lorena le alza la voz, llora y grita “Quiero a mi papá”, pero Jonathan siempre llega tarde, entonces Lorena la duerme antes, para evitar líos. A Jonathan no le gusta que la regañe, tampoco hablar de su mal comportamiento, hablar del hogar, llegar al hogar, que Lorena le pida plata para el mercado, que le diga que necesita el carro. Él merca, él maneja, porque él trabaja. Y aunque ella se quede en casa, todos los días Elisa quiere a su papá. 3. Vivir con alguien, es decir, con una pareja y formar una familia debe ser tan engorroso como tener una pareja, pero hay que sobredimensionarlo, lo que resulta difícil pues en mi caso siempre llega el tiempo de encerrarme, de verlo y voltear la cara, de estar ahí, enamorada, queriendo, pero con la identidad a medio hacer, tratando de descubrir quién soy. Todo es sencillo porque ahí termina, cuando me dice “andá, descubrite”, y entonces me voy. Así que ni porque intente sobredimensionarlo podría entender lo que es vivir con alguien o tener un corazón latiendo en el útero o cuidar a un ser que respira por la cabeza. Oriana Fallaci, periodista y escritora italiana, había publicado seis obras a sus cuarenta años. En 1969, con Nada y así sea, un reportaje sobre la Guerra de Vietnam, obtuvo reconocimiento internacional y empezó a consagrarse como una de las mejores del oficio. Auténtica feminista con una carrera brillante, dos aspectos que hicieron que sus allegados y colegas se sorprendieran cuando les dio la noticia de que esperaba un bebé, en los dos sentidos que encierra el verbo esperar. Había tantos juicios, porque era una profesional brillante y porque no era “señora”. La hostilidad hacia la futura madre se podía atrapar en las manos: cuando iba a consulta médica y decía que era “señorita”, cuando el padre del bebé anunciaba que sólo pondría la mitad del dinero necesario para arreglar semejante lío, cuando su jefe la despojaba de toda humanidad para recordarle que era una productora de textos para publicación. Pero las manos de Oriana estaban ocupadas escribiendo para su “niño” una conversación extensa (agregar otras reflexiones del libro) en la que le cuenta que aunque le llame así, preferiría que naciese mujer, porque quiere que experimente la vida como su mamá, asumiéndola como un desafío y una aventura que requiere valentía, y que tenga la posibilidad de tomar muchos caminos. Pero le explica que si es hombre también será feliz porque además de que recaerán sobre él menos injusticias, será uno de esos hombres que las combaten. Aquel diálogo unilateral -recogido por la autora en el libro Carta a un niño que nunca nació- que establece Oriana con ese ser, al que empieza a sentir antes de que la ciencia le confirme que existe, es una declaración de amor y un manifiesto. Pero también es evidencia del trastorno de nuestro tiempo, una sensación permanente que ha traído consigo la posmodernidad: la de vacío y fin de las certezas. Es una discusión difícil esa sobre el inicio de la vida: “Yo odio esa palabra que aparece por todas partes y en todos los idiomas. Amo-caminar, amo-beber, amo-fumar, amo-la-libertad, amo-a-mi amante, amo-a-mi-hijo. Trato de no usarla nunca, de no preguntarme siquiera si aquello que perturba mi mente y mi corazón es lo que llaman amor. Pienso en ti en términos de vida”. Eso es el ‘niño’: vida, células que revolotean y se multiplican locas, afanadas; un corazón que surge, como de la nada, a las tres semanas; un cuerpo que empieza a tomar forma a las cinco, y que sin embargo no se distingue del de cualquier otro mamífero en esa etapa de gestación; manos diminutas a las seis semanas y un par de puntos negros e insondables que serán ojos y verán. Claro que hay vida. Claro que puede haber muerte. Oriana Fallaci no se convirtió en madre. La sensación de haber tenido otra vida adentro y no tenerla más es, a veces, la de haber perdido dos vidas. Emilse aún no ha escrito un libro para ella y su niño. Es doctora en psicología, trabajó en Profamilia, feminista, madre de Luna, vive con Leonardo, el padre de Luna y de su niño, al que le faltaban cuatro meses para nacer. No tenía nombre y sin embargo Emilse pidió a su familia tiempo para el duelo, prudencia y silencio. Leonardo dice que llora mientras come, que no puede comer, que no querían perderlo, que ya pensarían en un nombre. El niño de Emilse y Leonardo tenía veinte semanas. Ellos ya llegaron a los cuarenta años. Su cuerpo, el del niño, ya era humano y lo verían con Luna en la ecografía de los cinco meses en la que se puede determinar el sexo. Sí era un niño, pero su corazón latía con un ritmo extraño, alterado. Entonces el doctor, ahí mismo, debió decirle a Emilse, Leonardo y Luna que el niño padecía lo que se conoce como sufrimiento fetal. Que había empezado a quedarse sin oxígeno, por una deficiencia en la placenta, y que en realidad sufría, como un adulto que no puede respirar. Podría haber sobrevivido, pero las secuelas por la falta de oxígeno serían severas. Todos se despidieron del niño sin nombre. Pero Emilse no deja de pensar en él y ve sus fotos estos días. Milena es joven, a veces desborda tanta juventud y desparpajo que provoca invitarle a dejarlo, a limpiarse esa sensación de invulnerabilidad porque es humana. Y por una vez lo reconoce: me cuenta que quedó embarazada a los dieciséis años de su novio del colegio, “por estúpida, no porque no supiera que los condones existen”. Ella, como Oriana y tantas mujeres, sólo necesitó un par de días de retraso para entender lo que pasaba: llevaba un niño adentro. Entonces se sentó en la cama estrecha, tendida de blanco raído, y se golpeó el vientre tan fuerte como pudo. Cuando entendió, con la misma claridad con que supo que estaba embarazada, que no era la manera de resolverlo, clavó la mirada en el piso de tierra y pensó en quién podría ayudarla, poner la mitad del dinero para resolver el problema. El novio no era una opción, tenía diecisiete años. Salió de su casa procurando guardar la zozobra en el bolsillo para que sus padres no la vieran. Luego corrió al colegio. Era miércoles. 4. Estar embarazada sin desearlo debe ser como enfermar de repente por tiempo indefinido en el momento en que más te gusta salir de casa. Hay días en los que es mejor quedarse y ver los canales nacionales, embeberse de esos programas de la tarde que muestran “casos de la vida real”. Pero una dosis diaria de eso es letal. La mayoría de los días es mejor pasarlos entre calles y salones. Arreglarte cada mañana, esperar el bus, caminar hasta la universidad, las clases, el almuerzo, dormir en el pasillo, comer helado, reír y mancharse de helado, andar de la mano con alguien, besar, follar, follar, comer más helado, volver a casa sin nada en los bolsillos. “Cuando llegué a Colombia no había mujeres, había mamás”, es una frase conocida de la profesora Florence Thomas. Docente titular en la Universidad Nacional de Colombia, coordinadora del grupo ‘Mujer y Sociedad’ del Departamento de Psicología de la misma institución, columnista en El Tiempo, madre, ex esposa, abuela y -el rótulo que seguro le complace más- feminista. Llegó de Francia, su país natal, en 1967, con un colombiano del que se enamoró. Esa década, la de los sesenta, presentó una explosión demográfica que Thomas explica de forma simple: cuando llegó a Colombia no había mujeres, había mamás, porque la palabra ‘no’ estaba fuera del alcance femenino. La imposibilidad de negarse a ser madres contribuyó al aumento vertiginoso de la población, que a su vez causó estragos que persisten. Para dibujar un panorama hay que valerse de números: en 1905, inicios de siglo, había 4.7 millones de habitantes en Colombia. Cien años después, en 2005, el censo poblacional anunció que éramos más de 42 millones. Esto indica que el siglo XX tuvo una tasa de crecimiento poblacional promedio del 3% anual, que por supuesto varió según acontecimientos tecnológicos y culturales.  Para los años cuarenta, nacían unos ocho bebés por hogar colombiano, pues en los hijos se veía una fuerza de trabajo importante y necesaria para las labores del campo. En 1960, la mencionada explosión demográfica, curiosamente, comenzó en paralelo con un evento histórico de naturaleza contraria: la anticoncepción como rutina femenina empezó a hacerse popular, pues se aprobó en Estados Unidos la distribución de la primera píldora anticonceptiva. A esta parte del continente la pastilla llegó en el 61, y al parecer tardó mucho más en entrar a los hogares del país más conservador de la región.  La fase que debía seguir al crecimiento poblacional vertiginoso de los sesentas y setentas, sería la de reducción de la tasa de fecundidad y natalidad, impulsada por factores como la educación sexual, “las oportunidades de empleo femenino, [la conciencia de] los mayores costos de la crianza de los hijos, [la tendencia a] las familias más reducidas”i, pues es una fase que deben atravesar las sociedades modernas, que aspiran superar la pobreza. Pero el nuestro es un país alejado de ese ideal: El Estado colombiano no ha asumido hasta la Constitución de 1991, la responsabilidad de proveer instrumentos de control natal ni de la educación reproductiva de la población, por razones religiosas, dejándole esas tareas a una institución privada, Profamilia, que ha hecho una labor notable en la diseminación de las prácticas contraceptivas. Y a pesar de esa labor, los embarazos en adolescentes van en aumento (1 de cada 5 madres es adolescente según el DANEiii) y las tasas de fecundidad son mayores justo en las zonas más afectadas por la pobreza.  Marena se levanta cuando su hija sale de la ducha. Usa una camiseta blanca, que era de su esposo, a la que le cortó las mangas porque no gasta en pijamas. Recorre las habitaciones, saluda, se para frente a las escaleras y aunque está atolondrada intenta mostrarse receptiva, pregunta “¿qué quieren desayunar?”. Silencio. Entiende que hoy Mariana amaneció irritable y muda porque se trasnochó estudiando, que su marido aún no quiere desayunar y que el día no ha empezado para Andrés. Entiende. Va para la cocina. Así son algunas mañanas. Valeria se plancha el cabello antes de vestirse por la necesidad de verse desnuda en el espejo y repasar las marcas de sus últimos años, una a una. El vientre flácido, sin estrías, pero inflado aunque Inés ya tenga cuatro años, y ella apenas veintisiete. Han pasado cuatro años y su cuerpo no se ve como su cuerpo, tampoco Inés como su hija o ese lugar como su habitación. Lorena y ella se burlan de lo poco que las niñas parecen quererlas. El espejo muestra formas y texturas que de repente hacen que quiera vestirse de prisa. Pero parece que necesita reflejarse un poco más, a ver si se encuentra en esa mujer. Marisol espera a su hija sentada al comedor. “Ya son las 9 de la noche y usted sola en la calle”, le dice en la última llamada. El perro ladra en el segundo piso. Su hijo y su marido ven televisión con el volumen alto. Ella ya dejó la cocina arreglada y la comida de la niña lista. Huele a humedad y por las rendijas de la puerta se cuela el tufillo a fábrica de cartón. La luz fluorescente sobre la mesa titila como si fuera a extinguirse. Es viernes. Todos los viernes son así. Catalina se durmió por fin. Diana desactiva la función de wifi del celular y va a la cama. Su esposo, Sebastián, no tarda en llegar, pero ella, que siempre ha respetado la hora de dormir, apaga la luz y se acuesta. 10:32. La alarma la programa para las 4:32. La cuna está a pocos pasos, no va a dejarla sola en otra habitación pues Catalina es todo. Tiempo atrás perdió a otra Catalina en su vientre. Dolió por meses, así que quiso buscar sentido en un lugar diferente a la maternidad y empezó una segunda carrera a los 26. Hoy, a los 28, parece una adolescente menuda y pequeña. Catalina es inmensa, se parece a Sebastián, que acaba de llegar y las encuentra dormidas. La casa en silencio le recuerda la época en que era novio de Diana y ella vivía con sus papás. Con cautela alcanza su lado de la cama y se deja caer en un sueño brusco, fulminante. Victoria se levanta una hora antes de despertar a sus hijos, ahora son Isabella y Alejandro. Se mueve en la cama unos minutos y piensa: “tengo que pararme ya. Ya”. Va al primer piso, enciende la luz de la cocina. Son las 5 de la mañana. Abre la nevera, saca el tetero de Alejandro -que después de lavar con agua hirviendo puso ahí la noche anterior- prepara el Pediasure, lo pone en el microondas. Pela la fruta del desayuno, barre las migas de comida que hay bajo el comedor. Revuelve seis huevos, corta el pan en rebanadas, pone a hervir leche, alista los pocillos para el café, prepara jugo con la fruta que peló, saca las loncheras de los niños y las llena de paquetes de galletas, vasitos de yogurt, chocolatinas jet y tazas con fresas que también lavó la noche anterior. Se sienta un momento en el sofá y piensa: “¿qué más tenía que hacer?” y en ese pensamiento se sumerge hasta que es hora de despertarlos. Cuando Lorena va por la calle hace girar cabezas. Es una flaca de paso sereno, buena postura y cabello largo. Usa pantalones ajustados, pero jamás se ve vulgar. Lleva las gafas de sol en la cabeza, un reloj de pulsera sutil, el bolso de cuero en esa misma mano y en la otra, la mano de Elisa. Esta vez conversan sin gritar. Elisa lleva la cabeza bien atrás para ver a los ojos a mamá. “¿Dónde estamos, mi amor?”. Elisa levanta los hombros. “Será que el parqueadero es por aquí?”. Elisa baja la vista y se pasa la lengua por las comisuras de la boca, que aún le saben a helado de chocolate. Mamá jamás recuerda dónde deja el carro, tal vez por eso papá odia prestárselo. Yamilé termina de hacer aseo a las diez y se pone a planchar. De nuevo busca algo que escuchar en la radio del celular. Marena le deja la colchoneta, la almohada y la cobija en la sala. Le pide que descanse, pero Yamilé debe acabar esa noche para viajar temprano a Candelaria, el pueblo donde vive con Carlos, el papá del niño que espera y Jaider, su hijo menor. Todos en casa duermen a las 12, incluso la señorita Mariana, a quien Yamilé le ha subido un pocillo de café dulce más temprano. El segundo piso está apacible. El primero ya está limpio y faltan un par de camisetas del joven Andrés para terminar. Dobla la mesa de planchar con dificultad y apaga la luz de la cocina. El primer piso está apacible. Se acuesta en el colchón en la misma posición en que se ve a su niño en las ecografías. Ya tiene cinco meses y el sexo definido. Será Carlos, como el papá. Le da las buenas noches al niño que sólo se mueve cuando se antoja de alguna comida. Pero esta vez se mueve para despedirse de su mamá. Milena supo que la única persona que podría ayudarla, en ese pueblo de vírgenes, sería un profesor ateo que le dictaba filosofía desde hacía tres años. Su familia era humilde y tradicional. Sus profesoras eran mujeres mayores, madres todas, de misa los domingos y medallas de santos entre los pechos. Corrió a buscarlo y no debió decir mucho para que el profesor entendiera que era un verdadero problema para ella, que había obtenido el mejor puntaje en las Pruebas de Estado registrado jamás en la escuela del pueblo y se iría a estudiar a la capital. Tendría unas tres semanas cuando el profesor le explicó que debía beber una infusión de vervena y perejil tres veces al día y le entregó las hierbas en una bolsa de plástico azul. Milena lo hizo por varios días, no recuerda cuántos, en medio de la sangre y las contracciones, lavando el baño prendida en fiebre, ayudándose con golpes contra las paredes, que le hicieran recordar que jamás quedaría embarazada de nuevo, porque era lo más parecido a enfermar de repente y por un tiempo indefinido. Veo a una pareja sentada a varias sillas de mí. Son ancianos y aún se toman las manos con fuerza. Esperarán los resultados de una prueba de azúcar, presión, colesterol. Desearía la hipoglicemia, las arterias obstruidas, que me formulen Prazosina. Me asusta la idea de lo que es permanente, incurable por tanto. Y aún así no he dejado de pensar en el nombre de mi niña: Helena, como la mujer más bella del mundo griego. Mi Helena no llevaría a una guerra, quizá me daría paz. Pero la paz es el miedo que se rompe: “Negativo” y ya no temo nada. La pasta se toma a horas. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Anotaciones infantiles Carta a un niño que nunca nació El anverso El desencanto Fin **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LAS MUJERES DE LA MESA VIVÍAMOS EN UN INFIERNO http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/las-mujeres-de-la-mesa-viviamos-en-un-infierno/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Mirian Rojas* caminaba segura con unas sandalias doradas por el corredor de la cafetería. Su vaporosa blusa amarilla y jeans se meneaban al compás de sus caderas. Con un bolso pequeño se sentó diagonal a una mesa donde yo estaba. Sus ojos miraban a la puerta con curiosidad como si estuviera esperando a alguien. Tenía la intuición de que era ella. De facciones finas, ojos color miel y piel trigueña, se inclinó para recoger un papel que había caído de sus manos. La joven de 32 años es una de las 489.687 mujeres que han sufrido acoso, persecución, desplazamiento y prostitución forzada en zonas de conflicto armado, y una de las 94 mil que han sido violadas en once departamentos del país, según un informe de la ONG Oxfam Internacional. Habíamos convenido, a través de una amiga, que nos encontraríamos a las 10 de la mañana cerca de la terminal de motos, donde se traslada a la gente de Valledupar al  corregimiento de La Mesa. Me levanté de la silla y me dirigí a la mesa donde estaba sentada. – Hola Mirian, ¿cómo está? – ¿Usted es la persona que habló con Yorlei*? Pensé que no iba a venir e a iba perder el viaje. – Aquí estoy. ¿Quiere tomar algo? – Un jugo, por favor. El mesero trajo un jugo a la mesa. Mirian tomó el vaso entre sus dedos y bebió un sorbo. Conocí a Yorleidi cuando contacté a su padre para que me alquilara una habitación en una de las fincas de La Mesa. Le pregunté si conocía alguna amiga o conocida que hubiera sido objeto de abuso sexual por parte de los hombres de David Hernández Rojas, alias ‘39’, jefe paramilitar que se tomó el corregimiento.* –Yo conozco a una pelada que se llama Mirian. Vive cerca del corregimiento, no sé si quiera hablar. Ella tenía 17 años cuando le ocurrió eso. Yo apenas tenía 15 y estábamos en el colegio. Ella quedó marcada entre las peladas del pueblo, aunque hubo otras, solo que guardan lo que saben por pena y no dicen nada, porque aquí después de la desmovilización hubo gente que decía que a las muchachas les gustaba subir a los campamentos de los ‘paras’ por plata. – ¿Y tú crees que fue así? Yorleidi voltea su mirada y meneando la cabeza dice fuerte: – No. Las obligaron. A las peladas las amenazaban que si no accedían a subir bajaban a matarlas o les mataban algún familiar. Cuando los papás iban a reclamarle a alias ‘39’ o a alias ‘38’, o a algunos de los jefes –porque sus hombres acosaban a las muchachas– les decían que debían llevar pruebas y si no se comprobaban las acusaciones, la pasarían muy mal”. Saludé a Miriam, quien me extendió su mano. – Yorlei me comentó que usted quería saber sobre lo que nos ocurrió a varias de nosotras cuando estuvieron los ‘paras’ en La Mesa. Un cierto nerviosismo se apodera de la joven, que empieza a jugar con el pitillo y no deja de mirar hacia la puerta. – ¿Sobre qué vamos a hablar? ¿Esto para quién es o qué? Mirian me mira fijamente con cuidado. En su rostro se nota la lucha que ha tenido que librar para quitarse una estigma que ronda a las jóvenes de región. Sobre todo para desvirtuar los comentarios de los adultos, convencidos de que las muchachas se les ofrecieron a los paras para cocinarles y lavarles la ropa. – Sobre lo que usted quiera contar de su experiencia durante la época en que los ‘paras’ estuvieron allá. – Yo puedo hablar, pero aquí no. ¿Por qué no hablamos en un sitio más tranquilo? – Vamos al parque cerca del río Guatapurí. Tomamos un taxi. Mirian s luce más relajada.  – Mire la Sierra Nevada, —me señala por la ventana del vehículo. Por el vidrio se ve la imponencia de los picos de las montañas de la Sierra del Valle de Upar, tan trajinadas por la violencia que ha azotado a la población del Cesar, en municipios, veredas y corregimientos. El recorrido dura quince minutos. Llegamos al parque que rodea al ancestral río, donde por estas fechas muchas familias se van a bañar y hacen paseo de olla. Nos sentamos en una banca. Le hago una broma para distensionarla y su sonrisa revela unos dientes blancos perfectamente alineados que iluminan su rostro. – Yo no pude estudiar. Esa violencia frenó muchos proyectos de la gente. Llegué hasta grado 11 de bachillerato, eso fue en el 2000. Además, uno carga con un estigma, que se vuelve vergüenza, y más adelante le digo porqué.  Mira hacia el horizonte donde se ven las montañas despejadas, sus ojos se humedecen y se lleva las manos al rostro tratando de detener las lágrimas. Para ella, los recuerdos del abuso son como sombras que la acompañan y por años ha tratado de sobreponerse a eso que llama su pesadilla. – Es una forma de desahogarme, porque por mucho tiempo lo he callado. Solo lo saben mi familia y dos amigas. Con mi mamá llegamos a un acuerdo para no decirle nada a mi papá, porque yo sabía que iría a reclamarle a ‘39’, y este lo podía matar. Ni tampoco a mis dos hermanos mayores. Por varios años me sentí sucia y llegué a pensar que no valía nada como mujer. Me encerraba en mi casa y dejé de ir al colegio cuando supe que estaba embarazada. Cuando veía a los ‘paras’ pasar por mi casa me daba miedo, porque creía que me iban a sacar a la fuerza para llevarme al monte. Como cuando sacaban a la gente de las casas y se los llevaban, acusándolos de guerrilleros. Bebe agua de la botella que compramos en la tienda. – He luchado por superar lo que me pasó porque físicamente quedé muy mal. Estropeada, llena de moretones. Todavía tengo la sensación de su peso encima de mí, con armas y proveedores que apretaban mi estómago, mientras me obligaba a moverme. Me golpeó el rostro tratando de evitar que lo alejara con mis brazos. Fue inútil, era muy fuerte. Aun así lo arañé en el rostro y traté de patearlo con mis pies. Lo que hizo no se lo deseo a ninguna mujer, porque eso te marca para toda la vida y te vuelve prevenida con los hombres. Los dolores en el estómago pasaron, pero los que quedaron en el alma no se van a borrar nunca. La violación envenenó mi cuerpo. No olvido su rostro, jadeando y sonriendo como si hubiera sido un juego. Eso golpeó mi vida por mucho tiempo. Siempre que iba a salir tenía susto de volvérmelo a encontrar. Por eso es injusto que ahora digan que muchas muchachas eran las mozas de esos tipos, sin saber qué pasó y tenerlos que ver todos los días. Restablecer el nombre de uno es tan difícil. – ¿Usted supo quién fue? – Con el tiempo supe quién fue. Se llamaba Arturo Fuentes Hernández, alias Piter, estuvo en La Mesa cuando llegó alias ‘39’ con su gente y, en 2002, comandó un grupo urbano del frente Juan Andrés Álvarez en La Jagua de Ibirico. Cuando lo veía pasar por mi casa o el colegio él se reía, yo lo miraba y escupía en el suelo. Sentía asco. – Estábamos en el colegio. Recuerdo que permanecía en el retén a la entrada del pueblo y me había echado el ojo. Cuando pasábamos por allí él estaba con un compañero, controlando a la gente que iba a entrar en el pueblo. Una vez me vio y le dijo a uno que montaba motocicleta que lo reemplazara. Yo iba con otra compañera de camino a casa. ‘Piter’ empezó a echar piropos, que de las dos la que le gustaba era yo. Nos decía que nos podía acompañar hasta la casa cuando saliéramos del colegio, para no que no nos pasara nada. Como no le hacíamos caso, él siguió molestando hasta que se quedaba en la carretera y se devolvía al retén. Mi amiga llegó a decirme que ese tipo le daba miedo. Durante varios días, la escena se repitió. ‘Piter’ aparecía en el retén durante el turno que desde las 12 del mediodía se extendía hasta las 6 de la tarde, cuando la gente ya estaba en casa y la orden era no salir. Las dos colegialas salían de estudiar a la una de la tarde y el paramilitar dejaba a otro encargado del retén para seguirlas.  Mirian toma aliento. Dura en silencio un momento antes continuar su relato. – A los 17 años no tenía novio. Mi papá era muy celoso conmigo; no dejaba que nadie se me arrimara. Había un muchacho en el pueblo que se llamaba John Fredy y me molestaba. Me escribía poemas en hojas de cuaderno con corazones y me invitaba los domingos a pasear por el corregimiento. Nosotros salíamos del colegio de estudiar y él me mandaba razones con una compañera, que si me podía acompañar. Yo le mandaba a decir que sí. Un día salimos con mi compañera y con él. Cogimos carretera destapada. El ‘para’ nos vio y se vino detrás. John Fredy me cogía la mano, mientras mi compañera se hacía la que no veía nada. Hablábamos de las tareas y me decía palabras bonitas. Ese día ‘Piter’ se interpuso entre John Fredy y yo. Le dijo que le fuera a avisar al papá que lo esperaban en la cancha de fútbol para censarlo.  “Pero rápido pelado, le gritó. Que se vea”. A John Fredy no le gustó, se despidió de nosotras, y salió corriendo. Cada día, John Fredy se quedaba cerca al colegio donde Mirian salía con la compañera del colegio para acompañarla hasta su casa por la polvorienta carretera. ‘Piter’ empezó a conocerlo y se dio cuenta de que John Fredy y Mirian empezaron a salir. – “Al ‘para’ no le gustó ni cinco que John nos esperara. Me contó que un día le dijo que no se molestara en ir hasta el colegio por mí, que él nos cuidaba y que se ahorrara ir hasta allá. Mi amiga me decía que el tipo empezó a obsesionarse conmigo y era peligroso. Igual le pasó a otras muchachas del colegio, varios paras empezaron a molestarlas y a acosarlas cuando salían de estudiar, a la una de la tarde”. – Eso fue un domingo. Fue por la tarde. Yo había quedado con John de encontrarnos muy cerca de La Mesa, por la vía que lleva a El Mamón para salir a pasear. Aproveché que mi papá y mis hermanos habían ido al Valle, al mercado, para vender mango y plátano que producían en la finca. Le dije a mi mamá que me iba a encontrar con Viviana*, una compañera del salón para hacer una tarea. Nos encontramos con John Fredy y salimos a caminar tomados de la mano. Él era muy cariñoso conmigo. Siempre tenía un poema escrito en una hoja para leerlo. Cuando nos sentamos en el prado vimos acercarse a cuatro tipos de esos, entre ellos ‘Piter’ y nos dijo:  “Vean a los dos tortolitos, como están de cariñosos”. Los tres tipos cogieron a la fuerza a John Fredy; él trató de soltarse, pero los tres hombres eran muy fuertes y se lo llevaron. Quedé sola con ‘Piter’ y este empezó a tratar de abrazarme y besarme en la cara a la fuerza. Yo me paré y traté de alejarlo con todas mis fuerzas, pero no pude. Él se abalanzó sobre mí, trató de quitarme la blusa y yo no dejaba. Entonces, comenzó a desabotonarme el jean y me lo bajó hasta las rodillas, fue cuando le cogí la cara y lo arañé. Me arrancó los cucos y empezó a violarme mientras buscaba mi boca para darme besos y a decirme groserías, que yo estaba muy buena, que sólo era para él, que me olvidara de John Fredy, que él no era hombre para mí, hasta que decidí quedarme quieta, no forcejear más. El ‘para’ me gritó que por qué no me movía si me estaba haciendo ‘rico’; yo volteé la cara y con una mano alcancé a separarlo de mí. Al rato sonaron tres disparos; yo grité porque sabía que los que se llevaron a John Fredy lo habían matado. ‘Piter’ empezó a decirme: Mirian vuelve a tomar agua y me hace un gesto con la mano para que espere.  – Me puse a llorar y me dolía todo el cuerpo. Él se levantó y empezó a arreglarse el pantalón camuflado que tenía en los tobillos, hasta se le cayó la pistola. Los tres tipos que se llevaron a John Fredy llegaron al sitio donde yo estaba.  “La pasó bien, no, jefe, —le dijeron— con está sardinita” y se reían. ‘Piter’ les preguntó dónde dejaron el cuerpo y le respondieron que más abajo, “por una cañada”. Yo me incorporé y me subí el pantalón. Sentía asco. Los tipos se reían y decían que “eso me pasaba por andar con noviecito del pueblo”. El cabello y la ropa quedaron impregnados con hierba seca y chamizos; los paracos se alejaron de allí y ‘Piter’ me gritó que si contaba algo mataba a mi papá y a mis hermanos por guerrilleros. Yo sentía que me estaba ahogando y empecé a caminar. Me senté en un tronco y lloraba escandalosamente, maldecía a ‘Piter’, me sentía sucia, siempre tengo en mi cabeza esos momentos. Salí a buscar el cuerpo de John Fredy y lo encontré bien abajo, estaba boca arriba y tenía dos tiros en el pecho y uno en la frente. Su camisa estaba empapada de sangre, me devolví para pedir auxilio. Salí a la carretera y me encontré con un señor que pasaba a caballo. Le dije que abajo en la cañada había un muchacho muerto y que la familia vivía cerca de la vuelta, donde hoy está la estación de Policía. El señor dijo que le avisaba a la familia cuando pasara por allí, me preguntó que cómo sabía, yo le dije que había escuchado varios tiros por la cañada. Yo no quería dejarlo solo. Esperé cerca de allí hasta que llegara alguien de su familia. Mirian esperó por casi media hora sentada al borde la carretera. El papá de John Fredy bajó al sitio con el hermano mayor, lo reconoció y se puso a llorar. Mandó a traer una mula y como pudo lo cargó para llevárselo. Adolorida regresó a su casa. Cuando llegó, el instinto de su mamá le avisó que había pasado algo y le preguntó si estaba bien. Tenía ganas de vomitar y fue al baño. Después se dirigió a su cuarto. Su mamá la siguió y le preguntó si le había pasado algo.  – Mirian, mija, dígame ¿qué le pasó? Cuénteme. Usted tiene algo.  En medio del llanto le dijo que un paramilitar la había violado, pero no le dio muchas explicaciones. Solo que cuando se dirigía a la casa de su compañera Viviana, los ‘paras’ la subieron a una camioneta y se la llevaron monte arriba. La mamá le preguntó si lo conocía, ella le dijo que lo había visto cerca del colegio y que la seguía cuando caminaba de regreso a la casa. – Mamita, no le vaya a decir nada a mi papá, porque lo matan y matan a mis dos hermanos, se lo ruego por favor. Él me amenazó que si decía algo yo también me moría, porque en este pueblo las mujeres sobraban. No les diga nada, ¿sí?, que sea entre las dos. Los matan si usted les cuenta sobre esto. Su madre aceptó el acuerdo. Lo que quedó en el aire fue qué iban a hacer si ella quedaba embarazada.  Mirian siguió asistiendo al colegio. Después de la violación, su comportamiento cambió. Casi no comía ni dormía. Vivía atemorizada de volver a encontrar a ‘Piter’ en el retén. Para sentirse segura le dijo a uno de sus hermanos que la esperara fuera del colegio y la acompañara hasta la casa. Le contó a su amiga lo que había pasado y esta le dijo que a una vecina, que se llamaba Paola*, también la había violado otro paramilitar, que era mando medio, y le decían el Indio. Este llegó a su casa con dos paramilitares más y la sacó a la fuerza. A pesar de que su papá se opuso, la subió a una camioneta y se la llevó para un campamento. Un día sintió náuseas y salió del salón para ir al baño, tenía ganas de vomitar. La situación se repitió durante varios días y su amiga le dijo que estaba embarazada. Sintió miedo, sobre todo pensando en la reacción de su papá y sus hermanos.  – Piter no volvió al retén. Lo habían sacado del pueblo y lo pusieron en otro cerca de una finca que había en El Mamón y hoy se conoce como La Casona. Allí alias ‘39’ había sacado corriendo a los dueños y todo el mundo subía desde Valledupar para pagarle vacuna. ‘Piter’ me mantenía vigilada, quería saber qué hacía, con quién hablaba, si tenía novio. Un día puso a dos tipos a seguirme en moto porque bajé hasta la entrada donde había una tienda, frente al colegio. Los tipos esperaron que yo saliera con un mercado y después me siguieron hasta que entré a la casa. Él se creía mi dueño. – Eso fue terrible. Mi mamá compró uno de esos test de embarazo que venden en las farmacias y examinó la orina. Tenía tres semanas. Yo le conté que me daban mareos y náuseas y me advirtió que debía hacer algo. ¿Que si quería tenerlo? Para mis amigas debí haber tomado una pastilla para no quedar embarazada, pero quise tener al niño. Me tuve que retirar del colegio, ya estaba terminando bachillerato. Mi mamá me envió a donde una tía en Pueblo Bello cuando empezó a crecer la barriga, con todas las historias posibles, a pesar de la oposición de mi papá. Eso fue un drama. La gente empezó a decirle a él que yo me había metido con un paramilitar, que este me había dejado preñada y por eso había salido corriendo de allá. Cargué con el estigma de que yo, como otras muchachas, nos habíamos convertido en las ‘mozas’ de los hombres de ‘39’. – ¿Y en Pueblo Bello, qué hizo? – Mi tía me cuidó. Al principio no de buena gana, me aconsejó un día que abortara, que no podía tener un hijo de esos hombres, que tenía que sacármelo. Me dijo que conocía a una comadrona que me podía dar un remedio y lo expulsaba rápido, pero yo no quise. Me habló de la violencia desatada allá por los tipos y las matanzas que hubo. Los desplazamientos y la persecución de líderes y campesinos cuando mandaba alias ‘38’. – Bien. Se llama Miguel y tiene 15 años. Yo lo amo. Los primeros días de nacido, cuando lo veía en la cama, yo no hacía sino llorar y me preguntaba por qué me había pasado eso, pero él no tiene la culpa de lo ocurrido. Yo le he dicho que él y el papá son dos personas distintas. Lo quiero mucho, vivo para él. Está en el colegio en Valledupar y quiero que estudie para que sea alguien. Que estudie y vaya a la universidad. Verlo me ayuda a lidiar con mi carga, como llamo a la violación. He trabajado en un salón de belleza. Vivo en arriendo y ahora trabajo en una tienda de ropa; todo lo que gano es para él. Después de todo esto, mi papá no quiso volverme a hablar porque se sentía traicionado, todo porque yo no quería que le pasara algo.” – Unas amigas, aunque no tienen niños, quedaron embarazadas de los paracos y nunca dijeron qué hicieron con el bebé o si abortaron. Algunas todavía viven en el pueblo y cuando nos vemos prefieren callar sobre lo que ocurrió. Quizás ver a mi niño les recuerda que iban a ser madres adolescentes como yo.  En La Mesa hubo mucha cobardía. Las familias sabían que sus hijas eran el trofeo de los hombres de alias ‘39’, pero se hacían las que no sabían nada. Por miedo, y después por vergüenza. No querían que les dijeran que su hija era la moza de tal o cual paramilitar.  Para algunos, especialmente los viejos de hoy, no había muchacha de allá sana. Todas subieron a los campamentos a prostituirse, a lavarles los uniformes. Éramos sus cocineras, sus lavanderas y sus objetos sexuales, cuando en realidad muchas mujeres eran sus esclavas. Sin embargo, algunas de ellas venían de Valledupar, las traían al corregimiento o las contrataban en el Valle, y a ellos les quedaba fácil decir que eran de La Mesa. Quedamos con dos estigmas: frente al pueblo, como las ‘amigas’ de los violadores, y frente a los paras como sus mozas. Para la gente del pueblo era fácil señalarnos como ‘las fáciles’ y para ellos como sus ‘objetos’. Y no éramos ni lo uno ni lo otro, cuando en realidad nos secuestraban para violarnos y humillarnos. Otras se iban con ellos por miedo a que las mataran o desaparecieran a sus papás o hermanos. No teníamos salida: ni para la gente de allá ni para los paramilitares. Las mujeres de La Mesa vivíamos en un infierno. A las que nos atrevimos a tener los niños, a no abortar, nos tocó decirles que sus papás se fueron de viaje por trabajo a Venezuela. Eso lo hice yo. Un día fui a un café Internet a ver dónde estaban Táchira y Maracaibo para explicarle al niño el sitio donde estaba su papá. Tocaba echarle un cuento para poder responder las preguntas que hacía. – ¿Qué ha sido lo más difícil para usted? – Lidiar con mi familia. Sobre todo la de mi papá, para que no lo miren a uno feo. Algunas de las muchachas violadas han salido para Valledupar a trabajar como aseadoras, como empleadas de servicio doméstico o como meseras de restaurantes. Allá nadie lo mira a uno mal ni lo señalan. Uno ya entiende lo que pasó y el niño es una muestra de eso, pero él no tiene la culpa, por eso no aborté. Toca seguir viviendo y salir adelante. Todas las noches cuando lo acuesto le doy gracias a Dios por dármelo.  En La Mesa no se sabe el número exacto de las mujeres abusadas durante los siete años que duró el sometimiento de sus pobladores, por parte del frente Mártires del Valle de Upar de las AUC. Como Mirian, muchas jóvenes quisieran tener acompañamiento y entrar a uno de los programas de Reparación de la Unidad de Víctimas del gobierno, pero tienen miedo. – Es que si visibilizamos lo que nos ocurrió tenemos vergüenza que nos señalen como las ‘putas’ de los paras. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 La violación El embarazo El estigma **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 HERIDAS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/heridas/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Es 2 de junio de 1994. Arturo Sepúlveda da la vuelta a la manzana para llegar al parqueadero que está a media cuadra, tal vez cree que lo siguen. Acaba de salir de su oficina ubicada en la calle Sarmiento, cerca del centro de Tuluá, en el centro del Valle; pero debe regresar, parece que ha olvidado algo. Nunca lo sabremos. Con su blazer y sus zapatos de material, el hombre de 69 años cruza la calle y se dirige al parqueadero, de nuevo. Está a pocos metros de su carro cuando se acerca una moto. Hay disparos. Nadie recordará cuántos. Arturo cae al pavimento. Dicen, quienes vieron la escena, que desde el piso, herido, le dirigió una sonrisa burlona a su asesino. La moto arranca, pero a media cuadra regresa. Un tiro, uno solo perfora el cráneo de Arturo en la cien.  Nidia está planchando en la casa de Villacolombia, al nororiente de Cali, donde vive con sus tres hijos y su esposo. Su rostro, como todos los días, está cubierto de maquillaje; su pelo corto, crespo y castaño claro aún está bien arreglado después de horas de trabajo. Extiende sus manos pálidas y regordetas, con la marca de los anillos que usa todos los días, sobre la ropa de su familia. Entre las ocho y las nueve de la noche suena el teléfono; Víctor, su cuñado, la llama desde Tuluá. Camino al trabajo, hace unos minutos, pasó por la calle Sarmiento: -Hirieron a Arturo. -¡No!, ¿cómo así?, mire bien, ¡mire a ver cómo está! Es la primera de los siete hermanos en darse cuenta. Los minutos se hacen eternos y cuando el teléfono suena otra vez, el tiempo y una vida se funden en gritos. Fueron heridas mortales para Arturo y lo serían para la familia. *** Eran ocho hermanos, tres Sepúlveda y cinco Muriel, sólo el primer apellido los diferenciaba. Rosa Toro y Vicente Muriel se encargaron de construir un hogar donde primara la hermandad. Crecieron bajo el mismo techo, con los mismos privilegios y carencias. Vicente era el papá de todos, no se valían de apellidos. Sin embargo, siempre tuvieron viva la memoria de Luis Ángel Sepúlveda, el primer esposo de Rosa que falleció cuando un árbol cayó y le rompió el cráneo.  Arturo era la referencia y el centro de la casa. Nunca lo pidió, pero las decisiones siempre pasaron por él; si se trataba de un negocio, Vicente lo discutía con su hijo y hacía caso a las recomendaciones. El mayor de los hermanos era un hombre que no pronunciaba palabra de más sino era necesario. En las pocas conversaciones que entablaba, solía hablar del progreso o la educación. Su mayor satisfacción era estudiar. Aún grandes y con familias conformadas, Arturo ayudó a sus hermanos cuando lo necesitaron. Les dio empleo a sus sobrinos, los apoyó en el estudio y motivó y financió los negocios. A Olga; de pelo ondulado, con rastros de algún tinte claro entre las canas y con un escaso labial pálido cuando decidía maquillarse; le ayudó con el sustento económico de su hogar, cada mes le daba una cuota y le colaboraba con el mercado.  Las casas en Tuluá le permitían a Arturo estar cerca a sus hermanos y convidar a los de Cali a que lo visitaran, incluso compró una finca en Yotoco para estar cerca a Noel. A veces con su ruana café iba donde su hermano o lo invitaba a su casa y se sentaban en la noche a beber. Si tomaban Whiskey, lo hacían sin hielo como acostumbraban; si era cerveza, Noel se la pasaba al clima como sabía que le gustaba a su hermano; y si era aguardiente, por ley, lo servían en un vaso.  Nidia, por su parte, era la “Tata” de su hermano, como él le decía. Cuando Arturo pasaba días sin hablar y a veces sin comer, su hermana lo seguía por horas intentando que probara bocado, ambos sabían que ella no iba a desistir y él no iba a negarle el plato de comida. Nidia era la única capaz de sacarlo del silencio y el ayuno al que nunca supo por qué recurría. Como si fuera parte de un trato, Arturo le dejaba un poquito de comida a su Tata, no importaba si ella estaba o no, o si él comía por fuera o en casa, ella siempre iba a encontrar su porción en la cocina. *** Todos los días, Arturo vestía un blazer donde cargaba chupetas de Colombina que comía a diario y le regalaba a sus sobrinos. La chaqueta solía colgar de su hombro izquierdo cuando hacía calor, así aprovechaba para cubrir el brazo delgado que no podía usar. Un día, en su juventud, mientras manejaba con la mano derecha y extendía sobre la ventana del conductor la izquierda, un camión pasó tan cerca de él que su brazo se enredó sacándolo del carro y arrastrándolo varios metros. Estuvo a punto de que le amputaran su extremidad, pero por motivos médicos que la familia no recuerda, los doctores desistieron. Arturo tuvo que aprender a vivir con dolores que le provocaba la incapacidad de mover su brazo.   Cinco años antes de morir, la familia organizó una velada sorpresa para èl en Yotoco. Comida, trago, cantantes, palabras y placas conmemorativas fueron el resultado del único homenaje en vida que ha hecho la familia. Sólo a Frederman le fue imposible viajar por un retraso del vuelo; desde Bucaramanga lo llamaba llorando y disculpándose por no haber asistido. Ese día, los hermanos le dedicaron una canción a Arturo que se convirtió en su himno y que los seis le cantaron en coro: “Tú eres mi hermano del alma, realmente el amigo…”. El único recuerdo negativo que tienen de él es su muerte. Seis meses antes de ser asesinado fue la última vez que la familia completa estuvo reunida, fueron casi 100 personas a visitar al tío que estaba en Tuluá. No lo planearon, todos coincidieron. Algunos, después de 23 años, lo ven como una despedida a uno de los integrantes del Colegio de Abogados de Tuluá, al profesor de latín y derecho romano de la Unidad Central del Valle del Cauca (UCEVA), su jefe de investigación, el abogado reconocido y prestante del pueblo, el amigo, el padre, el esposo, el tío y el hermano. *** En la carrera 33 con calle 25, la Funeraria Sercofun, en el barrio Alvernia de Tuluá, no da abasto. Esta mañana, las personas no han parado de llegar desde que la muerte de Arturo retumbó en el pueblo. Cinco buses esperan parqueados al costado de la calle. Tuluá está militarizada. Cuatro calles alrededor de la funeraria están cerradas por la cantidad de asistentes al velorio. Una calle de honor se abre para darle paso a los familiares que van llegando.  Cinco hermanos de Arturo Sepúlveda están desde la noche anterior acompañando el féretro. Melba Muriel tiene 53 años y no supera el metro sesenta de estatura, viajó desde Cali cuando su hijo Álvaro colgó el teléfono luego de hablar con Nidia y, sentada en el comedor, recibió la noticia de la muerte de su hermano. Está frente al ataúd y lleva horas llorando. Álida Muriel a sus 47 años, se acomoda las gafas al lado del cuerpo sin vida de Arturo. Está desconsolada.  Nidia Muriel de 45 años, no puede contener las lágrimas, en una esquina de la sala de velación se deja golpear por los recuerdos. Noel Sepúlveda celebraba su cumpleaños 60 en su casa en Buga cuando recibió la noticia. Desde ese momento dejó de hablar durante más de dos años. Así pasará los próximos tres años No ha entrado al velorio, lleva horas sentado en un muro frente a la funeraria con una botella de aguardiente en la mano; llora y abraza a las personas cuando se acercan a darle el sentido pésame. Guillermo Muriel tiene el rostro desencajado pero es el más sereno de todos. Tiene 49 años y, a decir verdad, tenía miedo de asistir al funeral, no sabía si los sicarios volverían a asesinar a la familia.  Olga Sepúlveda no llegó al velorio. En la noche del dos de junio, sus hijos, enterados de la muerte de su tío, pensaron la forma más delicada para comunicárselo; pero el sobrino de Nidia, Gustavo, no lo tenía presente y al llegar a la casa de Olga y verla, soltó la noticia sin el más mínimo cuidado. La mujer de 67 años no lloró, no gritó, no habló. Iba de un lado a otro arrastrando los pies por la casa. Estaba desmadejada. Fueron al hospital de urgencias y debatiéndose con el dolor del asesinato de Arturo, los hijos de Olga tuvieron que enfrentar el diagnóstico: embolia cerebral. Al parecer, la noticia había generado un aumento en la frecuencia cardiaca y, por ende, del flujo sanguíneo. Esto permitió que la grasa acumulada en una arteria fuera arrastrada hasta el cerebro. Los daños eran irreversibles.  Es medio día y el cuerpo de Arturo sigue en la segunda sala al lado derecho del pasillo de la funeraria. El espacio se está quedando pequeño para las decenas de coronas de flores que dan su sentido pésame. Sobre el ataúd de madera reposa un ramo de orquídeas moradas que nadie sabe quién envió. Las estudiantes de las hijas de Olga han acompañado a la familia de su profesora en el velorio y, durante la mañana, se han turnado para hacer calle de honor frente a éste. Jhoana, la nieta de Arturo a quien educó como una hija, ha transformado su cara blanca en un rostro pálido de ojos hinchados con la nariz y la boca roja. A sus doce años ya ha perdido a manos de otros a las dos figuras paternas que ha tenido – y tendrá- en su vida. Los asistentes al velorio, conocidos o no de Arturo, empiezan a llorar cuando escuchan los lamentos de Jhoana. Falta que Frederman llegue para despedirse de su hermano, pero se le ha dificultado conseguir transporte de Bucaramanga a Tuluá. Las personas están desesperadas; estudiantes, profesores, amigos, vecinos y algunos familiares quieren despedirlo para no alargar el sufrimiento. A las tres de la tarde deciden trasladar el féretro a la iglesia de Los Salesianos para hacer la debida misa. Aunque Frederman no llegaba, ya habían pasado más de 12 horas velando a Arturo, no podían esperarlo más.  Cargaron el ataúd y a mitad de la calle atestada de personas se escucharon algunos gritos: “Llegó el hermano, llegó Frederman”. El desfile hacia la iglesia se detuvo, abrieron paso y un hombre bajo de 51 años reveló un rostro rojo y demacrado. Pidió ver a su hermano y la tapa de madera que estaba a la altura del rostro se levantó. El cuerpo sin vida de Arturo dolía en cada rincón. El rostro pálido, hinchado y con la oreja y el cuello raspado dejó en silencio a la muchedumbre. Frederman se tiró sobre el ataúd y no dejó de llorar hasta que sus mismos hermanos lo retiraron del féretro. Quince días antes de morir, Arturo visitó la funeraria Sercofun en el barrio Alvernia de Tuluá. Escogió un ataúd de madera, el ramo de orquídeas moradas que reposaría sobre éste, compró el pedazo de tierra al lado del sepulcro de sus padres en el Cementerio Los Olivos, pagó los buses y decidió que la misa fuera en la iglesia Los Salesianos. Antes, había revisado sus propiedades y le solicitó a sus hermanos que lo que él hubiera puesto a nombre de ellos le fuera escriturado de nuevo. En los días previos organizó su oficina con minucia y dejó cada documento en la carpeta, el sobre o el cajón adecuado. Algunos dicen que ya sabía, que lo habían amenazado o sólo sospechaba. Quizás esperaba lo inevitable, lo que le advirtió un joven a Arturo, antes de que aceptara llevar el caso: era el quinto abogado que decidía entablar en un proceso judicial contra Henry Loaiza Ceballos, alias ‘El Alacrán’, capo del Cartel de Cali, los cuatro anteriores habían sido asesinados. Arturo no hablaba de sus negocios, así que no hay mucha claridad al respecto, unos dicen que era un hijo que reclamaba la paternidad y el pago de los 18 años por los que Henry, el séptimo hombre en la cúpula del narcotráfico en el Valle en esa época, no respondió; a otros no les queda muy claro. Los Sepúlveda/Muriel están seguros que intentaron comprar a su hermano para que desistiera, pues su reputación apuntaba a que ganaría el caso y también a que no aceptaría un soborno. Tal vez fue su negativa a negociar la que lo acercó a la muerte.  ***  Hace días estoy esquivando esta llamada. Dejo el lápiz sobre la libreta y la escucho. Ahora recuerdo por qué no quería llamar a mi tía Nidia, no sabía explicarle lo que pretendía hacer con esta historia sin que fuera a herirla a ella o a mi familia. ¿Cómo pedirle a una persona que hable del asesinato de su hermano? No creí que después de más de dos décadas fuera igual de difícil hablar de mi tío Arturo, temo preguntarle sobre su muerte. Su voz se quiebra, no entiendo lo que dice, pero lo siento. Me quedo muda, tengo ganas de llorar, no quiero provocar este dolor.  Había escuchado historias sobre el hermano Sepúlveda que fue ejemplo en la familia, pero hace unos años supe que el narcotráfico y la violencia habían sido los culpables de su muerte. La primera vez que intenté preguntarle a mi abuela Melba sobre la muerte de Arturo, fue cuando supe que el retrato que tenía en la mesa del televisor no era de su padre sino de su hermano. Se quedó callada cuando, al mirar la foto, le pregunté de qué había muerto. Volteé a verla y supe que había hablado de más, tenía los ojos vidriosos y la mirada clavada en las agujas de tejer.   Entre susurros y a grandes rasgos, mi madre me contó sobre mi tío Arturo, si tocábamos el tema delante de mi abuela Melba, se iba de donde estuviera. Empecé a llamar a los hermanos de Arturo, a sus sobrinos. Algunos decían “no fui muy cercano a  él”, “no tengo muchos recuerdos”, pero terminaban llorando. Cuando decidí escribir esta historia mi abuela me dijo: -¿Por qué no escribe de cosas alegres, cosas bonitas?, ¿para qué quiere hablar de algo tan triste? No es la tristeza lo que quiero retratar, ni la huella de una bala en un cuerpo, ni el frío mortal que entra por una herida, ni la sangre en la tierra; son los rastros de la violencia en quienes sufren la partida. En las noticias abunda la muerte por armas y venganza, un pequeño resumen de quien mató a quién y cómo; a veces, la opinión de un familiar… y todo parece quedar ahí, siguiente noticia, siguiente programa y en ocasiones un “qué pesar”. Pero el dolor se queda, se aloja. Alguien, sin derecho alguno, arrebató esa vida y dejó a una familia viviendo de ausencias.  Después de estar en Trujillo y salir huyendo de la violencia bipartidista, los padres y sus ocho hijos vieron en Tuluá un lugar seguro. Pero las décadas de tranquilidad de la familia en el corazón del Valle se vieron alteradas en los años 90. El departamento era hogar del cartel de Cali, dirigido por los hermanos Rodríguez Orejuela, que se enfrentaba con el Cartel de Medellín de Pablo Escobar. Los hermanos aspiraban internacionalizar su negocio, lo que convirtió al Valle en una red de distribución jerárquica con responsabilidades en el negocio de las drogas.   Los pequeños subcarteles en el norte del Valle ascendieron al estar relacionados con una etapa del proceso de narcotráfico dirigido, en especial, por Iván Urdinola y Henry Loaiza. La mafia alcanzó una estructura fija que permitía comunicarse con el corredor estratégico del centro, Buga y Tuluá, del pacífico por el acceso al puerto y en Cali y Palmira por la oportunidad que les daba el aeropuerto.  Tal vez la familia pensaba que era suficiente con no ser actores directos del narcotráfico para no verse involucrados, pero todos pagamos los platos rotos cuando la violencia y el narcotráfico permea la cotidianidad de los que nos creemos alejados de esa realidad. Ningún Sepúlveda ni Muriel llegó a imaginar un final así para Arturo. Parecía que con estudiar y actuar lo mejor posible cualquiera puede vivir tranquilo. Pero la violencia le gana a las buenas intenciones. Aquí, hacer el bien o intentar hacerlo, sale caro.  En un punto llegué a pensar que escondían algo, y sí… escondían su dolor. Entre menos se hablara, menos recuerdos y menos dolores. Hablar fue para mi familia unas catarsis. No se trata sólo de las cifras que aumentan, se trata de que mi tío está ahí, no sé si al principio o al final, no sé qué número le pertenece, pero está. Y en ese número no está él sólo, ni él ni los demás. Detrás de cada cifra están las familias sufriendo, aguantando el llanto, callándose por años o llorando los días. *** Aunque las sobrinas de Arturo, las hijas de Olga por las que veló, viven en Tuluá, ni ella ni sus hermanos que están en Cali, Bogotá y Dagua, lo han visitado en los últimos años. La maleza ha cubierto la lápida y ni siquiera su nombre se alcanza a leer. En vida, Arturo pasaba horas en el Cementerio los Olivos, se sentaba frente a la banca del sepulcro de sus padres y empezaba a reír: -¡Cómo se ve de linda al lado de sus dos maridos! – decía al ver la lápida de su madre, Rosa Toro, entre la de su padre, Luis Ángel Sepúlveda, al lado derecho, y la de su padrastro, Vicente Muriel, al lado izquierdo, en un mismo pedazo de tierra. Han pasado 23 años desde el asesinato y hablar del hermano o el tío mayor, hace que el corazón se encoja, las palabras se atasquen y las lágrimas sean inevitables. Pero ya nadie se sienta en la banca frente a las cuatro lápidas que reposan en Los Olivos. De Arturo quedan los recuerdos, el retrato que cada hermano guarda en su casa, el llanto que produce recordar el asesinato de quién, según la familia, no mereció morir así y el deseo insatisfecho de que fuera la vejez la que se lo llevara cuando se estuviera meciendo en su silla con la ruana café y un vaso con aguardiente. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LO QUE OCURRIÓ MIENTRAS DORMÍAS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/lo-que-ocurrio-mientras-dormias/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Son las dos de la tarde en un viernes caluroso de octubre. Doña Cecilia y su hija menor entran al salón principal de la clínica, que a esta hora permanece silenciosa y vacía. Caminan en silencio y sin saber muy bien a dónde dirigirse. La Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) está en el cuarto piso, es la única orientación que tienen y deciden continuar sin preguntarle a nadie. En contraste con la ruidosa y siempre vibrante avenida sexta, ubicada a unos pocos metros, la clínica de Occidente es un lugar tranquilo, de pisos inmaculados y paredes blancas, y quienes entran experimentan una paz que sería reconfortante de no ser por los motivos que los han llevado hasta allí. En el caso de doña Cecilia es su hija Ana, de 24 años, lleva dos días en coma con un pronóstico nada alentador. Después de recorrer varias escaleras llegan hasta un corto pasillo. Al final se aprecia una puerta amplia y sobre ella las siglas UCI. No encuentran a nadie detrás de la gran mesa en forma de U que sirve de recepción, así que continúan caminando hasta dar con las camillas. En la cama número cuatro encuentra a Ana, atada a una maraña de cables que entran y salen de su cuerpo; el respirador artificial hace un ruido constante, un pitido que Cecilia recordaría a partir de este instante como un sonido molesto y perturbador. Es la primera vez que ven así a Ana y ambas mujeres se abrazan llorando. Hasta ese momento frases como “pronóstico reservado” o “pleuritis aguda” no habían tenido un significado concreto, tangible, pero ahora la imagen era bastante elocuente. La joven que hasta hace unos días les decía que no se preocuparan, que pronto se mejoraría y que tal vez no tenía nada grave, ahora dependía de un ventilador mecánico que agitaba en un movimiento ascendente y descendente un cuerpo que por si sólo no podría vivir. Cecilia y su hija salen de su trance cuando una enfermera las aborda, sorprendida y molesta. “qué hacen, ustedes no pueden estar aquí, todavía falta media hora para las visitas. Vayan a la sala de espera y después las llamamos”. Las mujeres no habían atendido el protocolo para visitas a pacientes en condiciones críticas. Sólo durante dos horas diarias los familiares pueden ver a sus seres queridos. Una vez se autoriza el ingreso, la persona debe lavarse cuidadosamente las manos con un jabón de un color parecido al Isodine, para prevenir la transmisión de infecciones que puedan afectar a los pacientes. Después deben ponerse una bata y un tapabocas; sólo entonces se permite el acceso a las camillas. – ¿Cómo está, sí ha tenido alguna mejoría?- , le pregunta Cecilia a la enfermera, ignorando el regaño que acaba de recibir. – Ya le dije que tiene que esperar a la visita, ahí el médico le dará el informe. La enfermera es requerida en la recepción y las deja solas de nuevo. Otra enfermera que escuchó lo ocurrido se acerca a la madre y le dice: – Tranquila, todo va a estar bien. – ¿Usted sí sabe algo, me puede dar alguna información? – No se preocupe, ella va a mejorarse, con el poder del señor. Si quieren vengan y oramos juntas, verá que con la fuerza de la palabra ella va a salir adelante. – No, muchas gracias. Mejor voy a esperar a que sea la hora de la visita. – Bueno, pero si quiere deme su dirección, puedo ir a su casa con mi grupo y ponemos a la muchacha en oración, mire que Jehová en su palabra dijo que…. *** La sala de espera parece la de una casa cualquiera, con poltronas cafés, pinturas colgadas en las paredes y una mesa con un florero en el centro. Sin embargo, es demasiado pequeña y varias personas esperan de pie, conversando en voz baja. En la puerta hay pegada una lista con los nombres de los pacientes. Ahí está el nombre de Ana, con la misma información escueta que escucharon las dos veces que llamaron esa mañana para averiguar su estado: “delicada pero estable”. Transcurren 40 minutos antes de escuchar el nombre completo de Ana. El médico las atiende de pie, con la vista puesta en la historia clínica. Les informa que la situación sigue siendo crítica, la respiración aún depende en un 100% del ventilador por causa de la pleuritis (inflamación de la pleura, membrana que recubre los pulmones) y la neumonía. Además deben tratar la afección en uno de los riñones, pero antes hay que esperar los resultados que mandarán desde Bogotá para confirmar su diagnóstico, pues la droga que deben suministrarle es muy fuerte y podría traer efectos secundarios. *** Es sábado, comienza a oscurecer y una brisa refrescante agita los árboles y ahuyenta el calor. La avenida sexta es un mosaico de ruidos y colores; los autos navegan lentamente por el pavimento y las discotecas se preparan para recibir a los clientes que pronto comenzaran a llegar. Doña Cecilia, en compañía de su hija y su sobrino, regresa de la droguería donde ha comprado algunos elementos de aseo que las enfermeras solicitaron para su hija. Mientras espera a que la llamen para entregar las provisiones, le sorprende escuchar su nombre por uno de los parlantes ubicados en la esquina de la sala de espera. Una voz femenina le informa que la solicitan en la oficina de pagaduría, ubicada en el primer piso. Baja acompañada de su hija, busca la puerta correspondiente donde se lee el aviso “siga sin tocar”. Un grupo de funcionarias conversa alegremente y tardan unos segundos en notar a las dos mujeres. Al fin reparan en su presencia: – ¿Es usted Cecilia Ríos?- dice una de ellas, aún con una sonrisa producto de la animada conversación. – Sí, soy yo, me llamaron para arreglar algo de la cuenta. – Sí, reclame primero el recibo en la puerta de enseguida y le explico qué debe hacer. – Mientras Cecilia va a la otra oficina, su hija menor se queda en medio de la habitación sin saber qué hacer. De pronto nota que hay algo en el piso que parece ser un billete. Es de veinte mil y está tirado bajo uno de los asientos. Cuando Cecilia regresa también se percata del billete e intercambia una mirada significativa con su hija, quien se acerca lentamente al escritorio. Mientras tanto, la funcionaria recibe el papel y después de leerlo frunce el ceño y echa una rápida mirada a la señora bajita y de aspecto cansado que acaba de entregárselo. En seguida adopta una postura seria pero habla con amabilidad mientras escribe algo en el papelito. – Bueno, aquí le están discriminando el valor total de los tres días que su hija lleva en la UCI. El seguro de la universidad cubre completamente los gastos por el uso de la habitación, los implementos y el personal médico, además del 40% del valor de la droga. Usted debe cancelar el 60% restante. Los gastos de droguería son de $7.900.000, así que en este momento debe pagar $4.740.000, $5.000.000, para cubrir en parte lo que pueda costar el día de mañana. Las dos mujeres siguen con la vista fija en el suelo, y la más joven va corriendo su pie para cubrir discretamente el billete y luego recogerlo. De improviso una de las empleadas que revisaba unos papeles nota lo que hay bajo el asiento y lo levanta con cara de felicidad. “Uy, vea lo que me encontré, a quien se le habrá caído”. – ¿Y si no puedo cancelar en este momento la cuenta, qué debo hacer? – Pues puede abonar una parte mientras se define un acuerdo de pago. Esa noche Cecilia no pudo dormir. Además de preocuparse por la salud de su hija, pensaba en el costo que podría tener su estadía en el hospital, por un número de días que aún era incierto. Hacía tres años que Ana padecía problemas de salud. Afecciones estomacales, pérdida del cabello, dolor en las articulaciones. A cada síntoma le otorgaba una explicación y un tratamiento diferente, pero no experimentaba ninguna mejoría. En septiembre todo empeoró. Dolores de cabeza constantes, inflamación en distintos lugares del cuerpo y la caída de por lo menos la mitad de su cabello le generaron preocupación a ella y su familia. El médico de la universidad se aventuró a dar un diagnóstico, pero para confirmarlo debía remitirla al especialista. La cita con el nefrólogo le fue otorgada para dentro de tres meses. Tenía dos opciones: esperar este tiempo o pagar una consulta particular que podía resultar bastante costosa. Pero unas semanas después se esfumó su posibilidad de elegir. Fue llevada a urgencias por una grave complicación respiratoria. La familia no quiso arriesgarse acudiendo al Hospital Departamental, en donde la espera podía ser de horas, así que fue trasladada a la Clínica de Occidente. Era un jueves por la noche y la atención fue rápida y oportuna. Lograron estabilizarla mientras le practicaban los exámenes correspondientes, pero su condición se deterioró y fue inducida al estado de coma. Su vida corría peligro, pero todavía no se conocían las causas. Por fin el domingo, tres días después de haber sido trasladada a la Unidad de Cuidados Intensivos y cuando los médicos no se atrevían a dar esperanzas de que sobreviviera, la prueba que ya había resultado negativa en dos ocasiones, llegó esta vez con un diagnostico afirmativo: se trataba de Lupus Eritematoso Sistémico (LES), una enfermedad crónica que, además de afectar las articulaciones y los músculos, puede dañar la piel y casi todos los órganos. Es autoinmune ya que se produce por la formación de anticuerpos que atacan las células del organismo. Este mal no tiene cura y afecta 9 veces más a las mujeres que a los hombres. Sus síntomas suelen ser similares a los de otras enfermedades y su diagnóstico es complejo, por lo que comúnmente se necesitan varias pruebas para confirmarlo, como ocurrió en el caso de Ana. Con la información completa y la certeza del tratamiento a seguir, la recuperación se dio progresivamente y menos de un mes después Ana estaba regresando a su casa. Este fue el principio de un largo recorrido, donde se convirtieron en rutina los exámenes de laboratorio, la ingesta de varias pastillas al día y la lucha con los servicios de salud para garantizar la atención adecuada. El lupus requiere de decenas de medicamentos y vitaminas para controlar sus efectos. Algunas drogas recetadas para este mal, como la Predsinolona, indicada para controlar la inflamación de los órganos, son esteroides que pueden producir efectos secundarios como ablandamiento óseo, glaucoma y diabetes. Con el fin de evitar consecuencias como estas, el médico le recomendó a Ana un medicamento llamado Cellcept, usado comúnmente para personas con trasplantes, pero que según diversas investigaciones también funciona en el tratamiento del lupus sin producir daños tan graves. Sólo existía un problema: cada pastilla vale doce mil pesos, por lo que la dosis mensual costaría casi dos millones de pesos. La EPS no se la otorgó, por estar fuera del Plan de Obligatorio de Salud, y por no ser una droga indicada específicamente para tratar esta enfermedad. Finalmente, Ana interpuso y ganó una acción de tutela, lo que le ha permitido ingerir esta droga y mantenerse en buenas condiciones. Hoy, cinco años después, hay secuelas imborrables, como los problemas de fertilidad causados por la fuerte medicina que debieron suministrarle y las restricciones que impone en la vida diaria una enfermedad tan compleja como esta. Otras huellas aún no se borran pero son más tenues y llevaderas, como los recuerdos que Cecilia guarda de aquellos días en los que memorizó los pasillos de la clínica, el rostro de las enfermeras y un protocolo demasiado estricto para quien a duras penas puede lidiar con el dolor y el miedo. Ana escucha con sorpresa estas historias; para ella fue cerrar los ojos un día y despertar creyendo que sólo había pasado unas cuantas horas dormida. Después vino la angustia de sentir un tubo en su garganta, mientras la gente entraba, le acariciaba la cabeza y le decía que estuviera tranquila, que se iba a poner bien muy pronto. “No es fácil no poder hablar y estar conciente al mismo tiempo de lo que pasa a tu alrededor. Estando allí llegó a la cama de enseguida una joven como de mi edad, que había sido atropellada en la autopista Cali – Yumbo. Después supe que mi mamá y la de ella se habían hecho amigas en la sala de espera, y se daban ánimo mutuamente. El día en que la chica murió yo tuve que ver lo que pasaba y sólo pude agradecer el que, a pesar de todo, para nosotros las cosas hubieran tenido un final mejor del que se esperaba”. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA FACTORÍA DE POCOS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-factoria-de-pocos/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Es sábado y son las 3:30 pm. La tarde es naranja; es una de esas en las que el sol, más que una molestia, es un adorno en el cielo de Palmira. Intento pasar la calle, pero una hilera de motos y carros lo dificultan.  Palmira ya no es la ciudad de las bicicletas. Al otro lado de la calle cambia por completo mi panorama. Ya no estoy en la aburrida carrera 28 de la ciudad señorial, llena de almacenes de repuestos para motos y de venta de churros en cada esquina. Ahora me rodean afiches de Black Sabbath, Iron Maiden, camisetas y pipas; de fondo Wear your love like heaven, todo es Wear your love like heaven. El Mono, con su cabello largo, su desgastada camiseta de Bob Marley y su actitud de paz y amor, se acerca y me ofrece una de las innumerables manillas multicolores que tiene a la venta en su pequeña vitrina de madera. Su sonrisa amarilla me dice “bienvenido”. Estoy en La Factoría, uno de los cuatro parques principales de la Villa de las Palmas. Esta es la historia de un parque que primero fue una empresa de tabaco y luego un colegio. Ni siquiera me di cuenta del momento en que acepté comprarle al Mono una manilla de tejido con los populares colores de la bandera Rastafari. No para de sonreír. Esa capacidad de vender manillas es el resultado de más de diez años en el negocio, tres de ellos han transcurrido en los alrededores del parque. Nuestra conversación llega a su fin cuando aparece un cliente potencial. El Mono necesita la plata, ¿y quién no? No puede darse el lujo de pasar por alto una venta y más aún en Palmira, donde el desempleo suele sobrepasar los índices del 10%.“Nunca está de más unos pesitos extras”, diría mi querida madre. Me retiro del puesto de manillas y la sensación sesentera desaparece. Veo al Mono y pienso que se tomó muy en serio la consigna hippie que dice que “la paz comienza con una sonrisa”. Wear your love like heaven se desvanece en el ambiente. Camino algunos metros entre un deteriorado sendero de ladrillos, de los cuales ya no quedan muchos. La Factoría se desmorona entre sus propios escombros. El deterioro hace parte del paisaje. El parque hoy no es más que un potrero. Me acerco a varias personas intentando develar un poco la historia de la Factoría: casi todos octogenarios que ocupan la plazoleta. Pregunto, pero nadie sabe nada. En la plazoleta todos somos parte de un olvido colectivo, de un alzhéimer histórico. Pocos, casi nadie, conocen la historia de La Factoría. Una historia vinculada, no solo a la economía del país, también a la guerra emancipadora de Simón Bolívar. Sigo caminando y unos metros adelante algunas avezas se cruzan en mi camino. En frente de mí hay dulce, azúcar y colorantes demarcando la boca de varios comensales. De un pequeño parlante, ubicado en uno de los siete puestos de cholados, proviene la “melcochería” del merengue. Te compro tu novia se me pega a la piel, como abejas a la leche condensada. Minutos después descubro gracias a Milena que esa lecherita no tiene nada que ver con Nestlé: es una receta preparada con leche y panela. Al parecer, todo el mundo lo sabe, menos yo.  Milena llega todos los días a las nueve de la mañana. Después viene su patrón y entrega el puesto. Él regresará alrededor de las siete de la noche. Milena dispersa un grupo de abejas amontonadas alrededor de los recipientes de leche. -Trabajar es tan duro, que por eso le pagan a uno-, me dice. Se limpia las manos en su delantal rojo, contrasta con su blusa blanca de rayas azules, o azul de rayas blancas. Miro su rostro y pienso en las dificultades que afrontar para mantener a su familia. Mile es mamá y abuela. Tiene una sonrisa que calmaría a cualquier nieto. La miro y recuerdo a Robin Williams en Papá por siempre. Mientras hablamos, varias parejas se acercan para hacerle pedidos: que un cholado con frutas, una limonada, más leche condensada. Me alejo y le doy espacio para que trabaje. Veinte minutos después me acerco y le pregunto sobre el parque. Mile me mira y por primera vez alguien me dice  algo del parque. Antes era una fábrica y por eso se llama La Factoría. La historia comienza el veintidós de enero de 1972, cuando al señor Francisco Romero le adjudicaron la construcción de un depósito o factoría de tabaco. Según Carlos Rodríguez, fundador de la Academia de Historia de Palmira, el sitio fue clave para el desarrollo del tabaco. Estuvo vinculado a los triunfos libertadores de nuestros soldados y el poder civil. Por sus aulas, menciona Rodríguez, pasaron ilustres varones de la ciudad para dar resplandor a la República con sus ideas o con su fina pluma. La llegada del tabaco a Palmira se dio durante el reinado de Don Fernando VII, rey de España. Entusiasmado por el incremento del consumo de tabaco en el mundo, decidió impulsar la industria en el Nuevo Reino de Granada. Los grandes depósitos de tabaco se encontraban en Candelaria, pero posteriormente fueron trasladados a lo que en aquel entonces fue conocido como Llano Grande. Este fue el primer nombre que tuvo gran parte del territorio que hoy se conoce como Palmira. Los excelentes resultados en la producción de tabaco en la ciudad favorecieron la consolidación de la nueva urbe y el desarrollo de la región. Un “vicio” estimuló el crecimiento de la ciudad.  La mayor producción de la hoja provenía  de las factorías de Palmira, Ambalema, Girón y Casanare. Superaban las 600.000 arrobas anuales. Sin embargo, durante el gobierno presidencial del general José Hilario López, fue abolido el monopolio del tabaco. Desaparecieron las grandes tabacaleras de El Bolo, Nima, Palmaseca, Rozo y otras de Palmira, donde la planta Solanácea crecía generosamente.  En el Informe sobre el consumo de tabaco de 2013 la Organización Mundial de la Salud estimó que más de seis millones de personas mueren cada año por causas relacionadas con su consumo. Problema de salud que no fue prioridad para el Estado colombiano mientras mantuvo el monopolio tabacalero. La tasa de mortalidad anual calculada por la OMS para 2030 es de ocho millones de personas. *** Todo en La Factoría es amontonado. Más de 70 especies de árboles crecen en el parque. Un CAI está al otro extremo del mercado hippie, sobre la carrera 27 y, como un pequeño castillo, reposa sereno. La pequeña fortificación de concreto reforzado, con ventanas blindadas, suma seis años de construida. Hace parte de los nuevos CAI blindados, una medida que promovió el gobierno de Álvaro Uribe para contener los ataques, incrementados durante su período.  Me acerco al CAI y la indiferencia de sus ocupantes es evidente. Los saludo con esmerada educación; el uniforme verde suele intimidar. Mi saludo no tiene respuesta. Una gran parte de uniformados en Palmira provienen de otros lugares del país. Estos policías foráneos hacen parte de una estrategia que empezó a operar desde el 2011, cuando el Gobierno, a través del Ministerio de Defensa, ordenó el incremento de fuerza pública para Palmira. Llegaron más de 350 policías a la ciudad para reforzar la seguridad, debido a un crecimiento exponencial de la delincuencia en sus calles en los últimos años. Según un artículo publicado en junio de 2012 por la revista Semana, “desde 2010 los homicidios crecen por encima de los 200 casos al año y la tasa de muertos por cada 100.000 habitantes supera con creces la de ciudades más grandes como Bogotá, Medellín y Cali”. Sin embargo, según el Observatorio de Seguridad, Convivencia y Cultura Ciudadana de Palmira, la tasa de homicidios para 2013 se redujo un 35% respecto al año anterior, pasando de 96,4 a 62,2 homicidios por cada cien mil habitantes. Una disminución importante comparada con la modesta reducción nacional de 8% en muertes violentas. A través del cristal  grueso veo a un policía sentado frente a una computadora. Contiene una basede datos con antecedentes judiciales. Basta con ingresar un número de cédula y su relación de cuentas pendientes con la justicia se despliega en la pantalla. Me alejo de la ventana buscando otro uniformado. Para mi suerte, conversa con una jovencita de cabello claro, a pocos metros del CAI.  Mientras me acerco, noto que algo había pasado por alto durante el recorrido: una cantidad innumerable de papeles blancos y basura yacen por todo el parque. La apariencia de La Factoría es ambigua: sin importar el número de personas que lo ocupen, está abandonado. Su segunda transformación se dio cuando estalló la Revolución emancipadora en 1810. En ese año gobernaba el país don Antonio Amar y Borbón, último de los Virreyes. En el Valle del Cauca Simón Bolívar no gastó un solo tiro, en parte gracias al gran compromiso de los habitantes y gobernadores de la Villa de las Palmas. Palmira se empeñó en dar albergue a todas las tropas confederadas del Valle. La Factoría pasó de ser un depósito de tabaco a un cuartel, el último desde donde partían las tropas de la Libertad. La ciudad participó con tropas y suministros en las memorables batallas que se dieron de 1811 a 1815. Entre ellas la del Bajo Palacé, el 28 de marzo de  1811, y la de Páramo de Tasines y Ejidos de Pasto, en 1814, antes de la reconquista española. El Cuartel de La Factoría albergó al heroico contingente de mujeres que participaron en la batalla de San Juanito el 2 de septiembre de 1819, el único integrado por mujeres en América Latina que luchó por la independencia. Aquella  participación de Palmira permitió despejar durante diez años el camino hacia el Sur para Sucre y para Bolívar. Tanto así que en la proclama de Pamplona, el 7 de diciembre de 1897, el Libertador menciona a la ciudad: “El sol del histórico Cauca irradia también sobre la heroica ciudad de Palmira, que se emancipó para sí y para la libertad de la patria.” La Villa contribuyó económicamente gracias a la producción del tabaco recolectado en el Valle, procesado en La Factoría.  Una enorme bocanada de marihuana salía de la boca de un punkero que pasaba enfrente del CAI. Se dirigía a la plazoleta. El punk en Colombia surgió a finales de la década de los setenta y principios de los ochenta, impulsado por el auge del movimiento punk del mundo anglosajón. En Palmira es un movimiento que lleva casi 20 años, aunque se ha popularizado por la llegada de la nueva ola “neopunkera” que tuvo lugar en California a mediados de los noventa. En Palmira el punk es considerado una sub-cultura de poco impacto, a diferencia de ciudades como Medellín. Sin embargo, la Factoría es el epicentro de la escena local. Eran casi las seis de la tarde y la oscuridad empezaba a abrazar los secos árboles que rodean como huesos al parque. Avanzo varios pasos atrás del punkero. Tiene una cresta roja, un chaleco de jean y una camiseta negra con el nombre de la banda paisa IRA en letras rojas. En el bolsillo izquierdo lleva lo que parece ser un cuchillo, en una mano un porro y en la otra una bicicleta vieja. De inmediato el recuerdo del monumento a las bicicletas aparece en mi memoria como un hipervínculo de internet. En la década de los noventa el uso de las bicicletas influyó notablemente la cultura palmirana: cerca de 90.000 de los 251.000 habitantes de entonces usaban bicicletas, frente a 986 buses, busetas y microbuses de servicio público y otros 38.000 vehículos particulares, 16.000 de ellos motocicletas. La importancia de la bici estimuló la construcción del monumento sobre la carrera Veintitrés. A mitad de camino el punkero se detiene, da la vuelta  y me mira. Lo que tiene en el bolsillo no es un chuchillo es una bomba de aire pequeña. Se acerca y me pide doscientos pesos para comprar chirri, una bebida alcohólica de bajo costo preparada con Aguardiente de la Corte, Frutiño y Halls. Todo debidamente mezclado en la caneca del aguardiente. Mientras se fuma el porro me pregunta en qué me puede ayudar y le contesto en medio del humo. Le pido información del parque. Me dice que “parcha” aquí hace siete años y que ha visto de todo. No obstante, solo me cuenta una historia: una vez unos manes de Buga le pegaron una puñalada a un parcero del parche y se murió desangrado en el mismo lugar donde ahora unos niños, por caprichos de los vientos de agosto, intentan elevar una cometa. Se para y me dice que todo bien y se va. Al otro lado del parque su hermano, también punkero, le grita: ¡Chiken! ***  Es martes, son las tres de la tarde y han pasado dos días desde que estuve en La Factoría. Estoy en la alcaldía. Voy a la recepción, pregunto al encargado el lugar donde puedo encontrar información sobre el parque. Me mira de pies a cabeza y me dice que vaya a la biblioteca ubicada frente al parque. Unos minutos después, en la recepción pido una vez más información relacionada con el parque. El funcionario me mira de pies a cabeza y me dice que vaya a la alcaldía. De nuevo dos días y  varias llamadas más tarde, estoy en la alcaldía. Esta vez tengo una cita con Henry Cobo, secretario de vivienda. Cobo me mira y me pregunta por qué escogí justo ese parque. Lleva puesta una camisa rosada con las mangas recogidas y un pantalón café. Después del fin de la guerra y la abolición del monopolio del tabaco, La Factoría, sin un destino especial, pasó a ser un lugar de espectáculos públicos, un circo de acróbatas y maromeros. En 1866 el gobierno nacional decidió desentenderse del deteriorado edificio y lo cedió al municipio, con la condición de convertirlo en una escuela y colegio.  La inauguración del colegio no se hizo sino hasta el 8 de febrero de 1868. Fue nombrado “La Libertad”, luego pasó a manos de la Congregación católica-educativa de los Hermanos Maristas y cambió el nombre a “Liceo Palmira”. Cobo me explica, mirándome rara vez a los ojos, cómo en 1929 el Liceo Palmira se convierte en el Colegio Cárdenas -en  honor a Don Vicente de Cárdenas- y es trasladado de la casona de La Factoría a la Carrera veintiocho, a unas cuantas cuadras de su origen. Posteriormente, lo que quedaba de la casona fue demolido y se perdió para siempre un patrimonio arquitectónico de la ciudad. Palmira no tiene memoria –pienso- mientras Cobo habla. Hace una pausa y le pregunto por qué demolieron la casona. Se levanta y me dice que los políticos de la época quebrantaron la ley al vender el predial a una asociación que buscaba construir un hotel. Mientras habla no puedo dejar de preguntarme si Cobo también es uno de esos políticos de turno. Termina diciendo que actualmente La Factoría no le pertenece al Estado, que el parque se encuentra en una especie de limbo judicial. Esto quiere decir que no se puede invertir en él.  Esto explica por qué proyectos como los de la Universidad Antonio Nariño, presentado en el 2011, para su remodelación no puedan ser tenidos en cuenta. Salgo de la oficina decepcionado. Palmira carece de terminal de transporte. Tiene una población de casi cuatrocientos mil habitantes, que la convierte en la segunda ciudad más grande del departamento. El espacio público es la prueba del sentido de pertenencia que  las personas tienen por su ciudad. La Factoría es un ejemplo de cómo sus habitantes destruyen su memoria, de cómo sus dirigentes promueven este olvido y distanciamiento histórico por medio de decisiones corruptas. Han pasado varios días y estoy  aquí de nuevo. Me detengo en uno de los cuatro arcos de la plazoleta central. Todos están destruidos por el paso de los años y el abandono. A éste en particular  lo rodean unas hermosas flores amarillas. A mi lado, una señora con unas tijeras corta la maleza que crece alrededor de las flores. Y comprendo la esencia de este lugar: a La Factoría vienen muchos, pero pertenece a pocos.  Es muy grato escuchar la historia que no nos enseñan a nosotros los de Palmira, me encuentro investigando mucho sobre Palmira, pues siento que ocurrieron muchas cosas que aún no nos han contado Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 CEREBRO DE CRISTAL http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/cerebro-de-cristal/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Freddy Camargo Ramírez es un joven de 25 años que se considera actor, rapero e “ideasta”, por el frenetismo con que piensa sus proyectos artísticos. Tiene finos conocimientos fotográficos, gracias en parte a que trabaja desde los 17 años en una tienda de accesorios para fotografía y cine. A ella ingresó luego de que fuera echado del colegio Comfandi El Prado por indisciplina en décimo grado. A los 23, después de una crisis de alucinaciones que sufrió por cuatro días, tras consumir un coctel de hongos alucinógenos en medio de una depresión, fue diagnosticado con esquizofrenia aguda y trastorno bipolar. Esto agravó sus trastornos psicológicos del pasado.  En contra de las ideas estereotipadas que se nos podría cruzar por la mente: ¿No le darán ataques en medio del trabajo? ¿Qué pasa si no se ha medicado?, Freddy es muestra de que esos dos pensamientos son innecesarios. Por supuesto, él está medicado; pero su madre, Lorena Camargo, cuenta que “A Freddy empecé a mermarle la dosis porque esos medicamentos me lo dejaban dopado. Si me decían que le suministrara media pastilla, le daba un cuartico. Si era una, le daba la mitad. Él ahora aprendió a vivir con eso. Cuando se siente ansioso e hiperactivo, ya sabe que no debe dejarse llevar y se toma media pasta. Yo no tengo los medicamentos, él los tiene en su cuarto y él mismo se controla. Usted le habla y es una persona normal, sólo que sabe que tiene que controlarse”. Freddy ha sido internado en un hospital psiquiátrico dos veces. Su primera crisis la sufrió a los 23 años y hasta hoy ha pasado por cuatro crisis. “Hay veces en las que habla mucho. Dice cosas cuerdas, pero no para. Hasta se pone a comprar frutas, leche, pan y le regala a la gente”. En uno de sus actos heroicos de un Robin Hood caleño, alarmó a su abuela y ésta llamó a Lorena para que fuera a controlar a su hijo. Junto con su hermano y su esposo intentaron cogerlo para que se entrara a la casa pero él salió corriendo sin rumbo fijo. Estuvo desaparecido por dos días. Caminó hacia Santander de Quilichao, hasta el puente que divide Valencia con Santander. Su jefe, Francisco, llamó a Lorena y  le dijo que Freddy lo había llamado para decirle que lo recogiera en la nave espacial. Lo tenía la tropa de la Policía Militar en un cambuche. Estaba desnutrido y  sucio. Se  había mantenido sólo bebiendo sus orines. Eran las doce de la noche y estaba lloviendo. Él no los reconocía. Estaba encerrado en un mundo que sólo él puede entender. Delante de su madre y hermana se arrancó las agujas que le tenían puestas e intentó arrancarse también las venas de sus brazos con los dientes. Estaba totalmente fuera de sí. Fue trasladado a Jamundí en la ambulancia y allí le aplicaron calmantes. Era la segunda crisis, la primera fue un intento de suicidio al tratar de tirarse desde un puente, luego de consumir un coctel de hongos alucinógenos. Lorena afirma que la atención típica que le prestan a una persona con una crisis de esquizofrenia es el suministro de tranquilizantes. Lo que le incomoda es que las constantes dosis dejan a su hijo “hecho un tonto”, y llega a ser la excusa de los médicos psiquiatras para tratar la enfermedad, sin preocuparse de verdad por una recuperación menos invasiva con una medicación acorde a la persona. “En las dos veces en que he estado allá –el HPUV- , he visto cómo tratan al paciente, ensayan en las personas hasta lograr el medicamento que le funcione a cada uno…”. Ante esta problemática el médico psiquiatra Eduardo Botero de la Clínica Santillana de Cali, afirma: “Fármaco viene del griego que significa veneno. Por ende pueden llegar a ser potencialmente benéficos, como potencialmente perjudiciales. Los efectos secundarios en los medicamentos psiquiátricos se deben controlar recetando un medicamento que contrarreste las consecuencias de los efectos. En el caso de que los otros efectos que pueda producir el segundo medicamento perjudiquen más al paciente, se debe modular la dosis hasta que se llegue a la reacción esperada”. Entre experimentación y experimentación, el paciente no tiene otra opción que terminar a la deriva de las olas de un cerebro perdido entre intensos fármacos “normalizantes”. A partir de la primera crisis de Freddy, el psiquiatra del HPUV le recetó cuatro medicamentos: Haloperidol, 2 tabletas, Biperideno, 2 tabletas, y Levomepromazina 1 tableta. Según Lorena Camargo, con el Biperideno y la Levomepromazina su hijo termina con exceso de sueño y no habla, y eso sucede aunque ella solo le suministra la mitad de la dosis. Según ella, si se la diera completa su hijo estaría tan dopado que no se despertaría en dos días. Es entendible este tipo de reacciones considerando que el Biperideno es uno de los activadores de dopamina más fuertes producidos en el sistema nervioso. Fue sintetizado por los laboratorios Bayer para ser usado como un anti bipolárico. Por su parte, la Levomepromazina es un antipsicótico y potente sedante con una importante acción analgésica.  Cuando Lorena le dio por primera vez a su hijo la medicación, él terminó todo un día con una incontrolable tembladera en el cuerpo, tanto que era incapaz de agarrar una cuchara para comer. Su madre tenía que hacer de enfermera. “Los médicos dicen que eso es mientras el cuerpo se acostumbra al medicamento. Yo empecé a suspendérselo. Le di como de a una tabletica, de a media, por cuatro meses y no le seguí dando. Luego de esta crisis – la que ocurrió en Santander de Quilichao – le di como por dos semanas y no más. Sólo le voy a dar cuando lo vea que está a punto de darle una crisis. Con media pasta duerme todo el día y con un cuarto duerme la noche”.  El Haloperdiol es también un medicamento antipsicótico con notables efectos en la materia gris del cerebro y afecta el área que controla el movimiento y la coordinación, produce como consecuencias penosos efectos secundarios como babeo, temblores y síndrome de piernas inquietas, lo cual explica la “natural” reacción de Freddy al fármaco. Los otros dos medicamentos que se suponen ayudan a efectos nerviosos similares al síndrome de Parkinson, ya que deprimen el sistema nervioso y hasta pueden provocar catatonia –como lo es con el Biperideno-, no tuvieron suficiente eficacia como para evitar el episodio de temblores. En un estudio realizado en la Universidad de Heidelberg en Mannheim, Alemania, se descubrió que con el Haloperidol se modifica en aproximadamente dos horas el tamaño del estriado en el cerebro (stratium 1), área que controla el movimiento en el cuerpo y en mitad de ese tiempo rebota –el cerebro vuelve al tamaño normal-, de acuerdo con el psiquiatra y psicoterapeuta Andreas Meyer-Lindenberg. Después de un día los cerebros de los voluntarios volvieron casi a su tamaño original una vez los efectos de la dosis de Haloperidol desaparecieron. Meyer-Lindenberg  dice: “Éste resultado debería aliviar los temores de que la droga destruye las células cerebrales. Sabemos que no está matando las neuronas porque el cerebro rebota”.  La madre de Freddy es firme en sus convicciones y defiende a su hijo más allá de que le hable una enfermera o un psiquiatra “Yo soy hasta más psiquiatra que esos médicos”, afirma. Para ella esos medicamentos terminan dañándole más el cerebro de su hijo, quemándole neuronas -aunque en realidad no sea exactamente así-, e insiste en que el trato que se le da al paciente en el hospital en que lo atienden atenta contra la integridad de la persona. “Le mandaron a hacer tres electrochoques luego de la crisis. A los cinco días lo visité y lo vi grave. Tenía fiebre, estaba con pañal porque tenía diarrea y me lo tenían amarrado de pies y manos a una cama. Le dije a una trabajadora social que estaba de turno: ´ustedes aquí no tienen calidad humana; mi hijo no es ningún delincuente ni un presidiario, ¿por qué me lo tratan así?, ¿por qué le dio fiebre?, ¿por qué tiene diarrea?; yo a mi hijo no lo traje así´”.  -Ellos no saben qué decir, porque saben que está mal y creen que uno es un bobo.  Al otro día llegué y a mi hijo lo tenían totalmente diferente. Lo habían cambiado de cuarto y ya no estaba amarrado. Me fui a estar allá día y noche para saber qué medicamentos le daban y cómo era su atención. Le decía a Freddy: no se  trague esas pastas, bote eso. Nunca me dijeron en realidad qué le suministraban. Al final me dieron un papel que decía supuestamente lo que le daban, pero ¿cómo saber si es verdad? No me dieron la historia clínica. Usted como familiar de su paciente tiene derecho a ver qué le dan. Allá no, hacían las cosas como si fuera a escondidas”. Decía el Doctor Benjamin Rush, padre de la psiquiatría norteamericana en 1818: “El terror actúa poderosamente sobre el cuerpo a través de la mente, y ha de emplearse en la cura de la locura”. Por supuesto, cualquier ser humano tendría terror al saber que va a sufrir convulsiones provocadas por electro choques, o incluso que le cercenaran el cerebro con las lobotomías en ese entonces. ¿Por qué un método tan invasivo y tortuoso como los electrochoques se sigue practicando aún en el siglo XXI? Hay quienes afirman que ya muy poco países en el mundo practican con regularidad este tratamiento. Ahora las directrices del Instituto Británico de Excelencia Clínica (National Institute for Health and Clinical Excellence) no recomiendan el electroshock para la esquizofrenia. Fundamentados en evidencias meta-analíticas, encuentran en el TEC escasos beneficios en comparación con el uso de una sustancia placebo o el consumo de medicamentos antipsicóticos, incluyendo la Clozapina. Puede verse que en Cali, y con seguridad en otras partes de Colombia, que este tratamiento no se ha considerado como algo que atente a la humanidad del paciente.  La madre de Freddy tiene muy claro que no puede dejar que su hijo se hunda en una permanente somnolencia y vaguedad cultivándole, desde lo que ella considera como bueno, la independencia de su hijo: “Las dos veces que lo tuvimos que internar, me lo llevaron a la sala donde están los locos más locos, los más desechables, los más feos. ¿Por qué no miran qué pasó con este paciente, qué trae, si ya ha sido ingresado aquí? Los médicos me decían que todo paciente pasa por esa sala y que con la recuperación lo van trasladando a salas diferentes. Para una persona que no está loca del totazo, en un sitio como esos se vuelve más loco”, comenta Lorena.  “Un día fui de visita al hospital y un negrito se escapó de su cuarto. Rompió un vidrio y salió volado. Un policía que estaba afuera lo tiró al piso y lo trató como si fuera un criminal.  La gente en ese hospital está encerrada como en una cárcel. Uno sólo los puede ver por un hueco que tiene la puerta. Las personas cuando ya se sienten bien sólo quieren escapar de ahí. A mi hijo lo iban a internar 15 días y sólo lo dejé 3”. Una vez que Freddy sale de su segunda internación en el psiquiátrico, es recetado con Litiocarbonato y Clozapina, en sustitución de los medicamentos anteriores. El Litiocarbonato es un medicamento que hace efecto como antimaníaco y refuerza los efectos antidepresivos de algunos medicamentos. Se caracteriza sobre todo por la demostrada eficacia en la prevención de nuevas crisis en el trastorno bipolar como el que sufre Freddy. El consumo de dosis superiores a las dadas por el médico puede traer consecuencias mortales. Y la Clozapina es un medicamento de reservada medicación debido a su toxicidad. Se indica especialmente para esquizofrenias resistentes a los antipsicóticos. Ambas pastillas las consume actualmente cada vez que se siente muy ansioso. Todo un “veneno”, como lo dijo el doctor Botero.  “Si yo fui tu Romeo, entonces fuiste mi Julieta. Vuestra historia de amor, la más linda del planeta. No tenía colchoneta, casa, ni camioneta; tú sola te enamoraste de éste loco en bicicleta. Que creyó que era un poeta mientras miraba la luna, y cantaba mil canciones al borde de la laguna. Le bajé un montón de estrellas y le acobijé con ellas. Sin dejar rastro ni huella, hoy me levanto sin ella. Mi doncella no se encuentra en el jardín de mi palacio y me pregunto si un maldito estará ocupando mi espacio… Hasta ahí va”, sonríe Freddy Camargo cambiando su tono de voz de rapero por su natural tono neutro. Su manejo del cuerpo y la voz son igual de naturales a las de un actor. Aunque sólo estudió cinco semestres de arte dramático en la Universidad del Valle, jamás  ha dejado de desarrollar sus habilidades histriónicas. Cada letra le sale del corazón, y por dos grandes razones: ama el rap y el hip hop y cada palabra está dedicada a su novia Joselin, su inspiración. Dicen que cuando se está en el periodo de enamoramiento, el cerebro segrega más dopamina y que, junto con otros químicos naturales, nos provoca la sensación de éxtasis al ver o estar en contacto con el ser amado. Como canta en su canción, es un loco enamorado, la dopamina viaja en forma de torrentes a través de su cuerpo y el nombre de Joselin jamás se escapa de sus pensamientos, tanto por la felicidad como por la tristeza.  Para Freddy la esquizofrenia es un portal que abre la mente a otras realidades que con facilidad no podemos ver, y lo hacen caer en cuenta de verdades ocultas a los ojos de aquellos que no están “iluminados”. Dice que siempre le ha gustado pensar diferente, aportar ideas innovadoras y no seguir la norma: “Es como ser un remolino en el río: se hace parte de él pero no es el río. Simplemente no encaja”. Con su mirada gacha, Freddy cuenta que cuando empezó a tener las crisis, sus amigos le tuvieron más respeto y admiración, aunque su madre dice lo contrario.  El quiebre en su psiquis y el inicio de la aceptación de su inminente locura llegan a su vida en medio de las alucinaciones que sufrió durante cuatro días, luego de consumir un coctel de hongos alucinógenos, que posteriormente lo llevó a intentar tirarse de un puente: “Ahí me di cuenta que al parecer la locura es en realidad un poder. La locura le muestra a uno muchas realidades de las que la gente normal está cegada. En medio de esos cuatro días empecé a sentir que llovía en mi pieza y sentía el agua que me mojaba. Me asomaba a la ventana y no veía que estuviese lloviendo. En la oscuridad escuchaba demonios que me atormentaban, gente que martillaba las paredes cada vez más fuerte a medida que más gritara que pararan, sonaban helicópteros sobre mi cabeza. En vez de disfrutarlo me asustaba mucho. Y como nadie entendía lo que me pasaba, ni lo que sentía, entonces me fui a suicidar a un puente y por allá me fueron a coger y me metieron al psiquiátrico – dice en tono más bajo y quitando la mirada sobre mí, fijo en el recuerdo-”. “Cuando me empezaron a dar medicamentos, me desfasé del tiempo y me di cuenta que el tiempo no existe. ¡Hoy fue ayer! Y mañana será hoy. Entonces lo único que importa es el hoy, el ahora, ahora, ahora. El reloj no importa ¿Por qué nos metieron el reloj? Los años. La gente piensa que estamos en el 2014 y realmente no sabemos en qué año estamos. Pero si le empezamos a quitar esos valores a la realidad, la gente entra en la locura y la desesperación, porque ha vivido toda la vida engañada. En lo único que debemos creer es en la naturaleza, en que el sol sale, se esconde y llega la noche y la marea sube y baja. Cuando el hombre le da la razón a las cosas, gana y pierde mucho al mismo tiempo. Las cosas pierden su encanto y se pierde más el hombre. Todo es como es”. Luego de su primera internación, Freddy cuenta que perdió la consciencia, desconocía a todo el mundo: “Un día me miré al espejo y no me reconocía. – e imaginando un espejo delante de mí, se mira y se toca todo el rostro-, decía: ¡Juepucha!, ¡¿yo soy así de feo?!  O ¡¿así de raro?! Uy, yo soy muy extraño. Tengo ojos, tengo boca – mientras se manosea todo el rostro-. Y me daban ganas de romper el espejo. Toda la vida he vivido engañado creyendo que eso que está ahí es bello. Eso que está ahí es simplemente natural, sin definición. Nada debe tener definición. ¿Por qué la gente no es capaz de mirarse a un espejo y ver lo extraño que es? ¿La gente porqué se cree bonita?, ¿de dónde sale ese término? ¡Por Dios!… Uy no, en estos momentos me dan unas ganas de escupir a mi novia –dice quitándome la mirada con sus ojos llenos de ira-. Escupirla, escupirla, porqué está totalmente confundida. Se cree la mujer más linda y cree que puede hacer lo que quiera”.  Para Freddy las personas tienen que conocerse lo suficiente a sí mismos para ser capaces de usar máscaras. Según él, la gente todo el tiempo usa máscaras que terminan por hacerlos perderse en ellos mismos. “Una vez uno se conoce a sí mismo, ya no hay necesidad de usar máscara alguna… La gente parece muerta viviente. La depresión es un fantasma al cual uno le da vida. Y si le das esa facultad, agobia nuestro ser y nos vuelve más muertos que vivos”.  “Yo quiero ser un ejecutivo y tengo que ir construyendo el personaje, como todo entra por los ojos, uno debe írselo creyendo. Cuando uno crea, uno se transforma y se convierte en lo que quiere ser”. Salgo junto a él en la lúgubre noche del centro. Cierra el local y me pide que le sostenga su carpeta “allí llevo mis pensamientos, canciones y sentimientos”. Su jefe, Francisco, un reconocido fotógrafo, ha sido como un padre. Lo conoce desde los 16 años y siempre le ha mantenido las puertas abiertas para trabajar. Incluso lo ha ayudado en medio de sus peores crisis. En la calle 14, algunos indigentes merodean cerca de nosotros, de los cuales algunos puede que también tengan esquizofrenia; pero no contaron con la suerte de Freddy: una familia amorosa y un amigo fiel. Caminando a mi derecha, con la espalda recta y su carpeta agarrada de la pequeña manija que tiene en la parte superior, como si fuera un maletín de cuero, Freddy se ve como todo un ejecutivo con jeans, zapatos Converse y una camisa morada.   Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 Ondas cerebrales, Olas de pastillas El espejo sin rostro: Testimonio de un esquizofrénico **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LLUVIA DE NIEVE SOBRE AUSCHWITZ http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/lluvia-de-nieve-sobre-auschwitz/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Auschwitz es el complejo de campos más representativo del holocausto nazi y hoy se podría denominar como un  “complejo turístico”.  , es la dirección de la agencia que los va a llevar a conocerlo. Alrededor de 250 PLN, el precio. Valor y ganas de conocer la historia, el aporte más grande de su parte. Recuerdos de miedo y guerra, lo que llevarán de vuelta a casa. Decidir visitar el Patrimonio de la Humanidad (Unesco, 1979) es, sin duda, más difícil que decidir visitar cualquier otro destino turístico, sin embargo, una vez tomada la decisión, alcanzarlo es muy sencillo. Cracovia cuenta con Auschwitz como uno de los sitios más atractivos para los visitantes y eso se evidencia en la cantidad de planes, ofertas y oportunidades para recorrerlo. Una vez en Cracovia Tours, todo es muy rápido. Cancela. Un billete, 5 monedas. Recibo. Flyer. “A las 11, aquí mismo”. “Dziękuję!”. Y listo! A las 11, según lo acordado, la buseta abre sus puertas para emprender camino. La guía pregunta si todos saben a dónde van y a lo qué se van a enfrentar, ante las respuestas afirmativas se pone al servicio de todos e inmediatamente le da play a un video que se proyectará en el televisor del bus. Un video del campo, del Shoah, de la llegada de los soviéticos… Llegaron. La buseta busca espacio para parquear y los visitantes bajan. La guía les pide que no se separen pues, a pesar de que estamos en temporada de invierno, hay muchos turistas y cada uno se tiene que devolver con la empresa que llegó. Al entrar al lobby la guía deja a su grupo en una esquina mientras busca audífonos y material en varios idiomas. Al volver, el grupo sale y se dirige hacia “ ” (El trabajo los hará libres, en alemán). Las indicaciones apuntan hacia dos direcciones: la primera es que todos deben permanecer unidos para no confundirse de grupo y la segunda es que los comentarios deben ser omitidos. “Pasa mucho que la gente juzga a los alemanes y hace críticas muy fuertes. En nuestra lista de visitantes, la segunda nacionalidad más nombrada es Alemania, los colegios a veces traen a sus estudiantes para estudiar la historia. Así que les pido omitan los juicios”. Alguien le pregunta por las reacciones de los alemanes ante el museo “¿ellos también lo sienten? ¿Les duele ver lo que han hecho?”, la guía responde “Por supuesto. Un día entré con un grupo de estudiantes alemanes. En uno de los letreros en los que salen los oficiales encargados de cada pabellón una de las niñas encontró a su abuelo. Se mareó, nos tocó sacarla porque le dio un ataque de pánico. Las nuevas generaciones no son culpables, pero el hecho de ser alemanes les genera cierto sentido de culpa y los comentarios enjuiciadores sólo logran afectarlos más”. Hechas las aclaraciones comienza el recorrido, pabellón por pabellón van encontrando fotografías, esculturas y letreros explicativos. En el pabellón de las víctimas están exhibidos zapatos, cepillos, maletas, uniformes, rastros de los prisioneros que ahí murieron. Se calcula que van de 1.5 a 2.5 millones pero el número exacto no ha podido ser establecido; miles de pares de zapatos por ejemplo se agolpan en una vitrina mientras que en el cuarto de al lado un pequeño uniforme se exhibe junto a una vieja muñeca. Los pasillos con fotos de los prisioneros le ponen cara a los dueños de los objetos anteriormente vistos, mientras que las rosas que en las fotos reposan son evidencias de familiares o amigos que han venido a revivir su dolor.  En el cuarto de armas se ven los tarros en los que los químicos eran guardados y se describen los métodos de tortura y fusilamiento. En uno de los sótanos les piden no encender velas, ni tomar fotos con flash, ni fumar, ni generar ninguna clase de chispa; hay aún residuos químicos que no se evaporan a pesar del paso de los años, advierten. Los grupos avanzan de a pocos y el aire tenso parece contagiar a los ánimos. De tanto en tanto se ve a alguien secarse una lágrima. Mientras alguien se pregunta por qué conociendo lo que ha conocido decidió venir hasta Polonia a perseguir al dolor. Un viernes de noviembre la nieve empezaba a caer. Los árboles, vestidos de invierno, marcaban el camino del tren que los llevaba a  La guía era una española que vive hace ya varios años en Alemania y no dejaba de hablar acerca de cómo cada una de esas calles se relacionaron con la Segunda Guerra Mundial; la conocieron cuando llegaron al frente de la Puerta de Brandemburgo para hacer el recorrido en Berlín, un recorrido que los llevó por los monumentos en homenaje a las víctimas, un recorrido que descubrió los muchos esfuerzos que los alemanes han hecho para pedir perdón, pero sobre todo, para no dejar que el tiempo y las circunstancias les hagan olvidar lo vivido en esos años: “quien no conoce su historia, está condenado a repetirla”. Al terminar el tour por la ciudad, les ofrecieron la oportunidad de conocer un campo de concentración, quedaba relativamente cerca, en  ,  . Era la oportunidad de conocer la historia desde el lugar de los hechos. Y aceptaron. Así que ahí se encontraban, en un tren un frío día de noviembre. Los copos se perdían al chocar con el suelo. “Parece granizo” decía una, “ni al caso, son copos pequeños, pero es nieve” le respondían. La guía pasaba de grupo en grupo, preguntando las nacionalidades y los motivos del viaje; cuando llegó a ellos les dijo “Sois colombianos, ¿verdad?”, asintieron, “pues se les nota, casi casi tan bullosos como nosotros”, una sonrisa y se alejó. Después de bajar del tren siguió una corta caminata hasta llegar al museo de  ahí se dieron las recomendaciones: estaba prohibido tomar fotos dentro del campo e ingresar comida. Tampoco estaba permitido hacer juicios de valor: la explicación a esta regla fue “usted va caminando y no sabe si el del lado es familiar de un antiguo miembro de la S.S o si es familiar de algún prisionero muerto; si es el primer caso y usted se refiere a los nazis de manera despectiva puede hacer sentir mal al familiar; si es el segundo y usted dice ¡qué pobres judíos, cómo han de haber sufrido!, puede hacer sentir peor al familiar del prisionero”.  La siguiente regla es no contestar el teléfono, o hacerlo en situación urgente y evitar hablar por mucho tiempo. También aunque parecía sobrar, se sugería evitar las risas: el campo, en tanto cementerio, merece respeto. Se estima que en este lugar murieron 30.000 personas, en un principio los prisioneros eran políticos, se dice incluso que ahí estuvo prisionero el jefe de propaganda de Hitler cuando éste inició su carrera hacia el poder. Este hombre lo denunció ante organismos internacionales al descubrir las verdaderas intenciones del führer y que el mismo Hitler firmó la orden de captura con su puño y letra. El campo también albergó a hombres de Noruega que se habían casado con judías, a sacerdotes que se opusieron al régimen, es decir, a todos aquellos que por su posición política, social o económica no querían mezclarse con los prisioneros del común. En esos primeros años el campo fue de concentración más no de aniquilación. Después de 1938 empezaron a llevar judíos al campo, y su carácter político se perdió, fue en ese momento que comenzó el exterminio. Este lugar sirvió además como laboratorio para algunas de las pruebas médicas que adelantaron los nazis.  conserva las estructuras del momento de su funcionamiento pero no guarda los detalles. Los pabellones están solos, se pueden ver las estructuras de los espacios en los que dormían los prisioneros, la enfermería, las cámaras de gas; pero no se veían zapatos, uniformes o evidencias de quienes vivieron ahí ¿por qué? La guía define esto como una característica de los alemanes, no quieren que se olvide lo que pasó pero tampoco quieren causar más impacto del que ya causa el simple hecho de saber lo sucedido.  Las cámaras de gas están semi-destruidas pero en la entrada se ve un letrero que dice: “Y yo sé una cosa más, que la Europa del futuro no puede existir sin conmemorar a todos aquellos que, sin importar su nacionalidad, fueron asesinados en este tiempo con completo conocimiento y odio, que fueron torturados a muerte, pasando hambre, asfixiados con gas, incinerados y colgados” de Andrzej Szczypiorski, prisionero del campo de concentración  Una alfombra de nieve cubría todo el lugar.  II), el escenario de tantas películas se extendía ante los ojos de los visitantes en su más fría expresión. El campo de 2.5km por 2km, todo blanco, llamó la atención por su entorno: a la derecha pabellones que en su momento albergaron 100.000 prisioneros, hasta cuatro por cama en los meses de hacinamiento, a la izquierda los restos de los que fueron  cuatro crematorios con cámaras de gas, destruidos por miembros de las S.S en 1944 en un intento por esconder las pruebas. Al fondo un monumento y placas conmemorativas en todos los idiomas que hablaban los prisioneros; en el centro, levantándose como símbolo de lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, el último vagón del último tren que llegó a  cargado de prisioneros. Los visitantes que pisan los restos de lo que fue el campo de la barbarie 70 años atrás, van dejando gruesas huellas en la nieve, marcas que se borrarán en la próxima tormenta pero que no son comparables con las huellas invisibles que este lugar deja en las mentes. Se tatúa el horror y la vergüenza a cada paso, porque si bien fueron los nazis los victimarios, es la humanidad la que es capaz de alcanzar tal genocidio, y el lugar que ahora recorren  es la fiel prueba de ello. En silencio se caminan los largos tramos, la voz de la guía narra los hechos de carácter histórico: el número de prisioneros, las condiciones en qué vivían, los trabajos que realizaban, los intentos de fuga frustrados, las masacres en cámaras de gas, los engaños, las familias, los soldados, las verdades, los enigmas, el horror.  es reconocido por la mayoría de los asistentes como el escenario de la gran mayoría de las películas que tratan sobre la Segunda Guerra Mundial y el holocausto nazi. Es ahí, a 70 kilómetros de Cracovia el lugar donde los visitantes comprenden que lo que tantas veces vieron en cine fue en su momento una realidad, y que, aunque algunas historias son ficción, es probable que cada una de ellas haya tenido referencias reales: fueron muchas las víctimas, muchos los muertos. El monumento en honor a las víctimas dice: “Que este lugar dónde los nazis exterminaron un millón y medio de hombres, mujeres y niños, en su mayoría judíos de varios países de Europa, sea para siempre un grito de desespero y una advertencia para la humanidad” Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 TRAFICANTES DE ESPERANZAS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/traficantes-de-esperanzas/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Rosa María Esguerra, zapatera de oficio, emprendedora por convicción y negociante de lechonas, pulseras y rifas por necesidad, camina firmemente por el pasillo de embarque del aeropuerto. Atrás, su familia contiene las lágrimas para no delatar su partida definitiva. Rosa viaja con la promesa legal de retornar al país al término de sus vacaciones, pero con la convicción absoluta de no volver hasta conseguir dinero suficiente para pagar las deudas del viaje, la hipoteca de la casa y el estudio de su último hijo. Su mayor dolor, tejer el camino de ida sin saber cuándo lo deshará de vuelta; peor aún, desconocer si al volver encontrará a todos los que deja al partir. Corre el año 2001 y Rosa se revienta en un llanto silencioso que mezcla la emoción de su primer viaje en avión con la incertidumbre de lo que vendrá. La azafata anuncia el despegue del vuelo de Iberia con destino a Madrid. Ya en el avión no hay reversa. Será la primera de más de 50 emigrantes conocidos a quienes ayudará a escapar de la realidad colombiana, aquella que anuncia una deuda para asegurar el fin de mes, la que impulsa la creatividad financiera y convierte en profesionales de la arepa y el chocolate a madres solteras, en taxistas a ingenieros, en comerciantes a madres desesperadas. Nadie espera a Rosa en Madrid. Sola, sin una mínima idea de cómo proceder, camina llevada por el instinto sobre las rampas de desplazamiento de la Terminal S4 del Aeropuerto Internacional de Barajas. Sigue la masa, esperando que el camino se acabe y ella tenga el tiempo de preguntarse para dónde va. Sin embargo, al pasar del tiempo la opción sigue siendo la misma; caminar hacia adelante sin mirar atrás, como lo ha venido haciendo desde que tomó la decisión de emigrar. Cinco años después mi madre, también zapatera y traficante de artesanías y colonias, consideraría seriamente seguir el mismo camino. -¿Y qué van a hacer ustedes? Preguntaba mamá. -Ya estamos grandes y sabremos cómo actuar. No somos unos bebés, mamá. El gran dilema era papá. Lo suficientemente joven para continuar pero demasiado viejo para el mercado laboral, papá depositaba sus esperanzas en la ilusión de viajar a España y trabajar al lado de su mujer. Un sinnúmero de improvisaciones financieras lo habían llevado a hipotecar la casa, abandonar el empleo, ser víctima de robo por un mal llamado abogado familiar, caer reiteradamente en estafas por internet y, finalmente, desistir de cualquier posibilidad de continuar intentándolo, ya sea por falta de financiación o por carecer de fuerzas para volver a perder. Rosa era un espejismo sonoro; entraba a casa en forma de voz electrónica recorriendo el Atlántico en un par de segundos, tiempo que se veía evidenciado por la des-sincronización entre sus preguntas y mis respuestas. Sin conocerla, atendía su llamada puntual cada domingo en la mañana y me convertía en testigo de su europeización progresiva; mudaba su acento, elevaba su tono de voz y suprimía sistemáticamente las S’s al final de sus palabras. Hola, hijo, me pásaj a tu madre? Al final del pasillo se vislumbra entre la multitud la entrada a una estación de Metro. A pesar de haber cruzado el Atlántico en un Airbus A330, Rosa ignora por completo el procedimiento para acceder a la estación. Cali sólo contaba con rutas de buses con nombres pintorescos como Papagayo o Crema y Rojo, que paraban en cada esquina ante la señal inequívoca de un posible pasajero agitando el dedo estirado o cada que la puerta trasera acumulaba tantos pasajeros ansiosos de bajar y el chofer tantos insultos que no le queda más que detenerse. Aquellos métodos no parecen muy apropiados para ser aplicados en este sistema, a todas vistas, más sofisticado. No le queda otra alternativa que preguntar en Información. -Ay, mire niña, es que yo vengo solita y no conozco a nadie. Por qué no me hace el favor y me dice cómo hago para ir a donde salen los aviones pa’ Sevilla. Yo voy pa’ Sevilla y no sé ni cómo hacer ni ná. -Señora, debe tomar el metro en dirección Terminal S4 hasta la última estación. Ahí pregunta usted y le pueden indicar… -Ay, ¡pero yo no sé coger eso! -Permítame le explico… Nunca pensé que ver cruzar a mi madre la puerta de emigración fuera tan duro. A mis 23 años, con la carrera casi terminada y con una independencia económica ganada a base de trabajo como profesor en un colegio privado a escasos quince minutos del aeropuerto, ver partir a mi madre sin fecha de regreso significó el derrumbe emocional de mi aparente valentía. Una semana antes, tras la aprobación de su visa y su regreso de Bogotá, había dedicado mis ratos libres a transportarla por la ciudad despidiéndose de sus amigas. “Sí, Rosa me ayudó”, les repetía a todas exhibiendo una mirada de Gioconda criolla que podría preceder el llanto o la risa. En cada visita me burlaba un poco de la reacción de sus amigas al recibir la noticia, sin sospechar siquiera la reacción que tendría yo mismo ante su despedida; conversábamos un poco en cada trayecto y aparecían en cada conversa las mismas preocupaciones repetitivas: pobrecito su papá… ¿y si se enferma su abuela..? ¿y a ustedes, muchachos, no les da pesar..? Mamá nunca había salido de casa. En realidad, hasta entonces nunca nadie en la familia había salido de casa para vivir por fuera. No imaginábamos el vacío que se sentiría. Aún con el jet lag en la cabeza, Rosa María limpia polvo, barre, trapea, guisa, lava platos, vuelve a trapear, intenta comprender el funcionamiento de la plancha vaporeta y descubre el lavavajillas, todo esto muerta de sueño, para luego volver a la cama sin poder pegar el ojo. La primera semana es de llantos, llamadas y trabajo; comunicaciones constantes con sus hijos en Colombia, sesenta céntimos y tres lágrimas el minuto. -Te vas a enfermar si no descansas -, reclama Virginia, la abuela tierna cuya única misión es dejarse cuidar, – Ven aquí, háblame de tu país-. Rosa reconstruye una versión maquillada de los problemas y los privilegios de su país. Recuerda el verde montañoso que observó por única vez desde el aire y lo compara con el ocre árido de los paisajes españoles; minimiza un poco los ya conocidos problemas de violencia y narcotráfico, destacando más el calor de la gente, la sonrisa festiva, el chontaduro y el raspao del parque de las banderas; la Feria de Cali, la salsa en Juanchito, el paisa que canta y la rubia que baila. “¡Allá todo es muy lindo!” Por primera vez desde que salió, Rosa logra recordar su tierra sin pagar las tres lágrimas por minuto y sin tragar entero. Al aeropuerto fuimos todos los de casa; mi papá, mi hermano, mi abuela y mi madre, quien sería la única en no cruzar la puerta de casa al volver en la noche. Mi otra abuela, la madre de mi madre, descansaba en su casita de esterilla en el campo, sabiendo que su hija partiría pero sin saber exactamente cuándo, una estrategia ideada por mi madre para evitar el sufrimiento de pensar que su hija se iba alejando; para evitar ver, como vimos nosotros, la forma en que el túnel de embarque se la iba tragando. El silencio ocupó el lugar de mi madre en casa. Intentábamos no hablar para ignorar su ausencia; mi padre observaba las noticias de la televisión española que entraba por cable, mi hermano paseaba con su novia fuera de casa y mi abuela, afectada por el alzheimer, preguntaba dos veces por hora dónde estaba mamá. Yo intentaba exorcizar mi Edipo dibujando un cuadro que nunca acabé y esperando el timbre del teléfono que no sonó hasta las diez, casi veinte horas después de verla partir. Esperaba oír la voz de mi madre, años después me enteraría de que el llanto la traicionó y no la dejó hablar. Hijo -de nuevo la voz electrónica de Rosa con dos segundos de retraso- tu madre ha llegado, eh, que lo sepas. Está bien, pero ej que ahora mihmo ehtá en el baño y no puede hablar, sabes…? Unos meses necesita una familia para empezar a recoger los frutos de un inmigrante. Trabajando día y noche, más concentrada en los cuidados de Virginia que en las tareas del hogar, Rosa reúne la primera mesada grande y la multiplica por dos mil setecientos enviándola a Colombia para cubrir deudas, comprar regalos e invitar a comer a vecinos y amigos en el corrientazo de la esquina. Unos días necesita un grupo de vecinos para entender que el negocio funciona. No tardan en llover solicitudes de ayudas para atravesar el charco en busca de oportunidades, preguntas sobre el procedimiento, ofrecimientos de grandes pagos, aunque sea a posteriori. Una o dos vidas necesita una madre para perder las esperanzas de que su hijo regrese. Para la madre de Rosa dos vidas se resumen en un par de meses. El primero asumido con una espera silenciosa y voluntaria, sentada en una silla mecedora fingiendo comprensión y fortaleza; el segundo sumida en un silencio forzoso y desesperante, postrada en una cama hasta la llegada de la muerte. No era precisamente a ti a quien esperaba. Dos meses después de la partida de mi madre, su madre -mi abuela, la del campo- empieza a reemplazar las cuatro paredes de esterilla por muros de ladrillo y cemento mezclado con cal; las deudas familiares con prestamistas menores empiezan a saldarse; mi hermano coquetea con la posibilidad de trabajar en España; mi padre continúa conectándose todos los días a la televisión española a través del cable. Yo sigo trabajando como profesor cerca al aeropuerto y preparo tortas de banano los domingos para mi abuela paterna en casa, quien sigue preguntando dónde está mi madre, a lo que todos hemos acordado responder que ha salido esta mañana para Bogotá y que volverá mañana temprano; mi abuela ha acordado consigo misma olvidarlo cada media hora y volver a preguntarlo llena de curiosidad, obteniendo siempre la misma respuesta que le suena tan nueva como el pasado que ya no recuerda… ¿En Bogotá? ¡¿Y por qué no me habían dicho?! Un día cualquiera mi abuela cae al suelo y no vuelve a pararse. Un derrame cerebral la acuesta en cama y queda bajo la custodia de tres hombres que poco a poco aprenden a bañarla, vestirla, cambiarla, darle de comer y arrancarle media sonrisa en la mitad del rostro que todavía puede mover. Poco a poco la abuela se apaga y su memoria decide olvidar algo más que recuerdos a corto plazo; un día decide olvidar como hablar, otro día olvida como levantar ambos brazos, al siguiente olvida como tragar. Finalmente sus ojos olvidaron la facultad de abrirse, su corazón la de latir y sus pulmones respirar. Hubo algo que el alzheimer no pudo apagar; sus ojos continuaron mirando, su corazón amando y sus pulmones dándonos aliento. Así, finalmente, se apagó la abuela, quedando para siempre encendida en nuestras memorias. Mi madre levantó una oración en silencio que se juntó con las nuestras, a 10.000 kilómetros de distancia y un cuarto de día más temprano. Rosa entiende rápido que el negocio está en traficar esperanzas. Tomando como fiador la palabra de sus vecinos, consigue ofertas de trabajo para inmigrantes en España y presta el dinero para que vecinos y amigos atraviesen el atlántico y se embarquen en la aventura de cobrar en Euros. El sueño europeo toma fuerza en Mariano Ramos; en poco tiempo, el barrio ve partir a la vendedora de chance, la mujer del mazamorrero, la señora del granero, la hija del tendero, la esposa del camionero… dos o tres hombres están en la lista, pero son las mujeres las más apetecidas. En prolongadas y repetidas conferencias telefónicas, Rosa explica detalladamente cómo presentarse en Bogotá para la visa, dónde comprar el pasaje para España y cómo abordar el metro al llegar a la Terminal S4 ya en Madrid. Así las cosas, la recua de mujeres y el puñado de hombres son recibidos sin problemas en el aeropuerto de Sevilla Capital. Ya en España, Rosa cobra por cuotas el dinero prestado y unos intereses considerables que le inyectan capital al negocio. Mi madre llega al aeropuerto de Sevilla ahogada en llanto, con la firme convicción de traer a su familia, sin imaginar que pasarán cuatro años sin volver a Colombia, que al volver no encontrará a su suegra y será la última vez que se reúna con su esposo. En la puerta de llegadas, Rosa la espera preocupada por el retraso. Ya, hija, no llorej máj. Vamo a casa y llamamoj a tu familia que debe estar preocupada. Cuatro años han pasado desde la partida de mi madre. Mi padre, mi hermano y yo esperamos en el aeropuerto; mi abuela espera noticias desde la comodidad de su casa en el campo, siguiendo el método de anunciar la llegada sin una fecha determinada para evitar la angustia de pensar en los riesgos durante el vuelo. Habíamos despedido una mujer mayor y asustada con lágrimas en los ojos; recibíamos de vuelta una mujer rejuvenecida que vestía jeans y una enorme sonrisa que no cupo en la maleta y prefirió traer puesta. Los últimos dos meses lucimos la misma sonrisa como uniformados en casa; sabíamos que de vuelta a España regresarían mi hermano y mi madre, pero no sospechábamos que dos meses después viajaría yo. Sólo quedaría mi padre, quien esperaría pacientemente la tramitación de los documentos para su reagrupación. Para mí vino Europa, los estudios las conversaciones en tres idiomas y medio. Me enfrenté a este continente con una beca que me permitió estudiar y recorrer Portugal, España Francia e Italia a mi antojo, bajo una condición social bastante diferente de la de mi madre, Rosa y mi hermano. Descubro, entonces, que la discriminación es social y no étnica, que el inmigrante no habla inglés ni estudia un master, que los sudacas no pasean, que hay una gran diferencia entre inmigrar y estudiar. De los viajes, las fiestas y los estudios, he hecho amigos, conocidos, compañeros y uno que otro allegado. Es 6 de julio de 2010, ha pasado un año y nos reunimos en la playa del Miracle en Tarragona para celebrar mi despedida, esperando el festival de fuegos pirotécnicos junto al mar. Viajaré mañana, pasaré tres meses en Colombia con mi padre y mi novia, vestiremos todos la sonrisa uniformada que lucimos con mi madre cuando la recibimos en Colombia. La reagrupación de mi padre está bastante adelantada, así que es posible que vuelva con él al regresar a Europa. Van siendo las diez de la tarde y el sol todavía no se esconde. En casa, mi padre prepara las cosas para recogerme en el aeropuerto el día siguiente. Algunos amigos ya están en la playa. La noche se acerca con parsimonia. Mi madre, en Sevilla, intenta comunicarse con mi padre. El teléfono repica en el bolsillo de mi padre. Nadie contesta. La noche cae lentamente. Se prepara la mecha para encender los fuegos. Mi madre recibe una llamada a su móvil. Atiende. Recibo una llamada a mi móvil… atiendo. Mi padre, a diez mil kilómetros del resto de su familia, ha decidido no esperar mi llegada al día siguiente. Ha cerrado sus ojos y se ha quedado dormido para no volver a despertar. Ha muerto solo, sin más. Una llama enciende la fiesta de los fuegos artificiales en Tarragona. El Mediterráneo refleja las explosiones de colores que iluminan el cielo en destellos parpadeantes. Y yo, sumergido en esa noche negra de fuegos y fiesta, no veo luces ni escucho explosiones… sólo intento atrapar el momento en que mi padre se zambulló en la misma noche, convirtiéndose en el emigrante eterno que ya nunca vuelve, dejándonos esperándolo justo en la puerta de nuestro reencuentro. Esperaba encontrarlo al llegar al aeropuerto, en Cali. Abrazarlo, preguntarle cómo ha estado, ver su cara de felicidad al volver a verme y al saber que pronto estaría del otro lado del Atlántico, con su mujer y sus hijos. En lugar de eso, encuentro un par de mujeres que me aman e intentan sobreponerme del vacío. La primera, mi novia, quien me consuela; la segunda, mi madre, quien ha viajado 10.000 kilómetros para despedir a mi padre, para decirle adiós y desearle buen viaje. Un año después, mi abuela continúa en su casa en el campo construida enteramente en ladrillo gracias a las remesas de mi madre; mi hermano ha conseguido un trabajo y ha comenzado la universidad; mi madre continúa trabajando para enviar algo de dinero; la crisis económica y la nueva legislación laboral han quebrado el negocio de tráfico de esperanzas de Rosa, quien también continúa trabajando como empleada del hogar. Yo empecé otro Master, esta vez sin beca y sin la posibilidad de viajar, bajo las mismas condiciones de cualquier otro inmigrante. Un master que no terminaría; volvería a Colombia pero aún no lo sabía. El 6 de Julio de cada año, en Tarragona, el cielo continúa haciendo fiesta para celebrar la llegada de mi padre, el único verdadero emigrante de esta historia. El único capaz de comprar un billete de ida sin regreso en medio de una enorme fiesta celestial. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020 **** *AnalisisMediosUniversitarios **** *TipoNoticias_texto *Universidad_univalle *Medio_ciudad_vaga *Ciudad_Cali *Departamento_Valle del cauca *Fecha_00/00/0000 LA ESCUELA NEW YORKER: JOHN HERSEY Y LILLIAN ROSS http://ciudadvaga.univalle.edu.co/reportajes/la-escuela-new-yorker-john-hersey-y-lillian-ross/ Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle Tal actitud, decía, se distingue de la de aquellos reportajes que, como los del Lillian Ross o Truman Capote, limitan o incluso evitan cualquier manifestación autorial en el relato, con el propósito de conferirle una apariencia de objetividad y de verosimilitud claramente deudora de los principios y los métodos de la novela realista y naturalista. Tal como Dwight Macdonald señaló hace años, hacia la década de los cincuenta empezó a insinuarse un fuerte contraste entre ambas maneras de concebir el reportaje literario. Y como veremos en adelante, la elección de una u otra actitud tiene hoy, además de importantes implicaciones cognitivas y éticas, consecuencias decisivas en cuanto a la conformación compositiva y estilística del periodismo literario. Así, los autores adscritos al <> (<>) del que habla McDonald produjeron un tipo de piezas radicalmente diferentes de las de la línea Agee: se trata de la novela-reportaje, un derivado innovador del reportaje novelado basado en la conjugación del rigor documental con el uso de convenciones de representación características de la tradición novelística de signo realista perfilada en el siglo XIX por escritores como Stendhal, Flaubert, Maupassant, Tolstoi, Galdós, Dostoievski o Henry James. El primero de estos reporteros-novelistas objetivos, reunidos alrededor de la revista de The New Yorker, fue Jhon Hersey, quien con Hiroshima (1946) estableció un sólido precedente de las novelas-reportaje escritas durante los años cincuenta, sesenta y setenta por autores como Lillian Ross (Picture, 1952), Truman Capote (In Cold Blood, 1965) y Norman Mailer (The Executioner´s Song, 1979). Hiroshima se convirtió, desde su publicación en The New Yorker, en un hito del periodismo literario contemporáneo. Truman Capote definió en una ocasión el libro como una <>. Y Tom Wolfe, después de calificarlo de <>, lo ha reconocido como un antecesor directo del New journalism norteamericano de los años sesenta, setenta y ochenta. Un año después del genocidio nuclear, Hersey visitó la ciudad japonesa y reunió durante seis semanas, a partir de los relatos cruzados de algunos supervivientes, los datos y los testimonios necesarios para escribir un reportaje austero y pormenorizado sobre los efectos de la hecatombe. El texto resultante, de ciento veinte páginas, fue inmediatamente publicado por la revista The New Yorker, que le dedicó -hecho inédito en la historia de este prestigioso magazine- un número entero, ocupado totalmente por el relato de Hersey. Más adelante, la editorial inglesa Penguin adquirió los derechos de publicación y convirtió a Hiroshima en un libro de éxito multitudinario. En entre la obra de Hersey y las de Agee hay dos diferencias importantes. En primer lugar, la innovación de Hersey consistió en componer el reportaje mediante técnicas muy próximas a las de la novela realista, consonantes con la voluntad del escritor de mantenerse fuera del relato, tan ausente como quería Flaubert mientras escribía Madame Bobary: <>. En segundo lugar, Hersey no tomó parte en la experiencia relatada, ni siquiera asistió a ella en calidad de testigo directo. Por el contrario, le fue preciso reconstruir laboriosamente lo que un año antes había sucedido en Hiroshima por medio de entrevistas exhaustivas con algunos supervivientes de la tragedia. Mientras que Agee narra su interacción directa, su contacto con las situaciones que vivió, aunque sea como testigo de excepción, Hersey busca y consigue mantener una distancia cautelar con los hechos evocados, que le lleva a consignarlos desde fuera, sometiendo la historia a un control disciplinado y confiriéndole la armonía de una narración meticulosamente acabada. También a diferencia de Agee, que desconfía de sus posibilidades -y en las del lenguaje- para captar una realidad siempre inaprehensible, Hersey escribe convencido de poder encapsular los acontecimientos dentro de un organismo literario cerrado. La personalidad del escritor está siempre ausente, no hay pronombres personales, y el recording angel -literalmente <<ángel registrador>>- de que habla McDonald actúa cual grabadora magnetofónica exacta e impávida sin revelar nunca su presencia el lector. Y no obstante, el escritor narra los hechos conmovido, y su emoción, jamás explicitada, impregna todo el libro de un lirismo sutil, tenue y compasivo. Hiroshima se estructura por medio de la yuxtaposición de los testimonios de seis supervivientes, un oficinista, un médico, la viuda de un sastre, un sacerdote alemán, un joven cirujano, un ministro metodista, distribuidos en cuatro capítulos: el primero, <>, relata lo que cada uno de ellos estaba haciendo instantes antes de la explosión, y cuáles fueron sus reacciones inmediatas; el segundo, << El fuego>> narra cómo transcurrieron las 24 horas posteriores; el tercero, <>, utiliza el mismo método, esta vez aplicándolo a un lapso de varios días, e introduce una explicación sobre las características de la bomba y alcance de la devastación que ocasionó; y el cuarto, <>, reanuda los relatos de los personajes principales para exponer las consecuencias de la deflagración un año después. Ya en las primeras líneas de la novela-reportaje, un narrador omnisciente y escrupulosamente neutral sitúa exactamente el tiempo de la acción e introduce los seis personajes; se trata de un ejemplo canónico de exposición directa: A partir de esta exposición directa inicial, Hersey recorre meticulosamente el itinerario de los seis personajes durante el mismo lapso de tiempo: son, de hecho, seis líneas narrativas principales expuestas por medio de un montaje paralelo. Los personajes, los lugares y las acciones son diferentes en cada caso, pero el plano temporal es el mismo para todos. O, dicho de otra manera, dentro de cada plano temporal se alternan los seis personajes en sendos planos espaciales. En el segundo capítulo del libro, << El fuego>>, se repite el procedimiento: Y así sucesivamente, de personaje en personaje, hasta cerrar cada uno de los siguientes capítulos. La escritura de Hiroshima es adusta, ajena a cualquier aspaviento estilístico, de una sobriedad ejemplar. A pesar de que se trata de una novela-reportaje en sentido estricto, los recursos novelísticos son en ella aplicados con discreción y disciplinada contención. Quien escribe es un reportero empeñado en erigir un documento de escrupulosa veracidad, pero a la vez consciente de que sólo con la ayuda de los procedimientos y la estética de la novela es posible transmitir al lector la dimensión humana, la calidad de la experiencia narrada. Hersey, sin embargo, no fue siempre fiel a este procedimiento. Bastantes años después, en 1968, escribió The Algiers Motel Incident (El incidente del motel Algiers), un reportaje novelado de franco tono subjetivo que contrasta vivamente con el escrupuloso objetivismo de Hiroshima. El libro relataba la ejecución de tres jóvenes negros por la policía en un motel de Detroit, ocurrida durante los graves disturbios que se desencadenaron a raíz del asesinato de Martín Luther King. Hersey sustituyó el compasivo distanciamiento que había utilizado en Hiroshima por una actitud parecida a la de Agee, consistente en revelar la naturaleza subjetiva de su observación y en hacer explícitas sus opiniones sobre los hechos.En esta ocasión, Enfrentado a un conflicto de candente actualidad, Hersey sentía que no podía comportarse como un autor omnisciente, sino que debía poner de manifiesto las dudas y contradicciones que la historia suscitaba. No era posible simular objetividad alguna porque: Hiroshima y El incidente del motel Algiers representan las dos tendencias básicas de la simbiosis contemporánea entre novela y reportaje, y, sobre todo, el hecho de que el reportero -a diferencia del novelista de ficción- debe subordinar siempre su escritura a las exigencias de veracidad impuestas por el carácter real del asunto tratado y por las expectativas de su público y su profesión. Escuela de Comunicación Social Universidad del Valle Cali, Colombia © 2020